domingo, 30 de julio de 2023

Todo queda en casa

Cuando recobran el conocimiento siempre les ocurre lo mismo. Antes de abrir los ojos lo primero que les sobreviene son los olores. Son aromas conocidos, que sus mentes confusas reconocen al instante. Huelen la humedad, adherida a sus fosas nasales, como un ser vivo correoso e informe. Huelen el hormigón, y en sus bocas pastosas, embotadas, se instala un sabor desagradable. Huelen al moho, extendiéndose en los pulmones, en una conquista de esporas invisibles… Es entonces cuando con dificultad van abriendo los parpados, pesados. Un  leve haz luminoso penetra en sus pupilas, pero una fosca envuelve las imágenes, que se moldean y cambian a su antojo. Les cuesta unos minutos hasta que sus cerebros consiguen aclarar la situación. Los ojos, nerviosos, se mueven de un lado a otro, en una periferia que abarca hasta donde sus cabezas pueden girarse… Descubren donde están. Una fábrica abandonada. Desde sus posiciones en el suelo pueden observar las poleas, las cintas transportadoras, las enormes máquinas y motores. Pero todo está en desuso, el tiempo ha ido apropiándose de cada rincón, las sombras pintan el silencio de ruidos inconexos. Hasta que sus ojos me ven… Intentan gritar, pero la mordaza es fuerte. El golpe es seco, certero, justo entre la sien y el lóbulo temporal.

 

El vertedero tiene un hedor tan penetrante que aunque te duches varias veces aún perdura el estigma de la putrefacción en la piel. Miro mi reloj: las 7.45… Ahora recapacito. No tenía que haberme echado las mechas, pero mi peluquera es una pesada. Cuando salga de este apestoso lugar tendré el cabello hecho una porquería. Dinero tirado.

−¡Inspectora Guardado, ha aparecido un trozo más!  

Es el agente Gutiérrez, de la científica, sobre un montón de desperdicios. Un gilipollas. Tiene entre las manos una pierna, por su morfología, femenina. Está en proceso de putrefacción. Miríadas de moscas revolotean alrededor, el imbécil intenta apartarlas de su cara con su mano libre. El olor es tan fuerte que traspasa la mascarilla. El miembro tiene pegado por la parte seccionada trozos de basura.

−¡Métela en su bolsa correspondiente y la pones junto a las otras partes!

Es la tercera porción del cuerpo que la científica encuentra… Esta mañana, poco antes de las 6 de la madrugada mi móvil comenzó a vibrar como un poseso sobre la mesilla de noche. El comisario Andrade me habló de mala hostia, yo le contesté de igual forma. Cosas de la falta de sueño y el primer café…« Nuevas partes amputadas de un cuerpo, dijo». El quinto en cuatro meses, siempre en lugares distintos. Un operario al iniciar sus labores con la excavadora halló el macabro incidente. Un torso, un brazo. Un factor común, a todas las victimas les falta la cabeza.

 

 

A pesar de su inconsciencia apenas noto el peso de su cuerpo. Sus cabellos se han echo a un lado dejando ver parte de su rostro. Es una chica bonita. Una costra de sangre seca se le ha acumulado en la sien. Pero respira, eso es bueno. Por un momento pensé que el golpe había sido fatal… La fábrica parece un animal dormido, cómplice  de mis desvelos nocturnos. La cargo en la parte de atrás de la Westfalia, y tras asegurarme de que no hay nadie manejo hasta mi casa del bosque. La vivienda se halla en un coto privado de caza, en lo profundo de la masa forestal. Un lugar alejado de la civilización y solo transitado cuando levantan la veda para la cinegética… Antes de aparcar el vehículo en el garaje le quito la matrícula falsa y las fundas de los neumáticos. Consejos efectivos… 

Tardé en construir el sótano más de un año. Sus paredes insonorizadas ayudan mucho. No tengo porque contenerme… Deposito a la chica sobre una mesa de metal y la ato con correas de pies y manos. No puedo evitar que mis recuerdos me lleven al principio…

 

Cuando llego a comisaria tengo que aguantar las bromas de turno de los petardos de las oficinas. Vertí sobre mi ropa casi un frasco de colonia y restregué con tanta fuerza mis manos que tornaron en un color rojizo. En vano, el hedor a podredumbre aún perdura en mí.

−¿Qué nuevo perfume usas, Guardado? –Dice López con una sonrisa estúpida.

−¡Eau de cochon, la nueva fragancia natural! –Apunta su colega.

−¿Por qué no os vais los dos un poquito a la mierda?... Parra… López…

−¡La mierda ya la traes contigo, jajajaja!

−¡Gilipollas! –Sentencio y me encierro en mi despacho tras un portazo.

El día transcurre entre legajos de papeles e informes. Me siento agobiada por el Comisario que quiere avances con el caso “Del Tablajero”, como lo ha bautizado. No entiende que no exista ni una sola prueba. Tengo que aguantar su arenga, sus despropósitos, poniéndome de inútil y vaga. Aún puedo escuchar sus alaridos por el pasillo… Mi compañero Fer me trae un café aguado de la máquina. Creo que esa jodida máquina está ahí desde que construyeron el edificio. Noto como me sonríe y como no puede evitar que sus ojos azules se fijen en mis pechos. Me pone cachonda y pienso en Borja empotrándome contra la mesa mientras lo hacemos, estoy deseando largarme de aquí y empezar mi semana libre… Fer sigue sonriéndome, con esa cara de bobo que ponen los tíos cuando están encoñados y harían cualquier cosa por una mujer, seguro que está medio empalmado… Quizá algún día me lo tire.

 

Aquel niño siempre volvía los veranos a pasar las vacaciones al pueblo. Era esa clase de personas que te caen mal sin que hubiera un motivo exacto. Estuve dos noches sin dormir pensando en cómo hacerlo. Mis insomnios me recompensaron con una idea. No iba a resultar complicado. Aquel chaval, a pesar de ser de ciudad parecía cortito, sin muchas miras…

Lo cité en la vieja almazara abandonada. Al llegar se extrañó que no hubiera nadie más. El día anterior le dije que habíamos quedado un grupo de chicos para jugar por el molino, que se animara, que lo pasaría bien. Que no se arrepentiría. Que dentro de poco llegarían los demás.

A mi señal lo llevé por los oscuros pasillos que conducían a la bodega. A pesar de que la actividad comercial había cesado desde hacía años aún quedaban algunos motores, tornas y aparejos para la fabricación del oleo. Incluso debajo del suelo, había enormes vasijas de barro para conservar el aceite. Algunas de esas ánforas tenían restos de borra y aceite… Cuando llegué a los depósitos me detuve y lo miré a los ojos.

−¿Quieres ver el interior de los contenedores? –Le propuse poniendo voz de suspense.

−¿No es peligroso?

−¡Anda ya, será divertido!

Con algo de esfuerzo aparté la tapadera. Un fuerte olor a oleo rancio nos hizo retroceder. Después de unos segundos nos asomamos a la oscura abertura. El chico miraba ensimismado, absorto en el abismo. Ni se percató cuando le empujé. Puedo decir que luchó, su pequeño y enclenque cuerpo intentó salir a flote. Pero aquel líquido oleaginoso lo engullía, lo arrastraba. Sus ojos inyectados en pánico me miraban implorantes, solo obtuvieron por respuesta mi sonrisa cínica… Fue fácil convencer al pueblo que había sido un accidente, un desgraciado incidente…

 

La casa me recibe con un fuerte olor a lejía. Me gusta la pulcritud, el orden, la meticulosidad de cada paso. Echo un rápido vistazo. Las luces están encendidas, pero no hay nadie en la planta de abajo. Me acerco hasta las escaleras que dan acceso al piso superior. Todo tranquilo. Escuchó un ruido. ¡El sótano!

