miércoles, 23 de septiembre de 2020

Columbus (Geodana)

 

Mi origen nunca fue, ni será claro. Muchos especulan sobre el mismo y sobre como ocurrió mi historia. Sobre como llegué a lo que llegué. Pero para ello estoy aquí, para aclarar todas las dudas que sobre la misma pueda haber.

Nací en el seno de una familia Genovesa, muy acomodada. De mis primeros años de vida, poco recuerdo. Sé que tenia de todo, mucho más de lo que cualquier niño de la época pudiese imaginar. Nunca pasé hambre, y nunca me faltó un buen juguete. En aquellos tiempos, nací en 1451, era difícil esto.

Según fui creciendo, y aun con todas esas comodidades, y la posibilidad de llegar a seguir con todos los lujos, algo me faltaba. No me entraba en la cabeza el pasar toda mi vida dentro de esa rutina de seguir con los negocios familiares. Así que, en algún momento, y sin previo aviso, decidí que me apetecía viajar y ver mundo. Muy peligroso para los tiempos que corrían, no era seguro. Nada lo era.

Cogí unos pocos ahorros que guardaba mi familia y me fui desplazando como buenamente pude. No tenía un destino fijo. Solo quería conocer mundo.

Los años pasaron y llegué a un punto en el que tenía que sobrevivir como podía, los ahorros se habían aabado. Me encontraba en un lugar, que aunque no era muy lejano de mi tierra natal, me había costado años llegar a ella.

Había pasado mucho tiempo y viví una temporada en tierras del Reino de Castilla. Me dediqué al comercio, haciéndome cada vez más capital y pudiendo llegar a vivir de un modo no demasiado lamentable. Sabía que si volvía a mi casa podría haber llegado a tener la vida que tuve de pequeño, pero no quise. Y además, ya habían pasado más de 15 años desde mi marcha. La vuelta no sería sencilla o quizás, nadie me recordaría.

En mi tiempo en este reino, pude haber tenido mejor vida, sí. Pero quería vivir y disfrutar a mis anchas. Me gastaba todo lo que podía en vicios, dejando lo justo para poder vivir. Era buen comerciante, era lo que había mamado en el seno familiar, pero mi mala cabeza no ayudó para poder lograr un buen patrimonio. Unido a que, por aquellos tiempos, la situación en la Península era algo confusa.

No me informaba de mucho. Creo que como al fin y al cabo no era mi tierra, no me importaba mucho lo que pudiese ocurrir siempre y cuando yo pudiese seguir con mi vida, y a pesar de todo, podía seguir con ello.

Corría aproximadamente el año 1490 cuando decidí viajar más por la península, poco tenía que hacer ya donde estaba. Llegué al sur de la misma, y mis negocios como comerciante no iban bien. Donde anteriormente vivía, ya tenía mis clientes y mi negocio, pero aquí era uno más.

Llegué a pasar largas temporadas en la calle, y el poco dinero que conseguía o sacaba pidiendo en la calle o vendiendo lo que robaba, me lo gastaba en apuestas, alcohol o mujeres.

Una noche, en una taberna, escuché algo referente a que los Reyes de Castilla habían dado permiso a un navegante para partir con tres buques y viajar a la otra punta del mundo.

Según decían, había unas tierras al este del mundo, y este navegante afirmaba que viajando en dirección contraria se podría llegar a las mismas. Que locura. ¿Realmente quién podía creer que la tierra fuese redonda? Eso eran teorías de locos.

Escuché también que buscaban marineros y personal cualificado para comenzar ese viaje. Y allí me presenté. No por la convicción de que se pudiese llegar a esas tierras, viajando al oeste, sino simplemente porque no tenía donde caerme muerto y, por lo menos tendría algo donde dormir, comida qué comer y, con un poco de suerte, no volvería jamás, fuese cual fuese mi suerte.

En cuanto me presenté, se rieron de mí. El resto de personal que se presentó no tenía mejor facha que yo, pero sin duda, eran mucho más jóvenes, fuertes y preparados. Yo ya tenía los 40 cumplidos, y poco que ofrecer más que una resistencia poco humana al alcohol.

Llegó agosto de ese año, y los buques que la Corona ofreció a este navegante estaban a punto de partir. Me acerqué al puerto con la simple idea de verlos partir.

Mientras embarcaba toda la tripulación, vi a otro hombre como intentaba meterse dentro del barco por la zona de bodegas. No me lo pensé ni por un momento y, asegurándome que no hubiese nadie vigilando, me fui tras él.

Desconocía en cuál de las tres naves me adentré. Sólo sé que estuve días metido en la bodega, casi sin moverme por miedo a ser descubierto, por lo menos hasta asegurarme que estaba lo bastante lejos de tierra como para que me devolviesen a ella.

Dada esta situación, si era descubierto lejos, posiblemente me tirasen por la borda. Pero tampoco mi final iba a ser mucho mejor en tierra.

No me resultó muy sorprendente ver que yo no era el único polizón. Y no sabemos bien cómo, logramos que los días y semanas pasasen rápido sin que nadie nos descubriese. Comíamos de lo que había en la bodega, intentando moderarnos para que no fuese muy evidente que faltaban cosas. Vivíamos y dormíamos entre ratas y sus heces. No teníamos muy claro qué hacíamos ahí, pero ninguno de nosotros tenía otro lugar mejor donde estar.

Pasaría aproximadamente mes y medio cuando durante la noche, el barco se empezó a mover mucho. Se notaba había fuerte oleaje. No había viajado sobre aguas hasta entonces, pero ya llevaba demasiados días allí como para saber que algo no iba bien.

El movimiento se hizo cada vez más constante e intenso y se oía como la tripulación luchaba en cubierta por mantener el barco a flote. Sin tardar, la bodega comenzó a hacer aguas. Obviamente no era un lugar seguro para quedarse. Subir a cubierta era descubrirnos, pero igualmente íbamos a morir. Solo era cuestión de elegir el modo de morir, y yo tenía muy claro que no quería hacerlo de un modo tan lento como es ahogándome.

Mis compañeros se quedaron en bodega y yo corrí a la parte superior. Había tal movimiento en cubierta, que pasé totalmente desapercibido. No sabía cómo podía ayudar, y tampoco sabía si me convenía hacerlo, por lo que tenía que tomar una decisión. O intentaba salir del barco para salvarme, o intentaba ayudar, para posiblemente hundirme con ellos.

Mi elección fue rápida. Encontré un bote en uno de los laterales de nave. Como buenamente pude, y en uno de los zarandeos del barco, lo lancé al agua y salté sobre él. Ya me había encargado de meter algo de comida y vino entre una manta antes de subir a cubierta.

No sé cómo, pero conseguí alejarme lo suficiente del barco para que la inercia de su hundimiento no hiciese me fuese tras él. Lo vi desaparecer entre las aguas. Muchísimos hombres lograron saltar a última hora del barco, pero no quedó alma viva después de unas horas.

Desperté a la mañana siguiente sin saber dónde estaba. No sabía nada de navegación, nada de cómo orientarme. Así que tenía muy claro que quizás no tomé la mejor opción. Decidí no morir ahogado y ahora, moriría bien de hambre o bien de sed. Pero sin duda alguna, iba a ser mucho más lento que lo que había evitado.

Por suerte, no llegó mi muerte antes de ver tierra. Desconocía qué tierra era. Me daba igual si era la Península Ibérica, esas tierras orientales que perseguía ese navegante loco o mis, en el fondo añoradas, tierras italianas. No sabía tampoco qué había pasado con los otros dos buques. Desde que zarpamos ni siquiera nos preocupamos en si íbamos las tres naves juntas o no.

Y allí me encontré, en una tierra bella, preciosa, fértil. Más tarde descubriría que no estaba inhabitada. ¿Habríamos de verdad viajada siempre al oeste, y llegado a esas tierras orientales? Pues sí, así debía de ser. Todo lo que vi durante el tiempo que estuve allí, durante los años que viví allí, coincidía con lo que me habían contado.

