lunes, 10 de mayo de 2021

Wesa

 De nuevo las 3:33 de la madrugada. Esta vez el grito es más desgarrador, si es que eso es posible. Todavía con el pulso acelerado me incorporo en la cama. La luz anaranjada de las farolas proyecta las mismas sombras de todas las noches sobre las paredes. Al menos hoy hay brisa. Los veranos en la ciudad son desquiciantes. La humedad se pega en la piel con sus patas viscosas como una oruga o una lombriz, o casi como una sanguijuela. El peso ardiente del sudor se queda incrustado como un tumor negro y nauseabundo que no se va ni con una ducha fría. Pero hoy el visillo ondea suavemente y a través de la ventana se ve la Luna. Hoy puedo ver con claridad el comienzo del pasillo.

Sé que no va a servir de nada buscar la postura en la cama para conciliar de nuevo el sueño. Tampoco encontrar en la radio una emisora de jazz para aplacar las pulsaciones. No voy a poder dejar de mover insistentemente el pie intentando averiguar si hoy la encontraré al final del pasillo. Así que me levanto.

Caminar en la noche no es nada nuevo para mí. Soy una criatura nocturna que se agazapa en las sombras de la casa disfrutando del silencio. Aborrezco con frecuencia la luz del día y los ruidos cotidianos me mortifican. Sin embargo, desde hace un tiempo, me despierto empapada en sudor tras oír un grito que parece venido de otro mundo. Es un alarido aterrador que sale de las entrañas mismas del ser; es un grito que tiembla de puro terror y se rompe en mil pedazos al salir de su boca. Su boca. Yo sé que no hay nadie más en la casa. Tengo la certeza de que estoy completamente sola, pero ella grita en la noche. Lo cierto es que me despierto resoplando y con la garganta irritada. Temblando y con los ojos fuera de sus órbitas. Me acerco a la ventana: la Luna se ha convertido en un leve rumor plateado oculto entre las nubes. Cojo aire y avanzo hacia la salida.

El pasillo se pierde delante de mí sumido en la más profunda oscuridad. Allá, al otro lado, el leve resplandor de la calle entra por la ventana de la habitación del fondo. Voy caminando como otras noches, sigilosamente, como si pudiera molestar a alguien. Con el corazón en un puño recorro lentamente el corredor cuando, de pronto, ahí está de nuevo. El aroma más cautivador que jamás he percibido. Es dulce y a la vez áspero; huele a jazmín y también a naranjas amargas. Y la brisa. Un leve suspiro que esparce la esencia y me estremece y embriaga hasta perder los sentidos. Es entonces cuando me siento por fin liviana y un ansia loca de libertad me lleva a quitarme la ropa y reír a carcajadas. Enciendo un cigarrillo y lo saboreo lentamente sentada en el suelo con las piernas cruzadas. No sé qué me espera hoy, pero la vista del cielo estrellado desde aquí es grandiosa. El suelo está frío, pero eso no evita, como viene pasando últimamente, que caiga rendida en un sueño profundo.

***

Te miro desde un pequeño hormiguero. Me he metido aquí para escuchar los pasitos de estos bichos que entran y salen con tesoros entre las mandíbulas. Te asombrarías de la fuerza que tienen estos pequeños seres y de su instinto de supervivencia. Es aterrador. Y tú estás ahí afuera, sentada en un escalón comiendo pipas desenfadadamente, echándonos las cáscaras para que tengamos algo con lo que pasar los días. Te miramos con ojitos curiosos y alcanzamos a sentir una sacudida de felicidad cada vez que suspiras. Miras al mar como quien busca mundos por descubrir y, en el verde de tus ojos, se reflejan las gigantescas patas del kraken y las mandíbulas ardientes del leviatán. También piensas a menudo en un barco de vela pequeño que se aleja en calma hacia el horizonte, pero eso no lo sabe nadie.