Bajo muy despacio los escalones, la luz está encendida. Al descender el último peldaño la veo…

 

Voy desnudando poco a poco a la mujer, ella se resiste. Puedo ver el miedo en sus pupilas, el pánico a que abuse sexualmente de su hermoso y terso cuerpo. ¡Qué equivocada está! Sus estrechos orificios no serán profanados por ninguna parte de mi anatomía. La despojo de la ropa porque así es más fácil… Extiendo un gran plástico en el suelo, cubre toda la superficie de la mesa. La chica puja por librarse de sus ataduras, gimotea. Me está poniendo nervioso. Para no escucharla más me acerco hasta mi plato technics y pongo el vinilo de la primera sinfonía de Mahler, Titán. El primer movimiento siempre me pone los pelos como escarpias. Los violines in crescendo, los clarinetes dibujando extrañas travesuras sobre la partitura… ¡Alto, un ruido en el piso de arriba! Atrapo entre mis manos un martillo de carpintero.

 

 

Al principio la muchacha no se percata de mi presencia. Está tan aterida que no es consecuente con lo que la rodea, solo con lo que la tiene aterrorizada. Tiene una mordaza que la aprieta la boca y está atada a la mesa metálica de pies y manos. Su cuerpo desnudo es hermoso, está perlado de sudor. Cuando me ve puedo percibir en sus ojos llorosos un halo de esperanza. Ha visto mi placa en la solapa de mi traje. Intenta avisarme del peligro con fuertes golpes de cabeza, la mesa tiembla. La música de Mahler es de mis favoritas, suena por toda la habitación acolchada…

−¡Hola cariño! –Puedo ver primero la estupefacción en la mirada de la chica, después, tras asimilarlo en su cerebro confuso, el horror sin fronteras−. Anda, suelta eso, por favor. –Señalándole  el martillo en sus manos.

−¡Ey, hola, llegas pronto! Me habías asustado. Aún estaba con los preparativos. –Contesta desde un rincón de la sala y sintiéndose un poco estúpido al depositar la herramienta sobre el suelo. Hoy está guapísimo.

La mujer intenta gritar, farfulla entre la mordaza que hiere sus labios. Me acerco hasta ella y acaricio su larga melena pelirroja. Ella aparta la cabeza violentamente. Arquea su cuerpo hasta levantarlo, en vano, vuelve a desplomarse.

−¡La primera y la última vez que abandonas los restos en un basurero! ¿No entiendes que es un lugar asqueroso? Admiro tu minuciosidad. A penas dejas rastros y si los hay, aunque sean leves, me encargo de que desaparezcan… ¡Pero hacerme ir a un vertedero, joder Borja!

Él me mira serio. Le ha dolido mi reprimenda. Resopla un par veces antes de acercarse a mí.

−Querida mía –comienza con una voz que se asemeja más a un susurro−. ¡Qué gran malestar me embarga ahora! No fue mi intención causarte ese mal trago. Solo seguí las pautas para no darles un patrón determinado. Se están acabando los lugares… El río… El arcén de la carretera comarcal… Los campos de trigo… El pozo…

Se separa unos metros y va hacía un pequeño carro con ruedas tapado con una lona.

−¡Quiero recompensarte! Por todas esas molestias causadas y de las cuales me siento profusamente avergonzado. ¡Te dejaré elegir los instrumentos de tortura! –Eso lo dice con decisión firme, mientras destapa el carro. Me reconforta.

Puedo percibir el horror extremo en los ojos de la chica, se queda paralizada. Su piel se ha vuelto pálida, se está meando encima…

Desde una estantería, a la espalda de la muchacha, silenciosas en su mar de formol, nos observan cuatro cabezas humanas perfectamente diseccionadas…

 

 

 

Consiga: En un máximo de cuatro hojas de Word, escribe en la plantilla predeterminada un relato del género que quieras, valiéndote de esta premisa:

Alguien, poco a poco recupera el olfato, y con él los olores conocidos: a humedad, a

hormigón y a moho. No tarda en darse cuenta de dónde se encuentra: una fábrica

abandonada.

Por: Gato negro

Campamento de canallas

La idea era estupenda. Aunque me preocupaban dos cosas: el calor insoportable de Malargüe en verano y que el equipo de producción no estuviera a la altura de las circunstancias. Se rumoreaba que ciertos participantes estaban insatisfechos con el contrato y que no respetarían las pautas del show. Y si eso pasaba, el efecto dominó  sería desastroso. No solo estaba en juego mi prestigio como director sino también una sustanciosa inversión familiar. Por eso mi psoriasis. Me había pasado el lunes entero ajustando detalles y discutiendo con productores ejecutivos, técnicos y guionistas. El martes, un día antes del comienzo del rodaje, llegó mi salvación. El grupo de psicólogos y coachs especialistas en criminología. Su presencia era fundamental para orientarnos, iluminar a los guionistas y hacer observaciones en cámara, pero sobre todo para contener a los diez desequilibrados que serían las estrellas del programa.

«Campamento de canallas – Tercera temporada», se esperaba que fuera un éxito, al igual que sus antecesoras. La receta era tan genial como volátil: se insertaba un puñado de sinvergüenzas en un paisaje agreste y se los hacía competir entre sí a cambio de una suma de dinero.  El inconveniente era que había que velar por que no se mataran. Por tal motivo, este año, la producción mantendría a los más peligrosos bajo medicación psiquiátrica. En la temporada anterior, un incidente casi acabó con el proyecto. Que no hubiera trascendido el desmadre legal desatado a raíz de las complicaciones de salud del padre Santoro tras ser atado con alambre y escondido durante tres días en lo más recóndito de la selva misionera, se debía al bufete de abogados del canal. Se necesitaron maletines repletos de billetes para compensar el asunto. Al final, un ganador se erigió con el trofeo. Un argentino, porteño, manipulador de pura cepa, alzó triunfal el lingote de oro. ¿Y no era eso lo que esperaba la audiencia? Claro que sí, la audiencia esperaba grandes dosis de miseria humana. Lo mismo que en un circo romano, incluyendo hienas, leones y mártires.

 

El ómnibus con los participantes arribó al set el miércoles a las diez de la mañana. A través de las ventanillas panorámicas, la reserva natural Caverna de las Brujas parecía un paisaje marciano aplastado bajo el yugo de un sol monstruoso. Era un lugar inhóspito que no parecía diseñado para la supervivencia humana. La dispersión de rocas iba de menor a mayor formando un anfiteatro en torno a un valle arenoso similar a un diorama tosco. No había ni el menor rastro de sombra y el termómetro marcaba cuarenta y seis grados.

En su bitácora mental diseñada para no dejar rastros, Martín Céspedes escribió: «Veinte horas en esta cafetera para que nos traigan al culo del mundo. En el penal me cagaba de frío y por lo que veo, acá pretenden freírnos como chicharrones. Pero se van a llevar una sorpresa. Ya hice amigos. Hablé con la Turca y con el Flaco, y a los dos les gustó mi plan. El .22 Corto está escondido debajo del asiento, desde que salimos de Buenos Aires lo acaricio con la punta de los dedos como si fuera un talismán. ¿Quién se conformaría con un lingote de oro cuando se puede llevar la reserva del banco central?

Los guías caminaban con desgano hacia el bus que estaba detenido a unos cien metros del puesto de entrada al parque.

—¿Pero qué le pasa al chofer? ¿Se quedó dormido? Qué ganas de hacernos caminar al rayo del sol. Tengo la camisa empapada.

