lunes, 14 de noviembre de 2016

Y el monje desnudo tenía razón


     El monje desnudo saludó sin inmutarse ante mi mirada de asombro. Estrechó mi mano y me deseó buen día; luego se inclinó ante el Abad y dijo algo sobre una nueva escultura. El abad me miró consternado pero guardó silencio hasta que el monje, en bolas, se alejó por el pasillo.
     Es el hermano Joaquín. Es un artista aclaró como si eso explicara el espectáculo que acababa de presenciar. ¿Continuamos?
     Me guió a través de un callejón bordeado de bugambilias moradas y me indicó que tuviese cuidado con las espinas. Yo estaba extasiado. Había peleado contra cielo, mar y tierra para que alguien me consiguiera un permiso para poder recorrer  el convento y cuando lo logré, me sentí pequeño ante la majestuosidad del recinto. Desde que comencé a escribir me obsesioné con las esculturas de los templos de la época de la colonia. Mientras España tuvo el control de más de la mitad del mundo, centenares de escultores fueron exportados de Europa para adornar extravagantes recintos religiosos por todo el continente, por eso es común en América Latina encontrar templos en medio de la nada con adornos en oro y mármol dignos de Viena o Bruselas.
     El convento de San Felipe Mártir fue construido en medio de la selva Lacandona, sobre un cerro sesgado en la cima para que las bases del convento fueran eternas. Pocas personas, aparte del clero, habían tenido la oportunidad de recorrer sus pasillos y contemplar la obra del escultor Enrico Turé, un italiano nacido en 1675 en Florencia y  muerto en Nueva España en el año 1758, según los datos de la Iglesia, envenenado por el Abad regente de entonces. El motivo de mi insistencia en conocer ese convento, es porque no hay registro de las obras de Enrico en ningún otro lado. Busqué en todas las bibliotecas a mi alcance (pues no confío en todo lo que dice Internet), molesté al cardenal Polinius de Nueva York tantas veces que me contactó con  monseñor Posadas en México, luego me dediqué a molestar al monseñor hasta que una mañana recibí una carta del Abad Rodríguez, rector de San Felipe, invitándome a pasar unos días con ellos. Fue tanta mi emoción que tomé mi equipaje y corrí al aeropuerto.
     Ahora, después de haber atravesado la selva con un guía nativo, cortesía de la iglesia, tenía el corazón acelerado a medida que el Abad me llevaba desde su oficina hasta los jardines donde, según mis investigaciones, encontraría a La Magdalena. Cuando la tuve frente a mí estuve a punto de arrodillarme. No me mal entiendan, nunca he sido religioso, pero ante esa perfección tallada en mármol, tuve el impulso de dar gracias al creador por permitir que algunos de sus hijos fueran capaces de realizar tales obras de arte. La estatua representaba a María Magdalena, de rodillas frente a la tumba cerrada de Jesús. Era de tamaño natural y sus cabellos caían sobre sus hombros con tal naturalidad que miré su pecho esperando captar su respiración. Pero lo que más me impresionaba era su rostro. De rasgos fuertes, cejas anchas y mentón firme, tenía los ojos cerrados y su boca se torcía en una mueca de dolor tan real que causaba lástima.
     El Abad me dejó contemplar a La Magdalena sin decir nada, respetando mi asombro y admiración. Cuando pude separar mis ojos de esa mujer de piedra, me indicó el camino hacia la biblioteca, en silencio. Varias estatuas de Enrico representando árboles, animales y ángeles, nos vigilaban inmóviles desde varios lugares, cada una de ellas impresionante en su naturaleza realista y detallada. Me habían pedido que tomara fotografías sin flash, ya que el Instituto Nacional de Arte e Historia las había declarado como patrimonio mundial y le había dejado al convento la responsabilidad del cuidado y mantenimiento de las mismas.
     La biblioteca era un recinto enorme, construido con cantera traída del centro del país. Al entrar, el contraste de la penumbra con el sol del exterior me dejó ciego por un instante pero, al acostumbrarse mis ojos a la poca luz del interior, pude apreciar enormes estanterías cargadas de libros antiguos y modernos; el olor a libro y tinta me llenó los sentidos, de un modo que sólo los lectores asiduos podemos comprender. El lugar estaba iluminado por unas cuantas lámparas de aceite y por la luz que entraba por los ventanales.