Viví allí durante muchos años sin la posibilidad de poder volver. No me importaba demasiado. No me esperaba nadie, y nadie me buscaba. Allí estaba bien y logré fundar varios asentamientos y enseñar un poco de civilización a sus habitantes. Aunque no creo que yo fuese el mejor de los ejemplos.

Desconozco qué año corría cuando unas naves hicieron tierra en lo que era ahora mi hogar. Venían de donde yo venía y vi prudente volverme entonces con ellos e intentar morir allí de donde venía.

Cuando contaba lo que me había sucedido, me enteré que había sido el único superviviente de los tres buques que partimos. Me pasé el resto de mis días contando lo que me sucedió en aquel viaje y el cómo eran esas tierras.

Yo, Cristoforo Colombo, Genovés de nacimiento había descubierto el Nuevo Mundo.

martes, 22 de septiembre de 2020

Radiante (Tulipán Negro)

 Todo dispuesto. Los carteles publicitarios con los rostros más bellos del panorama social colgados en las paredes, el mostrador con el champán burbujeante de bienvenida, una suntuosa alfombra con cristales de Bohemia y, cómo no, el panel luminoso. La gran joya. Verde, resplandeciente. ¡Bravo! ¡Maravilloso! La sesión iba a ser todo un éxito. Bronia cayó de pronto en la cuenta de algo y lanzó por los aires los pocos panfletos que le quedaban anunciando la próxima apertura del negocio que regentaba con su hermana. ¡Los labios! Eso era. No podía olvidar el toque con más glamour del momento. Haría que sus ventas se dispararan, eso era indudable. Necesitaban el dinero con urgencia, pues la pechblenda era muy cara y Marie necesitaba cantidades ingentes del elemento para continuar con sus investigaciones. Se dirigió a uno de los espejos de cuerpo entero que copaban la sala y se maquilló los labios con un pincel fino. Cerró el recipiente con mimo. Brillaban. Oh, si brillaban. Refulgían en la semioscuridad de aquel garaje que ahora lucía como un sofisticado salón pero que, durante el día, era el laboratorio donde su hermana Marie llevaba a cabo sus ensayos sobre radiactividad.

Oh, Pierre, si nos vieras ahora. Todavía recuerdo el día que extrajiste una pequeña probeta con esa sustancia resplandeciente. Se quedaron boquiabiertos gracias al compuesto que creaste mezclando el radio con cobre y zinc. ¡Bellísimo! ¡Pero jamás te echaremos de menos, perro callejero! Mi pobre hermana sufrió más de lo que ninguna otra persona hubiera aguantado. Menos mal que estaba yo ahí para ayudarla. ¡Bendito carruaje! En buen momento se te llevó por en medio cercenando tu futuro. El futuro es ahora de Marie, pues bien se lo ha labrado. ¡Mas la vida continúa y ya acuden los primeros invitados!

Marie, en el piso superior, comenzó a escuchar una música sensual. Preparaba los últimos detalles y se contoneó por la pequeña alcoba mientras ajustaba sus ligueros. Cubrió unas pequeñas quemaduras que estaban formándose en sus piernas con las medias y suspiró. Pero estaba acostumbrada. Cuando Pierre vivía, cubrir sus cardenales era el pan de cada día. Ahora eran quemaduras. El trabajo en el laboratorio estaba produciéndole alteraciones en la piel, pero qué importaba. Tras meses de cavilaciones, discusiones con su hermana Bronia, prerrogativas, vueltas a empezar…, al fin, el negocio que la salvaría de las financieras de París para ser autosuficiente tomaba forma.

La música fue in crescendo hasta alcanzar un volumen hipnótico. Como en un sueño, Marie Curie, afamada investigadora química conocida por todo el mundo, se quitaba el velo que siempre había ocultado su verdadera personalidad y echaba por tierra el rostro circunspecto, el semblante serio, la boca prieta y la mirada abstraída. Sacudió la melena de fuego y el repiqueteo de sus tacones se fundió con el ragtime que tan acertadamente su hermana Bronia había elegido para la ocasión. Al bajar por la escalera desde sus aposentos, un aplauso estremecedor le erizó todo el vello del cuerpo. La fama. ¿La gloria? Una leve sonrisa comenzó a marcarse en su rostro y los ojos le brillaron como nunca. Descendió despacio, pero con firmeza. Con la cabeza alzada, permitió que un caballero elegantemente ataviado la tomara de la mano enguantada al alcanzar la alfombra.

La estampa era divina. Marie brillaba literalmente. Su ajustado vestido resplandecía en tonos ligeramente verdes y finos ribetes en torno al escote, los puños y los volantes de la falda refulgían especialmente como pequeños grupos de estrellas sobre la tela. Se acercó con delicadeza hacia su hermana y se sonrieron. Ambas se habían maquillado con los productos que habían creado a base de radio y ahora comercializaban. Así conseguían ese brillo verdoso que tan de moda se había puesto en París, tanto en cosmética como en tratamientos medicinales.

—Madame Curie —se atrevió a pronunciar un caballero—, es un honor...

—El honor es mío, Monsieur Dauphine —interrumpió ella observándole de arriba a abajo. El hombre lucía el traje más caro que había visto nunca y reloj, anillos, gemelos y monóculo de oro. Todo iba a ir sobre ruedas. —Si no le importa, tomaré una copa de champán a la salud de todos los aquí presentes y... ¡Comenzará el espectáculo!

Un abrumador aplauso resonó por toda la sala y la música volvió a sonar. Todos los allí presentes, altos cargos de París, representantes de moda y cosméticos, jefes de la Policía, actrices de cine, políticos, modelos masculinos y femeninos de alta costura..., todos ellos sonrieron y se dirigieron a los mostradores donde les aguardaban las copas de champán. Las vitrinas que contenían los productos fabricados por las hermanas Sklodowska estaban situadas junto a las bebidas estratégicamente. Algunos observaban con fruición la afamada bebida al comprobar que pequeños destellos dorados y verdosos recorrían la copa. ¡Bellísimo!, pensaron unos. ¡Inquietante!, murmuraron otros acercándose al líquido.

—¡Radiante! —gritaron Marie y Bronia al unísono, y rieron a carcajadas.

En ese instante, varios modelos accedieron a la sala mostrando diversos trajes confeccionados con elementos radioluminiscentes. Recorrieron toda la sala marcando el paso a ritmo de jazz. Se contoneaban, sonreían, coqueteaban con los señores y señoras de la alta sociedad que se habían acercado hasta aquel inaudito acto para ser los primeros en saborear lo más glamuroso del momento. No se lo podían perder.

Al día siguiente, tras la resaca, comentarían en el almuerzo a sus amistades y conocidos lo auténticamente bien que pasaron la velada rodeados de lo más chic del momento: el radio. Les mostrarían las cremas que habían adquirido y los frascos de agua curativa para casi cualquier dolencia. Las damas abrirían sus neceseres y extraerían pequeños recipientes de polvos de maquillaje luminiscente y barras de labios purpúreas para las más atrevidas. Comentarían con todo lujo de detalles el pase de extravagantes modelos y se enorgullecerían de haber sido los primeros en conocer dichas modernidades. Lo más de lo más.

Y aún quedaba lo mejor, explicarían. El momento en que la gran Marie Curie, ganadora de un Nobel, se subió a una plataforma para anunciar un sorteo para dos personas al Radium Palace Hotel. ¡Asombroso! El novedoso balneario en Joachimstal, Checoslovaquia, donde sus aguas medicinales conferían vigor y sanaban todo tipo de dolencias. No les había sonreído la fortuna en esa ocasión, pero no dudarían en volver en cuanto organizaran otra sesión para adquirir agua de radio y pasta de dientes, que se había agotado nada más comenzar la noche. ¡Divino, queridos amigos! Se despedirían hasta encontrarse en un concierto de música de cámara en los jardines de Luxemburgo y lucir un aspecto asombrosamente radiante.

 

Tras la fiesta, las hermanas descansan sentadas en las escaleras de la entrada a la casa. Bronia revuelve el cabello rojizo de Marie y le saca una sonrisa.

