domingo, 19 de junio de 2016

Lobo hombre en París

Por Asier Rey Salas.

        Me gustaría saber cómo me llamo, pero apenas lo recuerdo; no sé si mi nombre es Luisa, Fernanda o Ivana; si el apellido de mi papá es Polowski, o Buendía; tampoco recuerdo, ya es mala suerte la mía, quién se arrogaba el estatus de padrecito en el chamizo donde yo habitaba, a treinta cuadras de San José. Lo único que sabe mi mente, y por tanto lo único que merece la pena ser contado, es un sueño. Un simple pero enigmático sueño, a caballo entre el delirio y la sorpresa, que me tiene sojuzgada desde la cabeza hasta los pies, de las plumas lacias de mi penacho hasta el mismo extremo de mis alas.
Porque tengo alas vigorosas, capaces de mantenerme suspendida en el aire como un tocororo hinchado y presuntuoso. Voy saltando de árbol en árbol, de quima en quima, las ramas son flexibles como arcos de tejo inglés. Miro al suelo verdoso, a las praderas que se extienden a mi alrededor, y me lanzo. Y, casi sin pretenderlo, puedo volar. Sobrevolar los tejados de fibrocemento, las casas apretujadas y humildes, los barros que dan forma a los barrios pedigüeños. Todos los seres vivos de la Tierra, salvo los astronautas de la ISS, van quedando por debajo de mi cuerpecillo y, de ese modo, todos los problemas del planeta se van disipando, haciendo más pequeños e insignificantes, hasta casi desaparecer.
Esas ilusiones vanas quedan reducidas a la nada en el mismo momento en que un águila, sedienta de mi sangre, hace mella en mí y me golpea fieramente con su pico afilado. El control de mi cuerpo queda completamente inutilizado, soy un amasijo de carnes y huesos sin voluntad alguna que se precipita al vacío mientras el atacante, atento a mi trayectoria descendente, se va acercando mansamente, como un comensal que espera pacientemente a que el camarero le traiga sus viandas y su jugo bien fresquito.
En ese instante en que la tierra golpea mis restos exánimes y el ave de rapiña se da un buen festín con mi cadáver reventado contra el asfalto, una luz me obliga a ascender, a trepar por una escalera de caracol que va a dar ante las puertas del mismísimo Padre Celestial, custodiadas por un San Pedro ceñudo que analizara mi batir de alas como si fuera el mayor experto en aves del Universo. Registra en su mente cada movimiento dado por mi alma, cual si, capaz de escudriñar los recovecos más ocultos de nuestra esencia, pudiera descubrir el auténtico valor de cada ser viviente. Aunque, a juzgar por las miradas de reprobación que me dedica, intuyo que no resulto de su agrado.
Un agujero de gusano me transporta a quince mil kilómetros de distancia, allá donde el aire se torna plomizo y la blancura del lugar me hace dudar sobre mi existencia; ¿estaré ya muerta? ¿Seré una simple gota de agua en un océano de azúcar? Pronto la luz del Sol me quema la vista y me devuelve a mi realidad, a lo alto de la cima más alta de la Tierra, donde no hay sombra que me pueda cobijar. Aquí en el Everest se está tan bien, que me olvido de mis antiguos temores de pájaro timorato y grito, grito sin piedad alguna hasta que mis tímpanos se deshacen en una lluvia inesperada de margaritas y claveles. Después, simplemente extiendo mis brazos y me dejo llevar.
La caída contra el suelo es de apenas un par de metros, lo que favorece mi supervivencia, pero me hace descubrir que ya no puedo volar. ¡Volar! Apenas si tuve tiempo de disfrutarlo y ya lo echo de menos. Resuelto a no conceder ni un segundo de tregua a la vida, me lanzo nuevamente, sin importarme quién soy ni qué me deparará el futuro. Y sucede.
Vuelo, por encima de las montañas, a varios cientos de kilómetros por hora. Noto un leve escozor en mi barriga, pero se trata simplemente de la carga de la bodega. Soy un avión transoceánico que divisa la costa canadiense allá, a lo lejos, testigo de las proezas que estoy llevando a cabo. Doscientas personas habitan en mí durante el trayecto de Londres a San Francisco, y a nadie parece preocuparle lo más mínimo que sea yo, precisamente yo, quien les traslade de una punta a otra del globo.
Rebusco en mi interior, y encuentro varios tipos de personas diferentes entre sí, pero similares al mismo tiempo; visten de modos estrafalarios, hablan con voces más o menos afectadas, tienen diversos oficios... pero todos tienen algo en común: la vacuidad inmensa de sus vidas, la necedad reflejada en todos y cada uno de sus insignificantes pasos. Cierro los ojos y deseo llorar, intento liberar mis esclusas para liberarme de llanto e ira. Mas no puedo. Soy un simple avión, sobrevolando las costas de Terranova, rumbo a San Francisco.
