sábado, 29 de septiembre de 2012

Durmiendo en el auto


Por Gean Rossi.



Ya iban cuatro horas de viaje, y aún no habíamos llegado. Nunca he sido lo que se llamaría una persona paciente, odio esperar,  especialmente en el auto. Eran como las diez de la noche, estaba muy pendiente de la hora, siempre  lo estaba.  Me encontraba un poco mareado, siempre me mareo en el auto.  Suspiro, mi padre echa una mirada al retrovisor, y me sonríe, yo, al darme cuenta, le devolví la sonrisa. ¡Qué ganas de orinar tenía! Pero tenía que esperar a la próxima parada a quince minutos de donde nos encontrábamos.
            La estación de servicio se encontraba bastante vacía, me bajé del auto titubeando un poco, fui a paso rápido al urinario, un dolor en mi vejiga, sentía como si alguien me estuviera empujando desde dentro. Los urinarios estaban bastante sucios, me acerqué a uno y me di cuenta de que… No podía orinar, las ganas de orinar desaparecieron, qué extraño, hice todo mi esfuerzo mental por aunque sea que saliera una gota, pero nada. Me devolví al auto, con la cara pálida, pensando ¿Cuándo volveré a un baño?, ¿Quince minutos?, ¿Un hora?, ¿Tres horas? No lo sé, pero las ganas de orinar habían desaparecido misteriosamente. Al tocar el asiento del auto… ¿Qué es eso?,  ¿Otra vez las ganas de orinar?, no, esto no puede estar pasando, ¿Qué les diré a mis padres?, ¿Que me tengo que bajar otra vez porque no pude orinar? No, qué pena, tendré que aguantarme.
     ¿Listo? —  Preguntó mi madre.
     Sí todo bien.
Ya tenía que mentalizarme que a menos que me hiciera encima, no podía liberarme. ¿Liberarme de qué? Por un momento las ganas de orinar desaparecieron.  Qué sueño tengo…  Cerré los ojos y caí dormido instantáneamente, bueno, así me pareció. Con los ojos entre abiertos, eché una mirada a un lado, al asiento en el que estaba mi hermano ¿Pero quién es él? Al que estaba mirando no era mi hermano, el pánico vino a mi, giré la cabeza hacia donde estaba mi mamá, sí… Estaba porque ¿Quién es él?, ¿Dónde está mi mamá? Lo que veía era a un hombre gordo en el asiento. Mi respiración se aceleró, me faltaba el aire, eché una mirada al asiento de mi papá, justo enfrente de mí, pero qué… ¿Quién es ese hombre? ¿Donde está mi familia? Ya sentía que no podía más y estaba seguro de que no iba a poder aguantar mucho, el aire se me iba, quería moverme, gritar, no podía hacer nada. Volteé hacia mi derecha, donde debería estar mi hermano, con todas las esperanzas de que ahí estuviera él, pero no, una silueta negra, una cara desconocida me miró y se echó a reír, volví a caer dormido.
Seguía con los ojos cerrados, pero estaba despierto, todo fue un sueño, tranquilo, nada fue real. Abrí los ojos, rezando porque lo que viera fuera mi familia. Eché una mirada al retrovisor, vi aquella sonrisa, la misma que de mi padre, pero ¿Era la sonrisa de mi padre? No, aquella no era la sonrisa de mi papá ya no podía respirar, el aire era muy escaso. El asiento estaba caliente y húmedo, así que así fue como desaparecieron las ganas de orinar. Volteé hacia el asiento de mi hermano y seguía el mismo hombre desconocido. ¿Quién es esta gente? ¿A dónde me llevan? Me agité, tratando de moverme y salir de ahí, pero estaba amarrado con unas sogas. Esto no está bien, nada bien.
¿Todo había sido un sueño? No, nada de eso era ni fue ni será un sueño, era la realidad, nunca estuve con mi familia, ese no era el vehículo de mis padres y nada estaba bien. ¿Qué sería de la vida de mi familia?  Me agité un poco más, con la esperanza de poder lograr algo, pero mis esfuerzos no dieron fruto.
El hombre gordo en el asiento de mi madre ¿Era el asiento de mi madre?  Volteó por el ruido que hice con los forcejeos, me sonrió con la peor sonrisa que he visto en mi vida y dijo:
     Tranquilo, todo estará bien. — Una pausa. — Sí claro, bien.
Todos en el auto empezaron a reír, y de algo estaba seguro, nada estaba bien.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Está en la casa


Por Agustín Correa.



Lo primero que sentí al despertar esa mañana fue esa incesante y dolorosa palpitación en mis sienes. Era como si un grupo de obreros estuviesen taladrando dentro de mi cabeza.

Giré incómodo en mi cama y me recosté sobre mi lado izquierdo para mirar el despertador que tenía sobre la mesita de luz. Era un Sony viejo, el cual había comprado en una tienda antigua que vendía electrodomésticos usados a mitad de precio hacía 6 años. No estaba en su mejor estado, pero aún funcionaba bastante bien.

En el momento que puse mi mano sobre el despertador, comenzó a sonar la alarma. El agudo pitido penetró como una flecha en mi cabeza. Las palpitaciones en mis sienes se estaban convirtiendo en un leve dolor, y como si fuese poco, ahora se estaban empezando a extender por toda mi cabeza. De algo estaba seguro: no podía afrontar el día así.

A duras penas y con mucho esfuerzo logré incorporarme en mi cama. Por suerte, el dolor se apaciguaba un poco estando sentado. Logré ponerme mis pantuflas y me encaminé hacia el baño, rogando para que quedaran algunas aspirinas en el botiquín.

Encendí la luz y ahogué un grito al ver mi propio reflejo en el espejo. Realmente estaba muy pálido (no, eso era algo más que estar pálido. Mi cara estaba del mismo tono que el de un papel) y con unas terribles ojeras. Parecía un muerto viviente.

- Seguro que me contagié alguna gripe, o algo – le dije con voz ronca a mi propio reflejo. Me sorprendió bastante el tono de mi voz. Sonaba un poco lejana, casi como si estuviese en el fondo de una caverna.

- Bueno, es lo más lógico – pensé - al fin y al cabo, si me estoy engripando, es obvio que tenga la voz algo tomada.

Tosí un par de veces para despejar y aclarar mi garganta, y recordé el verdadero motivo por el que había ido al cuarto de baño: las aspirinas.