—Has estado magnífica.

—Qué va... Ha sido gracias a ti.

—En absoluto. Lo has organizado a la perfección y los clientes, además de estar satisfechos con sus compras, han disfrutado como tontos. ¿No les has visto las caras?

—¡Ja, ja, ja! Sí, Bronia, sí. Si continuamos así, podremos progresar...

—Si Pierre te viera ahora…

El silencio se adueña de la noche, pero lo rompe enseguida una risita de Marie.

—Así me gusta, Marie, verte contenta

—Si tú supieras, Bronia… Anda, saca un cigarrillo, que nos lo merecemos.

—El tabaco te acabará matando…

—Quién sabe, hermana, quién sabe.

Un ruidoso carruaje atraviesa veloz la calle salpicando el agua estancada en los charcos. Marie lo sigue con la mirada.

Pan y circo (Potemkin)

  La guardia pretoriana lo escoltó hasta donde estaba el resto de prisioneros. Caía ya la noche romana y el cielo, ensangrentado, se derramaba sobre el mármol del anfiteatro, dándole un brillo de muerte. El leve empujón de un soldado bastó para hacerlo caer de bruces a los pies de uno de los sentenciados a morir en la arena. El preso lo miró y le dijo: qué poca carne tienes, hijo mio, los leones se van a morir de hambre contigo. Espero que, al menos, tus piernas sean ágiles para correr, ya que de otro modo, poco espectáculo vas a ofrecer. Jesús, casi desnudo, se levantó del suelo y buscó un lugar dónde sentarse. La conversación con el emperador había resultado muy amena, aunque infructuosa, pero, durante un momento, los dos hombres se habían acariciado el alma. De algún modo, sus intelectos, aún divergiendo en lo básico, se habían rozado el uno al otro. No hubo falta de respeto, no se desentendieron, por el contrario la conversación fluyó rica y no dejó de notar el reo cierta admiración en los ojos del emperador, más al final este hizo lo que tenía que hacer y lavándose las manos, como parecía ser la costumbre del lugar, lo mandó apresar.

La noche antes del espectáculo, tanto los sentenciados a muerte, como los gladiadores, abandonaban la oscura humedad de las mazmorras subterráneas y eran agasajados con una suculenta cena libera. Esto venía sucediendo así. A Jesús, la idea de una última cena le gustó y lloró de emoción. El esclavo negro, viéndole llorar, le puso una mano sobre el hombro y le dijo que no hiciera eso porque no servía para nada, que disfrutara del luminoso fulgor de las estrellas y que comiera todo lo que se le antojara, que pensara en los pobres animales pues su carne era lo único que iban a probar antes de ser abatidos. Que no te vean gemir como una mujer, rubio, muéstrate como un valiente, le dijo y añadió: ahora, cuando subamos, la gente acudirá para vernos de cerca; algunos se aproximarán para examinarnos los dientes y palparnos el músculo y aprovecharán luego para hacer sus apuestas, pero no les odies, son así. No les odio, respondió Jesús, no sé hacerlo, por el contrario, amo a toda la humanidad entera, así me lo enseñó mi padre, dueño y hacedor de todo lo que nos rodea. Amar de ese modo está bien, contestó el esclavo, yo amaba a los míos más que al cielo que nos cubre y por intentar vengarlos, cuando fueron masacrados, me veo aquí. La venganza envenena la sangre y el espíritu, dijo Jesús ofreciéndole la mano a modo de consuelo. Eres zurdo, exclamó el esclavo, sonriendo. ¿Y qué tendrá eso que ver?, preguntó el nazareno sorprendido. Mucho, te lo explicaría ahora, pero es mejor que duermas, dijo el esclavo, te va a hacer falta, los combates son muy largos. Pero yo no voy a combatir, exclamó Jesús, de hecho yo no debería estar aquí, no es mi tiempo, ya me fui. Nunca se va uno del todo, dijo el esclavo antes de cerrar los ojos.

Los días previos a los combates, la fiesta era anunciada con sugestivas pintadas en las fachadas, en los edificios, incluso en las tumbas. El anfiteatro lucía hermoso, el sol arrancaba destellos de oro en el suave bronce que unía las piedras de toba, y a primera hora de la mañana las gradas ya estaban a reventar. El emperador, los senadores y los magistrados, abajo, en el podium, los demás, dependiendo del rango, un poco más arriba, los pobres al final, como siempre. Venían de todos los confines del mundo a ver el espectáculo del más hermoso óvalo de piedra construido, enclavado donde se hallara antes la antigua Domus Aurea de Nerón y su coloso de bronce. Britanos, tracios, etíopes, egipcios, sármatas y hasta árabes, acudían a ver el glorioso espectáculo del que se hablaría eternamente. Cuando sonaban las trompetas el griterío callaba, y la masa, sobrecogida por la excitación, veía con sus propios ojos las fieras más exóticas, los más extraños animales, animales que, en ocasiones, eran atados con la misma cuerda y azuzados a luchar entre ellos. El programa de ese día comenzaba con una cacería. A continuación, retirados los cadáveres de las bestias,  saldrían los sentenciados a muerte que lucharían con nuevas fieras, leones, tigres, tal vez un toro, o un oso. Luego llegarían los gladiadores, que eran el plato fuerte.

 Jesús se encontraba en el grupo segundo, el que iba a formar parte de la damnatio ad bestias. Sería sacado por la guardia como el resto y atado a un poste en mitad de la arena, luego, desvalido y expuesto, se convertiría en el alimento de la fiera de turno. Y así es como casi llegó ocurrir, porque de camino al poste donde iba a ser atado, Jesús levantó los ojos hacia el cielo, tal vez invocando el cálido aliento del padre o su mirada bendecidora, mas solo encontró la del emperador, que, fascinado por la áurea imagen de aquel hombre buscando allí donde no parecía haber nada, lo mandó llamar. Guardia, traedme a ese preso ahora mismo, ordenó, y cuando Jesús estuvo ante él le habló así: predicador, te voy a dar la oportunidad de que pelees por tu vida. Si no accedes serás devorado irremediablemente. No me da miedo la muerte, respondió el nazareno mirándolo de frente, ya me he muerto muchas veces, tengo costumbre. No quiero que sea así, no me gusta, refunfuñó fastidiado el emperador, y se veía sincero. Óyeme, si lo dejo en manos del público será peor,  insistió, porque no sé si lo sabes pero la gente  puede llegar a ser muy cruel. No me dices nada nuevo, dijo Jesús, pero yo les perdono. Mira, si me levanto y consulto este dilema, el circo entero dirá que sí entre escalofríos de placer y no podrás negarte, porque inventarán alguna trampa.

El pueblo, a la pregunta del emperador, obviamente dijo que sí, que sí, por Júpiter, Marte y Quirino, que sí. ¡Menudo espectáculo! Un rebelde, un loco soñador, un charlatán itinerante, contra un sentenciado musculoso, vengativo y cruel. La multitud babeó de gusto y alguien lanzó, desde algún lugar de la grada superior, una espada que se clavó en la arena. Cógela, ordenó el emperador, y Jesús así lo hizo. ¡Es zurdo!, aulló alguien entre el público y a este grito se sumaron otros. ¡Que luche! ¡Que luche, que los zurdos traen suerte! No lo haré, dijo el reo, obstinado, no combatiré, porque le podría matar sin querer y matar es un pecado y como tal me lo enseñó mi padre. Tú lo que eres es un cobarde y un afeminado, gritó alguien desde la parte superior. Si no luchas es que eres un mariquita, vocearon de más allá.

Un poco más lejos, los animales, ajenos al drama que se vivía en ese momento entre los indecisos humanos, se rugían entre sí, ya fuera por miedo o por hambre, o se tumbaban al sol, aburridos, a lamerse el hermoso pelaje los que tenían pelo o a acicalarse las plumas con el pico los que tenían pluma. No se habían escatimado gastos y desde lugares remotos se habían traído hermosos tigres de Hircania, leopardos de Libia y Getulia, leones de Mesopotamia, salvajes perros de Escocia, osos de Dalmacia, las más socarronas hienas del sur de África, avestruces gigantes y elefantes de la India.

