martes, 16 de agosto de 2016

A veces simplemente hay que estallar

Por Gean Rossi.

            En sus veinticinco años de vida, si algo había odiado desde entonces, era que las cosas no fueran claras. Y recibir aquella carta había sido un golpe muy, muy duro para su estabilidad psicológica. Apenas la abrió su primera reacción había sido encender la estufa y verla arder. Por suerte (para la carta, quizá no para ella), se había quedado sin gas. Una maravilla. Así que de alguna manera consiguió calmar sus impulsos y la dejó sobre el escritorio, frente a la silla en la que ahora estaba sentada mientras la admiraba como quien examina una bomba a lo lejos. Pensó que las cosas serían más fáciles si de verdad se tratara de desactivar una bomba en vez de conseguir entender aquel embrollo que creía había terminado ya.
            Todo empezó cuando se conocieron. Desde entonces ya las cosas eran bastante difíciles de entender. A ella le encantaba, claro. Pero no sabía si él sentía lo mismo. Veía señales, sí, estaba segura de ello. Veía gestos en él que la hacían creer que podría existir algo. Cada roce, cada palabra bonita que soltaba eventualmente, cada mirada que le lanzaba cuando estaba distraída… Todo le servía para creer que sí, que efectivamente había una química extraña por allí. Se seguían viendo después de aquella fiesta de verano en la que además de un par de tragos, compartieron sus números de teléfono y una larga noche de garla. Había sido fascinante todo pero, apenas volvió a la rutinaria realidad, donde su soledad era su única acompañante, la melancolía la embargó. Una melancolía inyectada en nostalgia y ansiedad que la hacía sentir con el peor dolor del mundo. Estaba claro que se había obsesionado de alguien que apenas conocía. Para suerte de su obsesión, volvieron a encontrarse; no solo una vez, sino cinco más. La segunda en el parque, la tercera, en su casa. Habían organizado hacer pizzas, pero ella sabía que no podría soportarlo más, así que en el momento que creyó apropiado, se lanzó sobre él y lo besó. Vaya que sí lo había hecho. Él respondió muy bien a su acción, y una cosa llevó a la otra y… bueno. Pasó. ¿Por qué para que ocurriera todo tenía que haber sido ella la que diera el primer movimiento? A él también le gustaba, pero aparentemente, no se sentía lo suficientemente preparado para estar con alguien en ese momento. Al menos así se lo había explicado en su cuarto encuentro. Para cuando se despidió de él, la quinta vez (se iba tras recibir una oferta de trabajo en el exterior), ya sabía con creces que había tenido roces con otra. Realmente no había sido una sorpresa sino… algo confuso. ¿Qué clase de persona hacía eso de estar con alguien cuando no quieres? ¿Es que realmente no lo quería estar? ¿O simplemente era ella? No lo sabía. Nunca lo supo, de hecho.
            De alguna manera había aprendido a sobrellevar las cosas. No eran nada, nunca lo fueron realmente, así que no tenía potestad alguna para reclamarle, quejarse o preguntar. Solo se había limitado a dar vueltas en su cabeza; vueltas que cada día iban disminuyendo hasta que todo se convirtió en algo que, para su memoria, había sido un bonito recuerdo mientras duró. Estaba lejos, no sabía mucho de él y ella había seguido por su cuenta hasta… ese día.
            Miró de nuevo la carta, estiró su brazo para tomarla y la abrió otra vez. Necesitaba hacer algo con ella antes de que su cabeza explotara de todo lo que pasaba por ella. Buscó un marcador y escribió «Puta de mierda» en grandes letras rojas. Evidentemente se trataba de un hombre, pero para ella eso no quitaba el hecho de que seguía siendo una puta de mierda. Sí.
          Anotó la dirección de la que la habían enviado y salió a la oficina de correos. No sabía si aquello la hacía sentir mejor o peor. Pero después de todo, ¿a quién coño se le ocurría mandar una carta en blanco?



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