Debo confesarles que desde hace un tiempo que soy adicto a las aspirinas. Desde el verano de 2008 que me vienen aquejando con bastante frecuencia estos dolores de cabeza. Bueno, puede decirse que más que dolores de cabeza, son palpitaciones en mis sienes. A veces son insoportables.
Mi madre siempre insiste en que vaya al doctor para que me revisen.

- No es normal que tengas esas palpitaciones en las sienes tan frecuentemente – me dice siempre - mirá si es algo más grave.

Pero, a los 23 años, ¿qué cosa puede ser grave? Soy demasiado joven para tener algo serio, por lo que, a pesar de las insistencias y las súplicas de mi madre de que me revise un experto, jamás lo había hecho. Sinceramente, no tenía ningún sentido. Las aspirinas siempre lo solucionan todo. Dos en la mañana y el dolor se extingue casi por completo.

Revolví el botiquín en busca de una de esos comprimidos blancos salvadores y, si tenía algo de suerte, tal vez encontrase algunas más. Finalmente encontré una tableta de diez, de las cuales solamente quedaban tres. Más que suficiente.

Llené el vaso con agua del lavabo y me tomé las tres de un solo trago. Tal vez fuese un poco mucho, pero el dolor de esa mañana era uno de los peores que había tenido. Ya lo dice el dicho: a grandes males, grandes remedios.

Ya había cumplido con lo más importante, así mantendría el dolor a raya. Recordé que tenía que ir a trabajar, así que me quité la ropa para ducharme. Cuando estaba  a punto de meterme en la ducha, ví de reojo el reflejo del tocador.

-¡Dios mío! Estoy casi transparente, de verdad parezco un muerto – pensé - debo estar por engriparme muy fuerte.

Cuando me metí en la ducha, pegué un salto para atrás. El agua estaba totalmente congelada.

- No puede ser, estoy seguro de que abrí la llave del agua caliente, la de la izquierda – me dije confundido.

Salí de la ducha y me sequé las pocas gotas que tenía en mis hombros. Intenté girar la perilla del agua caliente hacia la izquierda, pero no se movió ni un milímetro. Efectivamente, estaba completamente abierta.

-Genial, lo único que me faltaba – me dije desanimado - ahora voy a tener que llamar a un plomero para que…

Me quedé estupefacto al ver nuevamente mi cara reflejada en el espejo. Bueno, en realidad, lo que quedaba de mi cara, ya que el espejo estaba comenzando a empañarse. Apenas se veían mis ojos.

-No puede ser, eso quiere decir que…

Giré mi cabeza hacia la ducha, y ví cómo salía vapor por encima de mi cortina de baño con la imagen de The Beatles.

Las palpitaciones habían vuelto a aparecer, pero ahora con mayor intensidad. Corrí la cortina, arrugando la cara de George Harrison. Todo estaba completamente empañado. Los botes de shampoo, la maquina de afeitar, la espuma, todo. Incluso podía ver las gotitas que corrían hacia abajo por los azulejos. Lentamente, puse mi mano debajo del chorro de agua. En el momento que mi mano tocó el agua, no pude evitar gritar. Congelada, totalmente helada. El dolor se estaba incrementando cada vez más, podía sentir cómo me palpitaban las sienes.

- Me debí agarrar la peor gripe del mundo – pensé asustado – perdí mi sensibilidad.

Tenía que ir urgentemente al médico. Volví a ponerme la ropa que me había quitado hacía tan sólo unos momentos y salí del baño.

Tomé las llaves del auto y la billetera, que estaban sobre la mesa. Me disponía a girar hacia la puerta cuando algo captó mi atención. La cama estaba tendida

-qué raro, no recuerdo haberla tendido –pensé extrañado.

Pero lo más inquietante no era el hecho de que la cama estuviese arreglada. Al fin y al cabo, el dolor de cabeza no me dejaba pensar muy bien. No era nada raro que se me hubiese pasado por alto. No, lo llamativo era la manera en la que estaba tendida. Exactamente de la misma manera en que mi madre lo hace, con la almohada descubierta (a diferencia de la manera en que lo hago yo, tapando la almohada con la colcha).

El dolor de cabeza se empezaba a incrementar más, casi no podía pensar. ¿Había tendido la cama? ¿Lo había hecho antes de ir al baño? Dios, no lograba recordarlo. Pero si la había tendido, ¿por qué al estilo en que lo hace mi madre? Mi mirada se desvió de mi cama hacia las paredes de mi habitación.

-Pero, ¿dónde están todos mis posters? –grité alarmado. No había ninguno. No estaban los de Eminem, ni los de Green Day. No había ni uno solo.

Caí de rodillas en medio de mi habitación. El dolor de cabeza me estaba matando. No podía recordar nada. ¿Había quitado los posters de mi habitación? No podía recordarlo.

En ese momento escuché un ruido de llaves en el piso de abajo, y a continuación, sentí que la puerta principal se abría. La puerta se cerró, y escuché unas voces que susurraban en el vestíbulo. Eran voces de mujeres, las cuales pude reconocer al instante: mi mamá y mi tía. Obviamente, las dos tenían una copia de la llave de mi casa.

Aún tirado en el piso, levante mi cabeza hacia la puerta. El dolor ya era insoportable. Ahora sentía como se estaba expandiendo hacia mis ojos. Me costaba ver. Todo se estaba volviendo cada vez más oscuro y esfumado, como si la habitación estuviese iluminada por una bombilla vieja a punto de agotarse.

Mi mamá y mi tía comenzaban a subir las escaleras. Ahora, podía escuchar perfectamente su conversación: - Es increíble – decía mi tía con voz triste - pensar que ya pasó un año, parece que hubiese sido ayer…
 - Sí, tenés razón –respondió mi madre.

Escuché que estaba comenzando a sollozar cuando dijo: - ¡Tenía sólo 23 años, 23! Tenía toda la vida por delante. Le dije mil veces que se hiciese revisar, que podía ser algo grave.

Todo se estaba volviendo más oscuro. Con las pocas fuerzas que tenía, logré ponerme de pie.

- No te atormentes, no es culpa tuya – le respondió mi tía. Ya se estaban acercando a la puerta de mi habitación - Nadie tiene la culpa del cáncer.

El dolor ya se había extendido a toda mi cabeza. Dios mío, no podía soportarlo. Casi no podía ver nada. Sentía que la luz se estaba comenzando a apagar cada vez más.

Aun así, pude vislumbrar a mi madre plantada en la puerta de mi habitación, mirando las paredes con ojos tristes. Pero, parecía que a mi no me veía. No me miraba, sino que más bien miraba  a través de mí, como si yo no estuviese.

Intenté hablar, pero ningún sonido salió de mi garganta.