¿Permitimos, pues, que lo devoren las fieras?, preguntó el emperador con las palmas alzadas, vuelta la cara a su pueblo. A veces, cuando acababa la fiesta, alguno de los espectadores se acercaba a preguntar si estaban a la venta las tripas del oso, pues dentro, caliente y palpitante, se hallaba parte de un pecho, la carne tierna de la mejilla, los dedos de una mano o un pedazo de nalga, aún a medio digerir. ¿Qué decís?, gritó el emperador.

No, no, que luche, sentenció el pueblo unido. ¿Y si no quiere?, bromeó el emperador. ¿Cómo obligar al que dice haber muerto tantas veces por vuestra salvación?, aclaró el emperador. A mi me importa un rábano, dijo uno, la vida de su contrario, gritó otro, si no accede que ejecuten a su contrario, así la culpa será suya. Menudo dilema, esto no había pasado nunca. El emperador, lobuno, sopesó la idea y el resultado de la balanza le pareció glorioso. Sí, ya le parecía verlo, pasaría a la posteridad como uno de los grandes acontecimientos y su nombre, Tito, hijo de Vespasiano, rezaría al lado del hecho insólito, pues había sucedido bajo su mandato y por su mano.  Ya lo has oído, nazareno, si no quieres pelear la muerte de tu adversario recaerá sobre tu espalda, como una cruz. Siempre puedes dejarte matar, sugirió el emperador, encogiéndose de hombros. Unas horas antes habían conversado estos hombres de otros muchos temas que no tenían nada que ver con lo presente, coincidiendo en alguno, como coinciden los líderes, a veces.

El adversario elegido no era otro que el que lo había acogido tan bien a su llegada al hipogeo helado. Parece que tenemos mala suerte, dijo el negro, pero si lo hacemos bien al menos sufriremos poco. No sé cómo, dijo el nazareno. Sí lo sabes, tu forma de tomar la espada me dice que sí, que ya lo has hecho. Y tus ojos, añadió, tus ojos son honrados, sé que no me darás una muerte mala. Mis ojos lo han visto todo, dijo Jesús. Ahora demosle a esta chusma un buen espectáculo, dijo el esclavo negro, que el pan ya se lo han dado nada más llegar.

La plebe, cuando vio a los dos hombres, tapadas nada más que las vergüenzas, moviéndose en círculos, rompió a reír, pues la imagen de los dos tan desiguales resultaba, como poco, pintoresca. Pero se apagó la carcajada cuando las espadas restallaron en lo alto, cuando el choque brutal arrancó reflejos cegadores. Ah, cómo se miraban los contendientes, con qué sabiduría, cómo se vigilaban, ligeramente agachados, rodeándose el uno al otro, esquivando con audacia el filo de la espada, saltando sobre ella en un salto limpio el esclavo, rodando sobre la tierra para ponerse en pie como un leopardo entrenado el otro, el charlatán embaucador. El sol se estrellaba contra los escudos ornamentados y en las gradas los jaleaban a los dos: ¡El zurdo, el zurdo! Que alguien le tire un escudo, que no tiene, y una lanza y lo mismo para el otro. El emperador suspiró, satisfecho.

Pasado el tiempo, y como no moría ninguno, el público comenzó a ponerse nervioso. Aquello era inconcebible, ¿cómo podía ser? El primer número y se estaba haciendo eterno. Se había pospuesto la damnatio ad bestias y nada había más entretenido que ver a aquellos pobres diablos encadenados al poste,  aullando de terror ante las fauces abiertas del león o las del oso. Pero sobre todo ya tenían muchas ganas de ver a los gladiadores, esos colosos tan admirados por el pueblo de Roma, que aparecían a veces, dependiendo del estatus, subidos a la esplendorosa cuadríga de los desfiles o a una veloz biga tirada por dos caballos.

El sol comenzó a proyectar sombras en la arena, ¿atardecía acaso? Y aquellos desgraciados aún luchando, deshidratados, resoplando, sujetándose el uno al otro a veces para no caer, limpiándose el sudor de los ojos y la baba. ¿Hasta dónde eran capaces de llegar?, pensó el emperador, fascinado, y de pronto se le ocurrió algo maravilloso, algo que declamarían todos los poetas en los siglos venideros: los iba a perdonar. A los dos. Les iba a conmutar la pena. Esto ya se venía practicando con los heroicos gladiadores derrotados, por aquello de recompensar su valentía y su fiereza, pero con sentenciados a muerte, casi siempre traidores o gente de baja estofa, asesinos, sacrílegos o estafadores, ¡ah!, con ellos no se había hecho nunca, pero estos dos... ¡Qué gran idea! Si, eso iba a hacer, se pondría en pie y  mandaría callar a la marabunta, luego se llevaría la palma a la boca como meditando profundamente y después de una eternidad se daría la vuelta y, en medio de un espeso silencio, levantaría muy despacio los pulgares hacia ese cielo que se ensombrecía ya, sorprendiendo con este gesto inesperado a su pueblo, porque, al fin y al cabo, ordenar la muerte de alguien puede ser asunto fácil, basta un encogimiento de hombros o mirar hacia otro lado, pero perdonarlos, ¡ah!, perdonar una vida, dos en este caso, para eso hacía falta una brillantísima inteligencia, una bondad de corazón, una elegancia en la forma de pensar y actuar, que no todos los dirigentes poseían.

Sí, este gesto suyo, tan inusual, lo cantarían luego los poetas por los caminos de Roma, que eran muchos y llegaban a todas partes, e iría de boca en boca y no se olvidaría jamás, porque muchas historias, incluso las más fantásticas, se han forjado y mantenido así, de una boca a la otra.

El bunker (Byronde Poe)

    Aquella tarde del 29 de Abril del 1945 la primavera no había traído el aroma de las flores. En su defecto, flotando en el aire cargado y asfixiante, navegaba el hedor a muerte y a pólvora, que se extendía por Berlín como un manto de desesperación… Adolf acariciaba ensimismado el lomo de su perra Blondi. El pastor alemán le miraba con una profunda tristeza en sus grandes ojos marrones y de vez en vez lamía la mano de su dueño, como queriendo paliar la inquietud que le transmitían aquellas temblorosas manos… Sobre un escritorio francés de estilo Art Decó yacía parcialmente arrugada la esquela que le anunciaba que su aliado y amigo Benito Mussolini y su amante Clara Petacci habían sido colgados por los talones y tras un gran escarnio público los mutilaron con una ferocidad brutal para luego, cuales despojos, ser abandonados en las alcantarillas. Aquella noticia le preparaba para lo peor… No pudo evitar que unas lágrimas se resbalaran por sus mejillas y se pararan en su bigote canoso. Después de todo aquel animal era el único que le había mostrado un amor incondicional. Le había dado oculta en una salchicha una capsula de cianuro, tenía que probar su eficacia por sí…. La perra se tendió a sus pies y de vez en cuando alzaba su cabeza para mirarlo. “¡Qué no sufra por favor!” Pensó… Aunque el bunker se hallaba a varios metros bajo tierra y su estancia era la más protegida, el sonido de los cañonazos y las detonaciones de las bombas llegaba como un rumor lejano. Se levantó de su sillón de terciopelo rojo y se acercó con lentitud al tocadiscos, subió el volumen. La ópera Lohengrin de Richard Wagner eclipsó el ruido de los bombardeos. Levantó la vista del vinilo de pizarra que giraba dando pequeños saltitos y sus ojos se encontraron con un rostro demacrado que le miraba desde lo más profundo de un espejo ovalado. ¿Tanto había envejecido? Sentía que aquella fuerza que naciera de sus fueros más internos y que había utilizado para manejar a las masas, para convencer a todo a un país, ahora le abandonaban. No lograba concretar el sentimiento que le corroía por dentro, ¿rabia tal vez?, ¿decepción? Un cúmulo de ideas que se golpeaban contra el muro de su cerebro buscando una salida, ¿ser comprendidas? Muchos en los que había confiado le demostraron que una cosa era la palabra, la promesa y otra darlo todo por el Reich. Al final le abandonaron a su suerte. Perros traicioneros que le habían utilizado para enriquecerse. Estaba tan cansado…

   Eva Braun mascaba su enojo en el cuarto adyacente a la cámara del Führer. Toda una vida a su lado, desviviéndose por aquel hombrecillo maniático, receloso, egoísta e impotente para obtener solo promesas esquivas. Le dolía en el alma ver cómo le profesaba un amor más sincero a aquella estúpida perra que a ella misma. Ella, que había sacrificado infinidad de oportunidades por intentar hacer feliz a aquel hombre… Unas horas antes había golpeado la puerta de la habitación con delicadeza y una voz lánguida le ordenó que pasara. Estaba recostado sobre la cama vestido, pero en mangas de camisa. En la mesita de noche había un tarro con pastillas y un vaso de agua.

