jueves, 18 de diciembre de 2014

Voces de Navidad

Por Vanesa Ian.

          El sol entraba por la ventana, como un invitado que se ha colado a último momento y ha venido solo a aguarnos la fiesta. Al menos, así lo sentía Sofía. No quería que la luz tocara su piel, no quería ver la marcas que el desgraciado de Juan le había dejado la noche anterior. Se levantó del sofá y cerró bien las cortinas. Y ahí se quedó, sola, en la oscuridad y esperando a que la vocecita le dijera que hacer a continuación.
Sofía era una mujer de treinta y cinco años, muy bonita, por cierto. Se había casado joven, todas las ilusiones las había puesto en ese hombre nefasto, que en esa época era un buen muchacho, o al menos, eso creyó ella. La colmó de halagos, siempre le enviaba cartitas de amor con una de sus compañeras de colegio, las que ella leía en el recreo, extasiada de felicidad. Un día, la invitó al cine y aceptó, aunque ella tuviera diecisiete años en ese momento y el veintidós, era bien visto por su madre. Lo consideraba un hombre hecho y derecho, según sus palabras, no era como los tontos adolescentes que solía llevar a casa Sofía, esos que siempre armaban lío y no sabían tener la boca cerrada. Y la palabra de su madre, era palabra santa, ya que era su única familia, su padre murió cuando ella tenía tan solo cinco años. Terminó la secundaria y cuando Juan le propuso matrimonio no tardó en aceptar. La carrera universitaria, que tanto había soñado, podía esperar unos años, hasta que ellos se “asienten”, había dicho Juan y a ella no le pareció raro en lo más mínimo, todo lo contrario, creyó que era lo máximo.
Todo fue bien durante el primer año, Sofía, vivía en una casita chiquita, pero muy mona, la cual brillaba de limpia. Su esposo, se recibió de abogado ese mismo año y no tardó mucho en empezar a trabajar. Ella siempre pensaba que él sabía hablar, él tenía el don de la palabra, y eso no era poca cosa en ese submundo de cuervos, negros como la noche. Al siguiente año quedó embarazada y, si bien ella se consideraba una mujer feliz, ese día, cuando se enteró y se lo contó a su marido, sintió el súmmum de la felicidad, un éxtasis imposible de describir.
Se acercaba la navidad y su madre y ella deseaban hacer las compras navideñas en el nuevo centro comercial, entonces Juan se ofreció a llevarlas. Ellas pasarían las fiestas en la casa de los padres de Juan y querían llevar un regalo a cada uno de los miembros, y eso que eran muchos… Todo sucedió muy rápido, lloviznaba y la calle estaba resbaladiza, Juan hizo una mala maniobra al esquivar a otro conductor, perdió el control y estrelló el coche contra una columna de alumbrado público. Su madre murió en el acto, ella perdió su bebé y Juan no sufrió ni un rasguño. Ese fue el verdadero comienzo del fin.
Ella entró en una depresión lógica, cada día que pasaba, le costaba más y más volver a su rutina. Poco a poco, Juan empezó a maltratarla. Si la comida no estaba lista cuando él llegaba, pellizco en el brazo. Si estaba fría porque él llegaba más tarde de lo debido, tirón de pelo. Si la camisa estaba mal planchada, nalgada. Ahí fue en donde la primera voz hizo su aparición. Mátalo, decía. Y aunque ella casi no recordaba a su padre, estaba convencida de que la voz pertenecía a él. Con el tiempo, empezó a tener largas charlas con esa voz, de las que, sin darte cuenta, te pones a hablar en la calle y alguien te mira extrañado, entonces disimulas una tosecita. Más tarde, se unieron otras voces, algunas creía reconocerlas, como la de su padre y luego la de su madre, pero del resto no tenía idea; hasta pensaba que variaba el interlocutor de su cerebro, según lo que esa voz quisiera decir. Si bien, ella en un comienzo creyó que estaba volviéndose loca, poco le duró esa certeza. Si seguía hablando con las voces, era porque le decían lo que iba a pasar y le daban concejos sobre cómo actuar.
Una vez, se le había hecho tarde en el mercado porque se puso a charlar con la chica de la panadería, ella ya no tenía amigas y disfrutaba mucho cuando podía conversar con alguien, pero el tiempo se le había escapado sin darse cuenta. Cuando llegó a su casa y aun sabiendo que no llegaba con la cena a horario, se puso a preparar el pastel de carne que quería Juan, él todos los días le decía que debía preparar de cena y pobre de ella si no lo hacía. Cuando faltaban diez minutos para que Juan cruce la puerta y media hora para que el pastel estuviera listo, la voz le dijo:
—Cuidado Sofía, cuando te diga “maldita inútil de mierda”, cúbrete el ojo derecho, levanta el brazo.
Y así fue, tal cual, se evitó un ojo negro o algo peor, le quedó el antebrazo hinchado, pero eso se tapaba fácil, una blusa de mangas largas y listo.
Así fueron pasando los años, entre golpe y golpe. Las alegrías, si es que alguna vez las hubo, eran cada vez más distanciadas. Para colmo de males, tenía que aguantar a la siniestra suegra por teléfono todos los días y verle la cara los domingos al mediodía en el almuerzo familiar. Era una vieja sádica y malvada, que no tardó en sacar las uñas de una verdadera bruja cuando se dio cuenta que ella se había quedado sola en el mundo. Varias veces la había visto pellizcar a los hijos del hermano mayor de Juan, o sea, sus nietos, y a las niñas, hijas del hermano menor, les tiraba de las trenzas cada vez que podía. Eso significaba, no ser vista por nadie. Sofía la vio, porque se lo dijeron las voces.
—Cuando tu suegra vaya a ver a los niños al jardín, síguela despacio, que no te vea Sofía, y fíjate lo que hace —dijo una voz indefinida.
Y Sofía la vio. La voz la instó a que hablara, a que contara, pero esta vez, ella no hizo caso. No servía de nada hablar, seguro lo negaría y pobre de ella después.
Llegó un momento en que las voces no paraban de hablar, hablaban entre ellas mismas, y no la dejaban dormir. Sofía se hallaba inmersa en una hiperrealidad que rayaba lo absurdo. A veces, pensaba, por qué si las voces sabían tanto, no le decían un número de la lotería, así ella se fugaba para siempre. Pero no, sabía, muy dentro de ella, que jamás tendría el valor de hacer algo semejante, porque también sabía que Juan, la perseguiría hasta el fin del mundo si era necesario y no quería pasarse el resto de su miserable vida huyendo y mirando sobre su hombro; esto era hasta la muerte, como tantos años atrás había jurado ante Dios, sería hasta que la muerte los separe.
Con el correr de los días las voces, (una voz en especial), la instaba constantemente a actuar. Esa voz le había dicho que su nombre era Vescatur* y que era el Dios de las causas justas, y que la de ella era una causa justa. Ella, al estar cada día más metida en ese mundo de ensueño, no respondía como antes a las exigencias de Juan, lo que hacía que Juan estuviera cada día más y más violento. Vescatur se hizo cada vez más insistente.
—Tienes que matarlo, Sofía, antes de que él te mate, porque eso es lo que va a pasar, te lo aseguro —dijo Vescatur.
—¡No puedo! No sé cómo hacerlo —contestó confundida.
—Yo voy a ayudarte, solo tienes tiempo hasta navidad, después, será tarde. Ahora escúchame y sigue al pie de la letra el plan —dijo terminante, Vescatur.
Y ella escuchó, sus ojos se iban abriendo a medida que las palabras entraban en su cerebro, hasta que quedaron velados. Podían, tranquilamente pasar, por los ojos de una muñeca. Unos ojos vacíos, sin alma.
Faltaban solo dos días para navidad. Sofía, empezó a actuar. Cuando Juan se fue esa mañana, Vescatur le pidió que saliera a la calle y se fijara en los setos de la casa de enfrente, lo que debía encontrar era una prescripción médica, que él sabiamente, había hecho “volar” del bolso de una descuidada señora. Cruzó la calle, y ahí estaba, flameando entre los setos, como Vescatur le había dicho. Caminó hasta la farmacia y entregó la receta como si fuera suya, nadie peguntó nada. Volvió con una caja en la mano, con el contenido exacto, de sesenta comprimidos ranurados de Clonazepam. Esa mañana la utilizó para hablar con su malvada suegra sobre la cena navideña. Todos los años pasaban las navidades en casa de Sofía y ella debía preparar todo, ellos solo llegaban y sentaban su fruncido culo en la silla y ella debía de atenderlos como si fuera su mucama. Bueno, este año será el último y se llevarán de regalo una linda sorpresa, pensó Sofía, mientras una risita siniestra se escapaba de sus labios.