—Dejá de quejarte, Cucciarello, que éstos no son turistas comunes. Además, el municipio aprobó el rodaje, ¿no? Parques Nacionales también. La coima grande la cobran ellos, pero alguna migaja caerá. Dale, repasemos la lista de participantes.

—Bueno, gordo. Pero hacelo rápido, que nos vamos a insolar.

—Diego Galante, abogado. Gonzalo Romaniuk, prestamista. Sandra Duman, estafadora. Marcelo Starciari, cirujano plástico, qué hijo de puta… éste tiene varios juicios por mala praxis, desfiguró a unas cuantas mujeres. David Wojcik, homicida. ¡Te juro que dice homicida, no me mires así!

—¡Gordo!

—…Martín Céspedes, éste también estuvo preso, por secuestro. Ah, pero si hasta salió en la tele. ¿Te acordás del caso de la chiquita…

—¡Gordo, presta atención!

Los hombres se detuvieron en el medio del trayecto. Algo no andaba bien. Al ver bajar a los pasajeros entendieron de qué se trataba. Los dos oficiales de gendarmería y el chofer habían sido tomados de rehenes. Cucciarello vio las armas y se olvidó de su compañero. Corrió torpemente hacia unas lomadas de piedra caliza. Un disparo al aire lo detuvo.

 

Debajo de la carpa hacía un calor diabólico, daba lo mismo estar ahí que tirarse de cabeza en una freidora industrial. Rolo Marcovich, el productor, me lo había advertido. Ahora nos lanzábamos miradas paranoicas y transpirábamos como cerdos mientras una desfallecida asistente nos leía el plan de rodaje. Estaba a punto de decirle a Rolo que tenía razón en cuanto a lo de filmar de noche, cuando oímos el disparo.

     —¿Qué carajo es eso?

La pregunta se respondió enseguida. Era como una tropilla salida del inframundo. Las caras transfiguradas denotaban una determinación feroz. Algunos habían optado por una participación activa, otros simplemente parecían disfrutar del descarrilamiento de los hechos. Nada de esto era bueno para los fines del programa, ¿o sí? Cuando Céspedes preguntó quién era el director levanté la mano sin dudar. Escuché atento sus exigencias y asentí con la cabeza. ¿Plata? ¿Vagones de plata? Por supuesto. ¿Garantías para cruzar a Chile por la cordillera? Pero claro que sí, querido. Lo único que le pedí a cambio fue que me dejara filmar el proceso. Céspedes, que no era ningún tonto, accedió. Pidió un celular e informó él mismo a la jefatura de Malargüe lo que estaba pasando. La conversación duró menos de sesenta segundos. «En cuestión de un rato» comentó a los presentes con aire arrogante, «el lugar estará rodeado y entonces podremos negociar por los rehenes».

Minutos después las cámaras grababan con avidez mientras el campamento era sometido a una reorganización drástica. Céspedes daba muestras de ser un buen líder y la mayoría obedecía sus indicaciones sin chistar. De hecho, Sandra “la Turca” Duman y Gonzalo “el Flaco” Romaniuk  se acoplaron a él como un guante. Al trío se unieron Marcos Petraca, un mitómano adicto a los barbitúricos que era hijo de un famoso fiscal, y Mirtha Surduy, conocida en la zona de Constitución con el inequívoco mote de «Fogatita». El resto pululaba por ahí, sin intervenir ni colaborar. Tras oírlos cuchichear detrás del grupo electrógeno, entendí que el abogado los había convencido de que el programa ya había comenzado, y que la cuestión «del secuestro» era solo una fachada para darle más emoción a la temporada. El que brillaba por su ausencia era David Wojcik, el único serial killer de intercambio que logramos pagar, no sólo por la diferencia cambiaria de la divisa norteamericana sino porque a los personajes como él los demandaban otros países con la franquicia del show.

Bajo las órdenes de Céspedes, encerraron a los gendarmes y el chofer del micro en el museo de fósiles de la cabaña de guardaparques. A los sonidistas, iluminadores, tiracables y resto del equipo técnico se le permitió hacer su trabajo siempre y cuando no interfirieran con los planes. Las dos escopetas que había en la cabaña fueron incautadas, así como todos los teléfonos celulares y handies. Hacia el mediodía, cuando la temperatura alcanzó la increíble marca de cincuenta y tres grados, los ánimos estaban, como mínimo, irritables. La policía local no daba señales de vida y nuestra estrella del momento comenzó a sopesar que quizá hubieran tomado el asunto como una broma. En ese sentido, la súbita intervención del coach espiritual, Sri Roberto Amal, fue inoportuna. El ceño de Céspedes se fue arrugando a medida que la cháchara de Amal tomaba vuelo. Las palabras del coach involucraban conceptos que parecían estar más allá de su agrado así que decidió responderle con un elocuente culatazo en la boca. Fin de la sesión. De la forma más sutil posible, le indiqué a uno de los camarógrafos que captara el momento.

A las tres de la tarde el mercurio alcanzó los cincuenta y ocho grados. Llegado a ese punto, todo el mundo se sentía aturdido. Nos movíamos con la languidez de los astronautas y cada pequeña acción era como escalar una montaña. Por eso, cuando Marcos Petraca distribuyó botellas de agua fría, agradecimos y bebimos con desesperación. Un cuarto de hora después se hizo evidente que nos había drogado. ¡El muy canalla había accedido al botiquín con la medicación psiquiátrica! Una corriente eléctrica energizó mi cuerpo y mi corazón comenzó a golpear como un martillo hidráulico. Me miré las manos y vi que temblaban sin control. «¿Estás bien, Juan?» Me preguntó la directora de fotografía. «Estás sudando a mares» Pero ella tampoco se veía bien, arrastraba la lengua y se tambaleaba. Al parecer, la ronda de medicamentos había sido azarosa. Algunos estaban absolutamente dopados y otros, como yo, acelerados. Me levanté de un salto y corrí hacia la carpa donde varios camarógrafos se habían reunido para desmayarse juntos. Tomé una Panasonic digital y la encendí con la intención de dejar testimonio del primer episodio. ¡Alguien tenía que hacerlo! Durante un rato me concentré en plasmar los estragos producidos en el campamento. En un momento capté a Mirtha Surduy volviendo desde las casas rodantes, justo detrás de la cabaña de guardaparques. Mirtha sonrió a cámara y se encogió de hombros con gesto inocente. Detrás de ella, una columna de humo negro se enroscaba en el zafiro azul del cielo en un contraste de lo más cinematográfico.

Bitácora mental de Martín Céspedes: «¡Boicot! Alguien ha arruinado mis planes. Ahora el fuego se ha propagado hasta la cabaña de guardaparques. Esos pobres diablos encerrados ahí… en fin. Todo está perdida ya. La mitad del campamento corre en círculos como pollos sin cabeza y la otra mitad se arrastra por el suelo. La Turca y el Flaco no se pueden levantar. Me miran con los ojos velados, balbucean.  Yo también me tambaleo, ¿será el calor? Petraca me dijo que… claro, je, je. Cómo le voy a creer una palabra a Petraca».

 

 Cucciarello sentía que le corría fuego por las venas. Del agotamiento que lo había embargado un rato antes no quedaba ni una pizca. El Gordo, en cambio, se había tirado a la sombra del grupo electrógeno y roncaba como un bendito. Cuando empezó el incendio en las caravanas y el campamento cayó presa de la confusión, a él se le ocurrió que su salvación estaba cerca. Solo tenía que trepar unos cientos de metros por un camino serpenteante y desaparecer en la fresca oscuridad de la caverna. Nadie como él conocía los vericuetos de aquel laberinto, así que sonrió ante la posibilidad de escabullirse. Iba por la mitad del trayecto cuando oyó que lo llamaban. El abogado. El maldito abogado le apuntaba con una escopeta.