−¿Qué quieres?, ¿No ves que estoy ocupado? Ella le miró con cara de circunstancia.

−Necesito hablar contigo. Le dijo mientras él se reincorporaba y alcanzaba el vaso. Tembloroso abrió el frasco y se tomó de un trago dos píldoras. El Parkinson le estaba ganando la batalla.

Ella se acercó hasta el lecho y sin su permiso se sentó a su lado, parecía un animal indefenso. Un irremediable deseo de abrazarlo la abordó, pero se contuvo.

−¿Hablar? ¿Qué tienes que decir, mujer?

La frialdad de la respuesta no la amilanó. Le cogió la mano derecha que no cesaba de temblar y le miró a los ojos, apenas quedaba nada de aquella luz que la enamoró.

−¡De tu promesa Adolf! ¡Me prometiste que me harías tu esposa, que sería tu mujer, que la historia así nos recordaría!

Se levantó de golpe de la cama, el rictus de su cara era adusto. Se meció el pequeño bigote un par de veces mientras paseaba a largos trancos por la estancia. De golpe se plantó delante de su amante.

−¿Tú crees, mujer estúpida, que es el mejor momento para pensar en esa cosa ridícula?,  ¿piensas que el líder del Reich no tiene otra cosa que hacer que celebrar una boda mientras su país se desmorona? ¡Contesta, maldita imbécil!

Ella se quedó petrificada en el lecho, las piernas cruzadas, las manos sobre la falda de tubo. Primero su labio inferior comenzó a moverse sin control, luego las lágrimas comenzaron a fluir a borbotones. Él la miraba desafiante.

−¿No vas a contestarme? ¡Largo de aquí y utiliza tu cerebro por una vez en la vida!

Se levantó de golpe y su cuerpo se golpeó con el de él, que no se apartó. No le miró a la cara, el llanto cegaba sus ojos azules. El portazo retumbó por todo el pasillo. Adolf se quedó un rato mirando la puerta y luego con parsimonia abrió de nuevo el frasco de las pastillas y engulló otro par.

   Sobre las 2:30 de la madrugada una de las secretarias personales la despertó. El Fürher había convocado a todo el personal del bunker para despedirse y reclamaba su presencia. Minutos antes, Hitler se había reunido con el general de artillería   Helmuth Weidling, y le comunicó que la capital apenas podía resistir otras 24 horas. Abatido solo pudo murmurar unas palabras ininteligibles… El pasillo era largo, frío, en fila de a uno el personal esperaba a su líder, la mayoría eran mujeres exceptuando unos pocos soldados y altos mandos. Eva esperó en la puerta de la habitación del Fürher, tenía los ojos hinchados. Cuando la puerta se abrió no le dirigió la palabra y no cruzaron sus miradas. Con paso lento el comenzó a estrechar las manos del personal y a todos les decía las mismas palabras de agradecimiento hacia el Reich, ella le seguía y se limitaba a dar su mano sin que ninguna palabra surgiera de sus labios. A lo lejos el sonido de las bombas cada vez estaba más cerca. Incluso la tierra vibraba cayendo sobre sus cabezas algunas motas de polvo.

   No pudo dormir en lo que quedaba de noche. Le faltaba el aire. Una sirvienta le trajo el desayuno, pero no lo probó. Estuvo sentada en el borde de la cama durante horas, la vista fija en un cuadro que mostraba un día de picnic en un río. Recuerdos de antes de la guerra le vinieron a la mente y sonrió levemente. Se preguntó que habría sido de su vida si se hubiera marchado a su Suiza con su prima Gilda… Pero se había jugado todo a una sola carta… Sus ojos se detenían en la mesita de noche, sabía muy bien lo que guardaba en su interior…

   El almuerzo había sido de su agrado y el vino consiguió que las lágrimas no fluyeran de nuevo. Adolf no quería verla, ni había reclamado su presencia. Dejó sobre la mesita la bandeja con los restos del filete de ternera y puré de patatas con mantequilla, junto a la cubertería de porcelana y plata. Decidida abrió uno de los cajones.

La puerta no estaba cerrada y sin previo aviso entró en la habitación. Hitler se hallaba en el suelo, apoyado sobre la cama, tenía entre sus brazos el cadáver de su perra muerta. Su rostro era imperceptible, sin emociones, como si ya hubiera expulsado todos los sentimientos de su interior… Avanzó apaciguada hasta él. En su mano derecha llevaba un revolver, apenas le temblaba el pulso. “¡Te quiero!” le susurró justo antes de percutir el gatillo del arma. No estuvo segura, pero creyó ver un atisbo de sonrisa en sus labios… El estallido retumbó por todo el bunker, pasaban varios minutos de las 15:30 de la tarde. Ella no lo dudo ni un segundo, se echó junto a los dos cadáveres y se tomó la capsula se cianuro, cerrando los ojos. En el tocadiscos sonaba su queridísimo Wagner…

 

 

Fin

La Última Cena (Larcen)

 

Como discípulos a doce eligió:

dos prostitutas, cinco ex presidiarios,

dos inmigrantes negros y a un poeta de rock,

a Pedro el vagabundo y a un toxicómano menor.                                    Mägo de Oz

Por fin había llegado la noche del jueves, cuando celebrarían su gran cena de solteros. La Última Cena la llamaban sus amigos. Sin embargo, Jesús no quería verlo así. Pensaba que habría muchas más cenas como aquella aunque el domingo se fuera a casar Mª Magdalena.

Como era costumbre, los preparativos y celebraciones durarían una semana: de domingo a domingo. El día de su llegada a Jerusalén, fue recibido (como todos los futuros contrayentes de matrimonio) con vítores y aclamado por la multitud. Entró montado en una mula (que tuvo que alquilar para la ocasión, ya que no tenía mula propia) y los jóvenes del pueblo le recibieron agitando hojas de palma y con ramos de olivo, que representaban la riqueza y felicidad que le deseaban para su matrimonio. A su vez, él y su prometida, obsequiaban a los presentes lanzando fruta dulce desecada desde sus monturas.

El lunes tuvieron la última reunión con el sacerdote para indicar quiénes iban a realizar las lecturas de los votos, a entregar los anillos y a ser testigos del enlace. El martes fue el día de la prueba final de las túnicas nupciales. El miércoles, fueron a la posada en la que celebrarían el banquete de boda para concretar el número de invitados, recibieron a los mismos en la hospedería que habían reservado para que se alojasen y a última hora, se reunieron con sus amigos para charlar y beber una copa de vino antes de retirarse a descansar.

—¡Brindemos! —propuso Pedro—. Por Yisus y La Mari. Que sean muy felices juntos y nos den muchos churumbeles a los que malcriar.

El resto levantaron sus vasos de barro y gritaron ¡salud!, como era la costumbre.

—Pedro, eres mi mejor amigo —respondió Jesús, un poco entonado con el vino—. Sé que si alguna vez tengo algún problema, siempre podré contar contigo.