Las lágrimas caían ya por las mejillas de mi madre.

-Es increíble –dijo - siento que aún… él está en la casa.

Lo último que alcancé a ver fue que mi tía le colocaba una mano en su hombro.

Luego, todo fue oscuridad.



Fin

sábado, 8 de septiembre de 2012

El secreto de Lorreno


Por Felipe Guerrero.



¡Vaya!, no puedo creer por lo que pasé, aun ahora que escribo esto, las manos me tiemblan y la verdad no creo sobrevivir lo suficiente para contar esto a alguien dada la naturaleza de lo que ahora sé. Pero si alguien encuentra este diario espero le sea de alguna utilidad la información que en él escribo.
Todo comenzó hace diez días, pensaba que sería una monótona noche más en la ciudad. Justo acababa de terminar con un caso, un hombre me había contratado para seguir los pasos de su esposa pues creía que le engañaba, era el clásico caso de inseguridad que había dado paso al temor del adulterio, solo que resultó que así era. Yo estaba en mi despacho, el humo de mi cigarrillo creaba volutas de humo en el aire que se disipaban con la misma rapidez con la que salían de él, releía  las ultimas notas del caso cuando de pronto alguien llamó con ligeros golpes en la puerta donde estaba escrito mi nombre, Bruson Moore, en una pequeña placa, le grité que era demasiado tarde para atender a alguien y sin importarle mis palabras entró. Era una atractiva mujer, rubia y de ojos color miel. Así empiezan siempre estas historias ¿no? Con una mujer hermosa que entra por tu puerta y te pide que investigues alguna muerte inexplicable o la desaparición de su esposo, yo sonreí al recordar que muchas de las novelas policiacas que había leído cuando era más joven empezaban exactamente de la misma manera pero ella no pareció percatarse de ello. A diferencia de las novelas que había leído, ella no tenía lágrimas en los ojos ni tampoco un pañuelo en la mano, solamente unos ojos felinos y una despampanante figura.
Hizo el recorrido de los pocos metros de la puerta hasta el frente de mi escritorio sin dejar de verme a los ojos al igual que yo no dejé de ver los suyos, y abriendo sus carnosos labios color carmesí se dirigió a mí con una voz seductora.
— Mi nombre es Sherly Doyle, le traigo un mensaje de mi jefe.
Su voz era de lo más dulce y embriagadora. Dejé a un lado los papeles que tenía en las manos y sin prestar atención a la hora pregunté por el nombre de su jefe.
— Eso ahora no es importante señor Moore, es suficiente con el hecho de que él sepa su nombre y mandara a buscarlo específicamente a usted.
Supuse que debía tomar eso como un cumplido aunque en realidad no estaba seguro de ello, agaché un poco la cabeza en forma de agradecimiento al mismo tiempo que trataba de simular una falsa sonrisa en mis labios.
Aquella mujer se sentó en el escritorio  y comenzó a hablar.
— Señor Moore. ¿Cuánto hace que se dedica a ser detective privado?
La pregunta me sorprendió en un principio. ¿Por qué me preguntaría algo así si al parecer mi trabajo era algo de lo que su jefe estaba bastante enterado? Pero traté de no decir nada al respecto, me recliné en la silla y le contesté que llevaba cuatro años en el negocio pero que de mis treinta y seis años, diez los había pasado al servicio del departamento de policía de la ciudad, ella pareció sorprenderse un poco y acercando sus labios hasta casi tocar los míos preguntó casi como un susurro.
— ¿Y es usted bueno?
Me dejó casi sin aliento, su voz era perturbadoramente sensual, cosa que era obvio que ella misma sabía. No se me ocurria que contestarle realmente, así es que contesté lo primero que me vino a la mente
— Lo suficiente como para que su jefe me mandara a buscar ¿no?
Ella solo sonrió y yo sentí como si hubiera ganado el pequeño juego que se había puesto en marcha sin que ninguno de los dos lo hubiéramos propuesto, se levantó del escritorio, dio unos pasos, se sentó en la pequeña silla frente al escritorio y volvió a hablar — Señor Moore, el trabajo para el que se le está contratando no es muy difícil en realidad, consiste en encontrar a una persona, a un criminal en realidad.
— Mientras hablaba noté que arqueaba la ceja izquierda como si me estuviera retando, pensé que sería fácil, encontrar a una persona no es muy difícil, algunas preguntas aquí, otras allá y uno da con cualquiera, así es que acepté.
— Antes que nada, señorita Doyle, le advierto que el precio de mi trabajó va a la par con la calidad del mismo.
Noté como arqueaba la ceja nuevamente para enseguida decir.
— Señor Moore, el dinero no es un problema para mi jefe, le aseguro que cualquier cantidad será pagada con creces, ahora mismo tengo para usted un cheque por la cantidad de cinco mil reales.
Traté de disimular la sorpresa por la cantidad mencionada pero al parecer no lo logré. Pude percatarme de eso debido a que la señorita Doyle parecía un poco más calmada después de poner el cheque frente a mí.
— Y habrá otros diez mil si cumple el trabajo satisfactoriamente.
Esa era una oferta que realmente no podría rechazar.
— ¿Y cuál es el nombre de este criminal? ¿Cuál es su aspecto?
— Su nombre es Lorreno, es el capitán Lorreno.
Un sudor frio me recorrió la espalda. Piratas, piratas aéreos y ni más ni menos que el más peligroso de todos. El capitán Lorreno, aquel nombre evocaba el terror en el corazón de muchos hombres mucho más grandes y fuertes que yo, muchos de los cuales correrían al lado contrario si lo vieran venir frente a ellos y sin embargo yo tendría que buscarlo. No cabe duda de que un hombre hace cualquier locura por una cara bonita.
Acepté el trabajo, finalmente. La señorita Doyle me guiñó el ojo y después de este gesto salió de mi despacho, por más que luché por no seguir descaradamente su figura al encaminarse hacía la puerta no pude evitarlo.
