lunes, 16 de diciembre de 2019

Geriatric Noir

Calamidad es una hembra celosa y tóxica, que tanto más te daña cuanto más pretende abrazarte. Ha estado enamorada de mí desde que tengo memoria, y me ha salido al paso a cada instante, especialmente cuando he estado cerca de mujeres hermosas, de esas que nublan los sentidos.
Hubiera debido imaginarlo nada más verla a ella, con su cabello cardado, exhalando vapores de laca; sus cejas pintadas y su colorete descarado, que evocaban un tiempo mucho menos interesante que el presente; su reluciente dentadura, que parecía extraída del anuncio de corega; y un tipazo, propio de la juventud de sus insultantes 67 años, que no requería de ningún refajo. Ella, sin embargo, lo llevaba bien ceñido por pura coquetería.
El sentido común se quedó afónico gritándome, como en la canción de Sinatra, que saliera de allí, que buscara otro geriátrico, pero mi voluntad había caído cautiva ya del aroma de Joya, de Myurgia, más que si me hubieran inyectado un doble de escopolamina on the rocks. Mi destino estival había quedado ligado definitivamente a la residencia Segundo amanecer.
Firmé los papeles en recepción, una estancia para el trimestre del verano, sin apartar los ojos de sus caderas, que oscilaban de un lado a otro, fruto de las mejores prótesis del mercado. Y justo cuando se había vuelto hacia mí para abanicar sus largas pestañas postizas, un par de tipos me empujaron por detrás, fingiendo un choque involuntario.
Se trataba de un individuo raquítico, calvo y con cara de sindicalista amargado, que caminaba apoyado en una muleta, y de un gigantón encorvado de mandíbula prominente, que recordaba a un villano de James Bond. Era fácil suponer que el abultamiento junto a su pantorrilla derecha correspondía a la bolsa de orina de una sonda. Sudaba copiosamente aunque aquel día no estaba siendo especialmente pesado. Se dirigían hacia un fulano que vestía como el capitán Stubing de Vacaciones en el mar, y montaba una silla motorizada de última generación.
Tantos años como detective privado me habían enseñado a evitar enfrentamientos innecesarios tan bien como a distinguir bolsas de orina, de manera que memoricé sus caras y me volví hacia la recepcionista.
— Oh, sí. Son huéspedes desde hace mucho tiempo. Estoy segura de que se van a llevar estupendamente. Mire, su habitación es la 309.
Arrastré, pues, el par de maletas que llevaba conmigo hasta el ascensor, mientras inspeccionaba, a través de la cristalera, el jardín y la piscina interiores, y comenzaba a maldecir mi suerte al comprobar que en la cafetería no servían alcohol.
La habitación 309 albergaba también a un pequeño y vivaracho pelirrojo que salió a recibirme como si hubiera estado toda su vida esperándome.
— Hola, amigo, bienvenido a tu nuevo hogar. Soy Barnaby. Compartiremos la habitación. Pero no te preocupes: soy un buen compañero. Al menos es lo que han dicho todos los anteriores. Ah, ¿te sorprendes? Claro que no eres el primero. Hace un par de semanas que tu cama quedó libre, pero el viejo Peter se lo pasaba muy bien conmigo. Se reía de mis chistes y eso. En fin, los que no nos podemos permitir una de esas habitaciones individuales con vistas a la piscina tenemos que llevarlo lo mejor que podemos. ¿No te parece? Por cierto ¿Tienes pastis?
— ¿Perdón?
— Sí, hombre. ¿Llevas pastillas en esas maletas? ¿Tienes Zaverex 500?
Puse la maleta pequeña sobre la cama y la abrí. Por supuesto que tenía Zaverex 500, y Sindón, y Promerán y, en general, cualquier otra porquería que puedan recetarle a uno a partir de los 70. Al ver mi pequeño gran alijo Barnaby dio un respingo. Se acercó deprisa y cerró la maleta mirando receloso hacia la puerta.
— Cierra la maleta, por amor de Dios. ¿Acaso quieres buscarte un problema? Hazme caso: esconde bien todo eso y no le digas a nadie lo que has traído. ¿De acuerdo? Yo te guardaré el secreto a cambio de un poco de Zaverex, ya sabes, para lo del dolor de rodillas, pero no debes contárselo a nadie más. Hazme caso. Ahora debo irme, pero tú esconde bien todo eso. Hazme caso. Hazme caso.
Abrió la puerta con cautela y miró a ambos lados del pasillo antes de dejar la habitación. En aquel momento no comprendí absolutamente nada, pero intuí que debía hacerle caso, aunque solo fuera para que no lo repitiera otra vez, de manera que trasladé mis medicamentos tras una rejilla de ventilación y me dispuse a explorar la residencia con mi mejor camisa hawaiana.
Se estableció entre nosotros una amistad casi inmediata. A pesar de su edad, un año mayor que yo, él conservaba el entusiasmo de un joven y yo, a pesar de encontrarme ya de vuelta de todo, aún era capaz de apreciarlo.
Unos días más tarde me encontraba sentado al sol, frente a la piscina, con mi segunda camisa hawaiana favorita, mi sombrero y un gran vaso con burbujas con algo más, observando la sesión de aqua-gym.
— Veo que es usted amante de los deportes de riesgo —dijo ella sentándose junto a mí.
— No lo crea. En realidad sólo soy un apasionado de los gorros de baño. Pero ya que ha tomado asiento… ¿Puedo invitarla a algo más? —Le mostré mi pequeña y fiel petaca—. Pero antes, permítame que me presente: Harvey Lobo, detective retirado.
— ¡Oh, Sr. Lobo, qué interesante! Yo soy Calamity Sprout.
— Ahora que conozco su nombre, el interés es mío —justo en ese momento, en el reflejo de uno de los ventanales observé los gestos que el carcamal sindicalista le hacía a mis espaldas, sólo para comprobar cómo, a continuación, ella se levantaba, sin disminuir un ápice su coquetería.
— No quiero hacerle perder más tiempo, —y sin embargo esa era, precisamente, la que me pareció su intención—. Nos iremos viendo por aquí.
Aquella fue la primera de muchas ocasiones en las que Calamity jugó conmigo. Generalmente tuve claro que únicamente quería tenerme controlado durante unos minutos, lo que sucedía hasta que el capitán Stubing o sus secuaces le hacía una señal. Aquel primer día, sin embargo, yo aún no podía sospechar nada, pero justo cuando regresaba a la habitación 309 tuve la sensación de que el esmirriado y el gigantón doblaban la esquina opuesta del pasillo. Me costó mucho tiempo atar los cabos de la historia. Demasiado. En aquel momento, por ejemplo, ni tan siquiera encontré extraño que el pobre Barnaby hubiera perdido su dentadura. Ni tampoco cuando, algunos días más tarde, perdió sus gafas.
— En ninguna de las otras residencias donde he trabajado se han extraviado nunca tantas dentaduras y gafas como en ésta —dijo la enfermera jefe cuando pedimos un menú líquido—. ¿Qué les pasa a ustedes?