—Si alguna vez tienes algún problema, yo negaré conocerte hasta tres veces, paso de que me metas en algún marrón. Y menos después de haberme cambiado el nombre. Mi madre te odia, dice que Simón se llamaba mi padre, su padre, el padre de su padre y así hasta que ellos recuerdan. ¡Ya era hora de que alguien rompiera esa mierda de tradición! —Y rompió a reír a carcajadas. Jesús le acompañó y el resto hicieron lo mismo.

—Bueno, ¿estáis preparados para vuestra despedida de solteros de mañana? —preguntó Judas.

—Iscariote, no me judas. Ya os he dicho que nada de despedidas de soltero. Lo de mañana es una cena con amigos —le recriminó Mª Magdalena—. Así que no quiero ni strippers, ni putas, ni enanos desnudos, ni nada que haya podido pasar por esa mente retorcida tuya.

—Tranquila, tía. Si tú vas a tener tu despedida con las chicas, en un boys, con un tío vestido de centurión romano, sin nada por debajo de esa faldita que llevan, meneando el badajo cerca de ti… —Comentó Judas mientras se había puesto en pie y movía sus caderas adelante y atrás cerca de la prometida de su amigo, mientras su propia novia y el resto de mujeres del grupo reían la broma.

—Basta, eres un cerdo —dijo Jesús—. Deja de menear el cipote delante de mi futura mujer. Yo sé que tú me traicionarás, pero ella no.

Y así fue como pasó. Mientras Mª Magdalena disfrutaba del baile de un chico disfrazado de centurión romano con sus amigas, Jesús cenaba con sus doce discípulos en la posada Los Mercaderes del Templo.

Habían acabado con varias jarras de vino y el bullicio y las risas no cesaban. Tras unos copiosos entrantes apareció el dueño de la posada con un cabrito asado acompañado de patatas y cebollas.

—Enseguida traigo el resto, majestad —le dijo a Jesús.

—Yosef, ya te he dicho que hoy soy un cliente más. Llámame Jesús.

—¡Mesonero, más vino! —se oyó pedir a Santiago—. Qué bueno está este vino de la Hispania. Creo que debería hacerme un viaje mochilero por allí…

Cuando Yosef abandonó la sala, Jesús se puso en pie y cogió un trozo de pan, lo partió y lo ofreció a sus discípulos diciendo:

—Tomad y comed todos de él, pues esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros.

Del mismo modo tomó el cáliz y lo pasó a sus discípulos.

—Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre que será derramada por vosotros y por todos los hombres.

—¡Eh!, ¡quitadle la mayonesa a este hijo de puta que a saber en qué la convierte! —gritó Mateo. Todos, hasta el mismo, Jesús, rompieron en carcajadas más estruendosas que las anteriores.

—Ya me jodió el brindis, el gilipollas.

Cuando acabaron la cena y varias jarras de vino más, todos los discípulos fueron abandonando el local, abrazados unos a otros. Judas iba dando trompicones junto a Jesús, camino de la caja para pagar la cena.

—Yisus, ve saliendo con el resto, yo hago la cola para pagar. Id tirando hacia El Monte de los Olivos, que allí ponen la mejor música del momento.

Jesús le entregó a Judas treinta monedas de plata para pagar la cena y salió con el resto de amigos para dirigirse al siguiente punto de su despedida de soltero. Minutos después llegó Judas a la carrera, con un leve tintineo metálico bajo su túnica. Tras tomar varias copas en El Monte de los Olivos y bailar los últimos éxitos del año, se encaminaron al Monte Gólgota, donde iban a cerrar la noche viendo amanecer con una jarra de vino en las manos, como era habitual en ellos.

—¡¡Yo derribaré este templo y lo levantaré en tres días… con la fuerza de mi polla!! —gritaba Jesús mientras orinaba en la pared del tempo—. Cuando lleguemos al Gólgota, si hay algún hijoputa crucificado, voy a tirarle una piedra, a ver si le acierto entre los ojos.

—Menudo pedo lleva el Yisus —susurró Pedro entre risas a su hermano Andrés—. ¡Calla, a ver si te vamos a crucificar a ti!

—¡No tenéis cojones! —desafió Jesús dando un traspiés mientras apuntaba a Pedro con el dedo.

Al llegar al monte, Jesús iba abrazado a Juan haciendo exaltación de la amistad. Judas (que se había guardado las treinta monedas de plata que le había dado Jesús y escapado de la posada sin pagar) cuchicheaba con Pedro sobre la idea de atar a su amigo a una cruz vacía si las había.

—¡¡Amaos los unos a los otros como yo os amo!! —gritó el novio. Después dio dos pasos y echó una vomitona.

—Yisus, tío, vas a atraer a los romanos y nos van a poner una multa de cinco talentum por montar escándalo.

—¡AHORA! —gritó Judas. Varios de los discípulos se echaron encima de Jesús cuando localizaron una cruz vacía en el suelo. Le desnudaron y le tumbaron sobre ella atándole de pies y manos. La izaron y comenzaron a reír.

—¿Qué no había cojones a ponerte en una cruz? —le recordó Pedro la broma de unos minutos antes—. Y aquí te vamos a dejar hasta que venga La Mari a bajarte. Chicos, vamos a buscarla y nos reímos un rato.

—¡Eh, no me dejéis aquí! ¡Cabrones! ¡Hijos de puta!

Los doce amigos se apartaron de la cruz y se escondieron detrás de un muro en ruinas que estaba a varios metros de la posición de Jesús.

—Que escandaloso, se le oye desde aquí —se quejó Mateo.

—Venga, vamos a bajarlo, que si entera de esto La Mari, nos mata —dijo Pedro.

Cuando se encontraba a pocos metros de su amigo, alguien le llamó.

—¡Eh, usted! ¡Altum! —Era un soldado romano haciendo su ronda—. ¿Conoce al individuo de la cruz? El que grita y llama a un tal Pedro.

—No, yo no le conozco de nada. Yo me llamo Simón. Aquí tiene mis papelaes donde lo dice bien clarum.

—¡Pedro! —gritaba Jesús al más puro estilo Penélope Cruz en los Oscar.

—¿Seguro que no le conoce? —insistía el romano.

—No le conozco de nada.

—¡Pedro, hijoputa, no mientas!

—Acérquese y mírele a la cara, a ver si le conoce y le podemos bajar de ahí. Eso sí tendrán que pagar una buena multa por usar cruces del Imperio sin permiso.

—Ya le digo que yo no le conozco, ni a él ni al tal Pedro al que llama. Yo he salido a dar un paseíto por aquí y ya me volvía a casa.

—Muy bien, continúe. —Otros dos soldados más se acercaron al escuchar el escándalo que estaba formando Jesús con sus gritos

Pedro, nervioso, pero intentando mantener la calma para no llamar la atención de los soldados, regresó junto al resto de discípulos. A contarles lo sucedido.

—¡Joder, joder, joder!, cada vez llegan más soldados —dijo Juan al ver a otro grupo de soldados acercarse. Llevaban a dos ladrones detenidos para crucificarlos al lado de donde estaba su amigo—. No vamos a poder bajarlo de ahí. ¿Por qué no dijiste que sí le conocías?

—Porque no tengo dinero para pagar la multa y no quería que me detuvieran —se excusó Pedro.

—Ahora sí que la hemos cagado. La Mari nos mata fijo —sentenció Judas.

Y el resto es historia.