Vescatur le había dicho que a las dos de la tarde iba a recibir un sobre lacrado, y así fue, cuando escucho el sonido del papel deslizarse bajo la puerta corrió a buscarlo. Debía abrirlo y mirar bien la fotografía, después ir a la peluquería y pedir exactamente eso. Sofía abrió el sobre y lo que encontró adentro fue un pasaporte, un documento de identidad, un pasaje de avión a Canadá y mucho dinero. Se quedó mirando el pasaporte, lo que vio le gustó, nunca había probado el color rubio y esa foto que jamás se había tomado le decía que iba a quedarle muy bien. Fue hasta una peluquería a la que nunca había ido, en la otra punta de la ciudad, y pidió exactamente eso, el resultado fue asombroso. Al salir, compró un pañuelo grande y se lo ató a la cabeza para ocultar su cambio.
Cuando llegó a su casa agarró el mortero y empezó a aplastar metódicamente las sesenta pastillas. Continuó con la cena, una exquisita bolognesa que acompañaría las pastas de esa noche, de la cual, obviamente, ella no probaría bocado.
Más tarde llegó Juan, hecho una furia como siempre y con ganas, muchas ganas de agarrárselas con ella.
—Imagino que tendrás la cena lista Sofía, hoy no estoy para peros —dijo en forma altanera, las discusiones en su trabajo le daban hambre o nada arruinaba su rutina, por lo visto.
—Sí, mi amor —contestó Sofía.
—¿Qué mierda te has puesto en la cabeza, mujer? ¡Dios!
—Es solo un baño de crema, Juan. Es para tener el pelo más bonito mañana, en la cena de navidad —respondió Sofía, esperando que no notara el cambio antes de estar fuera de combate, si pasaba eso, todo su plan se desmoronaría—. Siéntate y come.
—¿No vas a cenar?
—No, esta noche comeré solo fruta, no quiero tener pancita mañana.
La respuesta de él fue solo un gruñido.
 Y Juan comió. Cuando iba por el segundo plato su boca se abrió en un gran bostezo. Sofía esperaba y ofrecía más. Cuando sus ojos se pusieron vidriosos, se sacó el pañuelo y enseñó su nuevo cabello.
—¿Te gusta, mi amor?
—No… me siento…bien, pareces…puta…unaputademierda —dijo, uniendo las palabras, en un último esfuerzo por mantener la consciencia.
—Me lo hice pensándote amor, vamos a la bañera, a darte un buen baño de inmersión, creo que te pasaste con el vino esta noche.
Lo llevó a rastras prácticamente, como tantas veces había hecho cuando llegaba pasado de copas. Lo desnudó mientras se llenaba la bañera. Lo sumergió entero, cuando Juan abrió los ojos al sentir la falta de aire, el último vistazo que dio de este mundo fue la cara de su esposa sonriendo y la de un ser extraño, con unos largos dientes y una cara ancestral al lado de ella. Esos dientes son para morder y desgarrar, pensó, presa del pánico pero sin poder hacer nada. Entonces, murió.
Sofía rápidamente puso manos a la obra. Seguía una a una las instrucciones que Vescatur le daba. Había llegado el turno de cortar y seccionar. Ella prestó atención y lo hizo a la perfección, parecía como si en vez de haber sido ama de casa toda su vida, hubiese sido carnicera, eran cortes limpios, impecables, pensó que su madre estaría orgullosa de ella, ya que siempre la criticaba porque no sabía ni trozar un pollo, siempre le pedía al carnicero que lo haga por ella. Pero, esta vez, el pollo es Juan, dijo entre dientes riendo.
Una vez cortado, seccionado y eviscerado, venía el momento de pelarlo, si, los seres humanos también se pelan, al igual que cualquier animal; era una tarea de mucho cuidado, había que hacerla con un cuchillo especial para no dañar la carne que había debajo. Cuando terminó, el alba ya hacía su aparición. Llevó los trozos a la cocina y los dejó marinar unas horas en ricas especias y condimentos, mientras ella limpiaba el desastre del baño. Una vez concluida esa tarea, puso las presas en una asadera con ajíes y cebollas y las metió al horno. Vescatur había dicho que era necesario unas cuatro horas de cocción en horno moderado. Aprovecho ese tiempo para dormir. A las veinte horas llegaron los “invitados” a la cena navideña.
—¿Y Juan? —ni buenas noches, ni feliz noche buena, nada. Así entró su suegra.
—Buenas noches, primero, —contestó sonriendo Sofía— A Juan lo vino a buscar un cliente muy importante que tuvo un problema legal, viene dentro de un rato, dijo que empecemos la cena sin él.
—El auto está afuera, y ¿por qué te has puesto ese ridículo pañuelo en la cabeza? Pareces una de esas estúpidas mujeres árabes —preguntó sin tacto alguno su suegra.
—El auto está afuera porque lo vinieron a buscar, dije, y las mujeres árabes no son estúpidas, el pañuelo es última moda en Europa y le gusta a tu hijo —contestó Sofía conteniendo la irritación que esa maldita mujer provocaba en ella, se consolaba pensando en que esa sería la última vez que la soportaría.
—En Europa hace frío, Sofía, aquí hace un calor de mil demonios, —contestó la vieja bruja, siempre tenía que tener la última palabra— vamos a comer, querida.
Si, pensó Sofía, vamos a comer y verás que sorpresa te llevas mañana, puta vieja.
Se sentaron a la mesa y Sofía sirvió la cena. Como siempre, los maleducados de los hermanos de Juan, empezaron a comer antes que ella terminara de servir.
—Esto está delicioso cuñada, la mejor carne que comí jamás. Esta vez, sí que te has esmerado.
—Es cierto Sofía, este cerdo está delicioso. Lo mejor que has hecho hasta el momento, sin dudas, —añadió su suegra— siéntate y come, querida.
—Sí, ¿por qué no?, si está tan sabroso como dicen… —y probó, Sofía probó.
El avión partía pasada la media noche, por eso Sofía programó su celular para que suene dos horas antes. Fingió hablar por teléfono y dijo:
—Voy a buscar a Juan, el auto que lo traía se ha roto a mitad de camino. Ustedes siéntanse como en su casa, ya vuelvo.
En el auto estaban las valijas preparadas en el baúl. Se subió y partió rumbo al aeropuerto.
Nunca más en su vida volvió a ver a esos parientes siniestros, ni a saber nada de ellos, aunque lamentó no estar ahí cuando se dieran cuenta de lo que habían comido, le habría gustado verles la cara. El avión salió a horario y todo fue sobre ruedas, o sobre alas, si lo prefieren. Sofía llegó a Canadá, desembarco, pasó unos días en un hotelucho de mala muerte y cruzó por tierra a Alaska.
Residió un tiempo en un pueblito costero y luego se mudó a Juneau. El idioma no fue un problema y ella se adaptó de maravillas a ese nuevo lugar, tan distinto al que había vivido toda la vida. Hizo amigas y amigos. Pasó por diferentes empleos cada uno mejor que el anterior. Vescatur seguía siendo su amigo y aliado, jamás podría desentenderse de él. Él la había salvado, liberado y todo le había ido tan bien… Es por eso que cuando le sugirió que busque empleo en Alaska Network on Domestic Violence & Sexual Assault*, ella no dudó. Él le explicó que debía conseguir ese empleo, porque,  en Estados Unidos, cada año, dos millones de mujeres eran violadas o acosadas físicamente por un pariente cercano, una cifra que es tres veces más alta en Alaska, y ella tenía que ayudar.
Demás está decir que Sofía consiguió el empleo, como todo lo que se proponía en esta nueva vida que tenía. Ayudó como concejera a muchas mujeres maltratadas por sus esposos, y si bien, ese era el trabajo que se le había otorgado, y ella lo cumplía a la perfección, también ayudó a la comunidad de una manera diferente, una manera que solo ella sabía.
Cuando empezaron a desaparecer esos esposos maltratadores, nadie sospechó; eran lacras humanas y todos pensaban que se habían ido para evitar el castigo de las autoridades. Nadie jamás se dio cuenta de nada. Y Sofía hace un gran favor a la comunidad que tan amablemente la acogió en sus brazos, Sofía recibe de la comunidad, lo que para ellos es basura y ella, sabiamente y con la incalculable ayuda de Vescatur, lo transforma en comida…
Fin