Podría salir de aquí y meterme en tu bolsillo. Me llevarías a visitar mundos lejanos donde solo tus pequeños pies pueden llegar. Yo soy pequeña y parca en palabras, pero tú me contarías historias llenas de personajes asombrosos que bailan enloquecidos al son de tus tambores. Tum, tum, tum. Las madres cherokees ponen a sus hijos recién nacidos el nombre de lo primero que ven al dar a luz. Eso me lo contaste tú. Desde entonces comencé a llamarte Wesa.

***

Despierto de nuevo, Wesa. Ya ha amanecido, We-sa. Esta vez nuestro encuentro ha sido muy breve. Querría haber llamado tu atención y que me miraras y me hablaras y me contaras quién eres y qué haces en mis sueños. O qué hago yo en los tuyos. Porque sé que percibes mi presencia. Sé que sabes que te observo.

El día es anodino, carece de emoción alguna. Trabajo en un lugar gris donde me pagan por prestarles algo de mi tiempo y mi esfuerzo. Suficiente para poder vivir holgadamente. Almuerzo en la misma cantina de siempre y vuelvo a casa al atardecer, cuando por fin el cielo se tiñe de rojo y el ritmo del día se ralentiza. Adoro llegar a casa, soltarme la melena, quitarme la ropa y sentarme en el sofá con mis libros. Ese era el mayor placer del día, hasta que un día comenzó a ocurrir.

Ese día me despertó en mitad de la noche un alarido. Aquello parecía todo menos humano. Me quedé petrificada en la cama sin saber a dónde mirar. ¿Había sido real? ¿Provenía del exterior? ¿Había alguien más allí? Conseguí a duras penas levantarme de la cama y encender todas las luces de la casa. Inspeccioné cada estancia con sumo cuidado y temor, pero no encontré nada fuera de lo habitual. Volví a tumbarme pensando que todo había sido un sueño. Seguramente yo me había despertado gritando presa de alguna pesadilla y no era consciente de ello. Pero continuó ocurriendo.

El segundo día miré la hora cuando me despertó ese aullido terrorífico: las 3.33 a.m. marcaba el reloj. Era un número curioso y como tal se habría quedado el asunto si no hubiera sido porque, al día siguiente, y al siguiente, y al otro, me desperté exactamente a la misma maldita hora tras escuchar ese aullido. Aquello era algo, como mínimo, extraordinario. No sabía si benévolo, maléfico, sobrenatural o qué mierda más, pero algo se había colado en mi vida de pronto y no conseguía darle una explicación.

Así que decidí dejarme llevar. Llegó el día en que ya no miré el reloj ni agucé el oído por si se repetía aquel pavoroso grito o conseguía escuchar alguna voz o algún susurro que me llamara desde el más allá. Ya no me quedé debajo de la manta mordiéndome las manos imaginando espectros danzando a mi alrededor. Dejé de revisar habitación por habitación y cerré los ojos. Respiré profundamente y me dejé llevar. Algo me condujo al pasillo y lo recorrí con los ojos cerrados. Entonces lo sentí por primera vez. Era embriagador. Era el aroma fresco que llevaba el viento en las noches de verano cuando paseaba de niña de vuelta a casa. Una fragancia casi inocente cargada de recuerdos. Entonces, creo que me desmayé, y es cuando la vi por primera vez.

***

Reposaba en una toalla de playa con sus grandes gafas de sol. El bikini blanco resaltaba su piel morena y hacía alguna mueca mientras leía un tomo de Bukowski. De pronto, se giró sobre sí misma y miró hacia donde yo estaba. Bajó ligeramente sus gafas y fue entonces cuando lo supe. Aquella mirada felina era la que me había estado invitando cada noche. Lo supe porque alguien así no te pide nada ni suplica ni ordena. Alguien como ella se muestra como es y te invita sin ataduras. Es obvio que nadie puede decirle que no. Nadie puede escapar de sus redes porque en su mente transcurren las mejores historias jamás contadas. Y también en su piel. Pero allí acabó todo.

***

De pronto desperté en el suelo de mi casa con una sensación de tranquilidad que hacía tiempo que no disfrutaba. Por supuesto, quise saber más.