Cambio de tren (Joy Tonn)

 Cristóbal tomaba el tren de las 7:14 cada mañana para ir al trabajo. Ese día hubo una falla técnica y tuvo que esperar hasta el de las 7:34, provocándole un retraso de veinte minutos. No era una persona que reaccionaba muy bien a los cambios improvisados de plan, sobre todo si significaba que tenía que correr para llegar a tiempo. El tren estaba completamente lleno. Muchos tuvieron que permanecer en pie y algunos ni siquiera los dejaron subir. Si algo había notado Cristóbal en sus cuatro años de informático viajando en tren, era que no solo él tenía una rutina que seguía al pie de la letra, sino que la compartía con otros tantos miles de personas. Era ya normal encontrarse con caras conocidas. Con algunos intercambiaba incluso un par de chácharas y un par de veces hasta un café en la estación apenas se bajaba. Estaba Martín, que trabajaba en el supermercado a una cuadra de donde trabajaba él. Marisa, mejor conocida como La Pinta, la chica del salón de belleza que más de una vez le cortó el cabello, y Vicente, que estaba un poco chiflado. No siempre se sentaban juntos, pero encontrarse entre vagones era una certeza. Aquel día vio demasiados rostros nuevos, y uno que llamó particularmente su atención. Era una chica, de unos veintiséis años quizá. Vestía con un sombrero verde de aquellos que ya no se usan, pero que le quedaba tan bien con su vestido negro que la cubría hasta las rodillas, dejando al descubierto un par de piernas demasiado perfectas. Nunca se había sentido tan atraído hacia una persona en toda su vida.

—¿La habías visto antes a aquella chica? —preguntó a Vicente, que se había hecho con un puesto junto a él.

—No tengo la menor idea. ¿Por qué toda esta curiosidad?

—No, por nada.

—¿Te gusta? ¿Por qué no intentas acercarte?

La idea le hizo empezar a sudar. Era demasiado tímido para esas cosas. Alzó la mirada y vio cómo el pasillo estaba ocupado por las personas que no habían tenido la suerte de hacerse con un puesto: sería imposible llegar hasta ella en ese momento, y eso tranquilizó sus nervios.

—No tienes por qué acercarte ahora —intervino Vicente—. Espera a que se baje, quizás lo haga en la misma estación que nosotros.

Quizás.

La miró durante todo el viaje, olvidándose del calor, del sudor que creaba su cuerpo y del estrés que generalmente le provocaba ver tantas personas juntas. Nada de eso le importó mientras tuviese a la chica del sombrero verde bajo la mirada. Ella pareció no darse cuenta en ningún momento de lo que estaba haciendo. Cuando por fin la vio bajarse en la misma parada que él, el corazón se le aceleró como si de una locomotora se tratase.

La siguió, manteniendo una distancia muy prudente, y cuando hizo un esfuerzo por acercarse, sus nervios lo traicionaron y le prohibieron seguir adelante.

Al día siguiente cogió de nuevo el tren de las 7:34. Era demasiado largo para encontrarla rápidamente, pero en un golpe de suerte divisó a la chica luego de recorrer dos vagones. Esta vez se sentó de espaldas a ella por miedo a que creyera que era un acosador. Si iba a hacer las cosas las haría bien. Alcanzó solo a ver su sombrero verde durante todo el viaje y, de nuevo, esperó a que bajara primero que él. Cuando pasó a su lado detectó un perfume tan intenso que solo una chica como ella podría llevar.

Bajó del tren y la vio alejarse. Nada más pasó.

Cristóbal cogió el tren de las 7:34 todos los días de la semana, cambiando de puesto cada tanto, un día incluso evitó sentarse en el mismo vagón (solo después de asegurarse de que la chica se encontraba en el tren, claro). Un par de veces intentó acercarse, pero acababa por retraerse en el momento en que sentía que la cosa era seria.

Un día no la encontró más. ¿Qué había pasado? La buscó por todos los vagones como niño que juega a las escondidas. Una tristeza inmensa lo embargó al pensar que quizás no la vería nunca más. No podía permitírselo, no podía perderla sin haberla conocido.

Preguntó a sus compañeros de tren (que ya no veía desde que descubrió a la chica del sombrero verde), ni Marisa ni Martín supieron darle una respuesta, pero Vicente, muy convencido de su respuesta, le dijo que estaba seguro de haberla visto en el tren de las 7:14. ¿Por qué había cambiado?

Cristóbal pasó el fin de semana pensando en su próximo movimiento. Tenía que actuar de un modo u otro. El lunes por la mañana llegó con anticipación a la estación y empezó a analizar a todas las personas que subían. No la divisó en el de las 7:14, pero la vio llegar de pronto a lo lejos, preparándose para coger el de las 7:34, como había siempre hecho.

Fue tras ella.

Sudó todo el trayecto. Nunca se le había hecho tan largo incluso conociendo cada paisaje. Hoy era el día en el que hablaría con ella. Hoy era el día en el que descubriría quién era, y estaba dispuesto a hacerlo a toda costa.

Cuando el tren se detuvo se posicionó cerca de ella y la siguió. Apenas bajaron intentó acercarse un poco y más y, al salir de la estación vio cómo dejaba caer algo de la cartera.        

Es ahora.

—¡Perdona! ¡Hey! —Se agachó para recoger un lapicero. Cuando se levantó, vio que se había girado hacia él. Encontrarse con sus ojos fue algo que no se esperaba; una emoción tan indescriptible que su lengua se trabó—. S-se te h-ha caído.

Ella lo miró sin reaccionar unos segundos antes de fruncir el ceño mientras le arrebataba el lapicero de las manos.

—¿Me estás siguiendo? ¿Por qué estás siempre detrás de mí? ¿Crees que no me he dado cuenta? —Su voz era hermosa, pero sus palabras lo estaban hiriendo como mil cuchillos. Se había dado cuenta… Había sido un idiota.

—Yo… No, nada de eso. ¡En serio! Yo… trabajo por acá.

—Nunca te había visto antes. Y de pronto estas siempre allí, mirándome a cada momento. Por favor, si quieres acosar a alguien te has equivocado de persona.

Cristóbal cerró los ojos con fuerza para concentrarse antes de seguir hablando.

—No lo he hecho a propósito, en serio. Te vi en el tren y me pareciste una chica muy bonita y… y… Quería solo hablarte.

—Pues ya hablamos. Será mejor que me vaya antes de que pierda más tiempo.

—¡Espera! —Cristóbal estuvo a punto de cogerla por la muñeca, pero se detuvo a tiempo. Bastaría aquella acción para asustarla aún más—. Quisiera al menos saber tu nombre.

—No te interesa.  

—Vale, lo siento. No quería molestarte. —Agachó la cabeza y buscó en su bolsillo un trocito de papel doblado y se lo tendió a la chica—. Acá está mi número. Yo me llamo Cristóbal, me haré perdonar por todo esto con un café o una hermosa cena.

Ella miró desconfiada el papel.

—Es inútil. A parte que estoy ya ocupada, así que no me interesa.

—No tienes idea del esfuerzo que he hecho para hablarte en este momento. No quiero molestarte más. Pensé que haría un bonito gesto, pero en cambio parece que todo salió mal. No voy a esperar que me llames, pero al menos me alegrarás el día sabiendo que te he dejado mi número.

A regañadientes la chica cogió el papel, lo abrió para leer rápidamente su contenido y lo depositó en su cartera.

 

 

La vio despertarse poco a poco. Al inicio intentó moverse, pero no tardó mucho en darse cuenta de que estaba amarrada a una silla. Hizo un esfuerzo por gritar, pero su boca estaba cubierta por un paño que no podía dejar de morder. Cristóbal se acercó hasta ella y, apoyando el índice en sus labios, le pidió que hiciera silencio.

Los ojos de la chica se llenaron de lágrimas.

La estancia estaba oscura, iluminada solamente por una lamparita sobre un escritorio en donde se hallaba la cartera de la chica con todas sus cosas desparramadas. Cristóbal cogió lo que parecía ser su documento de identidad. Lo tomó entre sus dedos y se acercó hasta ella con pasos lentos.

—América. Qué bonito nombre. Me hubiera gustado no haber tenido que descubrirlo de este modo, pero no soporto las personas maleducadas. Solo quería saber tu nombre, porque me encantaste desde el primer momento en el que te vi.

Ella empezó a moverse, pero sus esfuerzos no la traían a nada. Estaba inmovilizada.

—América… no sabía que un día te descubriría.

Cristóbal empezó a quitarse la ropa poco a poco, y solo entonces, la chica se dio cuenta de que también ella estaba desnuda.