Al día siguiente me dispuse a iniciar la búsqueda. ¿Dónde podía empezar a buscar? Los muelles de la ciudad serían muy obvios al igual que los puertos aéreos y tal vez Lorreno tendría gente espiando. No podía arriesgarme a ser descubierto tan rápido, tenía una reputación que cuidar después de todo pero ¿en dónde más podría uno obtener información sobre un pirata? Si uno quiere manzanas se acerca a un manzano. Me pasé la tarde registrando los principales diarios, buscando algo de información sobre recientes ataques de piratas pero no encontré nada. Regresé a mi despacho a descansar un poco y a tomar una taza de café. En la ciudad existen algunos establecimientos de café, pero cuestan demasiado y el café es una porquería, la próxima vez que pague trece reales por una taza de café será el día que deje de ser detective.
Esperé hasta que la noche extendió su manto sobre la ciudad, se me ocurrió que tal vez en las tabernas pudiera encontrar algo de información. Me puse mi abrigo y mi sombrero y salí nuevamente a la ciudad, tomé un coche. Aún sigo pensando que esos coches sin caballos no son de fiar, los accidentes están a la orden del día. Automóviles, que nombre tan ridículo.
— Lléveme a la zona roja.
Le pedí. La zona roja era donde estaban la mayoría de las tabernas de mala muerte y prostitutas de la ciudad. Todo un paraíso para los criminales. No recuerdo desde cuando la llamaban la zona roja, pero debe de haber sido después de esos homicidios ocurridos hace quince años. Unos hombres dispararon a quema ropa desde un auto en movimiento, querían matar al hijo del alcalde, era por todos sabido que el hijito de papá era aficionado a las mujerzuelas, las desafortunadas, como las llamaban los periódicos y no era difícil saber dónde encontrarlo, quince personas murieron en ese atentado, contando a cinco prostitutas, pero el hijo del alcalde resultó sin un solo rasguño, al parecer les pagaba lo suficiente a sus guardias como para que se lanzaran frente a las balas en caso de ser necesario. Yo creo que el bastardo simplemente tiene suerte.
Cuando finalmente llegamos, el cochero parecía mas presto a salir de ahí que a recibir el pago por sus servicios.
— Vaya con cuidado, señor. Esta es la parte más fea de la ciudad.
Le pagué veinte reales a aquel hombre y salió despedido de ahí.
— La parte más fea de la ciudad.
Bah! Repetí sus palabras mentalmente y sonreí. Como si esta ciudad tuviera una parte linda, toda esta ciudad es un nido de ratas, lo único que cambia es el tamaño que tienen.
La niebla cubría casi por completo las calles de la zona roja, las lámparas de gas ardían en las calles, el farolero debió haberlas encendido desde hacía varias horas. Aún no puedo creer que hayan encontrado a un hombre tan desesperado como para aceptar el trabajo de farolero en esa parte de la ciudad, ¡pobre diablo!
Mi mano derecha buscó los cigarrillos en mi gabardina, como un acto reflejo, y maldije al darme cuenta de que los había olvidado en mi despacho. Eso no era problema, de todos modos pasé por un expendio de tabaco y compre una cajetilla de cigarrillos Draco. Nunca me han gustado los cigarrillos pero los Draco son los que me desagradan menos. Bajé el tabaco dándole unos golpes a la cajetilla y después saque uno, encendí un fosforo y la luz de este ilumino por un segundo mi alrededor, no se podía ver mucho de todos modos, la niebla lo cubría todo. Encendí el cigarrillo y pude escuchar el crepitar de las hojas de tabaco mientras eran consumidas por el fuego.
Me encamine hacía las tabernas, dos mujerzuelas se me insinuaron al doblar por una esquina, y después se deshicieron en insultos hacía mi al negarme a aceptar sus servicios. No tarde mucho en llegar a mi destino, la taberna  Cielo Azul. Es gracioso que tenga ese nombre, el lugar es poco más que una pocilga derruida.
Entre a la taberna y pude ver que alguna personas fijaron su mirada en mí, dos tipos que jugaban con unos dardos me miraron largo rato pero finalmente reanudaron su juego. Caminé hasta la barra, me quité el sombrero y tomé un asiento que estaba libre. El tabernero era un hombre obeso y usaba un delantal que en otro tiempo pudiera haber sido blanco, pero lo más importante de todo era que ese hombre me debía favores y tenía intención de cobrárselos. A mi derecha dos hombres discutían sobre algo que vagamente me pareció política.
— Te lo digo, hermano, esos hombres nos quieren quitar nuestras libertades.
— Lo que pasa es que estas ebrio y ya estas alucinando.
— No me creas si no quieres, pero verás que pronto dirán que estamos en peligro de guerra, o que algún grupo de radicales tiene pensado atacar, y se servirán de esto para cobrar más impuestos.
— ¡Maurice! Saca a este maldito borracho, está empezando a crisparme los nervios.
Maurice volteó su mirada hacía los dos hombres y a una señal de su mano una montaña de músculos sacó a uno de ellos levantándolo sin esfuerzo de su asiento. Después Maurice se fijó en mí, al parecer no se había percatado de mi presencia.
— ¿Que vas a tomar, Moore?
— Ginebra.
Respondí casi sin pensar en la respuesta.
El lugar estaba escasamente iluminado con lámparas de Gas que emitían una luz amarillenta, pero era muy escasa y por todo el lugar flotaba una neblina de humo de los cigarrillos que tan desesperadamente fumaban los clientes del lugar.
Maurice me sirvió la ginebra. Mientras limpiaba un vaso y sin quitarme la vista de encima preguntó:
— ¿En que andas esta vez? Tú nunca vienes aquí por ginebra. ¿Que buscas?
— Información, Maurice.
— ¡Diablos, Moore! Eres un ave de mal agüero. ¿Lo sabías? Si no fuera por esa ocasión en que cubriste mi trasero de las acusaciones de la venta de opio no tendría por qué soportar tu maldito rostro por aquí.
— Lorreno. Busco a Lorreno.
Maurice pareció ponerse algo nervioso y casi se le caía el vaso que estaba limpiando.
— No pronuncies ese nombre con tanta ligereza, no seas estúpido, Moore
— ¿Dónde lo puedo encontrar? ¿Dónde toca puerto su nave?
— No lo sé.
— Maurice, aún no sabes mentir y ese temblor de tus manos te delata. Dame un nombre.
— Te lo digo Moore, nadie sabe dónde toca puerto la nave de Lorreno y aunque supieran no te lo dirían. Le temen demasiado.
Le di un trago a la ginebra, no era lo mejor que hubiera probado pero era lo suficientemente decente como para no hacer que Maurice se pudriera en la cárcel por vender alcohol adulterado.
— Moore, no importa quién te haya contratado para este trabajo ni cuanto te haya pagado, difícilmente saldrás bien de esta si continuas.
— ¿Dónde puedo encontrar a Lorreno?