Cuando, poco después, Barnaby enfermó me mantuve a su lado. Durante todo este tiempo, en medio de sus delirios, él insistía en que se había mantenido fiel a nuestra amistad, y me rogaba que le diera algo para el dolor, de manera que casi agoté mi provisión de calmantes. Una noche sufrió un colapso y se lo llevaron al hospital, donde falleció poco después. Al parecer no estaba tomando tanto Sintrón como debía. Curiosamente nadie de la residencia acudió a su entierro.
Ayudé a vaciar sus enseres de la habitación. Tres cajas enteras en las que no había ni un solo medicamento. Esa fue la primera señal de que algo no encajaba. Los días siguientes mis ojos ni tan siquiera buscaron el consuelo de la sensual presencia de Calamity. Me dediqué a indagar sobre el reparto de medicinas: algunas preguntas discretas aquí y allá, y pronto descubrí que existía una distribución farmacéutica clandestina: un grupo de residentes recogía las pastillas que repartía la enfermera jefe y luego las distribuía según su conveniencia o las subastaba al mejor postor.
Durante un tiempo no me fijé en nada más hasta que, casi accidentalmente, reconocí las gafas de Barnaby sobre la cara de otro. El viejo detective que llevaba dentro volvió a tomar el control. Seguí al fulano y cuando entró en los aseos de la planta baja para aliviar su próstata aproveché el momento. Lo arrinconé contra el urinario y le sugerí, con palabras cariñosas y un rodillazo en la entrepierna, que me indicara de dónde había sacado las gafas. Así fue como mis pasos se encaminaron hacia el capitán Stubing y sus esbirros.
Fueron ellos, sin embargo, los que me encontraron primero. El cebo, cómo no, fue Calamity, quien me citó en la sala de billar a medianoche. Alguien en sus cabales no hubiera acudido, pero ya he dicho que hay ciertas mujeres que nublan mis sentidos, especialmente mi sentido común.
De modo que acudí, bien perfumado, y con una viagra en el bolsillo. Entré sonriente en la sala, cuya penumbra interpreté como la iluminación perfecta para una escena de seducción, pero ella no estaba y la película iba a ser bien diferente. Apenas la puerta se hubo cerrado detrás de mí algo me golpeó en las piernas, haciéndome caer al suelo. En ese momento los tubos fluorescentes se encendieron, cegándome por unos segundos. Cuando recuperé la vista tuve un contrapicado perfecto del sindicalista y el gigantón, cada uno a un lado. La banda sonora era la del motor eléctrico de la silla del capitán Stubing.
— Es usted un hombre terriblemente molesto, Sr. Lobo. En menos de tres meses ha conseguido usted sacarme de mis casillas. Normalmente no suelo fijarme en los residentes que vienen sólo por el veraneo, pero usted se ha empeñado en acabar con nuestro pequeño ecosistema, y me veo obligado a tomar medidas. Ha de saber que este lugar es lo que es gracias a mí. La residencia Segundo amanecer es un remanso de paz porque nosotros mantenemos el orden. Los viejos nos confían su seguridad, y usted ha puesto todo eso en peligro.
— Es usted un tipo cruel. Por un momento pensé que me iba a pegar un tiro, pero ahora veo que lo que quiere es matarme de aburrimiento con su cháchara. Por favor, dispare ya, pero cállese.
Hubiera jurado que hasta la silla de ruedas enrojecía de ira, pero en contra de lo que cabía esperar, el capitán Stubing mantuvo el control.
— Aquí no disparamos a nadie. Hace demasiado ruido, y daría lugar a investigaciones indeseadas. Nosotros tenemos un sistema mucho más equilibrado, como bien sabía su amigo Barnaby: las faltas leves se castigan con la retirada de la dentadura; si el sujeto reincide, pierde las gafas; a partir de ahí, las penas varían desde el racionamiento de la medicación hasta una rotura de cadera o, en el peor de los casos, las caídas accidentales en la ducha o por la escalera. En su caso, creo que podemos prescindir de los pasos iniciales. ¿No le parece?
No necesitaba más. Aquel imbécil motorizado acababa de apuntarse la muerte del bueno de Barnaby y sus planes para mí no acababan de convencerme. Me volví hacia las piernas del gigantón y metí la mano por el camal del pantalón hasta alcanzar la bolsa de orina. Tiré de ella con todas mis fuerzas antes de que tuviera tiempo de reaccionar. El dolor que le provocó la sonda tirando de su vejiga hizo que se desplomara, inconsciente, como un árbol recién talado. El sindicalista amargado anduvo lento de reflejos, pero cuando se dio cuenta, levantó su muleta con la intención de descargarla sobre mí. Yo tenía en mi mano la bolsa, repleta de orina, que había arrancado de la pierna de su compinche. La dirigí hacia él y la estrujé con todas mis fuerzas. El líquido amarillo y resbaladizo salió en todas direcciones y se coló bajo su zapato justo cuando avanzaba hacia mí. El ruido que hizo su cabeza al golpear el suelo hubiera resultado de lo más cómico de no ser porque le significó la muerte.
Hubiera querido incorporarme como un felino, pero a lo más que alcanzó mi cuerpo fue a hacer la croqueta hacia un lado, ponerme a cuatro patas, y apoyarme en la mesa de billar para acabar de levantarme. El capitán Stubing hacía derrapar su sillita sobre el pis mientras intentaba lanzarse contra mí. Tomé uno de los tacos que había sobre la mesa y me dispuse a partírselo sobre la cabeza. De pronto la silla el capitán abrió mucho los ojos, y comenzó a farfullar de manera ininteligible. Ladeó la cabeza, sus brazos se retorcieron y las manos se crisparon en un gesto imposible. La silla siguió avanzando, pero trazó una curva pronunciada y sólo se detuvo al chocar contra una columna. Me acerqué. El capitán estaba terriblemente pálido, y cubierto de sudor. Era evidente que estaba sufriendo un ictus. Todo el mundo sabe que los primeros instantes tras un ictus son cruciales para evitar secuelas, de manera que escupí sobre él y me fui a dormir tranquilamente.
Calamity me esperaba junto a la puerta, a la mañana siguiente.
— Espero que no me juzgues muy severamente —y como yo guardara silencio, añadió:— también yo soy una víctima. Tengo una artritis de grado tres y necesito una cantidad terrible de calmantes. Él era el único que podía proporcionármelos y, además, me había pagado las prótesis de cadera. ¿Lo comprendes? Ahora todos en esta residencia me odian, pero no me importa. Lo que no podría soportar sería tu desprecio. Dímelo, anda. Dime que me comprendes, que cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo.
Me hubiera gustado soltar una frase como la de Rhett Buttler en Lo que el viento se llevó pero francamente, queridos, a mi edad ya poco importa marcharse con estilo. Le di la espalda en silencio y arrastré mi par de maletas al exterior de la residencia Segundo amanecer mientras el rimmel de Calamity se diluía y le daba el aspecto horrible que siempre debió tener.