—¿Así que ahí adentro es donde esconden el lingote de oro?—preguntó el hombre y esbozó una sonrisa torcida —Entonces, me vas a ayudar a ganar.

 

Mi instinto de director me condujo hacia el camino que subía hasta la caverna. Con el corazón a punto de explotar, trepé y trepé por la escalinata de roca. ¡Y no me equivocaba! La escena dramática se desarrollaba a pocos metros de la entrada. El abogado apuntaba a uno de los guías con una escopeta mientras mantenían un tenso diálogo. Levanté mi cámara para captar la situación y entonces, a través del lente, lo vi. Detrás de una formación rocosa emergió la figura lobuna de David Wojcik, el desollador de Wyoming.

  —¡Cuidado atrás! —grité, ignorando que ese sería el peor error de mi vida.

El abogado, sobresaltado por mi advertencia, giró sobre sus talones y apretó el gatillo. La perdigonada destrozó la Panasonic y arrancó mi mandíbula de cuajo. Vi volar hueso, carne y cartílago como si fuera confeti. Se produjeron más disparos y gritos, pero mi estado de shock me impidió entender quién había liquidado a quién.

Como en un trance, dejé atrás a todo el mundo y me tambaleé hasta la entrada de la cueva. Se estaba bien ahí adentro. Tenía el mismo soplo de aire húmedo de las catedrales. Me recosté sobre la arenilla y dejé que se escurriera entre mis dedos. Necesitaba descansar, cerrar los ojos un rato. No me percaté de la presencia del cirujano plástico hasta que su cara desquiciada se asomó en mi campo visual. Abrió su maletín y, luego de examinarme, dijo que no me preocupara, que podía arreglarlo.

La escena más patética de la temporada no fue captada para la posteridad; argumenté en defensa propia sin la ayuda de mi maxilar inferior.

                                                            

***

En cuatro páginas de Word, adecuado a cualquier género, respeta la siguiente premisa: «Herido de muerte por un ataque, alguien logra escapar y corre frenéticamente hasta encontrar una pequeña cueva que, erróneamente, toma por su salvación».

Seudónimo: Síndrome de Marfan

Zantganesh

La tormenta de arena rompió mi brújula y asfixió a dos de mis tres camellos. Desbarató también las provisiones y los odres de agua que transportaba en ellos. Vagué por el desierto durante dos días, perdido y acuciado por la sed. Al tercero, sacrifiqué a mi montura. Rasgué su joroba, y sorbí con asco y ansia la grasa que albergaba. Sequé luego al sol tiras de su carne y proseguí camino.

Al sexto día, al límite de mis fuerzas, vislumbré en el horizonte un punto negro. Pronto, pude distinguir los turbantes verdes propios de los cazadores mursi. Galopaban hacia mí; su presa era yo. Miré en derredor, y corrí a refugiarme en una cueva situada a unos doscientos codos. Sentí entonces un pinchazo en la pierna derecha. Un dardo. Tratándose de los mursi, era una sentencia de muerte. Logré aun así alcanzar la gruta. Luego, mi cerebro se fundió en negro. Cuando recuperé la consciencia, un hombre de barba y tez pálida estaba observándome. Me marcó la frente con polvo arcilloso, y me habló. Se llamaba Kaansar. Viajaba de regreso a su ciudad, y estaba protegiéndose del sol de mediodía, cuando yo había irrumpido en la gruta. Había dispersado con su fusil a los cazadores; y me había punzado una vena con hiedra roja, el mejor antídoto natural. Estaba por tanto en deuda con él. Me ofreció, para pagarla, ser su esclavo. Yo conocía la alternativa: abandonarme en aquella cueva, sin alimentos ni montura. Acepté. Por honor, y para salvar mi vida. O eso suponía yo. 

Pocos días más tarde, una vez hube recuperado fuerzas, proseguimos su camino de vuelta. Él montado en burro y yo a pie. Durante el viaje, me instruyó en las extraordinarias características del lugar al que nos dirigíamos: La ciudad estado de Zantganesh.

«Muchas grandes ciudades —me contó— dan gran importancia a la religión, y no permiten desviación alguna del credo, bajo pena de muerte. Otras sólo persiguen las riquezas. En mi ciudad, por el contrario, nuestro credo supremo es el ritual social. El ceremonial establecido para cada estamento, para cada actividad y cada situación. Cumplimos de forma estricta el protocolo más sofisticado y riguroso que nunca se haya conocido. La vida allí te resultará sencilla, siempre que conozcas el ritual que debes seguir según tu condición. Por ejemplo, en Zantganesh, ninguna viuda puede andar más de dieciséis pasos en la calle mientras el sol todavía brille en el horizonte. A la noche puede caminar hasta treinta y tres pasos. Si necesitara más para volver a su casa, la policía la detendrá y la enclaustrará en los pozos de la vergüenza. Pero a veces ni esto es necesario. Porque los mercaderes dejarán de venderle comida. Los aguadores rehusarán pasar por su casa. Sus conocidos esquivarán su barrio. Es muy probable que la viuda se encierre en su habitación y acabe con su vida, incapaz de soportar tal deshonra. 

Los comerciantes, como yo, debemos llevar durante los meses de Ythaim y Lithaim un embozo de color rojo. El resto de meses podemos mostrar el rostro. Siempre entregaremos las mercancías vendidas con las dos manos. Si por error utilizáramos una sola, deberemos rebajar en dos tercios el precio pactado. Los nobles tampoco escapan de sus deberes de etiqueta: el bastón de cedro que atestigua su rango social debe ser portado siempre en su mano izquierda. Al andar deben apoyarlo en tierra cada cuatro pasos, coincidiendo siempre con el pie derecho. Si hablan con otro ciudadano, deberán ponerlo en posición horizontal sujetándolo con las dos manos, salvo que su interlocutor sea artesano. En los arrabales de la ciudad se pueden ver muchos antiguos aristócratas reducidos a pordioseros por no haber sabido cumplir alguna de estas normas. Los ritos marcan el ritmo de nuestra existencia, y nos regalan la paz social. Los ciudadanos sabemos siempre qué podemos y debemos esperar de nuestros pares.»

Kaansar me contó que la guía suprema de comportamiento, el Protocolo, estaba registrado en mil quinientos rollos de papiro, custodiados en el palacio imperial. Había sido desarrollado a lo largo de siglos, en una labor delicada y minuciosa destinada a satisfacer todas las sensibilidades. Me habló también de los temibles protocolistas, los vigilantes de su cumplimiento: ancianos que atesoraban en su memoria todas las normas del Protocolo, y que dedicaban su vida a caminar incansablemente la ciudad, con sus túnicas carmesí, en busca de infracciones. Cualquier error era denunciado inmediatamente a la guardia real. Si la falta era grave, el destino del infractor quedaba entonces sellado. 

Nada más llegar a la ciudad, comenzó a enseñarme el ritual de comportamiento de los esclavos, cuyo conocimiento garantizaría mi supervivencia. La enseñanza duró cuatro meses, durante los cuales no osé salir a la calle. En mis primeras incursiones por la ciudad, el corazón me palpitaba con furia al cruzarme con un protocolista. A los dos años, ya era capaz de realizar encargos en el mercado sin cometer más que alguna falta menor. E incluso tomar un poco de kabish en la plaza mayor con mi señor Kaansar. Éste era una persona recta y honesta, y se convirtió en mi amigo y mentor. Con el tiempo, aprendí a amar esta ciudad singular, de gentes serias y leales. 