Esta vez subí el tono de mi voz, se escuchaba bastante clara entre los murmullos de la clientela del Cielo Azul, muchos de los hombres sentados en las mesas voltearon a vernos, lo que puso aún más nervioso a Maurice.
— ¿Qué tratas de hacer, Moore?
— Solo dame un nombre y me largo de aquí.
— Uno de estos días tu intrepidez será tu perdición. El nombre es Eric, es el mecánico en los muelles del otro lado de la ciudad. Al parecer trabajaba para Gray & Luper pero fue despedido por robar herramientas o algo así.
— Gracias Maurice.
— Y no vuelvas más por aquí, Moore. ¡Oye no has pagado la ginebra!
Ni siquiera contesté a eso, salí de la taberna. Tenía un nombre y un lugar donde buscar, la investigación iba bastante bien hasta ahora. Decidí no abusar más de mi suerte por esa noche y regresé a mi despacho a descansar, por la mañana podría continuar. Me tumbé sobre mi cama y no desperté sino a la mañana siguiente.
Me despertó el sonido de alguien que golpeaba la puerta, maldije la hora, aún era muy temprano, encendí un cigarrillo y abrí la puerta.
— Es un mal hábito fumar tan temprano, señor Moore. Podría matarlo.
— ¿Que la trae por aquí señorita Doyle?
— Mi jefe me ha mandado para conocer los avances de la investigación.
— Aun no he dado con Lorreno, pero despreocúpese yo…
— Señor Moore, mi jefe no es un hombre que se caracterice por su paciencia sino todo lo contrario, así es que le sugiero que se esfuerce un poco más.
Que voz tan embelesadora tenía aquella mujer y que hechizo lanzaba sobre mis oídos. Le ofrecí una taza de café pero ella se negó diciendo que tenía que irse pero que regresaría al día siguiente. No sé si era una amenaza o solo lo decía como información.
Tomé un baño y salí de inmediato. Aún no eran las nueve de la mañana cuando llegué al Tulipán, un modesto merendero que hacia un café asqueroso pero unos huevos con tocino bastante aceptables además estaba a solo unas calles de mi despacho. El nombre Eric no me decía nada realmente, nunca lo había escuchado pero Gray & Luper era otra historia. ¿Quién no había escuchado de esa compañía? Una de las más importantes del mundo entero y a su presidente Maximilian Cuttlass. Ese hombre no tenía cara de mala persona, ni tampoco un rostro de político, es más parecía un hombre común y corriente, se veía como todo un caballero, precisamente por eso no confiaba en él. Ningún hombre es tan ordinario, todos tratamos de destacar de alguna manera y el que no lo hace trata de ocultar algo.
Me dirigí directo a los muelles, no deseaba perder tiempo con este caso además la paga era bastante buena y ¿quién sabe? si uno hace un buen trabajo puede que sea recompensado después. Tomé un coche justo a las diez de la mañana, el viaje duraría poco más de una hora hasta los muelles. Con frecuencia uno se pregunta por qué los muelles están tan alejados de la ciudad, pero en cuanto uno se acerca a ellos el golpeteo de los grandes mazos, el rechinar de las enormes grúas y el constante silbido de las máquinas de vapor le recuerdan a uno rápidamente la razón.
Cien reales fue lo que le pagué al cochero. Existen muchos hombres que cometen robos y se van impunes pero de todos ellos los cocheros son los peores. Me paseé por los muelles buscando a este Eric del que había hablado Maurice y fue entonces cuando me di cuenta de que no le había preguntado ni la edad ni los rasgos físicos que acompañaban a ese nombre pero ¿qué iba a hacer? Ya estaba ahí. Comencé a hacer preguntas entre los hombres que estaban en ese lugar, ninguno tenía cara de mantener amistades duraderas y no sé si fue mi imaginación pero cada uno me parecía más malhumorado que el anterior, pero no hay nada que unas cuantas monedas no resuelvan entre dos personas. Muchos de los hombres que trabajaban en los muelles habían sido criminales y en ocasiones a algunos les gustaba volver a cometer crímenes, se les daba muy bien y mucho más frecuentemente de lo que a uno le gustaría.
Unas preguntas aquí, y otras por allá y logré dar con Eric. Realmente no era lo que esperaba, aunque tampoco sé que esperaba para ser honesto. Eric era un hombre enorme, un verdadero gigante. Pude calcular su altura en casi dos metros, y los grandes troncos que él llamaba brazos eran tan grandes que seguramente era toda una proeza para él pasar por el umbral de alguna puerta. Martillaba con unos poderosos golpes sobre una enorme estaca de acero que, junto con una docena mas, aseguraban firmemente una pequeña aeronave.
— Es usted Eric, supongo.
— ¿Huh?
El tono y la sincera inocencia de esa respuesta me hicieron creer que el hombre aquel no era más que un simplón musculoso, pero la experiencia me había enseñado que muchos hombres listos navegan con bandera de estúpidos.
— ¿Responde usted al nombre de Eric?
— Si, caballero. Aunque en este lugar nadie me llama de esa manera.
— ¿Como le llaman aquí?
— Dobbers, caballero. Me llaman Dobbers, ese es mi apellido.
— Muy bien señor Dobbers, ¿Puedo llamarlo Dobbers?
— ¿Porque no? Todos me llaman así.
— Muy bien señor Dobbers. Mi nombre es Bruson Moore — pude darme cuenta de que el gigante aquel no estaba acostumbrado a ser llamado señor, cada vez que pronunciaba esa palabra giraba su cabeza como buscando a alguien más. — Me gustaría hacerle una pregunta. ¿Le es familiar el nombre Lorreno?
— ¿Y a quien no caballero? Es un temido pirata aéreo.
— Lo sé. Me refiero a que si le es familiar de un modo más… personal.
Al explicarle más concretamente mi pregunta aquella montaña de músculos dejo a un lado el martillo que hasta entonces había estado blandiendo y me miró directamente a los ojos.
— ¿Le teme usted a la muerte, señor Moore?
Al escuchar esa pregunta toda la confianza que tenía fue reemplazada por el más sincero terror. ¿Se propondría aquel hombre acabar conmigo ahí mismo? Como pude trate de aparentar indiferencia hacia la pregunta.
— Claro que si — respondí y para darle un tono dramático a mi respuesta metí la mano al interior de mi abrigo y encontré la cajetilla de cigarrillos, saqué uno y lo encendí de la manera más teatral que pude. — ¿Pero a qué viene esa pregunta?
— Muchos hombres han buscado al portador de ese nombre, pero pocos siguen viviendo después de encontrarlo.
