viernes, 26 de abril de 2013

En el reino de la salamandra

Por Carmen Gutiérrez.


—Señora, tengo que hablar con usted —dijo Esteban I entrando en los aposentos de la reina, sin previo aviso, sin anuncio de cámara.
Catalina despidió a sus doncellas y se sentó sin pudor en el diván. El cabello rojizo y suelto revoloteó a su alrededor mientras ella se cruzaba de brazos sin ocultar su parcial desnudez.
—Creo que aunque sea usted el rey, las reglas de etiqueta deben respetarse. Hágame el favor de salir y regresar cuando yo esté presentable —contestó la mujer con un mohín de desdén—. Le recuerdo que no soy una de sus cortesanas, soy la reina y exijo respeto.
—El respeto se gana —contestó Esteban I deshaciendo el nudo de su cinturón y dejando la espada y su saquillo en el piso, ignorando el gesto de fingida sorpresa de Catalina—. Usted porta el titulo y la corona con orgullo, pero no vale más que una campesina.
—Me ofende usted, señor. Sabe muy bien que soy heredera de tierras y mi dote es más valiosa que todo su reino.
—Lo sé muy bien; mi padre, el rey Alfonso II se encargó de señalármelo el día en que tuve la mala suerte de ver su fea cara, justo antes de ordenarme pedir su mano. —el rey continuó desnudándose frente a ella sin apartar de ella su gélida mirada.
—¿Qué está haciendo? —Preguntó ella apartando la mirada del cuerpo de su marido— ¡Vístase, por el amor de Dios!
—¿No se jacta la reina de ser inteligente? Pues adivine, vengo a tomar mi lugar como rey y esposo ¡Por el amor de Dios!
Catalina se puso de pie y trató de llegar a la campanilla para llamar a su doncella, pero Esteban I fue más rápido y gritó:
—¡Pena de muerte al que ose entrar en esta habitación mientras hago el amor con la reina!
—¡Está loco! —Exclamó ella con los ojos desorbitados, comprendiendo que no habría alma en el mundo que desobedeciera tan clara orden, ni siquiera en pos de salvar su real dignidad— ¿De qué nuevo ardid quiere valerse para humillarme más?
El rey soltó una carcajada insulsa y se acercó mostrando con orgullo su prominente hombría.
—¿Llama loco a su marido por querer usar su derecho? Dígame ¿cómo llama usted al Conde Marcellus por tomarla por los pasillos del palacio y darle más duro que a las doncellas que viola de vez en cuando?
Catalina dio tremenda bofetada a Esteban que éste comenzó a sangrar por la boca, pero lo que ella creía que amedrentaría al hombre sólo terminó por endurecer su mirada azul y un destello de locura apareció en ellos cuando le regresó el golpe. La reina se tambaleó y cayó de espaldas sobre el lecho de seda. Con los ojos muy abiertos y temblando de ira se llevó una mano a la mejilla enrojecida y con la otra intentó cubrir el seno que se escapó de sus escasas ropas.
El rey se sentó a su lado y comenzó a acariciarle el cabello revuelto, con una sonrisa tan aterradora que hizo que su mujer se encogiera de miedo esperando una segunda bofetada.
—Tranquila, señora. No voy a golpearla si usted se comporta a la altura —volvió a incorporarse y se paseó delante de ella sin dejar de sonreír—. Dije que quería que habláramos y eso haremos primero. Cuando acepté casarme con usted fue por puro beneficio del reino. Las tierras de su padre son las más productivas y la riqueza de su familia es legendaria. Teníamos que lograr una unión con su dote antes de que otro lo hiciera.
Catalina se limpió una lágrima que corría por su mejilla y se miró las manos. El rey continuó:
—Todo esto del Conde Mierdellus lo sé desde hace meses. También lo que hizo en la casa de campo en el verano, las orgías que ha organizado con sus “amigas” en las noches que me voy de caza, el incidente en el comedor de la abadía y sus “clases” de música. Nunca me ha importado, señora. Dice que no es una de mis cortesanas, pero las cosas que he escuchado la dejan más enlodada que el chiquero de mis establos.