Se sucedieron varias noches en las que a la hora prevista el chillido me despertaba. Esa siempre ha sido la peor parte. Por mucho que supiera que iba a suceder, nunca he llegado a estar preparada. El dolor es inmenso, así como el terror. Ella sufre, por supuesto. Sufre con fuerza y apretando los dientes. Lo hace en la noche cuando la oscuridad la acecha, porque todos tenemos miedos irracionales que nos quieren devorar. Sufre y grita, y su grito llama. Y quien la escucha, acude.

Cuando esto sucede voy en su busca. Me adentro en el pasillo y espero con ansia transportarme hasta donde ella esté. A veces soy un insignificante gusano y otras una cometa en lo alto del cielo que anhela bajar para encontrarse con ella. He sido agua de lluvia cayendo sobre su rostro y también tierra marchita entre los dedos de sus pies. Wesa me muestra sus ideas y aventuras, me cuenta historias sobre lugares remotos en los que no existe el tiempo y aves tenebrosas se estrellan contra las puertas que no quieren abrirse. A veces me lo cuenta entre susurros enroscada en mi cuello; otras, escribe en pequeños papelitos y los lanza al aire para que yo misma componga su historia. De vez en cuando, me deja leer los grabados sobre su piel que cuentan intimidades valiosas y, cómo no, es deliciosa cuando coge un palito y garabatea figuras obscenas en la arena de la playa. Su mente vuela, y la mía con ella.

Lo que Wesa no sabe es que yo la llamo así y que vivo tan fervientemente sus historias que se han convertido en mías. Vivo en ella y sonrío en ella. Ya el resto es poca cosa.

La última vez fue una noche de tormenta.

***

El cielo se rompía y una cortina de agua no dejaba ver nada alrededor. Yo andaba perdida buscándote por cada rincón cuando, de pronto, me agarraste por el pescuezo como hacen los animales con sus crías y me sacaste de allí. Me llevaste a un lugar que parecía un desierto completamente vacío y carente de vida. Encendiste una hoguera en silencio y nos sentamos la una frente a la otra. Tu caballo reposaba en un montículo de arena cercano y yo solo tenía palabras de agradecimiento, pero no me escuchabas. Canturreabas una melodía y te levantaste para taparme con una manta enorme hecha con retales. La miré asombrada, pues parecía pintada a mano y cada imagen representaba a los indios aborígenes en distintas estampas de su vida. Volviste a tu sitio y te apartaste el flequillo de los ojos.

***

Y eso es lo último que vi. Tus ojos mirándome fijamente, como aquella primera vez.

No he vuelto a oír su grito retumbar desde ese día, y eso que he estado en vela noche tras noche buscándola por todas partes. He atravesado la casa de punta a punta esperando encontrar su aroma embriagador, me he tumbado en el suelo frío y seco en busca de su manta cálida de mil colores. He suplicado, llorado, maldecido, gritado con furia al cielo y a la tierra que quiero volver a verla. Que la necesito. Pero lo único que consigo es caer rendida entre lágrimas cuando despunta el alba.

Por fin una noche conseguí conciliar el sueño. Dejé mis ilusiones hechas pedazos y decidí descansar y seguir con mi anodina vida de siempre. Terminé de leer la novela que llevaba entre manos, apagué la lamparilla y sucumbí al sueño como un bebé agotado después de un berrinche. Entonces sucedió. Una sombra gigante y nauseabunda rondaba por mi cuarto. La sentía. Iba moviéndose de lado a lado hasta que acabó tumbada sobre mí. Entonces, a escasos centímetros de mi rostro me miró fijamente. Abrí los ojos sabiendo que estaba allí y, al ver el oscuro abismo de sus cuencas, desperté entre gritos de puro terror completamente sudada. ¿Qué era eso? ¿Qué demonios era eso? Temblando de miedo, por fin atiné y encendí las luces. No había nada. Se había ido. Miré el reloj. Eran las 3.33 de la madrugada.