— Eso no responde a mi pregunta, caballero.
Aspire una gran bocanada de humo y después la solté lentamente por la nariz
— Sí. Me es familiar el nombre. ¿Qué hay con eso?
— ¿Podría decirme dónde encontrarlo?
Una sonrisa asomó a la cara de Dobbers, después tomó su martillo y continúo en su monótona tarea.
— Lorreno encuentra a la gente, señor Moore, pero la gente no puede encontrar a Lorreno. No se preocupe, Lorreno sabe de usted y también quien le contrató.
Por poco se me cae el cigarrillo de entre los dedos. ¿Lorreno sabía de mí? ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo se enteró de que lo buscaba? Pero lo desconcertante era que sabía incluso más cosas que yo mismo, sabía quién me había contratado.
— Si realmente quiere hablar con Lorreno venga por la noche a los muelles. Sé que no tengo que decirle esto pero… venga solo.
— Muchas gracias señor Dobbers, así lo haré.
Me di media vuelta y regresé a la ciudad. ¿Qué iba a hacer? Aun no eran las dos de la tarde y para mi sorpresa resultó que la persona a la que buscaba sabía más de mí de lo que me gustaría. No quise regresar a mi despacho sería muy triste pasar el día ahí. Caminé por el centro de la ciudad, algunas personas lo llama “perder el tiempo” otras más acertadamente lo llaman “hacer tiempo”. Mi abuelo le decía de esa manera también y yo hago lo mismo. Le llamo hacer tiempo dado que caminar por la ciudad me deja pensar, me da la oportunidad de concentrarme. No hay nada mejor para pensar y ordenar las ideas que caminar sin rumbo fijo.
Lorreno estaría esperándome. Algo era seguro, no tenía intención de matarme, si esa fuera su intención lo habría hecho ya, supongo, eso si es que Eric Dobbers decía la verdad. Tal vez quisiera pagarme más dinero para decirle a la señorita Doyle que no había dado con él, o quizá solo quería que caminara hasta la muerte por mi propio pie, una vez leí sobre un tipo al que le hicieron cavar una tumba para luego matarlo y enterrarlo en esa misma.
Sin darme cuenta las horas fueron pasando al igual que los cigarrillos, ya había fumado la mitad de la segunda cajetilla cuando sonaron las campanas de una iglesia cercana, eran las seis de la tarde.
Seguí caminando alrededor de diez minutos, al pasar por un callejón escuché a unos tipos riñendo, mire hacia dentro del callejón y pude ver a tres tipos peleando, la ciudad era cada vez más peligrosa, aún a la luz del día nadie estaba seguro, seguí de largo y entré a una taberna. Me senté en la barra y pedí una cerveza. La bebí mientras fumaba otro cigarrillo. Un tipo enjuto se sentó a mi lado, le calcule unos veintidós años, levantó la mano y el tabernero solo asintió con la cabeza. Me pareció que visitaba muy a menudo esa taberna pues el tabernero le trajo una botella y un vaso sin siquiera preguntarle que quería. Llevaba un pantalón de tela muy gruesa como los que usan los obreros de las fábricas, una camisa que le quedaba notablemente abultada y un gorro que no me permitía verle la cara. Traté de verlo más detenidamente, pero esquivaba su mirada cada vez que se percataba de la mía.
Pasadas cuatro cervezas y seis cigarrillos salí de la taberna con dirección a los muelles. Pasando dos calles me di cuenta de que alguien me seguía, al pasar por unos escaparates pude ver por el reflejo en el vidrio que se trataba del tipo que se había sentado a mi lado. Aceleré un poco el paso para tratar de perderlo en el parque. Uno no llega hasta mi edad en este negocio sin saber pelear, pero nunca se sabe contra quien pelea o si está armado o no.
Seguí caminando y me metí entre los árboles y escondido detrás de uno miré hacía la calle. Ya no estaba ahí. Me alegré de haberlo perdido, pero la sensación no duro mucho. Sentí como dos grandes brazos me aprisionaban y luego un saco en la cabeza, después el inconfundible olor del cloroformo invadió mis fosas nasales.
Al despertar me di cuenta de que me habían atado y de que me llevaban cargando como si fuera un costal de nabos. No me fue difícil reconocer la voz de Dobbers entre las otras dos.
— ¿Estás seguro que es él?
— Claro que es él. ¿Es acaso que no viste la gabardina y el sombrero?
— Cállate estúpido, haces más ruido que un cañón en una iglesia.
— Súbanlo al Celta. Lorreno ya debe estar a bordo y ya sabes que no le gusta esperar.
Pronto pude escuchar el sonido de la madera al ser pisada por aquellos hombres que me habían secuestrado. Después fui depositado en el suelo y a una orden sentí la sensación de pesadez que uno experimenta al ser elevado en una aeronave.
Pude escuchar la voz de una mujer. Era autoritaria, muy autoritaria.
— ¡Levántenlo!
Sentí el frio acero de una espada en las muñecas mientras cortaba mis ataduras, después me quitaron el saco que me impedía ver.
— Señor Moore, confío en que ya no esté muy mareado por el cloroformo.
Al ver de dónde provenía la voz no podía creerlo. Era el tipo de la taberna. Aún tenía el gorro y esos pantalones.
— ¿Quién es usted?
La pregunta salió de mis labios tan automática como la respiración. ¿Qué importaba quien era? era más que obvio que era un pirata. Estaba rodeado de piratas y eso no era bueno. El tipo aquel se quitó los pantalones, después la camisa y finalmente el gorro. Y pude ver plenamente su rostro, era una mujer. Era la más hermosa mujer que hubiera visto, llevaba el cabello suelto y en la oscuridad de la noche sus ojos se veían extrañamente luminosos.
— ¿Busca usted al capitán Lorreno, detective?
La voz de esa mujer hacía sonar la pregunta como si fuera una burla, o quizá eso era precisamente, una burla.
— Usted trabaja para personas equivocadas Bruson. ¿Sabe al menos quien le está pagando?
La respuesta debió de haber estado escrita por toda mi cara, pues ella sonrió.
— Lo sabía. Señor Moore, el que está pagándole no es otro que Maximilian Cuttlass.
— ¿El presidente de Gray & Luper? ¿Pero que podría querer de un pirata?
— La pregunta no es ¿qué podría querer de un pirata? Sino ¿Qué podría querer de Lorreno? ¿No es verdad? La información, señor Moore, es un arma muy valiosa pero que no todo el mundo sabe reconocer.