Consigna: Temática libre.

El secreto de Altea

—Nunca creí que hubiese un dolor tan grande —confesó Altea—. Va y viene; pero cuando regresa es más grande aún, como si supiera que no puedo con él, como si me acechara.
     —Si tuvieras que ponerle un color a ese dolor, ¿cuál sería? —preguntó Carlos Ramírez, psiquiatra de la unidad 16.
—Negro, por supuesto. No entiendo para que me hace estas preguntas tan obvias, doctor. Si hay un color maldito es ese, ¿o no ve que el luto es negro?
Carlos trataba de hacer un buen trabajo, un trabajo fino, como se diría; pero, a veces, con este tipo de pacientes resultaba muy difícil. Una tarea muy ardua, por llamarla de algún modo. No debía olvidar que estaba ante una homicida sentenciada a perpetua y, que a la vez, era una suicida en potencia. Vaya si era un trabajo duro, de esos que te hacían cuestionar por qué habías elegido esa especialidad y no ginecología o cardiología, por ejemplo. Y la respuesta siempre aparecía sola, ante sus ojos, destacando en contraste y en mayúsculas, PORQUE AMABA LOS MISTERIOS DE LA MENTE.
—¿Con qué imagen compararías ese dolor?
—¡Qué pregunta de mierda, doc! —respondió Altea.
Carlos no contestó, dejaría que ella buscara la respuesta sola. Después de pensarlo durante más de un minuto, Altea respondió:
—Creo que con el mar. Sí, con la marea; una camina por la orilla despreocupada, entonces, de la nada, tu pie queda atrapado en una roca, sientes que cada minuto que pasa se hincha más y lo ves tornarse cada vez más negro. Es ahí en donde notas que la marea empieza a subir y descubres que si nadie viene pronto a ayudarte, al cabo de unas cuantas horas, estarás muerto. Bueno, así es mi dolor doc, sube de a poco como la marea y un día de estos va a ahogarme, a matarme al fin.
    Carlos quedó sorprendido con la respuesta, si bien sabía a ciencia cierta que Altea era una mujer culta, la comparación que ella había utilizado le pareció perfecta. Como si ella, al fin y al cabo, pudiera leer sus pensamientos y determinar que respuesta utilizar para dejarlo conforme. También sabía que ese tipo de psicopatía, en la mayoría de los casos, provenía de sujetos con una inteligencia por encima de la media. ¿Estaba, acaso, jugando con él? Sinceramente no lo creía, pero por dentro, su voz interior no dejaba de repetir: —Homicidio agravado por el vínculo, Ramírez. Nada más y nada menos, mató a su esposo y a sus dos hijos —concluyó el director general del penal—. No se deje engañar con esa cara de "yo no rompo un plato", porque sí los rompió, a todos, no lo dude…
—Tierra llamando a la Luna, ¿en qué galaxia anda, doctor?
—En ninguna en particular, solo pensaba en el caso, tu motivación, o lo que sea que te llevó a ese trágico desenlace.
    El rostro de Altea se transformó, su mirada tomó un cariz oscuro, para nada aconsejable en estos casos y sus manos se tensaron sobre su falda, mientras con las uñas lesionaba sus cutículas sin descanso. Carlos lamentó inmediatamente su comentario, lo había agarrado desprevenido. —¿Es qué acaso eres un novato? —se reprochó.
—Quizás sea suficiente por hoy, Altea. Hemos avanzado mucho esta tarde.
—Una mierda hemos avanzado —su voz sonaba más grave, había bajado varios tonos—. El día que yo decida contarle la verdad será el día en que no le vea esa cara de sabelotodo. Usted ya me sentenció, al igual que el tribunal; pero déjeme decirle una cosa, doctorcito. Usted no sabe nada, cree que sabe y lo comprendo. Tantos años yendo a esa universidad de mierda le hacen creer que sabe. Pero se equivoca, usted no conoce de la misa ni la mitad, y espero que el día en que por fin sepa MI verdad, su pobre cabezota no se quiebre como la escarcha en invierno —concluyó.
  El frío glacial que despedían sus ojos lo dejaron paralizado. Jamás en toda su trayectoria como médico un paciente lo había hecho sentir así y eso que siempre había trabajado con la marginalidad. Pero esto era distinto, el frío que se desprendía de esa mujer rayaba lo físico. Miró sus brazos y notó que tenía la piel de gallina a pesar de los primaverales 24° que mostraba el termómetro de pared. Titubeó y al fin dijo:
—Comprendo tu situación, entiendo todo, créeme. Estoy aquí para ayudarte, pero para lograr eso necesito que te abras, que confíes en mí, ¿qué mal podría hacer eso?
—Mucho, créame. Si yo hablo usted correría el riesgo, doc y no quiero llevar otra cruz sobre mi espalda..., demasiado pesada es la que ya llevo por mi esposo —dijo Altea comenzando a llorar.
Altea había asesinado a su marido de un disparo certero, solo uno; pero a sus hijos le había asestado más de cuarenta puñaladas a cada uno mientras dormían. Al llegar esa madrugada la policía, alertada por los vecinos que oyeron la detonación, se encontraron con un escenario dantesco salido de una típica cinta de horror clase B. Dos de los agentes terminaron dejando la cena en el árbol de la entrada. Se llegó a la conclusión que el padre de los niños, al percatarse de la situación, quiso impedirla y que eso le costó la vida. Ella jamás declaró, jamás se defendió. Su abogado, un joven con la tinta aún fresca en el diploma, trabajó arduamente para declararla insana, pero no resultó. Las pericias psicológicas indicaron que se encontraba lúcida, vigil, orientada en tiempo y espacio y con conciencia de la situación.
—Si yo hablo ¿cuánto tiempo cree que pasará hasta que usted comience a ver lo que yo veía? —dijo Altea casi hablando con ella misma.
—¿Y qué sería eso que vería, Altea? —preguntó ansioso Carlos.
—La culpa fue de la vieja de la esquina..., ella me hizo dar cuenta. Yo no había notado nada y como bien dice el refrán: Ojos que no ven, corazón que no siente —respondió ida—. Pero vi, y cuando ya no quise ver era tarde.
—¿Quién era esa mujer, una vecina, una amiga suya...?
—Ella era mi vecina, una buena mujer. Íbamos juntas al mercado y por la tarde llevábamos a mís niños al parque; Luna siempre elegía ir de su mano, la adoraba. Hasta que un día todo cambió, un día empezó a rehuirnos —relató Altea mecánicamente.
—¿Le preguntaste en algún momento que pasaba, o solo lo dejaste correr? —preguntó Carlos.
—Por supuesto que se lo pregunté, si bien hubiera podido ser mi madre yo la consideraba mi amiga, la quería mucho. Fui hasta su casa como todos los días, pero cuando abrió la puerta y vio que éramos nosotros me la cerró en la cara... Por la mirilla me dijo que se encontraba indispuesta y nada más, aunque yo vi el terror en su cara al vernos —señaló Altea.
Carlos estaba encantado, al fin Altea comenzaba a hablar pese al acto fallido que él había cometido, creía que ese había sido el puntapié inicial de algo grande y no pensaba desaprovecharlo. La dicotomía que había empleado al nombrar a su amiga llamándola "la vieja de la esquina", era de manual. Él creía que había encontrado un diamante en bruto al que sacarle brillo, pero también esperaba que el inconciente de Altea fuera un filón del que servirse para poner a prueba sus conocimientos médicos. Craso error.
—¿Terror? —preguntó intrigado Carlos.
—Sí, doc, terror —estiró sus brazos desperezándose exageradamente y dijo—. Estoy cansada, ¿podríamos seguir mañana?