***

Estoy mirando por el diminuto ventanuco de un faro. Las olas arrecian y la tempestad se divisa a lo lejos. El viento produce un sonido casi hipnótico y soy feliz. Me siento en el suelo con las piernas cruzadas mientras la tormenta se desata afuera y escucho las gotas golpear con fuerza. Entonces comienzo a contar una historia, una de las que Wesa me enseñó, porque sé que hay alguien observándome. Sé que, oculto en una rendija de este sucio suelo de madera, un diminuto ser me está escuchando. Al principio sentirá miedo porque no comprenderá lo que está sucediendo. Más adelante, querrá volver para seguir escuchando nuestras historias, que le fascinarán, hasta llegar a un punto en que lo único que le importe en la vida sea dormirse y que mis gritos la despierten en mitad de la noche. Lo sé porque yo ya he estado antes en su lugar. Entonces, mi historia comienza a desarrollarse por sí sola porque está viva y sé que estoy haciendo feliz a alguien a quien espero encontrar noche tras noche hasta que esté preparada para contar nuestras historias.

 

Hijos del verbo matar

 

Concentrado, grabo como Borja cae al vacío y recorre los doce pisos que nos separan del suelo. Se aleja de mí a una velocidad endiablada mientras lanza a cámara una mirada que muestra, sin tapujos, como se siente. Al mismo tiempo, pronuncia la maldición, esa que no debería pero que me afecta en lo más profundo ya que sé lo que significa. Tanto él, que era mi amigo, como yo sabíamos lo que nos jugábamos: el as de tréboles marcó su destino. En esta fiesta un Blackjack significaba muerte.

El golpe brutal de su cuerpo contra la piscina del hotel hace que decenas de gordos ingleses levanten sus culos grasientos de las hamacas y busquen refugio en todas direcciones. Al fijarme bien puedo distinguir, entre ellos, a los primeros frikis que han descifrado nuestro enigma. Esa es la señal de que debo prepararme. Aun así, dedico un breve vistazo al último de los caídos y desde esta altura, con la vista nublada por el alcohol, veo como la sangre huye de él y se diluye en el agua clorada. Recojo tanto la carta que ha caído al suelo como la pistola que traje por si alguno se descontrolaba y entro en el apartamento.

La luz del día que entra por el ventanal calienta mi espalda. Respiro por la boca ya que el olor a palmeral, que inunda la atmósfera viciada del interior, no consigue enmascarar el hedor a quemado que fluye de la habitación situada a mi izquierda. Acuciado por vagos remordimientos me dispongo a presentar mis respetos a otra de las víctimas. Al volver a enfrentarme al espectáculo dantesco que dejé atrás no hace mucho, mi mano se crispa alrededor de la culata del revólver. Con el valor que me infunde ir armado, cruzo el dintel dispuesto a coger el segundo naipe.

Obcecado, reviso la habitación buscándolo, aunque pienso que tal vez haya ardido en el fuego purificador. Concentrado en el amasijo de restos que aun humean en mitad del cuarto, intento recordar la secuencia de acontecimientos. Mi memoria se aclara lo suficiente como para recordar a Marco ofreciendo un gran espectáculo incluso en sus últimos momentos. Él, el que se llevaba a todas las chicas de calle, ahora solo es un guiñapo carbonizado. Al recordar como tiró, con un elegante movimiento teatral, el as de corazones sobre la cama consigo encontrarlo escondido entre las sábanas que aun huelen a su última conquista. Me pongo los calzoncillos y el pantalón y guardo las dos cartas en mi bolsillo trasero.

Bajo la alarma de incendios, que anulé con maestría, está lo que queda de mi colega. Y justo delante de él contemplo la mesa camilla que ejerció de barra improvisada. Retorcida en un ángulo inverosímil aún sigue en pie. Los vasos de chupito que estaban sobre ella han estallado debido al calor. Decenas de pequeños cristales han salpicado las dos sillas que conseguimos salvar antes de que Borja apagase el fuego con el extintor que habíamos robado del vestíbulo. Frente a ellas están Marco y su silla convertidos en un solo y ennegrecido ente. El olor a carne y plástico quemado me produce arcadas. Al sentir como todo el alcohol que llena mi estómago pugna por escapar de mi cuerpo, salgo a la carrera del cuarto.