Y pronunciando aquellas palabras se giró en redondo y pude apreciar plenamente que llevaba un pantalón de piel bastante ajustado a su cuerpo. ¿Quién diablos era esa mujer? ¿Por qué me había secuestrado? Pero quizá la pregunta que más me debería de preocupar era ¿Qué hará conmigo?
— Espere. ¿Quién es usted, necesito hablar con el capitán Lorreno?
Corrí tras ella pero, sin detenerse, se limitó a levantar la mano derecha que, enguantada, sostenía una espada.
— Díganle quien soy.
Un gran coro se levantó entre la tripulación de la nave, pude contar alrededor de veinticinco hombres allí. Una sola frase salió de sus aguardentosas gargantas.
— ¡LA GRAN CAPITANA NELLYVA LORRENO!
— ¿Lorreno? ¿Pero creí que Lorreno era hombre?
— La información es un arma muy valiosa, señor Moore. ¿Cree usted que ese hombre aceptaría públicamente que una mujer lo ha dejado en ridículo tantas veces? ¿Y que el nombre del pirata más temido del cielo le pertenece a una mujer? Venga conmigo.
La seguí, entramos al castillo de la nave. Ella se sentó en un gran sillón detrás de un escritorio y subió los pies a este. Por mi parte me senté en una modesta silla frente a ella y vi como destapaba una botella que estaba medio vacía.
— ¿Le gusta el Ron señor Moore?
— No mucho.
— Seguramente se estará preguntando que hace en mi nave ¿no es así?
— ¿Pretende acaso matarme?
No podía haber otra razón. ¿Para qué me querría ella a mí? ¿Cómo le podría yo ser de utilidad?
— Sabe señor Moore. Debo reconocer que el hecho de que Cuttlass le haga creer a la gente que Lorreno es un hombre me facilita muchas cosas, dudo mucho que esa fuera la intención de Maxi, pero así fue como resultó esto. Pocas personas se fijan en una mujer pirata al descender en algún puerto. Todos buscan a algún hombre enorme y musculoso como Dobbers, al cual según tengo entendido ya conoció. O a algún hombre con mirada de pocos amigos, de mirada lúgubre, barba larga y una enorme espada en mano. Bueno quizá lo de la espada si encaje conmigo pero ¿Quién se fija en los detalles? No señor Moore, no pienso matarlo, quiero salvarle la vida.
— ¿Cómo es eso?
— Déjeme adivinar. Una mujer de figura despampanante fue a su oficina, le pidió que buscara a Lorreno, le había depositado una fuerte suma de dinero asegurándole aún más al terminar el trabajo y ni siquiera le dijo el nombre de su jefe.
Me quedé con la boca abierta. Era como si ella hubiera estado ahí con nosotros, acertó hasta el último detalle. Metí la mano en mi abrigo, saqué la cajetilla de cigarrillos, me puse uno en la boca y lo encendí.
— Fue así exactamente, capitana.
— Lo sabía, señor Moore. Tal vez no crea lo que estoy a punto de decirle pero su vida peligra, esa mujer que lo contrató solo esperaba que diera conmigo para poder atacarme y después matarlo. Usted es el cuarto detective que contratan para buscarme y a todos les ha pasado lo mismo, solo que esta vez yo di con usted primero. Mis hombres dieron con el espía que lo vigilaba a usted y lo mataron, justo después fue cuando entró a esa taberna.
A mi mente vinieron las imágenes de los tipos peleando en el callejón ¿serían esos los piratas? Y el pobre diablo al que golpeaban ¿sería el espía?
— La mujer que lo visitó se llama Sherly Doyle. Es una mujer despiadada y lideréa una pequeña fuerza de ataque que está de parte de Cuttlass. Lo sé, no tiene el tipo ¿verdad? Se ve muy delicada. Pero no se deje engañar señor Moore. Esa mujer ha matado a tantos hombres como los hay en esta nave e incluso más.
— Y exactamente ¿qué es lo que quiere de mí? No creo que me haya traído hasta aquí solo para salvarme.
— Tiene usted razón, señor Moore. Lo que quiero es: que cuente su historia, que desenmascare a Cuttlas. Todos lo ven como un hombre caritativo y de buenas intenciones cuando ese hombre lo único que quiere es poder.
La capitana me habló de guerras, guerras que se libraban en países de los cuales yo nunca había escuchado hablar, países de nombres impronunciables y algunos otros de los que remotamente sabía que existían. Me contó como Cuttlass les había ayudado a destruirse mutuamente. Como les vendía armas a ambos bandos sin consideración alguna. De cómo alentaba las revueltas y movimientos separatistas en diferentes países para luego instalar en el gobierno a quien estuviera dispuesto a ayudarle y de cómo los quitaba cuando no le eran de utilidad. Maquinaría de guerra, armamento, aeronaves, no podía creer todo lo que me contaba, pero me mostró pruebas. Cartas dirigidas a Cuttlass, cartas remitidas por él mismo con su sello en ellas, libros de cuentas de Gray & Luper.
— Está trabajando para un hombre perverso, señor Moore. ¿Está usted conmigo?
Un hombre entró corriendo en la estancia, estaba muy agitado.
— Capitana, aquí están. ¡Nos alcanzaron!
— Muy bien señor Moore, vienen por usted. Tome una decisión. ¿Está conmigo?
La obvia respuesta era un simple sí. ¿Cómo iba a negarme? Al salir a cubierta pude ver entre las nubes y recortada contra las estrellas y la luna una gran nave. Los piratas iban de un lado para otro moviendo palancas, recogiendo cuerdas. La capitana dio la orden de cargar los cañones y de que se prepararan para la primera envestida. Una bala de cañón se estrelló en cubierta, justo frente a ella, pero la capitana ni siquiera se detuvo, pasó sobre ella como si fuera una más de las tablas que componían la cubierta. Caminó recto hasta el timón y se lo arrebató al timonel.
— Ahora yo gobernaré esta nave.