     Enrico pasó más de treinta años en este lugar, embelleciéndolo con sus obras –comentó el Abad en voz baja, era tal su talento y dedicación que los monjes llegaron a considerarlo uno más de la familia, no se le conoció mujer alguna y su única falla era que nunca asistió a misa. Dicen que un artista paga con su obra el precio de la inmortalidad y creo que Enrico logró vivir para siempre entre nosotros, gracias a su trabajo dijo con una sonrisa llena de complacencia.
     Dicen que el Abad de entonces lo envenenó repliqué a sabiendas de que estaba tocando un tema controversial.
     Claro que lo envenenó dijo una voz grave a nuestras espaldas. Estaba loco.
     Me giré sobresaltado y me tope de frente con el hermano Joaquín, quien seguía desnudo. Su cabeza calva armonizaba de maravilla con su barba poblada y canosa, le calculé unos cincuenta años, pero caí en cuenta de que una persona desnuda es difícil de analizar, por no mencionar la incomodidad de tratar de adivinar la edad de alguien cuando su pene se balancea flácido mientras camina a tu lado.
     Lo asesinó porque Enrico Turé usaba técnicas muy poco apreciadas por la sociedad. Su arte era tan realista que llegó a convencer al Abad de que era obra del demonio, pero no tuvo corazón para pedirle que dejara de crear aunque no podía seguir permitiéndoselo.
     Miré al Abad Rodríguez, esperando una explicación o alguna aclaración pero este me señalaba un muro lateral de la biblioteca. Me quedé sin aliento al verlo. Tenía unos veinte metros de alto y unos cien metros de ancho, pero toda la superficie estaba cubierta de esculturas en relieve que representaban la caída de Lucifer al infierno. Había muchos cuerpos tratando de subir, todos con alas mutiladas o miembros faltantes, fundidos en la pared, todos con expresiones de dolor o intensa agonía, mirando a una figura central, también en tamaño natural, al cual se le veía sólo el torso sobresaliendo del montón de cuerpos.
     A primera vista pensé que representaba a Dios o a un ángel, pero era un torso muy humano, detrás del cual sobresalían unas hermosas y dañadas alas de murciélago, tenía las manos extendidas como bendiciendo a los caídos en contraste con su cara de odio encarnizado hacía el espectador. Parecía mostrar, a quien se pusiera enfrente, la masacre que presidia y de la cual no era responsable. No tenía cuernos, ni barbita de cabra, ni uñas largas, representaba al Ángel de la Mañana justo en el momento de ser expulsado, antes de las leyendas, antes de que lo acusáramos de todo lo malo que tenía la humanidad. Sobre su cabeza, escrita con letra gótica se podía leer: Et non meliores quam nobis.
     Ellos no son mejores que nosotros dijo el hermano Joaquín traduciendo sin que se lo pidiera.
     ¿A qué se refiere? pregunté sin dejar de admirar esos realistas rostros atormentados.
     Supongo que a la eterna batalla de Lucifer contra los hombres, quizá un grito de rebeldía, tratando de hacer notar a su padre que los humanos no somos mejores que los ángeles.
     Turé era un genio dije en un suspiro y me acerqué a tocar una mano que salía de la pared, una mano suplicante, como si alguien pidiera ayuda para escapar.
     No lo toque dijo Joaquín con voz autoritaria, por favor. De todas las obras de Enrico en el convento, ésta es la más delicada pues no está hecha en mármol, sino en yeso italiano. Requiere de constantes cuidados y es tan delicada que hemos incluido una oración en cada misa para que no haya una tormenta fuerte o un temblor, pues sería una pérdida total.
     Así es dijo el Abad. Creo que Joaquín es el experto en la obra de Enrico. Si no tiene inconveniente señor Lorca, sugiero que el hermano le cuente todo lo que sabe al respecto mientras yo atiendo algunos asuntos en la rectoría. Lo veré en la cena.
     Y se despidió dejándome con el hermano Joaquín, quien me sonrió complacido. Muchas preguntas se me vinieron a la mente al mismo tiempo. Había tratado de encontrar el origen del escultor, saber algo más de la familia desde que vi en una revista arquitectónica en un café de Barcelona, la fotografía de La Magdalena, y no había encontrado nada más que rumores y negativas de la iglesia para darme acceso al historial, y ahora frente a la obra más hermosa que hubiese contemplado el ser humano y del cual no había fotografías ni bocetos, sólo se me ocurrió preguntar:
     ¿Por qué no va vestido como los demás?
     Porque no soy como los demás dijo con una sonrisa y continuó con la clase. Enrico tenía varias costumbres muy curiosas, y al contrario de lo que dice el Abad Rodríguez, los monjes se sentían consternados con algunas de ellas. Por ejemplo, salía del convento y tardaba días en regresar, pero siempre llegaba con su carreta llena de materiales, o eso decía él. Sacos de yeso, mortero, cantera, herramientas…mármol no, porque la iglesia lo proveía cuando el abad hacía el requerimiento acercó un par de sillas y se sentó en una, con las piernas cruzadas.