Ya fuera de la habitación, apoyado en la pared, oigo como el ascensor sube. Desde siempre ha sido un sonido que me ha sacado de mis casillas así que me agarro la cabeza con ambas manos rezando para que se detenga. Cuando el silencio vuelve, me acerco a la entrada. Estoy seguro de que vienen a por mí, por lo que echo el pestillo aun creyendo que no servirá de mucho. Miro a mi alrededor y cojo un jarrón recio y horrible para aporrear con saña el lector de llaves que hay en el pomo de mi lado de la puerta. No puedo dejar que entren antes de terminar lo que empecé. Mientras echo un vistazo por la mirilla y compruebo que aún no hay nadie en el pasillo noto una mirada clavada en mi cuello y se me pone la piel de gallina. Aun sabiendo lo que me voy a encontrar giro acojonado la cabeza. Frente a mí, Luis me observa con sus hermosos ojos verdes que parecen querer escapar de sus órbitas. Él también lanzó el juramento, al igual que los otros compañeros, justo antes de morir. Veremos cómo acaba todo.

Para empezar, desearía que dejase de mirarme así. Quiero cerrarle los ojos, pero la bolsa de plástico transparente atada a su cuello me lo impide. Además, no creo oportuno quitársela, sé que no es bueno molestar a los muertos. Si algo me sobra es educación, para algo mis padres me pagaron los estudios en aquel prestigioso internado suizo donde todos nos conocimos. Hemos estado juntos durante cinco años y ahora todo ha terminado con Luis, muerto, sentado en la mesa del comedor con un as de picas entre los dedos. Tratando de no rozarle, se lo quito y lo pongo junto a los otros. Como a los demás, a él también le tocó la carta perfecta.

Él fue siempre el pejiguero del grupo, de su boca solo oíamos quejas y problemas, jamás paraba de pincharnos. Nunca nos brindó ni una palabra amable ni un elogio. Entró en la cuadrilla porque en su día nos pilló con la guardia baja y la regla era que una vez que formabas parte del círculo jamás salías de él. Pero todos teníamos claro que, con esa cara y esos ojos, él podría haberlo tenido todo, pero ser insufrible era un repelente demasiado poderoso. Nadie lo aguantaba, ni siquiera alguna pobre chica desesperada. Ahora que lo pienso, tal vez fuera virgen, aunque ahora me quedaré siempre con la duda. Lo miro esperando que de sus labios, detenidos en un rictus agónico, se oiga de nuevo el apodo que en su día me puso haciendo una gracia de las suyas: Nanín, me llamaba el cabrón. Ahora de él ya no saldrá nunca nada más. Así que lo dejo como vigía solitario de la puerta y me dirijo a mi habitación. Allí donde empezamos esta historia.

Al entrar, un olor a orina invade mis fosas nasales. Miro a Alberto y el suelo bajo su silla. Jamás pensé que le podría pasar algo así. Sin embargo, el inmenso charco amarillento a sus pies es la prueba irrefutable de que, en su hora final, no supo mantener el tipo. Al aproximarme, el aroma nauseabundo del enorme rastro de vómito que baja desde la comisura de sus labios hasta su pecho también se abre paso hasta mi nariz. Por un instante pienso en limpiarlo, pero la expresión de dolor y asco con la que me mira me lo impide, así que dejo mis manos quietas y doy un paso atrás.

Alberto, el más gracioso de todos nosotros, fue el primero en caer y menos mal ya que si no hubiera sido así, tengo claro que todo habría acabado de otra manera. Veo como el as que le tocó descansa en su regazo. Alberto, el más rico de todos, sentenciado por un diamante. Hay que joderse con las ironías de la vida. Para quitarme el mal sabor de boca que llevo, mientras hago un pequeño mazo con las cuatro cartas, lleno con vodka uno de los chupitos que hay sobre la mesa central y me lo bebo. 