Pero cuando comenzaba a sentirme cómodo con mi humilde existencia, ésta cambió de forma súbita y terrible. Sucedió una noche de verano, en la que habíamos bebido profusamente kabish: Kaansar me descubrió su terrible e inesperado secreto: era un sedicioso. Un hereje. En lo más íntimo de su alma, no aceptaba el Protocolo. Y se había juramentado con otros ciudadanos para cambiar las cosas, aun a costa de su propia vida. Su relato, opuesto a todo lo que me había contado hasta entonces, me conmocionó:

«Mi querido amigo. Te he mentido. La historia que nos enseñan sobre el Protocolo no es cierta. Muchos de nosotros creemos con firmeza en que su origen es otro. Una historia alternativa, transmitida secretamente, y que ha costado la vida a muchos de sus partidarios. Créeme, si tienes fe en mi rectitud; el Protocolo no se desarrolló mediante aportes de los más sabios ciudadanos. Todo lo contrario. Fue elaborado, eso es cierto, hace siglos. Pero su autor fue un profeta loco. Un bufón perturbado que gustaba de escribir insensateces, al que un antiguo emperador mantenía encerrado en sus mazmorras, como mero divertimento de la corte, con la provisión de papiros que le exigía cada mes. A los siete años de su cautiverio, cuando se cansó de él, ordenó que lo degollaran. A los pocos días de la ejecución, una jornada particularmente aburrida, el monarca ideó la atroz broma: decidió convertir la perturbada invención de su antiguo prisionero en la guía suprema de la ciudad. Decretó como obligatorio el cumplimiento por sus súbditos de esas absurdas normas, castigando con sangre cualquier inobservancia de las mismas. Hizo además preceptiva su enseñanza en las escuelas, bajo la versión de que habían sido creadas por los mayores sabios del reino. Poco a poco, el miedo y el interés incorporaron esa versión a la memoria del pueblo como hechos reales. Lo aterrador fue cuando sucesivos monarcas descubrieron, sorprendidos y regocijados, que el Protocolo funcionaba como un mecanismo sofisticado y perfecto para el control social de su pueblo, por encima de cualquier ley civil o penal En Zantganesh, amigo mío, estamos recreando, cada día, cada minuto de nuestras vidas, la loca invención de un iluminado, para la tranquilidad de nuestros monarcas. Te salvé la vida, sí. Pero solo para traerte a una inmensa cárcel. A un teatro de locos.»

Si Kaansar se estaba confesando conmigo no era solo por al kabish ingerido. La rebelión estaba en marcha, y en pocos días iban a intentar derrocar el régimen mediante un arriesgado golpe de mano. El plan era muy osado. La burocracia de Zantganesh era famosa por su eficiencia. Conservaban con celo cada uno de los documentos firmados por los sucesivos monarcas; el clima desértico contribuía además a su conservación. Y no hacían excepción alguna. Todo era catalogado. Así que los rebeldes se proponían encontrar en el archivo real lo que llamaban “el decreto de la infamia”: la legendaria orden real donde el lejano monarca maldito habría decretado ordenar y transcribir los manuscritos del profeta loco a papiros oficiales; así como disponer los medios para hacer obligatorio su cumplimiento, e incorporar su enseñanza en todas las escuelas y gremios. Esperaban que, al mostrar aquel documento al pueblo, lograrían hacerles ver la locura de aquella sociedad. Preveían luego prender fuego al archivo. Por supuesto, ninguno de los rebeldes había visto el decreto. Pero estaban íntimamente convencidos de su existencia.

Yo había aprendido a querer a los zantganeshes. Respetaba y admiraba a aquella bondadosa persona que tenía frente a mí. Y no me consideraba cobarde. Me uní pues, al movimiento, no sin gran temor e inquietud.

El día de nuestra insurrección, el cielo amaneció turbio y frío. Los rebeldes salimos temprano a las calles de Zantganesh, cada uno desde su casa. Confluimos poco a poco en la plaza frente al archivo real, en el momento previsto. Cuando las cornetas reales sonaron marcando la hora décima, nos abalanzamos hacia su pórtico, reduciendo a la guardia que lo custodiaba. Un grupo reducido, entre los que se encontraba Kaansar, se lanzó al interior del edificio en busca del decreto de la infamia. El resto, poco más de cuarenta compañeros, aguardamos en la puerta, dispuestos a dejar nuestras vidas antes que permitir  que nadie entrara. Pero, apercibidos del asalto, un gran número de guardias comenzó a concentrarse en la plaza. Nosotros intentábamos amedrentarlos con las armas en alto y gritos amenazantes. Pronto nos doblaron en número, y se aprestaban a acometernos. La situación empezaba a ser desesperada. Necesitábamos ganar tiempo para nuestros compañeros. Nadie sabía cómo. 

En ese momento, tuve una loca inspiración. Recordé cómo, en mi infancia, mis amigos y yo jugábamos a representar la historia de Sazarfasar, el héroe mítico de mi pueblo. Muchos gustaban de representar el papel principal, el del héroe. Pero otros preferíamos representar otro rol: el de Galfasar, el amigo loco de Sazarfasar. Por la simple razón de que, básicamente, consistía en poner muecas sin parar, y cada cierto tiempo, hacer una danza absurda, alocada y muy cómica. Sin reglas. Una delicia para cualquier niño. 

Me adelanté entonces al frente de la plaza, entre mis camaradas y la guardia real. Lancé mi sable al suelo con gran teatralidad, lo que captó la atención de todo el mundo. Y comencé a realizar la representación más caótica que nunca se haya realizado de Galfasar, Alcé mi pierna derecha en ángulo recto. Giré hacia la izquierda mientras con el brazo derecho saludaba al sol. Salté y brinqué. Gesticulé desaforadamente, abriendo y cerrando la boca. Enarqué y junté las cejas, con gestos histriónicos que iban desde la perversidad a la lascivia, pasando por la picardía y la ira. Anduve encogido y bamboleante como un jorobado cojo, para a continuación levantar los brazos rápidamente, gritando al sol con la espalda inhiesta en un aullido gutural y salvaje.

Este cúmulo de disparates dejó tanto a guardias como a rebeldes aturdidos. No podían asimilar tal concentración de infracciones y delitos sociales. Eso nos dio unos minutos de margen. Tan solo eso, porque el capitán de la guardia real se aproximaba ya hacia mí con la mano en la empuñadura de su espada. Es cierto que una sonrisa se había dibujado en su rostro, pero mi treta no iba a bastar para compensar toda una vida de opresión social. Yo lo miraba de reojo mientras seguía danzando. Temí que los últimos momentos de vida consistieran en hacer el payaso en una plaza llena de soldados. Pero no me pareció tan mal final. Ya estaba a pocos metros de mí, cuando, inesperadamente, mi locura se contagió a mis compañeros de rebelión. Arrojaron uno tras otro las armas, y, luchando íntimamente contra toda una vida de normas grabadas a fuego en sus cerebros, comenzaron a contorsionarse en un patético intento de imitarme. Lo cierto es que se asemejaban a un grupo de golems defectuosos que intentaran bailar una danza gitana. No obstante, esto nos proporcionó unos instantes adicionales: tan ridículo era aquel espectáculo, que el capitán de la guardia, contra su voluntad, comenzó a carcajearse. Y no era el único. Pude entonces ver unas impetuosas llamas que comenzaban a emerger desde las ventanas del archivo real. ¿Habían fracasado nuestros compañeros? ¿Estaba todo perdido?

El capitán logró recomponerse, y retomó sus pasos. Ya estaba a pocos metros de mí. Desenvainó la espada y alzó el brazo. Cerré los ojos y me preparé a morir. Pensé en mi infancia, vivida en tierras lejanas y casi olvidadas.