¡Manzanas! (Juana Azurduy)

 

―¡Manzanas! ¡Quiero manzanas! Gertrudis, ¿dónde escondiste las manzanas?

Era caprichoso con ese tema y Gertrudis estaba cansada de servirlo. Por supuesto, Isaac jamás la tuvo en cuenta ni le dio un “gracias”. Cuando él gritaba así, ella salía disparada en otra dirección. Se escondía en alguna de las habitaciones de Woolsthorpe Manor hasta que todo estaba más calmo, y recién ahí salía.

No es que el hombre fuese insoportable, aunque lo era. Sino que cuando estaba sin hacer sus cálculos o cuando algún problema matemático no le salía, el mundo crujía con sus demandas y sus gritos.

Ya había perdido a varias mucamas y otros tantos empleados. Que la ropa, que mis libros, que los zapatos no están bien lustrados. Y por sobre todo, las manzanas. Ese antojo infantil de comer una manzana cada día de su vida era insoportable.

Y justo ese día, ella no logró escapar y tuvo que confesar que no había manzanas.

―Eres una blasfemia para la humanidad, mujer. Debería despedirte en este instante. Si no fuera porque…

Isaac respiró hondo, hizo un respingo y salió caminando al salón con sus cuadernos bajo el brazo. Gertrudis se quedó mirando el caminar de su amo y cuando se relajó tan solo un poquito, se escuchó el grito histérico del hombre:

―¡Quiero mis manzanas ya!

Y Gertrudis salió corriendo al pueblo para conseguir manzanas. Estaba tan desesperada la pobre.  Es que ella sabía muy bien que no habría manzanas en todo el pueblo. No era época de cosecha. Las únicas que quedaban eran para conserva o dulce. Ninguna como le gustaba al señor. Y llevarle manzanas pasadas, tampoco era una opción.

A pesar de saber de ante mano con qué se iba a encontrar, Gertrudis recorrió cada uno de los mercados. Caminó horas enteras buscando la preciada fruta roja y por supuesto, no encontró nada. En cada lugar el discurso era el mismo: “Señora, no es época de manzanas”.

Fue a otro pueblo y a otro más. En cada lugar era lo mismo. Incluso le ofrecían otros manjares a los que ella se negaba “Mi señor quiere manzanas”. Y así se encontró en un lugar desconocido.

Gertrudis se cuestionó si debía volver porque si no encontraba aunque sea una manzana el hombre seguro la iba a despedir. Entonces, ¿para qué intentarlo siquiera?

En ese dilema se encontraba cuando, ya cayendo la noche, se topó con un mercado. Si le preguntaban, Gertrudis no podría decir dónde estaba. Jamás lo había visto y casi que parecía una visión aparecida solo para ella. Más que eso, era una respuesta a las plegarias y a la necesidad de seguir teniendo un techo a donde volver.

Tanto era lo que había caminado, tan cansada estaba de rogar en todos lados, que cuando vio el cartel, aun sin saber leer, entendió que conseguiría las benditas manzanas.

Aunque no de la manera habitual.

Un enorme cartel de madera, una manzana tallada y pintada de rojo. Gertrudis se paró frente a la puerta y dudó de su suerte. Después de todo, si hacía memoria, jamás había sido una persona afortunada. Estaba sola en el mundo y el único ser humano que la cobijaba, a la vez la trataba muy mal. Así y todo, necesitaba ser agradecida, como decía Isaac. “Gertrudis, cualquier otro amo ya te hubiera echado a patadas”, y tanto repetirle lo mismo, la mujer se dio por creer que no valía ni un centavo.

Respiró hondo y entró al lugar. Al abrir la puerta sonaron unas campanitas y, como en un cuento de fantasía infantil, una mujer se materializó frente a ella. En realidad estaba oscuro y la mujer pudo estar en cualquier lado sin que Gertrudis se diera cuenta. Pero ahí estaban ambas, frente a frente.

Se miraron a los ojos. La joven tenía una mirada penetrante y unos ojos negros. Parecía una gitana y Gertrudis sintió que le hurgaba entre los pensamientos, como quien se mete en la cabeza y manipula la realidad. Entró en una especie de trance y en ese viaje, vio a Isaac anotando cálculos en su cuaderno. Lo más raro era que estaba feliz. Hacía tiempo que Isaac no tenía momentos de inspiración como esos. Justamente, esos accesos de enojo y capricho tenían que ver con una especie de estado depresivo por falta de ideas. Eso le faltaba: ideas nuevas.

Gertrudis lo conocía bien. Al fin y al cabo, era la única que había sobrevivido al carácter de ese hombre. Era un genio y eso estaba fuera de discusión. Pero no dejaba de ser un caprichoso y egoísta. Sin embargo, en esa visión estaba alegre. Con un brillo especial en los ojos. Se notaba que lo que estaba descubriendo era trascendental. Y seguramente, sería algo importante para la humanidad. Y como si lo extraño no tuviera límites, en la visión había un enorme árbol de manzanas que brillaba: era el árbol del conocimiento, con total seguridad. Isaac tenía conocimiento y manzanas, todo en un mismo sueño místico.

La gitana de la tienda chasqueó los dedos y la visón se evaporó. Enseguida la oscuridad reinó otra vez, y Gertrudis quedó muda, sin entender qué había sucedido. Ahora que miraba bien, la mujer no era tan joven ni sus ojos tan negros. ¿Sería que al final todo fuese un truco barato? ¿Un estímulo a sus emociones y deseos, quizás? El encantamiento se había ido de verdad.

―¿Qué darías a cambio?―preguntó entonces la mujer y Gertrudis enmudeció aún más que antes.

Gertrudis salió del lugar y emprendió la vuelta a la casa de su amo. Varias veces miró para atrás tratando de entender qué había sucedido. ¿Tanto se podía delirar? Ya a esa hora y luego de semejante día, era probable. Tenía hambre y el cuerpo le pesaba, pero no había donde descansar.

Caminó gran parte de la noche. Por momentos casi a ciegas. Incluso pensó en quedarse en algún rincón, aunque fuese peligroso, tan solo para recuperar el aliento. Sin embargo, casi al amanecer, llegó. Con un sabor amargo en la boca se fue a descansar y solo pudo soñar con manzanas. Toneladas de ellas en la casa, en cada rincón, en los salones y en el jardín, esa planta iluminada por Dios, donde descansaba el señor. Feliz, y por sobre todas las cosas, inspirado. 

―¡Gertrudis! Ven aquí mujer. ¡Ven de una vez!

Los gritos de Isaac retumbaron por toda la casa. Había encontrado un frondoso manzano y estaba seguro que Gertrudis algo tenía que ver.  

―¡Gertrudis! Esto, ¿has sido tú? Si fue así, mereces la recompensa más grande del mundo. Las tardes que voy a pasar ahí…y ni hablar de las deliciosas manzanas. ¿Las has probado ya?

Isaac entró enseguida a la casa a buscar a Gertrudis.

―¿Te has escondido hoy? Tengo que contarte que mientras miraba tu obsequio, entendí porqué las cosas caen… Con solo mirar una manzana caer, ¡he descubierto la gravedad, Gertrudis! Y todo gracias a ti…

El genio de la física, que no entraba en su propio cuerpo de la felicidad, siguió buscando por todos los rincones de la casa, sin poder dar con la mujer. Tenía que encontrarla y abrazarla. Ella lo merecía después de tanto sufrimiento. Gracias a ella que había traído ese manzanero, había dado un enorme paso para la ciencia.

Siguió yendo de cuarto en cuarto, hasta llegar al de Gertrudis. Ahí se frenó. El decoro estaba por encima de la felicidad. No sería un genio que traspasara los límites prohibidos de la feminidad. Golpeó suavemente y esperó.

―Gertrudis…por favor. Sé que no he sido el mejor amo…te pido perdón por toda mi insania… ¡Gertrudis!

Con lentitud abrió la puerta y ahí la vio, acostada boca arriba, con una manzana sobre su pecho. Gertrudis ya no iba a contestar.