Ya un poco mejor, me siento en la cama, alejado lo máximo posible del cadáver y me quito mi cámara GOPRO HERO 7 para mirar al objetivo ya que sé que me están observando. Que esta sea la última cámara que está emitiendo algo interesante es mi mejor baza. Hablo a nuestros followers mientras la venero como lo que es: nuestro legado al mundo en tiempo real. Pregunto de forma clara y directa a los que nos han estado siguiendo desde hace horas si quieren continuar disfrutando del espectáculo. La cascada de comentarios que me brindan me lo deja claro: The show must go on.

Mientras espero el acto final voy a hacer un reaccionando a nuestra propia emisión. Coloco la cámara en posición y me pongo cómodo. Me voy a saltar todo lo que hicimos desde anoche ya que no fue nuestra mejor parranda y solo la emitimos para engañar a los censores de YouTube a fin de poder llegar al máximo número de visualizaciones posibles antes de que, al volverse la cosa salvaje, nos cerrasen el canal. Pero cuando llegó ese momento ya no nos importaba, ya que seguimos subiendo vídeos a través de nuestras páginas web, las cuales habíamos estado anunciando mientras la plataforma todavía nos permitía emitir en directo.

Desde el primer momento los cinco sabíamos a qué nos habíamos comprometido. Éramos una versión maldita de El club de los cinco. Eso sí, a diferencia de ellos que tenían ideales, nosotros únicamente teníamos realidad. Solo buscábamos una escapatoria a nuestra jaula dorada. Un final para la insulsa vida llena de fiestas, alcohol, dinero y mujeres que nos había tocado en suerte.

Teníamos claro que muchos nos envidiaban creyendo que éramos unos ninis privilegiados pero lo que no sabían era que nos sentíamos como si no tuviéramos ni un presente maravilloso ni un futuro dorado. Solo sufríamos un ahora vacuo y repetitivo y un después programado hasta la extenuación en el cual nuestras familias nos obligarían a vivir unas existencias oscuras y superficiales. Estábamos predestinados a ser unos simples autómatas manejados por hilos de indiferencia y perversidad. Frente a eso fui yo el que tuvo la idea de rebelarnos y acabar con todo.

Navegando por Internet descubrí, con bastante facilidad, diferentes opciones orientadas al suicidio masivo. Por un lado están los rusos de la Ballena azul pero los rechacé ya que pensé que estaban más enfocados a personas con, digamos, una capacidad intelectual muy limitada. También estaban los japoneses que se matan en grupo inhalando gases de combustión. Esa hubiera sido una buena opción ya que podríamos haber usado los deportivos que Alberto tenía en su garaje para que el monóxido de carbono nos diera una muerte lenta y plácida. Pero llegué a la conclusión de que esas serían unas muertes demasiado tranquilas y que, si nos teníamos que ir, al menos lo haríamos a lo grande. Es por eso por lo que organicé este evento grabándolo para el mundo a través de las diferentes cámaras que llevábamos cada uno y ahora voy a reaccionar a lo subido para deleite de nuestros seguidores.

Como soy el último superviviente voy a ver todo lo grabado desde mi perspectiva. Sé que conforme mis amigos murieron, sus suscriptores fueron emigrando a mi página a fin de seguir nuestras andanzas y ahora todos son míos, así que ejecuto el archivo de vídeo grabado dispuesto a recordar. Los primeros fotogramas nos muestran jugando, esperando la única combinación, el 21 natural, que aceptábamos como ganadora, mientras que con cada cincuenta likes para nuestros videos bebíamos un chupito. Al principio no nos seguía mucha gente. Era entendible, la acción todavía no había comenzado. Pero todo cambió en el momento en el que Alberto fue el primer agraciado con la fortuna. Como un valiente, movió su brazo como una exhalación y agarró el chupito decorado con calaveras mejicanas bebiéndoselo de un solo trago.