*Vescatur: Palabra del latín cuyo significado en español es caníbal.
* Alaska Network on Domestic Violence & Sexual Assault: Red de Alaska sobre la Violencia Doméstica y Asalto Sexual.


Consigna: que la historia transcurra en época navideña.


El segundo advenimiento

Por Robe Ferrer.

“Cuando dos mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión, y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y Magog, a fin de reunirlos para la batalla; el número de los cuales es como la arena del mar.” Apocalipsis 20; 7 y 8.


24 de diciembre de 2013. Yusuf se encuentra solo en su cuarto. Se ha vestido con su mejor traje y enciende una videocámara que tiene anclada sobre un trípode. En la pequeña pantalla enfoca el sofá y pulsa el botón indicado con un círculo rojo y bajo el cual aparece la palabra inglesa REC. Después su propia imagen aparece en el visor y se sienta en el sofá. La escena ya está completa. Sin saber bien que decir, comienza a hablar.

A quién vea este video. Me llamo Yusuf y quiero confesar un crimen que cometí hace dieciocho años. El peor crimen que puede cometer una persona. Todo comenzó el 14 de diciembre del año 1995.
Yo, por aquel entonces, tenía veintiún años y era joven y necio. Sobre todo necio. Vivía con mi mujer Meryem, que era tan joven como yo y esperábamos un hijo. Habíamos acudido a las consultas médicas para saber que todo iba bien, pero nos negamos a conocer el sexo del bebé; queríamos que fuera una sorpresa. Teníamos algunos nombres pensados, pero los que más nos gustaban eran Isa para niño y Anwaar para niña. Mi mujer me dijo que una noche tuvo un sueño revelador y que en él aparecían aquellos dos nombres. Yo no creía mucho en aquello, pero los nombres me gustaron y a ella le hacía ilusión.
Meryem tenía que salir de cuentas alrededor del 25 de diciembre. Una fecha tan emblemática para los nosotros, que éramos cristianos y que para nuestros vecinos musulmanes no tenia mayor trascendencia. Vivíamos en Turquía y pertenecíamos a la minoría cristiana del país.
Aquel día, a falta de menos de dos semanas para el nacimiento de mi hijo, dos extraños personajes se presentaron en la fábrica de muebles en la que yo trabajaba y me pidieron un momento de atención, ya que tenían que decirme algo muy importante acerca del nacimiento de mi hijo. Al principio no les hice caso, pero cuando mencionaron el nombre de mi mujer y la fecha prevista para el parto me pudo la curiosidad y los acompañé a una tetería cercana. Una vez que tuvimos intimidad, comenzaron a hablar.
—Mi nombre es Alessandro Ferrara y soy teólogo, y mi acompañante es el doctor en arqueología James Croft —se presentó el más anciano de los dos—. Llevamos muchos años estudiando un hecho que se va a dar próximamente y que acabará con la humanidad, y todos los datos nos llevan hasta usted y el nacimiento de su hijo.
—¿Cómo dice? —No daba crédito a lo que oía. No me podía ver la cara, pero me imagino que tenía los ojos abiertos como platos y la mandíbula desencajada—. Está de broma, ¿verdad? No tengo ganas de perder el tiempo con ustedes.
Y amablemente me levanté de mi asiento y salí del local. Los dos hombres me siguieron casi a la carrera, pues mis pasos eran más ligeros que los suyos.
—Yusuf, tu hijo será el anticristo —me dijo el teólogo cuando me dio alcance. No lo había notado pero me sujetaba con fuerza por el brazo. Podría considerarse un acto amenazante. Di un fuerte tirón y me libré de su mano vieja y apergaminada.
Cuando llegué a mi hogar, mi esposa ya me esperaba con la cena sobre la mesa. Apenas hablé con ella y en cuanto acabé de cenar me acosté alegando que no me encontraba bien. Cuando Meryem se acostó, yo fingí estar dormido. No quería hablar de lo sucedido aquella tarde.
No conseguía conciliar el sueño y en los momentos que me vencía el cansancio y cerraba los ojos, horribles imágenes poblaban mi mente: edificios ardiendo, mujeres y niños cayendo en precipicios que no tenían fin, gigantes olas de barro que arrasaban todo lo que se encontraban a su paso y sobre todo personas muertas cuyas almas abandonaban los cuerpos en medio de un terrible sufrimiento.
Me desperté con un terrible dolor de cabeza y grandes ojeras. Meryem me insistió para que me quedara en casa y no fuera a trabajar, pero no quería tener que explicarle el porqué de mi situación. Le dije que me encontraba bien y que no se preocupara por mí.
Llegué a mi trabajo y allí me esperaban de nuevo aquellos dos hombres.
—Yusuf. Tenemos que hablar con usted. Es muy importante —comenzó a decirme el arqueólogo.
—Déjenme en paz —les pedí sin detenerme ni un instante.
Ocupé mi puesto en la cadena de fabricación, pero antes de media hora tuve que irme. Las imágenes que aquella noche me habían asaltado seguían rondando mi cabeza. Tenía que hablar con aquellos dos hombres y dejarles bien claro que yo no tenía nada que ver con lo que fuera que se traían entre manos. Como supuse, seguían en la puerta esperándome.
—Vayamos a un sitio tranquilo —les pedí antes de que ninguno pudiera decir nada.
—Nuestro apartamento será perfecto. Allí tenemos todos los datos para mostrarte y que nos creas.
Casi una hora después llegamos a un viejo edificio de apartamentos. Entramos en su vivienda y me quedé sorprendido al ver la cantidad de documentos que había sobre las camas, las mesas y pinchados en las paredes con alfileres.
—¿Qué quiere tomar? —me ofrecieron.
—Nada. Quiero que vayan al grano y me dejen en paz de una vez. Desde ayer que sembraron la idea de que mi hijo será el aniquilador de la humanidad, no han dejado de inundar mi mente imágenes horribles.
—Tenemos pruebas —comenzó el arqueólogo—. En mi última excavación en la frontera de este país, descubrí unos extraños manuscritos sobre la llegada del anticristo. —Desplegó un montón de folios sobre el suelo y continuó su relato—. Mira. Aquí dice que Satanás llegará al mundo mil años después de haberlo hecho nuestro salvador Jesucristo. Que será vencido y que mil años más tarde saldrá de su prisión para reunir a las naciones del mundo, Gog y Magog y entonces atacarán la tierra de Israel y el mal vencerá en el mundo.
—¿Gog y Magog? ¿Quiénes son esos? —quise saber.
—No son personas. Son lugares. Según nuestros estudios esos lugares bíblicos hacen referencia a las actuales Rusia y Turquía. En uno de esos países nacerá el hijo de Satanás y someterá a toda la humanidad. El caos y el terror imperarán en el mundo. En los documentos está escrito que en los albores del nuevo milenio tendría lugar el segundo advenimiento del demonio.
—Pero nosotros estamos aquí para impedirlo —intervino el teólogo.
—Para el cambio de siglo todavía faltan cuatro años. Vamos a entrar en 1996 y el milenio no cambia hasta el 2000
—Te equivocas. —El teólogo se quitó las gafas metálicas que llevaba y limpió cuidadosamente los cristales haciendo una pausa que me pareció eterna. Entonces tomó los mandos de la conversación—. El actual calendario por el que se rige el mundo es el calendario gregoriano, instaurado en el siglo XVI y tiene un desfase de cinco años. Al realizar los cálculos del nacimiento de Jesús se erraron en cuatro años, más otro adicional al no contar el año cero. Con lo cual nos situamos a 15 de diciembre de 2000 y no de 1995.
—Entonces el milenio ya ha empezado hace casi un año —protesté.
—Te equivocas de nuevo. El milenio son mil años, desde el año 1 al 1000 y del 1001 hasta el 2000; con lo cual el milenio empieza en el 2001, dentro de diecisiete días. Días antes nacerá el anticristo. Concretamente el día de Navidad.
—¿Cómo pueden estar tan seguros?
—El diablo siempre ha querido burlarse de Dios y de su creación y ha hecho todo como él pero a la inversa. Dios creó y él destruye. Dios deja al hombre a su libre albedrío y Satanás lo intenta llevar al lado de las tinieblas.
»Tu esposa y tú os llamáis como los padres de Jesús, y vais a tener un hijo en la misma fecha y le pondréis el mismo nombre. Claro está que tu esposa no es virgen como nuestra Santa Madre, pero seguro que ha recibido la visita de un ángel caído que le ha anunciado que va a ser la madre del hijo de Lucifer. Posiblemente no se lo haya planteado así, pero alguna señal habrá tenido.
—Bueno, un día me dijo que soñó con el nombre de nuestro hijo. Se llamarían Isa. Yo no creo en esas cosas, pero el nombre no me disgusta y a mi mujer le pareció bien seguir lo que le indicaba el sueño.
—Debí suponerlo; Isa es la forma árabe del nombre de Jesús. Otra prueba más de que estamos en lo cierto. Es la prueba definitiva. —Entonces el teólogo se acercó a la cama y cogió más papeles—. Mira, el mal está haciendo de las suyas antes de la llegada definitiva del hijo de Satanás: graves inundaciones en Corea del Norte a lo largo de todo el año que están desembocando en hambruna, los terremotos de Neftegorsk, Cali, Antofagasta y el que sufristeis aquí en Kobe, huracanes y los atentados de Madrid, Oklahoma y el del metro de Tokio… Son datos irrefutables de que la llegada de Satanás está próxima. Y necesitamos tu ayuda. Tú eres el encargado de acabar con la vida de tu hijo cuando nazca; igual que Dios encargó a Abraham acabar con la vida de su hijo, el Señor te pide que hagas el mismo sacrificio.
—¡Jamás! Sois unos chiflados —espeté justo antes de levantarme. Tiré todos los papeles que me encontré de camino al suelo y abandoné el apartamento dando un tremendo portazo.