—Claro que sí, Tea, hoy nos hemos extendido más de la cuenta —titubeó y al fin dijo—. Gracias por confiar en mí.  
—Tal vez pueda ayudarme —dijo dirigiéndose hacia la puerta—, aunque lo dudo mucho.  
Como era la última consulta del día, Carlos se encaminó hasta su casa. Mientras conducía le dio vueltas a todo lo hablado con Altea. Después de cinco años de confinamiento recién empezaba a demostrar algo de confianza en él. Una reclusa, que en un principio rayaba la mudez, hoy al fin daba señales importantes. Pensó en "la vieja", recordaba el expediente y jamás nadie la había mencionado. ¿Quién sería? ¿Existiría? Sintió la imperiosa necesidad de investigar. Al llegar a su casa jugó con Maira, su hijita de tres años, hasta que estuvo lista la cena. Aún seguía dándole vueltas al asunto cuando se fue a acostar y casi no durmió esa noche.
Carlos se levantó más temprano de lo habitual, lo primero que hizo fue dejar una nota a Paula, su esposa, para que no se preocupara y partió hacia el penal. Revisaría nuevamente el expediente, esta vez, buscaría a conciencia. Después de tres horas se dio por vencido. Nada. Almorzó ahí mismo, atendió a varias reclusas y esperó. No llegaba, pensó en ir hasta la administración a preguntar si le había ocurrido algo cuando la puerta sonó con el clásico "tres golpes rápidos" de Altea.
—Llegas tarde.
—Buenas tardes para usted también, doc. Estaba en dudas si venir o no —espetó.
—¿A qué se debe eso? Cuéntame.
—Estuve pensándolo mucho, lo medité toda la noche y creo que después de todo el esfuerzo que usted hizo conmigo se merece saberlo —dijo como disculpándose—, también sería como una comprobación para mí, o confirmaría mi locura o me daría la razón, ¿qué dice?
—Trato aceptado, Tea. Adelante.
Y así es como Altea comenzó a hablar. Aunque hoy Carlos daría lo que fuera por no haberla escuchado, se acomodó en su silla y fue todo oídos, en fin, un caso más de la curiosidad mató al gato.
Contó que cuando fue más tarde a preguntarle a Mónica qué le sucedía, así se llamaba "la vieja de la esquina", esta le suplicó que no fuera nunca más con sus hijos. Sorprendida Altea quiso saber el porqué de esto y Mónica, después de esquivarla varias veces, le dijo la historia más inverosímil jamás contada: Una legión de demonios estaba tomando la Tierra, esperando el advenimiento de Satán en el año 2030.
—A mí también me sonó estúpido, no hace falta que ponga esa cara —dijo airada—, es más creí que tenía problemas mentales y de los graves. Entonces cometí el error de preguntarle de dónde había sacado esa barbaridad y qué tenían que ver mis hijos.
—¿Qué le respondió?
—Me dio pruebas —contestó Altea abatida.
Altea se tomó unos segundos y continuó.
—Me dijo que algunos niños nacidos desde el año 2000 hasta ahora eran esas entidades demoníacas que, una vez dada la concepción, ya tomaban posesión del cuerpo en el seno materno... También me dijo que mis dos hijos eran demonios que debían ser eliminados. Como bien imagina me levanté de la silla para irme volando de ahí, pero ella me tomó del brazo impidiéndolo. Todavía le faltaban las pruebas.
—Entonces ¿Se quedó a escucharla? —preguntó Carlos. Sabía que la locura en determinado punto era contagiosa, digamos que si encierras a un psiquiatra con un tipo que se cree Napoleón, lo más probable es que al tiempo salgan los dos con la mano metida en el chaleco.
—En ese momento pensé que podría ayudarla... Me dijo un montón de cosas absurdas, como que entre el 2020 y el 2030 habría cuatro tránsitos energéticos muy poderosos preparando la verdadera Era de Acuario para la llegada de Satanás y que esos niños serían su ejército. Ellos son lo que el común de la gente llama niños índigo, a causa del desconocimiento. Algunos creen que tienen dones paranormales como telequinesis, clarividencia o piroquinesis.
—Sí, conozco algo del tema y carece por completo de rigor científico ya que nunca se produjo ninguna evidencia empírica —concluyó Carlos.
—Eso mismo creía yo, doc. Fue entonces cuando ella me explicó con precisión lo que debía ver y vi —dijo Altea y comenzó a llorar desconsoladamente.
—¿Qué viste, Tea?
—Todos tienen una marca dentro del ojo izquierdo en forma de pentagrama invertido, no se ve a simple vista ya que está bajo el párpado superior. Naturalmente mis hijos tenían esa marca los dos, nunca antes la había visto, pero ese día esperé a que se durmieran y ahí estaba. No crea que hallar esa marca fue la razón por la que los maté, de hecho pasaron algunos meses. Meses en los que empecé a observarlos cuando estaban solos en su cuarto o jugando en el patio. Dejaba mi móvil escondido grabando y ahí fue que confirmé la realidad. Si usted quiere ver la evidencia, el móvil está a salvo.
Lo había enterrado bajo un olmo añejo, en el parque al que concurrían a diario, en una bolsa hermética. Carlos fue por la noche y cavó. Notó que el tiempo no había hecho mella en él. Fue hasta su casa y lo puso a cargar. Después de acostar a Maira se encerró en su biblioteca y observó. Entonces vio lo que ningún psiquiatra quiere ver. Descargó los archivos a su ordenador para verlos mejor, no cabían dudas.
Fue en puntas de pie hasta la habitación de Maira. Encendió la pequeña lámpara de colores que estaba junto a la cama y suavemente levantó el párpado superior de su hija. Ahí estaba la marca, inconfundible.
—¿Qué pasa, papi? —preguntó la niña adormecida.
—Nada, mi amor, vuelve a dormir —respondió con un nudo en la garganta.
Colocó cámaras de seguridad por toda la casa y al llegar revisaba los archivos. La sucesión inevitable de acontecimientos lo arrojó al borde de ese precipicio mental en el que ya sentía al pedregullo deslizarse sigilosamente bajo sus pies, un solo movimiento en falso y perdería la razón para siempre. De eso no cabían dudas, era lo que seguía, lo que estaba predestinado, quizás, desde antes que él naciera. El inconciente de una persona perturbada podía tener dientes muy afilados y si uno no estaba acostumbrado podían morderlo. Su mente, implacable, estaba tirando abajo uno a uno todos sus mecanismos de defensa. Un gemido escapó de sus labios temblorosos y cerró los ojos. El doctor Ramírez acababa de quemar el último puente entre la cordura y la insanía…
Empezó a concurrir a la parroquia de la Misericordia. Notaba a Paula cada día más preocupada, hasta que un día le preguntó qué hacía un cerdo ateo como él en un lugar así. A lo que él respondió: Nada, querida. Solo investigo para una tesis doctoral. Pero la realidad era que él sabía que los católicos tenían algo que se llamaba “acto de contrición” y que pronto necesitaría con urgencia de ese sacramento. Ahora sería un soldado al servicio de Dios, haría lo que debía hacer y si Paula se interponía en su camino, peor para ella.
Al final cumplió con su deber, pero no pudo suicidarse. No quería ser un alma en pena por el purgatorio. Cuando lo encontró la policía hicieron falta tres oficiales para reducirlo e inmovilizarlo. Lo internaron en un neuropsiquiátrico aullando que veía monstruos y lanzando profecías por doquier. Aún está gritando… ¿Pueden oírlo?