El cianuro, mezclado a partes iguales con el vodka, resbaló inexorable por su gaznate mientras, desafiante, gritaba: ¡Si el último se raja, volveremos del infierno a por él! Enseguida el veneno surtió efecto y todos vimos cómo su estómago se contraía con unos estertores brutales que eran como si una mano gigante lo estuviera estrujando con saña y deleite. El olor a almendras amargas mezclado con alcohol fluyó de su boca y nos alcanzó de pleno. Y aunque habíamos jurado quedarnos junto a los agraciados hasta el final, no pudimos soportar verle sufrir y nos largamos pitando.

Ya en el comedor, mientras oíamos como Alberto agonizaba solo y abandonado, comenzamos a preparar el siguiente juego. Yo, como maestro de ceremonias, me dirigí a nuestro público, que aumentaba exponencialmente y les terminé de explicar, a grandes rasgos, lo que iba a suceder. Muchos comentarios aseguraban que todo lo visto era un fake, pero que nos importaba, por fin hacíamos algo real con nuestras vidas.

Me senté junto a mis colegas en la mesa del centro. Aunque ya no se escuchaba a Alberto, su muerte nos había afectado más de lo que esperábamos. Noté que la posibilidad de echarnos atrás era muy real y no podía permitirlo, a esas alturas ya no. Así que serví varios vasos de güisqui y fui el primero en beber. Todos me siguieron hasta apurarlos. Ya más tranquilos cada uno preparó, gracias a un tutorial croata que encontré en la red, una bolsa de plástico con cierre autorregulable y metió su cabeza en ella.

Jugueteando con el nudo corredizo comenzamos la partida. Esta vez no podíamos beber, pero establecimos la regla de que por cada cien me gusta con los que aumentasen nuestras cuentas, cerraríamos cada uno un poco más su lazo. Mientras sacábamos cartas, el aire iba faltando más y más en nuestra pequeña atmósfera particular. Yo no sé qué se les pasaría por la mente a los demás, lo que sí que tengo claro es que yo deseaba ganar la partida para acabar con la posibilidad de decepcionar a mi familia o peor aún, decepcionarme a mí mismo viviendo una farsa inútil y vacía. Las dos opciones eran un infierno peor que la muerte. Y en ese momento supe con certeza que jamás tendría el valor de apostar por la primera opción. Era un cobarde y mis entrañas me lo confirmaron. No pude evitar que una lágrima cayese por mi mejilla mientras el aire pugnaba por entrar en mis pulmones.

Al final fue Luis el que ganó aquella mano. De un tirón cerró el nudo y mientras se ahogaba, yo, tras quitarme mi bolsa, y aún con la mirada desenfocada por la falta de oxígeno, me precipité sobre él y le sujeté las manos. Él me miró agradecido, tal vez porque sabía que en el último momento perdería el valor e intentaría liberarse. Yo lo hice por la deuda que había adquirido con todos ellos. Como su gurú oscuro, debía asegurarme de que cumplieran sus deseos. Con su última bocanada nos recordó que pasaría si el último nos defraudaba. Y yo, tras sentir su muerte a través de mis dedos, lo solté con delicadeza y me giré hacía mis compañeros. Con un simple gesto, señalé hacía la habitación de Marco y hacia allí nos dirigimos.

Fue entonces cuando YouTube cortó la emisión, pero enseguida todos los espectadores acudieron en masa a nuestras webs y los contadores volvieron a echar chispas. No dejaban de entrar comentarios en los foros. En ellos, miles nos jaleaban, otros más nos maldecían, incluso había quienes subían grabaciones con sus propios juegos de la muerte, siguiendo nuestros pasos al pie de la letra o simplemente saltando al vacío desde sus casas. También teníamos fanáticos que habían iniciado un juego detectivesco en busca de ser el primero en encontrarnos deseando formar parte del challenge original. Ahora que lo pienso, así será como nos han encontrado. En algún momento habremos enseñado algo que haya dado la clave para deducir nuestra ubicación. Da igual. Todos teníamos claro que Internet nos quería. Éramos las estrellas del momento.