Aquellos dos fanáticos de la religión y del fin del mundo me estuvieron siguiendo e intentando convencerme de que mi mujer llevaba al mismísimo hijo de Satanás en su vientre. También me aventuraron que mi hijo no nacería en un hospital, si no que lo haría a la intemperie, resguardado por alguna especie de portal, al igual que hizo Jesús.
Durante los días siguientes, tuve horribles pesadillas que no me dejaban dormir. A mi mujer le dije que eran los nervios de ser padre. Que estaba muy emocionado y que por eso no dormía en condiciones.
Por fin, la noche de Nochebuena mi mujer se puso de parto. A partir de ese día, los días de Navidad tendrían doble celebración en nuestra familia. Antes del ocaso le comenzaron las contracciones y pasada la media noche rompió aguas. Con calma cogimos todo lo que teníamos preparado para pasar unos días en el hospital, tal como nos había indicado la comadrona, y nos montamos en el coche.
Meryem respiraba rítmicamente y con pausa, como aprendió en las clases a las que asistió para el parto. Yo, mientras tanto, conducía más nervioso que cualquier otra cosa, pero con la precaución de no tener un accidente.
Entonces sucedió. En una calle despoblada, una rueda del coche se reventó y me hizo perder el control del vehículo. Tuve que dar varios volantazos hasta que chocamos con un muro y allí nos detuvimos. Mi esposa se golpeó en la cabeza y perdió el sentido durante unos minutos. Mientras intentaba sacarla del interior, escuché una voz a mis espaldas.
—Te ayudaremos. —Era el arqueólogo, que junto a su acompañante se encontraban allí. Habían ido siguiéndome desde que salí de mi casa—.Va a matar a su madre. Así como Jesús amó a su progenitora, tu hijo odia a la suya y acabará con ella. Tienes que matarlo con este puñal sagrado antes de que sea demasiado tarde. —Y me tendió un puñal con la hoja curva y extrañas filigranas en la empuñadura
—No lo permitiré. Mi mujer y mi hijo van a vivir los dos —respondí sin coger el arma.
Cuando sacamos a Meryem de mi coche, la trasladamos hasta el de los dos estudiosos del Apocalipsis. Intentaron una y otra vez poner en marcha el motor, pero todos los intentos fueron en vano.
La noche era fría y con el motor parado la calefacción del auto no funcionaba y mi esposa y el bebé, cuando saliera, necesitaban calor; por lo que decidimos cobijarnos en el portal de un edificio abandonado. Nada más tumbarla en el suelo, Meryem recuperó la consciencia debido a una nueva contracción.
—¡Ya está aquí! —gritó. No se había percatado de que no estábamos solos ni de que estábamos en un portal lejos del hospital.
El teólogo llegó con un par de mantas. No había notado que se había separado de nosotros.
—Toma. Las tenía en el coche. Nunca vienen mal unas mantas, por si acaso.
Con ellas tapamos a mi mujer e intentamos asistirla en el parto. No sabíamos como hacerlo, pero nos dejamos llevar por los instintos naturales.
Ella empujaba con todas sus fuerzas a la vez que gritaba. Cuando descansaba un instante para tomar aire de nuevo y empujar me decía llorando que la dolía como si la estuvieran arrancando las entrañas. Entonces otro empujón más y un nuevo grito. Aquel grito era diferente a los anteriores, no era de esfuerzo ni de un dolor físico normal. Era un grito desgarrador, como un aullido.
—¡¡¡AAAHHH!!! ME DUELE. SÁCAMELO. SÁCAMELO. ME ESTÁ MATANDO —gritaba mientras apretaba mi mano. La presión era tan fuerte que no podía soltarme. Si continuaba así me partiría los dedos.
Los gritos no cesaban y el dolor de mi mujer tampoco. Yo no podía ver lo que sucedía por allí abajo ya que Meryem me tenía cogida la mano con tal fuerza que no me dejaba separarme de su lado. Los dos eruditos se encontraban arrodillados entre sus piernas y parecía que tiraban de algo. De mi hijo.
—Empuje, que ya está acabando de salir —indicó el teólogo levantando un poco la cabeza.
—¡¡AAAHHH!! —El último grito de mi mujer me partió el alma al medio. Entonces la presión sobre mi mano se aflojó y pude separarme de ella e ir hacia el teólogo y su acompañante para ver a mi hijo.
—Ha matado a la madre —anunció el arqueólogo.
Yo supuse que el aflojarme la mano se debía a que ya no tenía que hacer esfuerzos para que saliese el bebé, pero aquel hombre estaba en lo cierto. Volví a colocarme a la altura de la cara de mi mujer; no respiraba. Le busqué le pulso pero fue inútil. Le hice la respiración artificial y el masaje cardíaco hasta que caí casi desfallecido. Todo fue en vano. Entonces, le presté atención al causante de aquella muerte. A mi hijo. Los dos eruditos estaban en lo cierto y aquella criatura era el hijo de Satanás y tenía que acabar con él.
—Dadme a ese hijo de puta que voy a matarlo y acabar con esto —les dije.
Para mi sorpresa, el arqueólogo tenía cogido al bebé y lo acunaba.
—Estábamos equivocados. No es el hijo de Satanás. Es una niña preciosa. Tantos estudios y horas de trabajo para nada. —El hombre me tendió a mi hija.
La cogí en mis brazos y dos emociones enfrentadas aparecieron en mi corazón. Una era el amor incondicional de un padre a su hija y otra el odio hacia el ser que me había arrebatado a mi esposa.
El arqueólogo y el teólogo se apartaron de nosotros varios pasos. Pude ver que el teólogo llevaba el puñal en la mano, pero no lo sostenía con gesto amenazante, si no con el fin de guardarlo en su funda.
Entonces la niña comenzó a llorar. Aquel llanto me comprimió el corazón. Un segundo después, el muro más cercano a los dos hombres que nos acompañaban se vino abajo aplastándolos. Varios disparos sonaron por la zona y una explosión se produjo en una fábrica nocturna que se encontraba a varias cuadras de distancia. Después la niña empezó a reír, aquella risa me trajo tal congoja que no podría describirla
—No puede ser verdad —murmuré a la vez que bajaba mi mirada al suelo con resignación. Allí vi el puñal del teólogo—. Tenían razón, Satanás se burla de la obra de Dios y la copia a la inversa. El Señor nos envió a su hijo para salvarnos y él nos envía a su hija para condenarnos.
No lo dudé un instante y coloqué a aquel bebé en el suelo, le quité la manta con la que lo habían tapado los estudiosos y levanté el cuchillo por encima de mi cabeza para acabar con la vida de la hija del demonio.