Por fortuna para mi integridad mental, un hombre exaltado se levanta y pronuncia unas palabras en un extraño idioma. Después, ante la mirada aterrada de los presentes, acciona un dispositivo y todos, incluida yo, volamos en mil pedazos, precipitándonos al mar.
Pero no caigo al mar, sino al fondo de un saco maloliente y desgastado. El olor a podredumbre e infección es desproporcionado, y pienso seriamente en el suicidio como arte disuasorio. Cuando intento llevarme la mano al cuello, sin embargo, descubro, para mi asombro, que no tengo manos, ni pies, ni siquiera cabeza. Soy un mojón delgado y purulento, un despojo intestinal con la mala fortuna de haber sido capturado por un cuidador de jardines entregado. Soy, en suma, un pedazo de mierda en una bolsa de plástico.
No me cuesta mucho trabajo adueñarme del lugar, y pronto consigo un ascendiente sobre los demás zurullos. "La reina de las mierdas", me llaman, y ocupo un lugar preeminente debido a mi recién alcanzado estatus. Desde aquí arriba, analizo a mis súbditos con indiferencia, compadeciendo levemente su infortunio al no haber alcanzado mi estatus.
De un certero salto, me despido de esa panda de perdedores y vuelo, vuelo durante horas, esparciendo mi penetrante olor por toda la geografía circundante. El tono verdoso de mi piel atrae a los viandantes, que se quedan hechizados ante mi lento planear. Más de uno me persigue durante un par de segundos hasta darse por vencido, pero a cada pocos metros surgen nuevos contrincantes deseosos de acariciarme entre sus dedos. Yo me mantengo suspendida en el aire y rezo por tocar en cualquier momento la acera para descansar, pero mi destino es vagar incansablemente, sin posibilidad de escapatoria. Finalmente, un jovenzuelo avispado me atrapa al vuelo y mi periplo queda inconcluso.
¡Mira, mae, un billete de cien!
Intento doblarme hasta límites insospechados para poder observarme mejor, pero me es imposible, pues mi recién estrenado captor (y ya llevo unos cuantos) me enrolla como si fuera una cañita de sorber. No son, empero, unos labios carnosos los que acuden en mi busca, sino un orificio nasal moqueante, pues, recién adquirida la pubertad, parece como si nada impidiera a tal mequetrefe arañarse el alma con polvo blanco de hadas. Trepa por mi cuerpo la droga traicionera, se va adhiriendo a mí como si de un bancal de arena se tratara, atrapándome lentamente con sus delicadas garras.
El deleite que proporciona la coca nubla mi razón y no me deja anticipar el siguiente cambio; es por eso por lo que, sin apenas ser consciente de ello, mi refinado cuerpo se va ensanchando y ensanchando, hasta adquirir el aspecto de un elefante mofletudo y grotesco. Apenas mis formas desdibujadas permiten entender mi flotabilidad, mi capacidad de planear por encima de las cabezas aporreables de los transeúntes, pero descubro, para mi sorpresa, que no son las orejas de Dumbo lo que me mantienen en lo alto; un cordel enredado en mi pata izquierda es la primera pista, y el helio que se escapa de un pliegue de mi endurecida piel termina por confirmar mis sospechas. Soy un globo volador, heredero del de los hermanos Montgolfier, que vaga sin descanso por el aire y a la velocidad que el viento tenga a bien imponerme.
Pero la cabeza rapada de Boris Vian me ladra y niega que yo sea hijo de Yahvé, y me empuja con su mirada de fuego hacia la Tierra de nuevo. Allí, una manada de lobos hambrientos se abalanza contra mí y pocos segundos bastan para reventarme por completo hasta extinguirme.
Después, la nada; seguramente el sueño podría haber tenido una continuación en el tiempo, pero en ese momento una mano calentó mi muslo y me obligó a despertar. Allí estaba él, con su perilla recortada y sus ademanes de héroe de opereta, susurrándome al oído procacidades. Seguramente, al creer que yo dormía, se afanaba en dar rienda suelta a sus sentimientos escondidos. Por fortuna para Dennis, yo oí su corazón abrirse al mundo, y eso fue lo que me convenció de que no le cobrara ni un centavo por mis esmerados servicios. Ahora que el lobo aúlla de desesperación, soy consciente de mi dicha y me pregunto por cuánto tiempo quedará en mí el agradable recuerdo de volar, de levitar sobre el suelo de una manera que nadie, ni cien mil hombres puestos en cola frente a la puerta de mi cuarto, me ha hecho sentir jamás.


Ivana Polowski


***

Consigna: En su sueño puedes volar.

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