En ese momento una figura humeante que no paraba de toser, salió corriendo desde el edificio en llamas, con un objeto en la mano, y gritando «¡leed esto, leed esto!». Era Kaansar. Con la ropa chamuscada y el rostro ceniciento, se ubicó en medio de la plaza, y con aire triunfante mostró un papiro que sobresalía de un cilindro de metal. El capitán de la guardia dudó. Cambió entonces de dirección y se aproximó a él. Envainó su arma, y le arrebató con brusquedad el cilindro de la mano. Observó los textos y los grabados del mismo. Extrajo el papiro, muy viejo y quebradizo. Comprobó el lacre con el sello real de la antigua dinastía Jaisi —era un hombre culto, como luego averiguaríamos— y luego, concentrado, comenzó a leerlo. Todos dejaron de bailar, expectantes. ¿Era el decreto de la infamia? 

El rostro del capitán se transformó poco a poco. Al terminar la lectura, bajó la cabeza. Respiró hondo, y nos dedicó una extraña mirada, con cierto aire de tristeza y admiración. Entonces se dio la vuelta y habló a sus hombres con su voz estentórea:

—Haced copias oficiales de este documento. Con cuidado, es muy quebradizo. Que lleguen a todos los cuarteles y gremios de la ciudad inmediatamente. Y a todos los protocolistas. Y... detened al rey. Bajo la acusación de alta traición a la patria.

Sobrecogidos, mis compañeros y yo prorrumpimos en gritos de entusiasmo. Apenas podíamos creerlo. Lo habíamos conseguido. Mientras tanto, el Protocolo ardía a nuestras espaldas en una gigantesca pira, tiñendo el cielo de hermosas tonalidades naranjas.  Zantganesh era libre de nuevo. El futuro nos pertenecía.

 

 

Consigna: Herido de muerte por un ataque, alguien logra escapar y corre frenéticamente hasta encontrar una pequeña cueva que, erróneamente, toma por su salvación.

 

Seudónimo: Igor Náhuatl

domingo, 9 de julio de 2023

El pombero de cristal

Claudia se mostró fascinada cuando abrió el paquete y halló la figura de cristal de un pombero, una criatura fantástica de Entre Ríos. A pesar de su aspecto siniestro y desagradable, le cautivó su tonalidad y el resplandor de sus ojos. Lo colocó junto al velador sobre su mesita de noche y le agradeció a su padre con un beso.

 

Ernesto, el padre de la joven era un viajero y coleccionista de objetos guaraníes.

Cuando compró la estatuilla, lo hizo pensando que según la mitología guaraní, este ser mágico castigaba a los niños desobedientes. Él amaba mucho a la jovencita, pero solo no sabía bien cómo afrontar su adolescencia y temía perderla por completo.

Para Claudia, a pesar de que le causaba mucho temor su aspecto, no podía dejar de observar y hasta podía percibir como esos ojos de cristal brillaban con firmeza. Mientras ella se hundía en un profundo sueño...

Una noche, la joven despertó sin motivo y al tantear la luz del velador, vio que la estatuilla no estaba, solo una carcasa de cristal. Entonces sintió ruidos en el taller vacío de su padre, quien estaba de viaje, y se dirigió hacia él.

Al abrir la puerta encontró a lo que parecía ser un hombre de un largo y grueso cabello oscuro, de cuerpo robusto, macizo y piel morena, revolviendo y buscando entre los objetos de su padre, con un odio terrible. Asustada, giró bruscamente e intentó correr, pero el sujeto que ya había advertido a la joven se apresuró y toscamente cerró la puerta de un manotazo.

Claudia no gritó, solo se escabulló por debajo del hombre grotesco intentando encontrar una salida, pero tropezó con una banqueta y cayó al suelo. Cuando alzó la cabeza se topó con unos ojos grandes y cristalinos que la observaban con calma.

Los ojos de cristal que la cautivaban durante las noches. Lo reconoció inmediatamente, aquel ser que parecía un hombre, pero no lo era, se inclinó hacia ella y posó sus dedos suavemente en los labios de la joven e intentó tranquilizarla. Luego extendió su mano, mostrándole algo. Tenía un trozo de papel manchado con un polvillo verde oliva que sostenía torpemente entre sus grandes dedos oscuros. La chica lo tomó con gran sigilo y desconfianza. Una extraña letra con una palabra escrita a mano en otra lengua. Un conjuro guaraní. «Cristal».

El pombero tembló y se dejó caer ante una asustada Claudia, que aún no salía de su estupor. De pronto, notó que aquel ser lloraba y él se acurrucó junto al pecho de ella, curiosamente la joven sintió lástima y curiosidad. Le quitó el cabello grueso de la cara y le preguntó qué es lo que buscaba con tanto anhelo. El respondió intentando hablar, que necesitaba recordar su nombre real, había sido vilmente hechizado.

Leyó detenidamente el papel que ese ser sostenía y se dio cuenta de que el conjuro era un anagrama de un nombre encantado. Su padre volvía esa misma tarde de su viaje y ella se prometió que le ayudaría a encontrar la solución al hechizo.

La chica, que lo había admirado cada noche, le había temido debido a su apariencia feroz. Se preguntó si siempre había sido una criatura o un hombre. ¿Quién lo había maldecido, cuál había sido la razón? Su aroma salvaje y natural la embriagó y tuvo deseos de besarle y lo hizo. Y entonces el pombero, lo recordó todo.

Él vivía como un hombre en el bosque en Ibupirá y protegía el claro mientras se encargaba de cuidar a los animales. Un día el arrendatario al que servía,  que era un viejo chamán del norte, lo maldijo por creer que el joven había raptado a su esposa embarazada y lo convirtió en una estatuilla de cristal, tan fría como suponía su interior. Pero él solo había intentado proteger a esa mujer y al hijo por nacer, ya que el brujo era un malvado que había torturado y sometido a su esposa por años y él sentía pena por el inocente que ella engendraba. Debía protegerlo.

Así fue que una noche, mientras el otro hombre dormía, el joven zaguero tomó a la mujer y corrieron juntos hacia el bosque, pero el brujo los persiguió y durante el forcejeo, la esposa cayó al vacío y pereció. Entonces el chamán, se vengó de él y lo convirtió en esa horrenda estatua que representaba a un monstruo temido y maldecido por todos los lugareños, un ser malicioso y enemigo de los humanos. Desde entonces el pombero salía de su carcasa por las noches y por su característica salvaje, cometía destrozos y se alimentaba de ganados y de seres pequeños a los que podía devorar con sus propias manos.

Cuando Ernesto, el padre de Claudia encontró la estatuilla y la llevó a su casa, la criatura se enamoró de la chica. Él había estado observando noche tras noche a Claudia, le recordaba algo que no terminaba de vislumbrar, estaba aterrado y sentía mucha ira, pero algo en los ojos violáceos de ella lo calmaba.

Nunca pensó dañar a la chica, pero si iba a asesinar y devorar a su padre si es que tenía la oportunidad, el maldito le recordaba mucho al brujo y temía que la chica sufriera el mismo destino que la esposa del otro. Sin embargo dentro de su naturaleza despiadada, algo más  había despertado un sentimiento cálido, que lo hacía vibrar..

Al amanecer, Claudia despertó en su habitación y encontró en la manga de su camisón, el trozo de papel manchado.  La estatuilla de cristal estaba en su mesita de noche,  tenía la misma expresión de siempre, lo miró fijamente durante unos segundos, luego lo tomó en sus manos y acarició el frío y áspero rostro de cristal «Pobrecito, que te han hecho» pensó ella.