—Entonces cometí el mayor crimen imaginable —dijo Yusuf—. Han pasado dieciocho años y…
—¡Papá! —Se escuchó una voz juvenil proveniente de otra habitación de la casa—. Date prisa o llegaremos tarde. Una no cumple dieciocho años todos los días.
—Voy, Anwaar, hija mía. Han pasado dieciocho años y hoy quiero pedir perdón por cometer el crimen de condenar a la humanidad. Cuando aquella criatura me miró, no fui capaz de matarla.
»Nos cambiamos de ciudad y de país para alejarla (alejarme) de los recuerdos de la noche en que murió su madre. Hasta ahora solo ha provocado algún accidente cuando no se le concedía un capricho y se enfadaba. También provocó el tsunami de 2004, porque por su noveno cumpleaños no le regalé la mascota que tanto quería. Ahora, que está a punto de cumplir los dieciocho años, no sé qué sucederá, pero temo que libere toda la maldad que lleva en su interior. Hace dieciocho años no fui capaz de matarla y he condenado a la humanidad. Desde que nació, en mi familia hay una doble celebración: conmemoramos el nacimiento del hijo de Dio y de la hija de Satanás. Que el Señor me perdone.



– FIN –


Consigna: que la historia transcurra en época navideña.


sábado, 13 de diciembre de 2014

Buscando el poema


Por Ricardo José Vega.


Reviso muchas noticias...
 poemas subliminares
  cantares de  los mas lindos 
y anécdotas personales

para encontrar 
argumentos cutáneos o  viscerales
 que dejen al lector sonriente ...
o triste por tantos males 
que yo sepa 
con congoja  relatar...

y busco y no encuentro nada 
ni en mi alma ,  ni en mi mente...

Lo  que sale de mi pluma,  
es conversación de bares...
los comentarios triviales 
que se oyen en los cafés
goles de técnica alta  ,
deportivas heroicidades


o es futrica de comadres ...
chirridos graves y agudos,
 de  beatas parroquiales,

 o del grupo de mujeres
 que combaten a mordisquitos...
todas tienen venenitos
en los dientes

y así en las noches calientes
de tropico o Ramos Mejía
una dice yo lavo
pero no plancho
 otra …canto letanías
o :  yo  soy buena de cama …
y a porfía…
hay quien trina sobre ramas
haciendose pajarita

y antes de esconder la mano 
tira las  piedras redondas 
 sobre su hermano y hermana .

Yo que soy un  pistolero
que quiere un amor entero
de los que casi no existen...
busco una niña dulzona
que corra bien por la loma
mientras sus ropas desviste
que me grite :" alcanzame  Pajarón "  !!!
y corra tirando  alpiste !

Así al menos, por la Vida 
yo voy cantando y corriendo  
mientras busco aquel derroche  
de terciopelo funesto

que relumbre por la noche 
como un semidios que ha muerto !

sábado, 6 de diciembre de 2014

Las coplas


Por Ricardo José Vega.


LAS COPLAS


Las coplas son los cantares
que explican alma de pueblos…
la arena , es Tiempo …es Desierto
y tambien fondo de mares.
Si la copla sube en ancas
de un caballo del desierto
y va por las soledades
llevando canción de pueblo
que canta porque su raza,
está enraizada y no ha muerto ...
tendremos coplero y copla …
cantares, pueblo y desierto…
el Tiempo , que nos desdobla …,
la noche …el amor y el viento…
el pleno sentir que somos …
los mensajeros del Cielo.
...
Desiertos...pueblos y mares
Tiempo y noche...amor y viento
las coplas y los cantares...
los mensajeros del Cielo

lunes, 24 de noviembre de 2014

Un otoño para recortar y armar

Por Alejandra López.