Y vaya que si lo hizo. No perdió el tiempo y dirigió al Celta hacia la nave enemiga. De inmediato nos dispararon nuevamente, dos balas de cañón, una de ellas le arrancó una pierna a uno de los piratas. La capitana elevó la nave y me hizo perder el equilibrio, sentí una punzada cuando mi espalda chocó contra la baranda de popa. Un disparo más y de pronto ya no sentí nada a mi espalda. La bala había pasado a solo centímetros de mí cuerpo y había destrozado la baranda. Me precipitaba al vacío, podía ver como el globo que sostenía la nave de la capitana Lorreno se alejaba de mi vista, pero entonces algo ocurrió, mi pie. Mi pie se había enredado en una cuerda de la nave y ahora colgaba boca abajo desde el Celta. No podía escuchar nada más que los motores de las grandes hélices que impulsaban a la aeronave y el silbido del viento, había sido un milagro que no me destrozara el cuerpo contra ellas. Sentí un estremecimiento, traté de ver  hacía proa y vi fogonazos pero ningún ruido, las hélices y el viento no me dejaban escuchar nada más. Traté en vano de erguirme, de tomar la cuerda con las manos una y otra vez pero no lo logré. La nave comenzó a girar sobre su propio eje y la cuerda se acercó peligrosamente a las hélices. Nuevamente sentí como la nave se estremecía con los cañonazos, después alguien tiró de la cuerda y sentí como subía poco a poco. Con cada tirón sentí que la cuerda se iba aflojando. Hice un último intento y haciendo acopio de todas mis fuerzas logré sujetarme de la cuerda justo en el momento en el que esta se soltaba de mi pie, al llegar a cubierta nuevamente vi la cara de Dobbers y me alegré de que ese hombre tuviera tan prodigiosa fuerza.
En cubierta había piratas haciendo alboroto, gritando improperios a la nave enemiga.
— ¿Quién nos está atacando, señor Dobbers?
— Es la capitana Doyle. La mujer que lo visitó en su oficina, señor Moore.
— Es bueno ver que regresa a la nave con nosotros, señor Moore. ¿Qué tal la vista?
La capitana le había devuelto el mando de la nave al timonel y había desenvainado su espada.
— Nada mal capitana, pero tengo un molesto zumbido en el oído y no escucho bien.
— No se preocupe, se repondrá. Ahora, si me permite. ¡Curso de colisión, a toda máquina!
— Si, señora. ¡A toda máquina!
De alguna forma, cuando el primer oficial repetía las ordenes de la capitana sonaban menos imperiosas, lo cual era aún más notorio siendo ella una mujer.
— Sujétense bien, piratas. Todos son útiles, pero recuerden que ninguno es indispensable. Usted también sosténgase a lo que pueda señor Moore. Dobbers no estará ahí para levantarlo otra vez si vuelve a caer.
Y al decir esto todos los piratas se sujetaron a lo que pudieron, al mástil, a la baranda, a lo que encontraron a mano. La nave enemiga estaba girando, trataban de apuntarnos con los cañones de estribor, pero el Celta la envistió justo en el momento en el que los cañones disparaban, nosotros sentimos una terrible sacudida pero muchos hombres cayeron de la nave enemiga, lanzaban gritos agudos mientras caían desde lo alto. Pude ver como la capitana apuntaba con su espada hacia el enemigo y gritaba con una sonrisa en ese rostro bello y terrible a la vez.
— ¡Ataquen! ¡Mátenlos a todos, pero dejen viva a la capitana Doyle, ella es mía!
Los piratas se lanzaron entonces a la refriega, yo solo podía escuchar el choque de las espadas y los disparos de las armas de fuego. Algunos hombres caían por la borda heridos  otros solo caían en cubierta y se quedaban inmóviles. Le quité la pistola a uno de ellos y maté a un hombre que se dirigía a mí. En la oscuridad no se distinguía bien pero los hombres de la capitana Doyle llevaban uniforme, no pude distinguir bien el color, hasta que maté a uno, era de un color rojo muy intenso.
Trate de buscar a la capitana entre el gentío que lanzaba alaridos y maldecía sin parar. Un hombre cayó frente a mí, tenía la cabeza destrozada por el golpe de una espada, también llevaba uniforme, después tropecé y caí de bruces, al levantarme sentí la mano aún tibia de otro hombre, esta vez era un pirata, había sido abatido por un disparo en el pecho, sus ojos seguían abiertos y miraban hacia el cielo nocturno.
Cuando me levanté, el cañón de una pistola estaba justo frente a mis ojos y la mano que la sostenía era la de la capitana Doyle. Estaba despeinada y sangraba de varias heridas en su cuerpo.
— Señor Moore, que grata sorpresa verlo aquí.
Levanté las manos en señal de rendición y por un segundo recordé lo que sentía en mi despacho la noche en que esa mujer entro en él. La seguridad de los casos aburridos, de infidelidades, de monótonas noches de perseguir a un esposo o a una amante para fotografiarlos y llevarlas como pruebas a mis clientes. Como me hubiera gustado estar frente a mi aburrido escritorio en ese momento.
— Adiós, señor Moore. Sus servicios ya no son requeridos.
Cerré los ojos y escuché el disparo. Lo escuché a través de mi cuerpo, lo escuché hasta que se apagó y volvieron a escucharse los sonidos de las espadas en derredor, pero no sentí nada. Me llevé las manos al rostro, me las restregué cuanto pude y luego las observé y nada, no había sangre, ni una sola mancha. Frente a mí estaba la capitana Doyle, sus ojos no dejaban de verme pero ya no tenían ese brillo que uno distingue en las personas vivas. Se desplomó frente a mí y tras ella estaba la capitana Lorreno, con su pistola apuntando al frente. Del cañón de la pistola salía un hilillo de humo que de disolvía en el aire.
— Imagino que esto prueba que lo que le dije era verdad.
Esas fueron sus palabras al guardarse la pistola en la bandolera que llevaba a la cadera.
El resto de los hombres de la capitana Doyle se rindieron al ver caer a su capitana y los que no lo hicieron murieron a manos de los piratas. La capitana mandó encerrara a los prisioneros y  después derribaron lo que quedaba de la nave enemiga haciendo explotar el polvorín de la nave.
¡Vaya!, no puedo creer por lo que pasé, aun ahora que escribo esto, las manos me tiemblan y la verdad no creo sobrevivir lo suficiente para contar esto a alguien dada la naturaleza de lo que ahora sé. La capitana me ofreció unirme a los piratas, pero eso no es para mí, no se usar una espada y aun desconfió de esas máquinas voladoras. También me aseguró que Cuttlass no es un hombre al que le guste dejar cabos sueltos y que mandaría a algún asesino a acabar conmigo, no le gustaría que hubiera un hombre por ahí diciendo que una mujer surca los cielos burlándose de él y que para evitar la vergüenza inventa historias sobre un capitán de apellido Lorreno, que es el más fiero pirata aéreo que haya remontado los aires alguna vez y que es un criminal, bueno tal vez esas historias no sean tan falsas a fin de cuentas. Justo ahora enciendo mi último cigarrillo, al escribir esto doy por finalizada la investigación, mi trabajo está hecho y espero que si alguien encuentra este diario, le sea de alguna utilidad la información que en él escribo.

Fin