     ¿Y por qué les molestaba a los monjes? pregunté más concentrado ahora que no tenía su pene a la vista.
     Porque cada vez, justo después de su regreso, se reportaba una desaparición en los pueblos vecinos. Los lugareños comenzaron a relacionar las visitas de Enrico a sus poblados con las personas constantemente reportadas como perdidas. Las mujeres desaparecidas eran hermosas, se encontraban sus ropas pero nunca sus cuerpos. Los hombres también eran conocidos por la armonía de sus rasgos, pero no se encontró nada.
     ¿Los usaba de modelo?
     Puede ser. El abad controló los rumores por mucho tiempo, hasta que Turé terminó el muro. Ya sabe pueblo chico, infierno grande. O eso dicen. Lo acusaron de hombre lobo o de vampiro, dependiendo del pueblo. Pero él continuó su obra sin detenerse. Le tomó más de diez años ¿sabe? Era un perfeccionista. Lucifer, por ejemplo dijo señalando el rostro pálido, está tan bien proporcionado que si no fuera blanco, uno pensaría que está a punto de bajar a castigarnos por causar que Dios lo expulsara. ¿Ve las alas? Con cierta luz pueden notarse las venas y las grietas entre las mismas. He pasado muchos años frente a este muro y me sé de memoria muchos de los rostros lastimeros que lo adornan. He intentado igualar la técnica con materiales parecidos, pero no estoy ni cerca de lograrlo.
    De pronto el lugar me pareció tenebroso, como una tumba silenciosa cargada de muerte, un escalofrío recorrió mi espalda y le pedí que saliéramos. Asintió y se puso de pie al mismo tiempo que yo. Perdí el equilibrio y al tratar de sostenerme, cometí el error de aferrarme a la mano de yeso que había intentado tocar antes. Evité la caída, pero el dedo índice se desmoronó en mi palma, dejando al descubierto un hueso de falange que continuó señalándome. Cuando caí en cuenta de lo que había hecho, sentí un golpe en la cabeza y comencé a desvanecerme, me sostuve de la misma mano que continuó deshaciéndose revelando una estructura ósea, escalofriantemente humana, luego perdí la conciencia.
     Desperté en una habitación muy iluminada. Estaba desnudo, sobre una estera de yute en el piso. Me dolía la cabeza horrores pero me las arreglé para mirar a mí alrededor. El hermano Joaquín estaba sentado a mi lado, en flor de loto, mostrándome sus partes de nuevo, dibujaba algo con carboncillo en una raída hoja amarillenta. En un rincón estaba el Abad, quien al darse cuenta de que me movía, se acercó presuroso y me ofreció una taza con una infusión. Bebí con placer pues era deliciosa, aunque casi al instante sentí que los músculos se me tensaban y apenas pude preguntar qué me pasaba, entre balbuceos.  
     Ha cometido un grave error, hijo mío respondió el Abad compasivo. Hemos de reparar lo que destruyó pero la estructura no podrá resistir, es necesario reemplazarla.
     Se refiere a la mano que rompió aclaró Joaquín y agregó. El esqueleto está muy deteriorado y no soportará que lo parchemos.
     Abrí mucho los ojos, estaba aturdido. El Abad me ofreció otro trago, tuve muchas dificultades para beber.
     Té de mandrágora. Deberá paralizarle del todo en unos segundos dijo el Abad. No le dolerá mucho.
     Sentí como Joaquín me sostenía contra la estera, traté de resistirme pero mis miembros ya no me respondían. Cuando el Abad bajó el machete y me cercenó el brazo  derecho, efectivamente, no me dolió demasiado. Joaquín se apresuró a llevarse mi miembro y salió de la habitación.
     Lo siento mucho, hijo mío dijo el Abad mientras me vendaba. Los rumores eran ciertos, Enrico usaba cuerpos como moldes para crear el muro de Lucifer. Hemos tenido que hacer esto porque si el Instituto o la Iglesia se enteran lo derrumbarán, y no podemos permitirlo. Espero que pueda perdonarnos. Lógicamente no podemos dejarle ir. Deberá convertirse en uno de nosotros, le acogeremos y le daremos asilo. Pero aquí apreciamos a los artistas; podrá usted seguir escribiendo esas maravillosas historias que nos ha regalado durante años…en cuanto aprenda a escribir con la mano izquierda, claro.



FIN

Consigna: deberás escribir un relato de terror con la RELIGIÓN como temática central. La religión abarca infinidad de temas para tratar, y solo te pedimos que no escribas nada que tenga que ver ni con posesiones ni con exorcismos.

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