A pesar de que sufrí mucho cuando papá falleció y yo tenía apenas cinco años, nunca me quejé de mi destino. Creo que recién ahí tuve la plena noción de que la muerte es para siempre. De que el “nunca más” es eso, nunca más.
Nunca más la mano de papá sostendría la mía en nuestras caminatas hacia la plaza, nunca más empujaría el columpio mientras yo le gritaba: “Más alto, hasta el cielo.”, entre risas y cosquilleos de panza. Nunca más me acostaría con él en la cama matrimonial mientras mamá lavaba los platos de la cena y nosotros dos leíamos. O más bien, yo miraba las imágenes de “Caperucita Roja” porque aún no sabía leer y él hojeaba el periódico.
El infarto llegó prematuro en una mañana de otoño, durante el desayuno lo vi agarrarse el pecho y luego cayó desplomado, arrastrando la taza de café con leche al piso. Muerto. Para siempre. Nunca más oiría sus palabras, su voz melosa con la que me decía “princesita”.
Sobrellevé mi infancia como pude, el dolor de la pérdida quedó siempre latente.
Años más tarde, cuando yo era adolescente, mamá formó pareja de nuevo y de esa unión nació mi única hermana: Calista.
Cosas de mamá que quiso ponerle un nombre que empezara con la misma letra que el mío: Cintia.
Mi relación con mi padrastro no era ni buena ni mala, no había relación. Esto se acentuó con el nacimiento de mi hermana. Ese hombre tenía solo palabras para la hija de su sangre. El hecho no me molestaba, a los que dicen que madre solo hay una, yo les digo que padre también.
Cuando terminé mis estudios secundarios, decidí seguir el profesorado de matemática.
Supongo que por el trato con mi pequeña hermana se me despertó la vocación de enseñar.
En mi juventud hubo algún noviazgo fugaz. Siempre tuve candidatos disponibles. Pero yo les encontraba todos los defectos: que si era celoso, que demasiado mamero, que muy haragán, que muy posesivo. En realidad, buscaba al hombre “ideal y perfecto”, como la imagen que me quedó de mi padre.
La vida me volvió a pegar un cachetazo cuando tenía veinte años. No recuerdo por qué esa vez acepté irme de vacaciones con mi familia si casi siempre se iban ellos solos y yo me quedaba con mi madrina.
La cuestión es que ese verano partimos los cuatro hacia la playa. Pero no llegamos. Me contaron que un camión se nos quiso adelantar en la ruta, nos rozó, nuestro automóvil volcó y se prendió fuego.
En el accidente murieron mi madre y mi padrastro. Calista fue arrojada a varios metros del vehículo. Salvó su vida, pero por el traumatismo quedó ciega.
Yo sobreviví gracias a la ayuda de otro automóvil que paró a auxiliarnos. Un hombre se arriesgó y me sacó del coche envuelta en llamas.
Así que ahora entendí que no solo la muerte física es para siempre. Uno puede perder otras cosas para siempre. En mi caso, quedé renga por las tres cirugías que tuve que enfrentar para no perder la pierna derecha. Y mi cara está llena de cicatrices que poco pudieron disimular los médicos, la piel apergaminada por las quemaduras.
Sentí ganas de morir cuando me vi al espejo. Sentí ganas de morir con cada paso cojo que daba. Me enojé mucho con ese señor entrometido que se quemó los brazos para sacarme del auto. Quién lo habrá mandado, no hay derecho a cagarme así la vida, pensé.
Pero luego noté que las manitas de Calista tanteaban mi cuerpo y se detenían a acariciar mi cara. Inclinó su cabeza contra mi pecho y alguna fibra de mi ser, me dijo que yo era lo único que le quedaba a esa niña. Que ¡oh, designios misteriosos de la vida!, además de unirnos una misma consonante al inicio de nuestros nombres, nos unía la orfandad. Yo tenía cinco años cuando perdí a mi padre, y ella con cinco años los perdió a los dos, además de haber quedado ciega.
Me repuse como pude, con la ayuda de mi madrina que me sostenía en el dolor.
Me fijé una única meta: que Calista sufriera lo menos posible.
Por las cirugías, me demoré en la carrera. Me recibí a los veintisiete años. Para ese entonces había recorrido un sinfín de especialistas que desahuciaron a mi hermana, quedaría ciega para siempre. Ya habían pasado cinco años desde el accidente. Y si alguien cree que uno se acostumbra, está equivocado. Simplemente se carga la mochila al hombro y sigue viviendo con ella a cuestas.
Calista se había vuelto mustia, apagada. Íbamos las dos por separado a realizar tratamiento psicológico. Yo pude sobreponerme un poco porque la niña era ahora mi responsabilidad. Pero ella no progresaba, estaba siempre encerrada en su mutismo a pesar de que iba a una escuela especial y yo invitaba a sus compañeras a casa. En su cumpleaños número diez, me dijo que no quería recibir gente. Le pregunté la razón y  me dijo que no le gustaba escuchar el timbre de la puerta   cuando los padres venían a buscar a sus compañeras. Que cada timbrazo le sonaba a “Somos los padres de..., vos no tenés padres”.
Cuando me recibí de profesora de matemática, empecé a ejercer enseguida. Tenía los cursos de alumnos más pequeños, y  me di cuenta de que mi fortaleza a veces es una cáscara. No pude soportar las miradas escrutadoras de mis alumnos ni que me preguntaran por enésima vez qué me pasó en la cara o por qué caminaba así. Tampoco pude tolerar que algunas madres que esperaban a sus párvulos a la salida, me observaran con asombro o compasión, o con asco en el peor de los casos.
Cierto día me demoré en el patio de la escuela conversando con una colega. Cuando entré al aula los niños estaban muy alborotados y empezaron a correr hacia sus asientos. Pude escuchar que algunos decían: “¡Cuidado, ahí viene la bruja!”, “¡Cuidado que entró Freddy Krueger!”.
Sentí un latigazo en mi ya baja autoestima y hablé con la directora del establecimiento. Fue muy comprensiva y me consiguió un cargo en el turno vespertino para trabajar con adultos.
Tenía la esperanza de que fueran más comprensivos o disimulados que los niños.
Era un grupo de unas quince personas grandes. Si sintieron aversión o curiosidad, lo disimularon muy bien. Siempre me trataron con respeto y cordialidad. Las edades eran variadas, iban desde los veinte a los cincuenta y cinco años. Y las razones por las que habían comenzado o retomado los estudios eran diferentes.
Los más jóvenes necesitaban el título para trabajar o comenzar una carrera universitaria. Los mayores, lo hacían para llenar el vacío de sus vidas o porque los hijos los animaban a hacerlo.

A partir de ahora seguiré hablando de mí en tercera persona, porque pienso que así se  pueden disfrazar los sentimientos y el caos que se desató en mi vida.
En el comienzo de este relato, Cintia Abril estaba atravesando una etapa dolorosa donde el pasado y el presente eran lúgubres.
Su tiempo se repartía entre el trabajo y su hermana ciega. No tenía otros intereses ni amigos, y mucho menos una pareja. Sentía el vacío y la desazón de no formar una familia. Pero también pensaba que ya había tenido una y ahora todos estaban muertos, excepto la pequeña Calista.
A veces la llamaba por teléfono Damián, el hombre que había salvado su vida. Era solitario, separado y con dos hijos que estaban al cuidado de la madre. Damián se dedicaba a su negocio: un vivero a pocos kilómetros de donde vivía Cintia. Una tarde la invitó a tomar un café y le regaló un imponente rosal amarillo. Cintia encontró en él lo más parecido a un amigo.
Sin saber cómo, poco a poco, un alumno suyo comenzó a formar parte de sus pensamientos. Había seis varones en su curso, y Mario Puente la turbaba. Cintia le calculaba unos cuarenta años. Era muy atractivo, con su piel morena, sus ojos marrones verdosos y la mirada gatuna que le escrutaba atrevidamente el escote. Su sonrisa era cautivante con esos hoyuelos que se le marcaban a los costados de la boca cada vez que mostraba los dientes blanquísimos. Siempre era amable con ella, borraba el pizarrón y le regalaba golosinas. Lo malo era que Cintia lo veía juntarse con frecuencia con Pablo Ramirez, un alumno joven, de veintitantos años. Así como la mirada de Mario le provocaban sentimientos que la hacían sentir una mujer normal; la mirada de Pablo le parecía soberbia, amenazante. Pablo era un alumno conflictivo, siempre hacía acotaciones tontas e interrumpía las clases con preguntas al solo efecto de molestar. Se juntaba con Mario en el recreo, hablaban vaya a saber de qué y se reían.
Un día, cuando Cintia entró al aula, se le cayeron un par de carpetas. Mario se apresuró a recogerlas, adentro puso una nota y se aseguró de que ella viera el gesto.
Una hora después, en sala de profesores, leyó la nota: “Me pareces una mujer muy interesante e inteligente. Me gustaría compartir una charla con vos en algún café. Este es mi número de celular…”.
Podríamos decir que la nota la tomó un poco por sorpresa. Era cierto que él coqueteaba con ella, pero nunca pensó que se atrevería a proponerle una salida.
Esa noche daba vueltas en la cama con la nota arrugada entre sus manos como una colegiala.
Al día siguiente llamó por teléfono a Damián y le contó lo de la nota:
—Te considero mi único amigo, no sé qué hacer.
Damián mantuvo un largo silencio a través de la línea, hasta que dijo:
—Hacé lo que te dicte tu corazón.
—Gracias, Damián. Te quiero.
—Yo también te quiero, Cin. Pero… una cosa…
—¿Sí?
—Tené cuidado.
—¡Claro! Ya soy grande, ¿eh?
—Perdón, a veces digo pavadas.
Cintia rió:
—Nada de pavadas. Te pedí consejo y me lo diste.
—¡Suerte, Cin!
Más tarde, tímidamente, Cintia llamó a Mario. La atendió con mucha amabilidad y decidieron encontrarse después de clases, en un bar que quedaba bastante retirado de la escuela. No querían que nadie del establecimiento los viera. Charlaron como si se conocieran desde mucho tiempo atrás. Él no mencionó nada sobre su renguera y sus cicatrices.
Le contó que vivía solo, que su familia era del norte y que lo habían dejado de lado porque era alcohólico. Que vino a la ciudad con poco dinero, lo contrataron en una panadería, asistió a un grupo de autoayuda y pudo dejar el alcohol. Ahora quería estudiar para conseguir un empleo mejor y así poder salir de la pensión donde vivía.
Cintia lo escuchaba mientras daba pequeños sorbos al café que se estaba enfriando.
De repente, le dijo mirándola a los ojos que le gustaba. Que no sabía cómo se fue enamorando de ella, de su sonrisa triste, de su sensibilidad.
Cintia sintió un estremecimiento. Se produjo un silencio que interrumpió Mario pidiendo la cuenta al mozo.
Salieron a la calle donde ya soplaba una fresca brisa otoñal. Empezaron a caminar por el suelo crujiente de hojas. Así, en silencio, caminaron tres cuadras. Mario se detuvo en la puerta de un hotel. Le tomó la mano, la miró y le dijo: “Si no queres, no hay problema. Yo te espero”.
Y no tuvo que esperar, Cintia atravesó con él la puerta del hotel. Hacía años que no sentía los besos y las caricias de un hombre. Todo su ser vibró y se entregó sin cuestionamientos. Solo se dispuso a disfrutar. Él sabía cómo hacerla gozar, y ella gozó. Con dulzura, con delicadeza. Más tarde con desenfreno, con pasión. Luego de alcanzar varias veces el éxtasis, se vistieron. El sostén estaba inutilizado, Mario había cortado los breteles en un arrebato de pasión. Quedó sobre la cama,  como atestiguando el encuentro.
Él la acompañó hasta las cercanías de su casa y la saludó con un beso tierno en los labios hinchados.
Cuando Cintia entró, Calista ya estaba durmiendo junto a su madrina que se había quedado a cuidarla. “Tenemos una cena por reunión de trabajo”, fue lo que le dijo a la madrina para que esa noche cuidara a su hermana.
Después de muchos años, Cintia sintió que la vida podía volver a ser digna de ser vivida. Y con una sonrisa, se acostó a dormir.
Al otro día se puso su ropa más bonita, se maquilló y peinó con cuidado y agregó unas gotas de perfume sobre su piel. Ya no le interesaba si alguien se daba cuenta de que estaba enamorada. Ella tenía derecho y no debía rendirle cuentas a nadie de sus actos.
Entró al aula, altiva y sonriente. La sorprendió ver que todos los alumnos estaban de pie rodeando a Mario que le decía a Pablo: “¿Y? Dale pagá, gané la apuesta”.
Cuando la vieron, todos se fueron a sentar entre risas y murmullos.
Una señal de alerta se encendió en Cintia y no sabía por qué. Empezó a sentirse como aquella vez que la llamaron “bruja” o “Freddy Krueger”. Hasta que miró su escritorio y comprendió, el sostén que había quedado la noche anterior sobre la cama del hotel, ahora estaba ahí, a la vista de todos.
Sintió que se le cortaba la respiración, que las piernas no la sostenían. Dio media vuelta y salió del aula lo más rápido que pudo. No se detuvo cuando oyó que la directora la llamaba, quería desaparecer de la Tierra.