Consigna: Tema libre.

domingo, 24 de noviembre de 2019

El hombre que no estuvo ahí

Mi nombre es Alexandre Dumont, soy parisino, emigré a Estados Unidos de Norteamérica en 1968, pocos días antes de iniciarse la revuelta del célebre Mayo francés y en plena retirada de las  tropas estadounidenses de Vietnam. Como si de antemano mi destino hubiera sido signado por la desgracia, arribé a Memphis, Tennessee, el 4 de abril, sí, exactamente una hora antes que asesinaran a Martin Luther King. Quizás mi historia nada tenga que ver con el entorno político de la época, pero quiero que comprendan lo convulsionado que estaba el mundo en el momento en que mi vida se cayó a pedazos. Sí, se quebró de golpe, así sin avisar, sin que ni siquiera yo lo notara, lo esperara o lo supusiera; de repente una gran nova gigante engulló mi vida y me convirtió en esto... Ella, ella fue la culpable... Él, todos. Y esta es mi confesión, espero les sea de provecho.
Mi decisión de viajar no fue algo premeditado, mí tía Edna, hermana de mi fallecida madre, acababa de morir y me había dejado como único heredero. Es así que un día tomé mis pocas cosas y llegué a "la tierra de las oportunidades", así la llamábamos entonces; ¡que ingénuos e ilusos éramos los jóvenes en ese tiempo! Muy tarde aprendí lo que en realidad era, la tierra del oportunismo, la gran ramera, esa que cuando puede te retuerce para darte vuelta y después te sodomiza para más tarde llamarte marica.  
Todo fue muy rápido, las reuniones con el abogado, la certificación de identidad y validar el testamento, entre otras cosas, demoraron poco más de una semana. A los diez días ya estaba instalado en esa agradable casita de solterona que había heredado de mi tía. Aunque la herencia había sido buena, nadie puede vivir mucho tiempo sin trabajar. Empecé a dar clases de francés y adquirí un renombre en la zona. Mi principal alumnado eran mujeres de mediana edad, matronas amas de casa aburridas de tanta rutina que acudían a mi clase en busca de algo de distracción. Cambiaban por unos dólares la telenovela diaria y los bombones que engullían mientras la miraban por algo nuevo, conocimiento. Eso, sin duda, era algo bueno para ellas y bueno para mí. Inmediatamente en mi heladera comenzaron a abundar distintos tipos de comidas con las que me agasajaban, era querido y respetado.
Una mañana me despertaron los golpes en mi puerta, alguien la había emprendido contra ella sin darme tiempo siquiera a despabilarme. Me levanté como pude, mi pelo revuelto me delataba, pero ese visitante era insistente, debía atender cuanto antes o me estallaría la cabeza. La noche anterior me había quedado hasta tarde escuchando viejos discos de jazz de Charlie Parker y Louis Armstrong de la colección de mí tía y el whisky tampoco había escaseado.
—¡Ya voy! —grité.
Abrí la puerta y quedé pasmado ante lo que mis ojos veían. Rápidamente traté de acomodar mi pelo rebelde con los dedos de mi mano.
—Señora..., eh, mmm... no recuerdo su nombre... —claro que no lo recordaba, en realidad nunca la había visto.
—Señorita, ajajá. No se preocupe, no nos conocemos. Vivo a unas cinco calles de aquí y quiero aprender francés, una vecina nuestra lo recomendó a usted... No quería importunarlo, supuse que ya estaría levantado a estas horas.
En tan solo tres oraciones me liquidó. Era despampanante, su sola presencia había anulado todas mis funciones mentales, era un idiota que solo podía balbucear palabras incoherentes.
—Verá, usted. Yo soy cantante y este año he decidido incorporar algunas canciones de Édith Piaf a mi repertorio, como "Non, je regrette rien", estaría interesada más que nada en... ¿Cómo se dice?... —preguntó y su acento sonó más alemán que francés.
—¿La fonética?
—¡Eso mismo!, ya nos entendemos —dijo guiñándome un ojo—. Discúlpeme, no me presenté, soy Maddie Fletcher.
—Encantado, señorita. Mi nombre es Alexandre Dumont —respondí.
—Ya lo sabía, si pudiéramos concretar días y un horario... —dijo impaciente.
—Por supuesto. ¿Qué le parece de lunes a viernes de once a doce de la mañana? —contesté.
—Si esa hora de la madrugada es correcta para usted, nos vemos mañana —concluyó con una sonrisa irónica por demás de sexy.
Balbuceé algo, no recuerdo qué y se fue. Si esto fuera una película el director lo llamaría "el punto de giro", pero como no lo es, yo lo llamo "el principio del fin".
Los días se sucedieron y a medida que pasaba el tiempo la relación se fue tornando más íntima. Creo que se notaba en cada expresión de mi cuerpo que me estaba enamorando de ella, y ella lo sabía. Pero, ¿cómo no estarlo?, era el arquetipo de mujer con la que cualquier hombre soñaría... A ver, yo estaba solo en el mundo, tenía 25 años y ella era una hembra hecha y derecha. Me resultaba imposible calcularle la edad, pero suponía unos 35, aunque quizás fueran más... No es que pensaba en ella como la madre de mis hijos, pero... ¡Oh, criatura! ¡Quizás yo podría ser su graduado y ella mi Mrs. Robinson!
En las clases, la energía sexual se percibía en el ambiente; sin poder o querer contenerme la besé y Maddie me correspondió apasionada. Hicimos el amor toda la tarde, no podía cansarme. Que ella manejara la situación le daba un encanto aún mayor y el placer que me generaba nunca antes lo había sentido. Éramos amantes, o al menos eso creí yo en ese momento. Cuando uno deja de pensar con la cabeza y comienza a pensar con otra parte de su cuerpo es natural que idealice situaciones.
Un día me invitó al club nocturno en el que cantaba y fui sin dudarlo. Ahí conocí a su representante, un ítaloamericano llamado Vitto. Nos quedamos conversando; era un tipo agradable y congeniamos de inmediato, hasta que ella salió a escena y empezó a cantar. Su voz gastada denotaba todas las noches de whisky y cigarrillos que habían pasado por su vida, algo que a mis oídos le resultó tan terriblemente sexy que sentí deseos de poseerla ahí mismo.
En una de esas noches, Vitto, al que ya consideraba un amigo, deslizó la propuesta:
—Alexandre, ¿por qué no inviertes el dinero que te ha dejado tu tía en vez de tenerlo agarrando moho quién sabe en dónde?
La noche anterior entre copa y copa le había contado el porqué de mi llegada al nuevo continente.
—¡Nada de moho! ese dinero está a buen resguardo —respondí riéndome—, aparte ¿en qué podría invertirlo?
—Esta mujercita que tienes vale oro, podrías lanzarla al estrellato en un abrir y cerrar de ojos con toda esa pasta y se multiplicaría por millones —contestó con una sonrisa de tiburón—. Siempre será mejor que tenerla en el banco, con la miseria de intereses que dan.
—No es tanta y no está en el banco, no confío en ellos —dije riéndome.
—Piénsalo —respondió.
Y el tema quedó ahí.
El domingo siguiente estaba preparando la cena para Maddie y para mí, una carne al horno con vegetales, cuando golpearon a la puerta.