Al volver de su viaje, Ernesto la encontró en su taller y sus objetos preciados desparramados, por lo que confrontó a su hija. Ella lo estaba esperando y tenía preguntas, ¿Dónde había obtenido al pombero? Él se lo había comprado a una vieja que lo había encontrado en el bosque y pensó que la historia del pombero maldito y sus consecuencias en los niños y jóvenes curiosos, evitaría que realizara las idioteces que los adolescentes hacen. Ella pareció no oír a su padre y le dijo con entusiasmo que había presenciado a la estatuilla cobrar vida durante la noche y que necesitaba conocer más acerca de él para liberarlo, ya que él tenía tanto conocimiento de leyendas y conjuros guaraníes que podría ayudarle a resolver ese anagrama, estaba segura. Él aceptó incrédulo y resignado la siguió hasta su habitación. Allí se hallaba la carcasa de cristal vacía. Ernesto, la tomó entre sus dedos y la giró para apreciarla mejor, mientras Claudia lo miraba intrigada. De pronto oyeron un rugido a sus espaldas y el pombero apareció detrás de ellos.

Claudia dio un respingo, trató de apaciguar al gigante ser y le recordó que su padre solo intentaba ayudarlo. El ser miró fijamente al hombre mayor y su ira se acrecentó. Al ver al pombero a los ojos, el hombre casi temblando, se inclinó para  dejar la carcasa sobre la mesita de su hija.

Pero Ernesto sonrió para sí mismo y sorpresivamente arrojó sin más la carcasa al suelo. El pombero se abalanzó hacia él y Claudia trató de interponerse entre ambos, pero su padre fue más rápido y sopló un extraño polvo verdoso que había sacado envuelto en un trozo de papel de la manga de su camisa. Convirtiendo al ser en una estatuilla de nuevo, luego la tomó en sus manos e intentó estrellarla en el suelo. Pero Claudia no se lo permitió y se lo arrebató. Ella corrió hacia el taller, pero se hallaba cerrado con llave. Su padre la siguió, mientras ella ocultaba rápidamente la estatuilla detrás del sillón.

Cuando la esposa de Ernesto murió en el bosque de Ibupirá, el zaguero intentó recuperar a  la bebé y entonces él tuvo que maldecirlo, sabía muchos encantamientos guaraníes. Fue sencillo, lo convirtió en un objeto que representaba a un ser que nunca encontraría la felicidad, porque despierto solo buscaría destruir y causar malicia, ya que amar no estaba en su naturaleza. Como buen remate, se lo entregó a su hija para que el joven devenido en esa estatuilla monstruosa, noche tras noche observara como la jovencita le pertenecía al viejo. Claudia era suya y esa era su venganza. Pero cuando se mudó de ciudad, perdió la estatuilla, y tuvo que recuperarla.

Al caer la noche, el pombero despertó, abandonando su carcasa de cristal y buscó desesperadamente a Claudia por toda la casa. Ella no estaba allí. Después de romper todo a su paso lleno de ira, corrió hacia el bosque lindante a la casa, lanzando alaridos y rugidos. Deseaba mucho a Claudia, no tenía idea de cómo, pero lo sentía. Llegó a un páramo desierto y observó oculto y agazapado, cómo Claudia discutía con su padre enfurecido al saber que ella se había interesado y estaba tratando de ayudar al Pombero a romper el conjuro.

Sus ojos brillaron con malicia y cuando vio surgir a Cristal de entre los árboles, el brujo sopló un polvo verde que volvió al Pombero, una estatua viviente.

La muchacha corrió hacia él intentando desesperadamente interceptarlo justo cuando su padre lo empujaba al suelo, pero el hombre voluminoso de un de un pisotón aplicado en el cuello de la estatua la rompió en mil pedazos. A la chica se le rompió el corazón y miró con desazón como los pedazos de cristal esparcidos se deshacían en el suelo producto de la magia.

Ernesto observó la escena con desprecio y cierta satisfacción. Aquel estúpido zaguero, creyó que lo había destruido al fin y aun así su rostro, reflejó un poco de compasión por su hija.

Sin embargo, Claudia recuperó el trozo de cristal con el nombre grabado, justo antes de que desapareciera y entonces comprendió que el conjuro era un anagrama de ese nombre. Él había olvidado quien era al haber sido convertido en un pombero, al recordar su identidad, el hechizo debía romperse «Carlist es Cristal y no al revés» Gritó ella en voz alta. En tanto, un poderoso viento sopló de repente y una rama cruzó el aire de la noche golpeando al anciano, quien falleció al caer al vacío detrás.

A Carlist, una antigua maldición guaraní lo había convertido en aquel ser, encerrado dentro de aquella estatuilla de cristal. Claudia, lo había liberado y en cierta medida también amado. Lo suficiente como para que su espíritu hubiera recuperado su habilidad de sentir, lo que aquel encantamiento le impedía. 

Al amanecer, el joven zaguero despertó en el suelo, al lado de la cama de Claudia, era humano. Salió de la casa, tambaleándose y se dirigió caminando con cautela, junto al claro del bosque donde encontró a la jovencita, juntando  unas pequeñas florecillas, junto al cauce del río, iba a colocarlas junto a una cruz improvisada que simulaba ser  la tumba de su padre. Ella aún lo amaba.

La chica parecía una hermosa hada, con sus rizos desparramados por el viento y su largo camisón blanco que ondeaba como una bandera. Él se acercó, se agachó de frente ante ella y la miró a los ojos. No había visto ojos tan cálidos como los que le devolvieron la mirada en ese momento.

La joven susurró un nombre para sí «Carlist» dijo ella, y él se agacho apoyándose en una de sus rodillas a los pies de Claudia y se quedó cabizbajo. La joven le rodeó el cuello grueso con sus brazos y le obligó a alzar el mentón de él con sus suaves dedos. Carlist, contuvo la respiración, mientras los rizos de ella ondeaban junto a su nariz y sus sentidos se alteraban.

Ahora comprendía que el amor humano no era poético, era sanador, era la confianza que se tenían mutuamente.  Podía confiar en ella y sabía que no lo iba a abandonar. Y Claudia sabía que lo tendría a su lado, era su protector y siempre estarían juntos.

 

Sunny

Consigna: Relato de amor que incorpora un componente (o muchos) fantástico.

Tu frialdad

I

Selene caminaba por las calles de Sevilla, la conmoción que escuchó dentro de la casa de vecinos de la calle Feria llamó su atención y se acercó.

—Ya nació —dijo la viejecita sentada a la entrada.

—¿Quién? —preguntó.

—El menor de los De la Rosa. Ese de ahí es Manuelito —dijo señalando a un niño que corría por el patio —, va anunciando la noticia como si tener ocho hijos fuera algo bueno. Dios dirá como van a sacar adelante a tanto crío.

Selene entró a la casa y sin que nadie la notara se deslizó a la habitación en dónde descansaban la madre y el niño, ella estaba fuera de combate. Sin hacer ruido se acercó a la cuna, en cuanto su mirada se posó en la pequeña criatura supo que era él a quien había estado buscando.

Se inclinó mientras susurraba:

—Tienes un largo camino sin ilusión que hay que recorrer y quizá vas a maldecir. Eres un hijo del agobio y del dolor, pero tienes cien fuerzas que inundan tu corazón.

El pequeño levantó la mano hacía la mujer y los pequeños dedos se enredaron en sus plateados cabellos, ella se inclinó aún más sobre la cuna, la punta de su nariz tocaba la del niño quien la miraba con sus grandes ojos pardos.