Dos meses han pasado desde aquel episodio. Ahora estoy esperando con Calista que nos llamen para abordar el avión.
Damián vino a despedirnos al aeropuerto. Mi madrina, no. Dice que no le gustan las despedidas.
En París nos espera el mejor especialista del mundo que va a operar a mi hermana. Dijo que tiene altas chances de recobrar la vista. Conseguimos que nuestra cobertura social se haga carga de los gastos de la operación. Damián (¡qué buen tipo!), nos ayudó con los pasajes y la estadía.
Ya nos están llamando para embarcar, y allá vamos. Porque la ilusión es el mejor alimento para el alma, el ser humano no puede vivir sin ilusiones.
Calista busca ansiosa mi mano, yo se la sostengo con fuerza.


– FIN –


Consigna: Redactar un melodrama, en el que los aspectos sentimentales, patéticos o lacrimógenos de la obra se exageren con la intención de provocar emociones en el lector. El trabajo debe llevar como título "Un otoño para recortar y armar". Tres de todos los personajes que crees, deben llamarse Cintia Abril (mujer de unos treinta años), Mario Puente (hombre de unos cuarenta) y Calista Martínez (niña de unos diez años). La historia tiene que estar relatada desde el punto de vista de la mujer


UN OTOÑO PARA RECORTAR Y ARMAR

Por Adrián Granatto.

1
Otoño es la época del año que más me gustaba. Adoraba ir al parque con papá y juntar hojas y hacer collages. Papá les daba forma de animales o personas; y a otras, las más secas, las estrujaba dejándolas caer como papel picado en la plasticola. Quedaba un efecto muy bonito. Y como broche de oro, escribía mi nombre en una de las esquinas: Calista Martínez. Y hacia una floritura en la zeta, un trazo largo que revoloteaba alrededor de mi nombre, encerrándolo en un globo, del cual salían zarcillos que se enredaban en sí mismos.
Pero ya no lo hacemos.
Luego del accidente, las cosas con papá cambiaron mucho. Encerrados en la casa, él se pasaba horas mirando cajas de zapatos llenas de fotografías en blanco y negro, y con los bordes amarillentos, mientras que yo, luego del susto inicial, trataba de adaptarme a la nueva situación.
En las fotos se los veía a papá y mamá felices, capaces de llevarse el mundo por delante. Pero no hay que dejarse engañar: la felicidad no es algo que se pueda fotografiar. La felicidad es un estado anímico, una mezcla de hormonas y endorfinas que nos llevan a un estado de gracia que, comúnmente, llamamos amor o felicidad. Es lo mismo que drogarse… más o menos.
En el resto de las fotos estoy yo de bebé, una cosa pequeña, arrugada y fea. Supongo que está mal que diga eso de mí misma, pero es la verdad: en ese tiempo era fea.
Al principio me quedé con papá, tratando de hacerle entender lo que ocurría. Si yo, una nena de diez años, lo comprendía ¿por qué él no? Si con sólo mirar a nuestro alrededor la conclusión era evidente: el aire, los colores y olores se habían vuelto insustanciales; y lo que antes llamábamos normalidad, ahora no tenía nombre.
Estábamos muertos, y él no quería aceptarlo.


2

El tiempo se volvió obsoleto para nosotros. No envejecíamos, no teníamos hambre, calor o frío, y menos que menos asuntos de índole fisiológica. Tampoco me sentía como un fantasma, o con la idea que tenemos de ellos, seres pálidos que flotan y traspasan paredes. Teníamos consistencia, aunque no la suficiente como para poder ser vistos por los vivos. Era como si la luz se reflectara en nosotros y nos hiciera invisibles. Y podíamos agarrar cosas sin problemas. Pero lo de traspasar paredes… lamento decirles que es un puto mito que aprendí de la peor manera: golpeándome contra la pared de mi cuarto, y ganándome un chichón en la frente en el proceso. Y dolió.
Capaz alguno de ustedes se asombre con el léxico que utilizo, y piensen que no concuerda con el de una nena de diez años. Pues bien: ¿saben ustedes lo aburrido que puede ser esto? No hay muchas cosas que hacer siendo un fantasma, a no ser que se te dé bien eso de andar asustando gente. Por mi parte, descubrí que me gustaba la lectura; y en todos estos años (ya no sé cuántos, dejé de contar al llegar a los cien) me entretuve yendo a las bibliotecas de la ciudad. Y fue en una de esas bibliotecas donde ocurrió lo siguiente…