—¡Bonne nuit, mon amour! Espero no te moleste que haya venido Vitto, estaba muy solo y me dio pena —dijo Maddie.
—¡Por supuesto que no! Pasa Vitto, siéntete como en tu casa —contesté, pero en realidad sí me molestaba, era una cena íntima que había hecho con esmero y no tenía ganas de compartirla con él.
—Grazie, Alexandre. Traje el vino —dijo Vitto.
—Voy a atender la cena, pongan a girar unos discos, mientras —respondí.
Fui para la cocina y a los minutos entró Maddie con una copa de vino en la mano.
—Para ti, mon amour, el mejor cheff que conozco.
—¿No conoces muchos, eh? —dije sonriendo y ella me imitó mientras se iba a la sala.
Bebí rápidamente, el horno había caldeado el ambiente y tenía sed, aunque no fuera un buen vino y tuviera un dejo amargo al final, terminé mi copa. Me dirigí a la sala a escuchar buen jazz, eso siempre lograba animarme. Tuvimos diferentes temas de conversación que ya no recuerdo y cuando quise levantarme del sillón no pude, todo daba vueltas. Ellos me miraban fijamente.
—¿Qué te pasa, mon cheri? ¿Estás mareado?, debe ser una baja de presión, toma más vino —dijo sirviéndome otra copa, Vitto solo observaba.
Cometí el error de beberlo, mis ojos se cerraron y ya no pude abrirlos. Solo podía oír pero nada más. Alguien se acercó y me dio una cachetada, por la dureza debió de ser Vitto.
—Tu registras arriba y yo abajo, pero antes ve a la cocina y apaga esa cena inmunda que hizo el alfeñique tuyo —dijo Vitto riendo.
Me habían engañado, todo fue una mentira para robarme. Sentía que flotaba en una nube y mis ojos pesaban toneladas, pero mis oídos seguían alertas. Conocía mi casa, sabía de donde provenía cada sonido. Pasaron minutos, horas, días, quién sabe cuánto, cuando escuché un grito de alegría y pasos que corrían por la escalera.
—¿Lo hallaste, Maddie? —preguntó Vitto ansioso.
—¡Aquí está, por fin! Gracias por tu colaboración, mon cheri, bien escondido lo tenías —dijo y me plantó un beso en la frente.
  Intenté abrir los ojos y solo se abrieron una cuarta parte, en ese momento un golpe durísimo en la cabeza me dejó fuera de combate. Vitto me había dado con la culata de su arma.
Desperté a los dos días ensangrentado, famélico y con una resaca de mil demonios. No hice la denuncia, quería revancha. Cerré puertas y ventanas a cal y canto y suspendí mis clases diciendo que tenía un viaje urgente, una cuestión familiar y se lo tragaron. Una idea había comenzado a gestarse en mi cabeza, pero era un plan arriesgado, no obstante, si daba resultado podría eludir a la policía. A la madrugada tomé unas pocas cosas y partí. Empeñé algunas joyas de mi tía que no lograron encontrar y me hospedé en un hotelucho de mala muerte en las afueras. Me afeité el ralo bigote que tanto me gustaba y lo que vi en el espejo fue la cara de un niño, puede funcionar, me dije.
Y funcionó, es por eso que ustedes están leyendo esto. En esos años había tomado bastante notoriedad la Coccinelle, una célebre vedette y cantante transexual francesa, me dispuse a imitar todo de ella. El hacer una voz femenina no remitía un problema, nunca fui poseedor de una voz grave y mi acento francés hacía magia; mi temor era el cuerpo. Aunque era delgado y no muy alto, me faltaban curvas. Eso lo solucioné con unos postizos extraordinarios que vendían en una tienda relacionada al teatro. Aprendí a maquillarme como una actriz, con muchas capas de revoque y me depilé íntegro, el resultado fue sorprendente y empecé la cacería. Ubicar a Vitto no fue muy difícil, obviamente ninguno de los dos estaba en el club que yo conocía, pero mi disfraz era tan bueno que cuando me presentaba en los clubes como la Margot que buscaba un representante, todos querían ayudarme. Esa misma noche di con él. Me hicieron pasar a un sucucho que llamaban su despacho. Entré y él muy amablemente me hizo pasar, antes de sentarme me acerqué como para decirle algo y cubrí su nariz y su boca con un trapo embebido en cloroformo que antes estaba en mi cartera. Le asesté unas veinte puñaladas, le corté el miembro y se lo metí en la boca, ni se enteró. Al salir, di vueltas el cartel de no molestar de su puerta y me fui saludando para que todos me vieran bien. Al día siguiente estaba en todos los titulares: “Representante local asesinado: buscan intensamente a ciudadana francesa”, hasta habían hecho un retrato hablado de Margot, que afortunadamente, nada tenía que ver conmigo.
Pero todavía faltaba la zorra, para esa tenía algo mejor, pero debía dejar pasar el tiempo. Volví a mí casa y reanudé las clases, también empecé a trabajar por la mañana en un instituto privado de señoritas, debía recuperar el dinero perdido. En seis meses ya había ahorrado bastante, entonces vendí mi casa y compré una pequeña granja en las afueras en donde la soledad era absoluta. Contraté obreros que pusieron la granja y el granero en condiciones. En menos de un año ya estaba todo listo.
Comencé a frecuentar los clubes nocturnos hasta que dí con ella. Estaba cambiada, ya no era la femme fatale de la que yo me había enamorado perdidamente, ahora nuevas arrugas adornaban su rostro antes terso y su mirada tan sexy había dado paso a una expresión de alerta que jamás le había visto. Genial, tenía miedo…, y lo bien que hacía.
Yo tampoco era el mismo, aunque tenía menos de treinta ya peinaba algunas canas y mi frente se ensanchaba a pasos agigantados. Me dejé la barba, tan usada en esa época y me dio un aspecto totalmente diferente.
La seguí. Vivía sola en una casucha humilde en los barrios bajos, me enteré por terceros que se vendía al mejor postor todas las noches y hasta pena me dio.
Al otro día ya estaba preparado, esperé a que saliera del club y cuando entró a su casa dejé pasar unos minutos y golpeé la puerta. Abrió hecha una furia.
—No se quién seas, pero no es hora —pronunció casi escupiendo las palabras.
—Soy yo —dije y esperé a que el cloroformo cumpliera su función.
Y así pasaron cuarenta años, ella sigue encerrada en el granero, en su jaula especial y yo soy un profesor jubilado. Creo que ya está acostumbrada, aunque con las mujeres nunca se sabe, ¿no creen?
Mi propio jurado la condenó a cadena perpetua y así está desde entonces. Encerrada y gozando de los derechos carcelarios como cualquier rea, que hasta goza de visitas conyugales. Estos años no fueron fáciles, al principio gritaba mucho, tanto que temí que no llegara a cumplir su condena. Ahora está muy vieja, tiene setenta y cinco años y yo, su carcelero, sesenta y cuatro. Veníamos bien, hasta que mi médico me detectó un cáncer incurable. Ahora temo por ella, no quiero morir un día y dejarla sola.
Por esto me entrego. Se equivocaron, buscaron a una mujer todo este tiempo, buscaron a Margot, pero en realidad a quien buscaban era a mí. Y yo quería justicia. Yo fui el hombre que no estuvo ahí.