Ella levantó la cara y lo miró desafiante.
—¿A qué viene todo esto entonces? Y esa brutalidad ¿Qué oscuro propósito está cumpliendo? —preguntó.
—Estamos en guerra, mi reina. Y nuestros enemigos son muy poderosos. El pueblo tiene miedo y se refugia en placeres sencillos buscando consuelo. He tenido que dormir con usted unas tres veces en nuestro matrimonio y siempre termino sintiéndome asqueado, pero por el bien del reino lo haré de nuevo. Tiene que darme un heredero, un príncipe, un hijo mío legítimo para que el pueblo quiera luchar por él, por su familia real.
—¡Me niego! ¡No puede obligarme a traer una criatura al mundo cuando aborrezco a su padre! —exclamó ella llorando de rabia— ¡No lo haré! No puedo tolerar tener en mi cama a un hombre tan asqueroso como usted, con esa piel traslúcida y esos dientes que parecen fauces de lobo hambriento. Esas manos ásperas y sus enormes orejas. Soy una mujer bella, aunque a usted le parezca lo contrario y no quiero tener que cargar en mi seno a un engendro como usted.
—Claro —respondió él impasible— ¿Dónde están mis modales? Por supuesto que puede usted negarse; y como había previsto eso le pido que se asome a la ventana y me diga que hay en la torre norte.
Catalina se acercó temblando a la ventana y miró a donde le indicaba Esteban I y lanzó un grito de pavor mientras se alejaba de la ventana.
—¡No es posible! —exclamó— ¡Es usted un animal!
—Es posible, señora mía. Pero es necesario.
—¡El pobre y querido Conde! —se tiró en la cama sollozando— ¡Lo odio!
—Lo sé y créame, mi reina, no me importa. Lo que importa es lo que usted decidirá en este momento.
Esteban I se cruzó de brazos y le dio tiempo para llorar y analizar. Ella se cubría la cara con las manos y lanzaba quejidos de dolor. Sus piernas de porcelana sobresalían de entre las enaguas y su seno rebelde se asomaba de nuevo. El rey sintió el hormigueo de la erección y se tocó un poco el miembro para animarlo. La mujer le parecía despreciable y no toleraba sus pláticas sabiondas, pero tenía un trasero impresionante y él apenas estaba en sus veintitantos años. La cara de ardilla de su mujer le repugnaba y su voz era demasiado estridente. Pero eso no estaba evitando que su cuerpo le recordara el motivo de la visita y decidió llegar a la consumación de sus propósitos.
Se acercó al lecho para tomarla, pero ella adivinó sus pensamientos y se puso de pie en un salto corriendo hacia la puerta. Esteban reaccionó a tiempo para detenerla halándola de los cabellos y la lanzó de nuevo a la cama. Catalina se retorció para levantarse y él la sujetó del cuello, poniéndose encima para dominarla. Los ojos castaños de la mujer se entrecerraron mientras trataba de respirar o hacer una llamada de auxilio, olvidándose de que nadie acudiría.
Esteban I perdió el control de sí mismo. Arrancó de un manotazo las enaguas y los kilos de tela que se interponían entre su miembro erecto y su mujer. Ella seguía tratando de soltarse y alcanzar un poco de aire cuando lo sintió entrar. Su mirada se llenó de ira y en un giro de cadera logró expulsarlo de su cuerpo. El rey la golpeó entonces en la cara con el puño y si no se desmayó fue porque lo sintió de nuevo, adentro, lastimándola sin piedad, sin un dejo de remordimiento. Trató de gritar cuando la mano de su atacante aflojó un poco la presión, pero no pudo soltar sonido alguno. Se resignó por un momento, rogando porque que todo pasara pronto y él encontrara el clímax tan rápido como las otras veces.
Cuando el rey se sintió satisfecho, se tumbó a su lado, tembloroso y jadeante, entonces ella…


2 comentarios:

  1. Odio estos matrimonios arreglados entre reyes!! muy buena historia!!!!1 *-*

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  2. Gran poder narrativo en tu relato erótico-violento.

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