Y por eso fue a Borja a quien se le ocurrió parar un poco buscando crear más expectación. Por curiosidad pusimos la televisión y todos los canales emitían informativos especiales hablando de nosotros. Las mentes pensantes de los magazines matutinos se devanaban los sesos intentando justificar nuestra actitud, querían desentrañar nuestros secretos. No entendían que solo nosotros podríamos explicar lo que pasaba por nuestras cabezas. Aun así la máquina televisiva había comenzado a rodar y engullía todo a su paso. En el canal más visceral de todos habían conseguido, incluso, tener a nuestros padres en directo. Vimos a nuestras madres llorar y a nuestros padres suplicar. Todo era falso. En sus ojos se veía la cruda verdad. Aquella que mostraba a unos carceleros inmisericordes que solo estaban preocupados por el que dirán. Asqueados por lo que veíamos y escuchábamos, apagamos el televisor.

De pronto oigo como llaman a la puerta de forma insistente. Ya están aquí. El tono de voz que se oye fuera aún es amable y neutral pero seguro que, conforme pasen los minutos y yo no abra, se irá convirtiendo en urgente y crispado. No tardaran en ver que trastear con la llave maestra no sirve de nada. Sé que, ya sea de un modo u otro, conseguirán entrar, pero no es hora de ponerme nervioso ya que el final está cerca, así que sigo mirando la película.

En ella, ya dentro de la otra habitación, veo como nos sentamos alrededor de una mesa sobre la cual descansaban tres vasos de chupito y dos botes de líquido altamente inflamable. Para dar un poco más de morbo nos despojamos de nuestras ropas caras y nos quedamos en pelotas. Queríamos que nuestra piel fuera la única barrera entre el mundo y nuestro interior atormentado. En esta nueva partida, por cada quinientos likes bebíamos un chupito y nos rociábamos el cuerpo con un chorro generoso de combustible. Esta vez la partida se alargó y acabamos bien bañados en alcohol tanto por dentro como por fuera. Marco ganó y, tras recitar el mantra escogido por todos, cogió con vehemencia su Zippo edición limitada y se inmoló sin rechistar.

Un fuego instantáneo y fulgurante prendió su cuerpo, lamiendo cada centímetro de su piel, tal y como muchas chicas guapas habían hecho antes. He de reconocer que no pude evitar excitarme el pensar en ello. Luego, desde el quicio de la puerta le vimos mantenerse erguido mientras emitía gritos atronadores. Tras verlo caer desplomado sobre la silla, como un ninot en la noche de San José, procedimos a apagar las llamas. Una vez controlado el incendio, salimos al balcón para jugar la partida final.

Allí, Borja, plantado frente a mí, me estrechó la mano mientras nos deseábamos suerte. Él, con la agilidad de sus años de atleta, se encaramó a la balaustrada del balcón. Yo, con la torpeza propia del que no ha movido un solo músculo en su vida, hice lo mismo con bastante dificultad. En precario y ebrio equilibrio, comenzó el último juego. Duró poco. Borja siempre fue el más afortunado de todos y esta vez no iba a ser diferente. Nada más sacar el as, me miró y saltó sin dudarlo ni un segundo. Siempre quisimos volar alto y libres pero no nos dejaron. Al menos él se fue sintiéndose como un pájaro.

Es en esa última instantánea cuando detengo el video. En la imagen congelada lo veo caer mientras sonríe y mira a cámara. De pronto un golpe seco y un crujir de goznes me avisan de que la puerta ha perdido la batalla. Solo quedan unos segundos y tengo la pistola en mis manos. Apoyo el cañón en la sien, sintiendo su frío contacto. Sería tan fácil escapar. Pero no puedo. Hicimos un pacto y lo he de cumplir. Antes de que la policía entre en la habitación, con la mano izquierda abro en abanico los cuatro ases, en recuerdo de mis colegas y con la mano derecha apunto a la cámara que aún me sigue grabando y, de un disparo, la destrozo. Después, condenado a vivir, dejo todo junto a mí y levanto las manos para no oponer resistencia.

Y es que ya se sabe que en todo juego siempre debe haber un perdedor.