                                                               A su entera disposición, saludo amablemente.
                                     
                                    Alexandre Dumont, Camino Rural N° 7, Memphis, TN 37835.

Consigna: Relato pulp inspirado en la imagen adjunta.

Veinte centímetros

Hacía exactamente dos semanas que Bárbara se había marchado. Tras una fuerte discusión se fue al dormitorio, echó al azar dos vestidos dentro de la maleta, puso la muñeca preferida de la niña, las medicinas del niño y la comida del perro. Cuando estuvo llena se sentó encima para cerrarla mientras le decía a su esposo que ya estaba bien, que hasta ahí, que le aguantara otra las borracheras y que a ella ya no le cabía ni una cornamenta más, que ya pasaría su madre a buscar el resto de las cosas. A Barry los primeros días le resultaron desconcertantes, pero una semana después se negó a pasar otra noche más mirando la puta alfombra color rata muerta y su mancha imperecedera de grasa de mantequilla.
Podría haber tomado un taxi hasta el centro pero hacía una noche maravillosa y le apetecía caminar mientras buscaba algún tugurio coqueto y penumbroso donde tomar una copa, dos a lo sumo, se prometió, que ahora ya no había nadie en casa que lo despojase del sombrero y los zapatos cuando caía como un árbol roto sobre la cama. Se regañó a sí mismo, nada de pensamientos negativos, tomaría unas copas y luego volvería a casa como un buen chico. Algo más alegre recordó que no muy lejos de allí, en la calle 52, actuaba Charlie Parker junto —o contra— Dizzy Gillespie. Sus disputas y su competencia eran legendarias, pero juntos lograban enloquecer al público.
Por fuera el antro no parecía gran cosa; dentro, el olor a tabaco se mezclaba con el dulce aroma de las damas; las paredes estaban pintadas de un rojo violento y los cuadros en blanco y negro hablaban de muchas noches como aquella; en el escenario el humo del tabaco se enroscaba, helicoidal, alrededor de las luces mortecinas y abriéndose paso a través de él la trompeta de Gillespie se erigía, enardecida, con su lamento infrahumano; un poco más allá el bueno de Parker doblaba la cintura hacia delante para acompañar el estertor doliente de su saxo moribundo.
El local estaba a rebosar. Cuando por fin logró conseguir un asiento y una copa, en lo alto del escenario una negra flaca con una orquídea blanca en el pelo juró con su voz despellejada que una de esas mañanas se iba a levantar cantando y que iba a extender sus alas para tocar el cielo. Barry quiso brindar por ello y pidió otra copa a la linda camarera y cuando ella se la trajo él le dijo, sujetándola de la muñeca, que dejase la botella y que si no tenía mucha faena tal vez le apeteciese beber un poco con él. La chica le tiró el contenido del vaso a los ojos y le preguntó que si acaso pensaba que ella era una puta. Unos segundos después, de entre la niebla azulada de los cigarrillos, salió un sujeto alto como una montaña que le dio lo suyo, echándole después de una patada en el culo.
Arriba, sobre los tejados negros, la luna brillaba pálida; abajo, en el callejón oscuro, un gato callejero se bufó enfadado por el barullo metálico de los cubos de basura. Le dolían las costillas, ese ruso de dos metros le había dado una buena tunda. No más líos, pensó, ahora tomaría un taxi y se metería en la cama como un buen chico, pero no había recorrido ni dos metros cuando oyó unos suspiros acompasados y entonces la vio. Sí,  y la oyó gemir con los ojos cerrados y la cabeza echada para atrás y lo vio a él, con los pantalones medio bajados, empujando su cuerpo contra el de ella como queriéndose introducir todo entero. También escuchó los pasos precavidos después, y el chasquido del arma antes del disparo, luego el rugido de un motor alejándose a toda leche. Sí, lo vio todo, amparado en la oscuridad de aquel callejón inmundo.
Al día siguiente todos los periódicos dirían que, mientras “Bird” y “Dizz” competían sobre el escenario a ver quién la tenía más larga, en el callejón de atrás a Monty “El potro” le habían reventado la cabeza mientras forcejeaba con la hermosa Sally Winter, la chica de Lucky Luciano, una belleza morena de veintidós años. Lo que no dirían es que antes del disparo ella se arqueaba de placer mientras la mano derecha del jefe la sujetaba del pelo, embistiéndola. Sí, Barry la vio encaramada sobre el deslumbrante morro del Cadillac Town sedán verde ciprés. Tampoco dirían que el pobre Monty no escuchó los pasos, ni el chasquido del arma amartillándose, porque no podía pensar en otra cosa que no fuera en aquellas uñas haciendo surcos en su espalda o en aquellas piernas tentaculares que se enredaban cada vez más a su cintura, apresándolo,  mientras él le daba las gracias a Dios por su buena suerte.
Por supuesto Monty no oyó el silbido que le reventó la cabeza, esparciendo sus sesos sobre la pulida carrocería del sedán y suerte tuvo de no verlos deslizándose por los cristales empañados, grises y viscosos, como caracoles lentos. Tampoco vio cómo ella, antes de que llegara la pasma, se agachó rauda para coger el abultado fajo de dólares que sobresalía del bolsillo del pantalón. Cuando llegó la poli y le preguntó qué había sucedido, ella balbuceó entre hipos que el muy bestia había intentado forzarla y cuando quisieron indagar sobre la identidad del francotirador ella juró no haber visto nada.
Un poco más allá, Barry buscó su sombrero, le extrajo una monda de patata y se lo ajustó decidido, por fin, a buscar ese taxi salvador, pensando que su viejo estaría disgustado a esas alturas si lo viera allí expuesto a tantos peligros gratuitos y recordó uno de sus consejos más valiosos: “huye de los callejones oscuros, hijo mío, porque es allí donde los demás dejan su basura y la basura de los demás no es la tuya”. Su viejo era un tipo listo, lástima que acabara así, pensó.
Se disponía a buscar ese taxi cuando unos ojos negros se cruzaron en su camino.