3
En las bibliotecas se pueden encontrar dos clases de cosas: fantasmas y gente tímida.
Si alguna vez vieron un libro caerse de un estante, o se les volcó la bebida sin motivo aparente, o lo que es peor: sintieron una respiración detrás de ustedes, no les quepa ninguna duda de que fue un fantasma.
El aroma de los libros actúa en ellos como una feromona, atrayéndolos. Y otra cosa que les gusta de las bibliotecas es el silencio, cortado por el sonido de las páginas pasándose.
Y por el otro lado tenemos a los tímidos, que encuentran en los libros un escape de su vida monótona, y los adentra en la aventura sin riesgos.
Cintia Abril era una de esas personas. Rubia, alta y desaliñada, portaba unos anteojos demasiado grandes para su rostro. Llegaba a primera hora de la mañana y no se marchaba hasta bien entrada la tarde. Su lectura preferida eran los clásicos, aunque alguna que otra vez la había visto husmear en la literatura erótica. Andaría por los treinta años, más o menos, y se notaba a la legua que le gustaba el empleado de mostrador, un hombre atildado de escaso cabello, y vestido siempre de riguroso traje oscuro. Llevaba escrito su nombre en un prendedor dorado: Mario Puente.
Mario pasaba sus horas buscando libros para los clientes, y armando fichas de identificación. Y al terminar el horario de atención, recogía los libros olvidados en las mesas y los devolvía a su lugar. Si había reparado alguna vez en Cintia, no parecía notarse. Mayormente rehuía el contacto visual, y mantenía la vista fija en el monitor mientras hablaba. Una lástima porque tenía unos impresionantes ojos celestes, igual que ella.
Después de varias semanas observándolos, pensé que sería interesante ver qué sucedería si ambos mundos colisionaran.


4
Las cosas en casa seguían igual. Papá no se levantaba del sillón ni para cagar (una forma de decir, ustedes me entienden), y no decía palabra. El ambiente a su alrededor era deprimente, y las cajas de fotos seguían allí.
Así y todo, todas las noches me sentaba frente a él y le contaba mi día. Por eso, cuando llegué aquella noche y le comenté lo que tenía planeado, me sorprendió al ponerse de pie de un salto, y en el proceso golpear una de las cajas y desparramar las fotos en el parquet.
—¿Sabías —dijo— que a tu madre la conocí en una biblioteca?
—No sabía… —respondí mientras recogía las fotografías y las volvía a meter en la caja.
Pero papá no dijo más nada y volvió a dejarse caer en el sillón.


5
Volví al otro día a la biblioteca sin ningún plan en mente. Todavía faltaba una hora para el horario de apertura, pero Cintia se encontraba sentada en los escalones de entrada, leyendo un libro de bolsillo.
Me senté al lado de ella y su sombra tembló levemente. Cintia se removió y empujó sus lentes a lo alto de la nariz. Del otro lado de la calle había un local de comidas rápidas, y dentro de él vi a Martín desayunando. Sin pensarlo demasiado, me acerqué a Cintia y le murmuré al oído:
—¿No te gustaría tomarte un café?
Automáticamente, Cintia levantó la cabeza y miró hacia el local. Se levantó, desperezándose,  y bajó las escaleras. Estaba por seguirla cuando alguien me tomó del brazo y me dijo:
—No es buena idea.
Era una mujer enorme y oscura como el chocolate. No parecía enojada.
—Además —dijo sin soltarme el brazo—. No podemos implantarles ideas a los vivos. Está mal.
—Yo… no sabía —logré decir.
Estaba shockeada. Era la primera vez que interactuaba con otro de mi especie. Aunque me he cruzado con varios fantasmas, pronto aprendí que rehúyen el contacto con los demás, a no ser que lleven parentesco. Hasta yo misma, antes extrovertida, ahora suelo ser huraña.
—¿Qué le dijiste? —me preguntó la mujer. Su mano me apretaba con fuerza, una sensación que hacía tiempo que no sentía.
—Le dije si no le gustaría ir a tomar un café. ¿Te molestaría soltarme? Me estás lastimando.
La mujer no me soltó, pero aflojó la presión. Mirándola bien, no parecía un fantasma. Todo su contorno brillaba y latía.
—No es conveniente que hagas lo que piensas hacer —dijo—. Se puede crear un bucle. Y eso no es bueno.
—No entiendo —dije—. ¿Qué es un bucle?
—Una repetición tras otra. Un sinfín.
—Pero yo no quiero hacer una cosa de esas —le expliqué—. Yo  sólo quiero hacer de Celestina.
—El problema es que ya lo has hecho. El primer rizo del bucle eres tú.


6
Miré a la mujer sin entender lo que decía. ¿Yo un bucle? ¿Un bucle de qué? Y seguía sin soltarme el brazo.
—No sé de qué me estás hablando.
—Es normal. Los que están dentro del bucle ignoran que están en un bucle. Es física pura.
—Pero yo no estoy en ningún bucle —le expliqué.
—Sí que lo estás. Te vengo observando hace años, siempre repitiendo una y otra vez el proceso para que tus padres se conozcan. Y lamento decírtelo, pero eso no cambiará nada. Morirán como mueren todos.
—¿Qué? Ellos no son mis padres. Mi papá está en casa sin hacer nada; y mamá, después del accidente, eligió seguir la luz. Yo me quedé ayudando a papá a salir de debajo del auto; y cuando lo logré, la luz se había ido. No pudimos seguirla. Y aunque gritamos y papá rogó, la luz no volvió.
—No pudo volver porque en ese momento creaste el bucle. Capaz no conscientemente, pero desde ese momento quedaron atrapados aquí.
—Es una locura —reí—. Estás equivocada. Mi papá se apellida Martínez, como yo. Y aquel hombre se apellida Puente.
La mujer me soltó el brazo y se sentó en los escalones. Pude haber huido, pero no lo hice. Algo me lo impedía: quería saber más.
—¿Y si te dijera que ese hombre que en estos momentos está en tu casa no es tu verdadero padre? Tu verdadero padre está ahora allí enfrente, sentándose a la mesa con tu mamá. Va a pedir otro café, por más que ya se haya tomado uno antes.
—No es verdad… —dije, pero dudaba. Y de pronto me acordé de algo—. Mi papá me contó que conoció a mi mamá en una biblioteca.
—Y es verdad. Tu mamá conoció a ambos en una biblioteca porque allí se pasaba todo el día. Tu verdadero padre, Mario Puente, murió a poco que nacieras. Un paro cardiorrespiratorio. Era un hombre mayor. Y al tiempo apareció Roberto Martínez. Más que nada fue una necesidad urgente de tu madre. En aquella época no estaba bien visto ser madre soltera. Martínez se hizo cargo y te quiso como propia. ¿No te diste cuenta que vos y Mario tienen los mismos ojos?
Sí que me había dado cuenta, pero no había relacionado. ¿Y cómo hubiera podido?
—Pero si me estás diciendo la verdad, ¿por qué no funcionó hacerles conocerse nuevamente?
—Porque nada se repite, ni siquiera el amor. Sería imposible que las cosas se den de la misma forma y en los parámetros necesarios para llegar a tu concesión. Y en tu insistencia por lograrlo, creaste el bucle. Y en ese bucle atrapaste a tu otro padre.
—¿Y la solución es?
—Que no te acerques a ellos. Eso debería deshacer el bucle en poco tiempo, y tú y Martínez tendrían la oportunidad de ver llegar la luz.
—¿Y cómo sabría que no sigo en el bucle, si ni yo misma sé que estoy en uno?
—No sé. Es complicado.


– FIN –


Consigna: Redactar un melodrama, en el que los aspectos sentimentales, patéticos o lacrimógenos de la obra se exageren con la intención de provocar emociones en el lector. El trabajo debe llevar como título "Un otoño para recortar y armar". Tres de todos los personajes que crees, deben llamarse Cintia Abril (mujer de unos treinta años), Mario Puente (hombre de unos cuarenta) y Calista Martínez (niña de unos diez años). La historia tiene que estar relatada desde el punto de vista de la niña