—Quiero sentir algo que me huela a vida, que mi sangre corra loca de pasión. Descubrir la música que hay en la risa, la luz profunda y el amor. —Con mucha delicadeza le dio un beso en la nariz y se enderezó, desenredando con cuidado sus cabellos.

—Aún eres muy pequeño para entenderlo; para entenderme, pero he esperado cien años para encontrarte, puedo esperar unos años más mientras creces —. Acarició con delicadeza la mejilla del recién nacido.

—Tenemos un largo camino que hay que recorrer desde ahora hasta el fin. Como tu musa te cuidaré, te inspiraré y te amaré.

El cielo terminó de oscurecer. Selene se acercó a la ventana y, convirtiéndose en un rayo de luz lunar, regresó a ocupar su lugar en la bóveda celeste. La luna creciente acababa de empezar su recorrido, en veinticinco días, cuando fuera tiempo de la luna nueva, Selene podría acercarse de nuevo a ver a su protegido, al pequeño Jesús de la Rosa.

II

Los años pasaron sin detenerse, el pequeño Jesús creció, la constante presencia de Selene se convirtió en algo habitual, fue ella quien le susurraba cuando algo se le atoraba y le ayudaba a encontrar la solución más creativa. Nunca se cuestiono su existencia, era su amiga y de nadie más, sabía que sus hermanos no la veían, mientras fue pequeño eso no fue un problema.

Al crecer Jesús aprendió a no hablar sobre Selene con nadie, no quería compartirla y no tenía que hacerlo. A los dieciocho años anhelaba los días que podía pasar junto a ella, no solo por las cosas que se le ocurrían, las melodías y canciones que brotaban de su mente gracias a su influencia, sino por el placer que le daba el simplemente mirar a la hermosa criatura de piel blanca y cabellos plateados que caminaba junto a él en sus paseos por las calles de la ciudad.

—Tengo algo que decirte —dijo el muchacho deteniéndose frente a la mujer en el centro del parque hasta donde los habían llevado sus pasos, respiró profundo para darse valor —cada vez que estás a mi vera siento una gran alegría. Yo, —se acercó un poco más a Selene y tomó sus manos —Yo recuerdo una noche del mes pasado, una noche que nos vimos de verdad, una noche que nos fuimos a enamorar.

Ella alarmada por las palabras del muchacho soltó sus manos y se alejó.

—Por favor, no cierres tu puerta con llave a mi corazón sediento. Que no importa que sepa la gente que la luna se baña en el río de mi amor.

—Pequeño no sabes lo que dices —respondió ella enfrentándolo —yo soy tu musa y te amo, pero no es el tipo de amor que estas buscando, voy a alejarme por un tiempo, sentirás mi influencia, pero por el momento dejaremos de vernos.

Jesús se quedó solo en el parque con el corazón destrozado, se volcó a la música y en ella plasmó todos sus sentimientos.

 

III

Selene se convirtió en un recuerdo, en una influencia silenciosa que trajo muchas cosas buenas para Jesús, la fama lo tomó por sorpresa al igual que a sus compañeros del grupo Triana y aún así, algunas mañanas, sobre todo si era tiempo de luna nueva, no podía evitar despertar con la sensación de que había tenido un sueño alto como el cielo, y al despertar sentir que algo le quemaba por dentro, para él el canto de los pájaros siempre entonaban una triste melodía sin cesar ni un momento.

Esos días se sentía como un extraño en su propio cuerpo sin saber a dónde ir, su amigo Javier notó su estado de ánimo y se preocupó.

—¿Qué te pasa chaval? —le preguntó Javier mientras le ayudaba a acomodar los teclados dentro del Citröen. —El concierto ha salido bien, creo que hemos recaudado muchos fondos para ayudar con las inundaciones.

—Si, el concierto ha estado bien, pero últimamente siento que algo me falta… algo…

Y mientras tomaba la carretera para regresar a Madrid con su familia, le confió a Javier toda la historia de Selene y como había desaparecido de su vida. No sabía si había sido real o solo un invento de su imaginación hiperactiva, ahora que era padre no podía dejar de darle vueltas al asunto.

Mientras Jesús hablaba, el coche tomaba velocidad. Javier, inmerso en el relato no lo notó hasta que fue demasiado tarde. Miró la cara de su amigo cuento de repente gritó.

—¡Selene!

Justo frente al auto estaba una hermosa mujer de blanco. Jesús desvió el coche para evitar atropellarla, pero eso lo llevó justo al camino de una camioneta que venía en sentido contrarío. Javier perdió el conocimiento con el impacto.

 

IV

Todo sucedió muy rápido.

Con el impacto los teclados volaron por el interior del auto golpeando de lleno a Jesús. A pesar de eso salió del auto por su propio pie. Javier estaba inconsciente y sangraba por un corte en la cabeza. Selene no estaba por ningún lado. Jesús se dejó caer sobre la calzada y mirando al cielo susurró.

—Cada noche mi vida es para ti, como un juego cualquiera y nada más. Porque a mi me atormente en el alma tu frialdad.

Selene se hizo visible frente a él.

—Yo quisiera saber si tu alma es igual a la de cualquier mujer, te he echado tanto de menos —Selene se acuclilló junto a él y permitió que pusiera su mano sobre su mejilla. —Sabes que yo vivo por ti ¿cierto? ¿Vives tú para mi? O después de todo esto vas a seguir solo dándome tu frialdad.

—Después de esto por fin vamos a estar juntos en el firmamento.

Los ojos de Jesús se cerraron, llegaron los servicios de emergencia y los trasladaron al hospital. Aún iba con vida.

V

Javier estaba acostado sobre una cama de sábanas blancas, le dolía la cabeza de forma infernal y la luz lastima sus ojos, aún así los abrió.

—¡Eh! Amigo ¿Cómo estás esta mañana? —preguntó Tele acercándose a la cama. Tenía los ojos rojos e hinchados de tanto llorar. Javier lo miró sin comprender.

—¿Recuerdas lo que te ocurrió ayer? —Eduardo lo cuestionó desde la única silla de la habitación.

Un médico entró y comenzó a auscultar al paciente.

—Bien, veo que despertó. Este hombre sufrió un fuerte traumatismo craneoencefálico, no creo que recuerde mucho de lo que ocurrió durante el accidente ni durante los días anteriores. Por favor no lo presionen y permítanle descansar.

Los siguientes días fueron de dolor y de recuperación para Javier, nadie tuvo el valor de decirle que Jesús ya no estaba, sus heridas habían sido muy graves y no había podido superarlo.

Era doloroso visitar a su amigo, viéndolo ir en busca de su ser, en busca de quien había sido. De repente en sus labios brillaba una sonrisa que les hacía pensar que todo iba a estar bien.

Esa sonrisa se fue difuminando cuando los recuerdos comenzaron a volver.

En su mente todo se fue acomodando como tenía que ser y, a pesar del dolor, siguió luchado para poder lograr ser el mismo de nuevo.

Por fin una mañana, meses después del accidente, cuando vinieron sus amigos a visitarlo lo encontraron llorando sin consuelo.

Al notar que entraban levantó la vista y les sonrió de forma triste. Nadie le había dicho que Jesús se había ido. El simplemente lo sabía.

—Las musas son celosas, dan la inspiración, pero después de un tiempo ya no quieren compartir al artista.

 

 

 

Consigna: Escribir un relato de hasta cuatro hojas de Word donde aparezca el contenido de las historias que narran las canciones del grupo de rock andaluz Triana. Deben de aparecer como mínimo cuatro letras de sus canciones. Relacionarlas y darle forma coherente al relato.

Canciones utilizadas:

Hijos del Agobio

Recuerdos de una noche

Luminosa mañana

Tu frialdad

Sr. Troncoso

 

Por Pedro Salcedo.