—Se cree muy listo —dijo ella colocándose un cigarrillo entre los labios. Barry la observó, divertido, mientras le daba lumbre.
—No era mi intención mirar, se lo juro. Solo es que me curaba de unos golpes propinados por un ruso de dos metros con unas zarpas de oso.
—Convirtiéndose en un testigo molesto —advirtió ella echándole el humo a la cara.
—Ahora tendrá que matarme —bromeó Barry alzando la mano. Un taxi paró por fin y antes de darle su dirección la chica ya se había acomodado dentro—. Yo, por mi parte —dijo Barry cerrando la puerta—  también la he visto meterse un buen fajo de pasta bajo las faldas. Por cierto, su liguero es muy bonito. No hay color más sensual que el rojo. ¿No lo cree así?
—Parece que ya no hay secretos entre nosotros —dijo ella retocándose el cabello en el espejo retrovisor.
—No crea. No le he hablado de lo fea que es mi alfombra.
Sally traspasó el umbral con un balanceo de caderas mientras Barry, admirándola por detrás, pensaba qué por qué diablos no andarían así todas las mujeres. Luego sin quitarle el ojo de encima lanzó descuidadamente la chaqueta sobre el sofá y se dirigió hasta el mueble bar para preparar dos copas. Ella por su parte dio unas vueltas curioseando aquí y allá, después, aburrida, inspeccionó los discos apilados. La voz cascada de Louis Armstrong se abrió paso llenando cada rincón; ella, cerrando los ojos, se puso a bailar descalza.
—Mi viejo decía que se nota cómo  fornica la gente por su modo de bailar —susurró mirándola, embelesado—. ¿Por qué demonios hiciste eso?
—Por qué hice qué? —preguntó ella moviéndose como una cobra.
 —La pasta. ¿Por qué le birlaste la pasta a ese tipo?
—Oh, el dinero  —repitió bajito sin dejar de bailar—. Es una buena pregunta. Bueno, tal vez porque estoy cansada de toda esta mierda,  tal vez porque con ese dinero puedo tomar un autobús que me lleve muy lejos. No siempre he sido una chica mala. ¿Sabes? Tal vez porque con esa pasta podría buscar un trabajo honrado. De camarera, quizá, y a las diez quitarme el delantal y decir “hasta mañana Franky, da un beso a tus hijos de mi parte” y pasear sin prisa bajo las estrellas hasta casa, bordeando los maizales amarillos. ¿Nunca has vivido en un pueblo pequeño? De esos en los que solo hay un surtidor de gasolina, una cafetería con los visillos de color rosa, una iglesia pequeñita, y unas cuantas casitas desperdigadas alrededor, con un tractor en la puerta y un montón de balas de heno.
—No me cuadra que quieras volver a eso. Mira, no soy tonto. Mi viejo siempre decía que cuando uno ha probado el caviar no se conforma luego con un miserable sándwich.
Barry la observó mientras ella extraía un cigarrillo largo y oscuro con la boquilla dorada. Era muy hermosa, pálida, sofisticada. Sí, él también se hubiera dejado volar los sesos por montarla un rato.
—Si nos encuentra juntos nos matará.
—Ni siquiera sé cómo te llamas —se defendió él ofreciéndole otra copa. Sus dedos se rozaron, el hielo tintineó y Barry, sin poder contenderse más, la enlazó con suavidad por detrás—. ¿Por qué iba a matarme? No he hecho nada.
—¿Por qué? Por el simple hecho de rozar mis dedos, por respirar el mismo aire que yo, por susurrarme al oído, por abrazarme ahora o por algo tan poco importante como haberme visto con las piernas abiertas sobre el Sedan verde ciprés.
—¿Y si yo...? —susurró Barry acercando sus labios al cuello desnudo de ella. Armstrong decía en ese momento que la vida puede ser muy dulce en el lado soleado de la calle.
—¿Y si tú...? —rio ella dándose la vuelta y parando ese beso con la mano.
—Si ocurriera eso, nena, si me mataran por haber estado un segundo entre tus brazos no me importaría —dijo él aspirando el aroma de su pelo. Al fondo un cuadro en blanco y negro con una mujer y dos niños observaban la escena con expresión de fastidio.
Sally echó hacia atrás la cabeza y rompió a reír.
—Si te hubieras encontrado alguna vez a veinte centímetros del cañón de una pistola no hablarías así —susurró ella, delineando los labios de él con sus dedos, muy cerca ahora una boca de la otra—. Veinte centímetros. A esa distancia todo se torna difuso alrededor del punto de mira y, mientras esperas escuchar el ruido del arma amartillándose, toda la vida pasa en un suspiro.
—Mi viejo, antes de estirar la pata, dijo que si tienen que matarte al menos que lo hagan por un buen motivo.
Dos días después, la aparición de Sally sería celebrada en la primera página del New York Post: “Sally Winter, la chica de Lucky Luciano, ha aparecido después de dos días de intensa búsqueda policial, tras haberse visto involucrada en el asesinato de Monty Bunner, alias “El potro”. La joven ha declarado que no recuerda nada de lo ocurrido tras el tiroteo, aunque su estado no reviste gravedad”.
Lo que no dirían los periódicos es que uno de los hombres de confianza de Luciano derribó la puerta del apartamento de una patada y encañonando a Barry le dijo que no se le ocurriera hacer ninguna tontería y que se estuviera calladito mientras él le explicaba a Sally que las chicas buenas no roban, ni desaparecen, ni le ponen los cuernos al jefe. Lo último que vio Barry antes de perder el conocimiento fue al esbirro zarandeando a la joven. Luego la nada, la oscuridad absoluta. Claro que podría haber sido peor, podría haber visto, antes de recibir ese culatazo que lo dejó sin conocimiento, cómo Sally introducía, con un movimiento magistral, el fajo de dólares en el bolsillo superior de su americana a rayas de los domingos o cómo se lanzaba después a los brazos de aquél matón, acusándole a él del robo y de su posterior secuestro. Suerte que tampoco se enteró de que poco después Luciano, besando a la chica en la frente, le decía que no se preocupara, que el dinero era lo de menos, ya lo daba por perdido, que lo más importante era que la había recuperado a ella, a su joya más preciada.

Consigna: Relato pulp inspirado en la imagen adjunta.