lunes, 20 de noviembre de 2023

El cerdo amarillo


Por Alcides Bertran 


 Cuando sus ojos se nublaron no tuvo más vestigios que cierta claridad, pero ya no supo si se debía al sol del me­diodía o al azulado margen de un sueño. El aire le llegaba como en burbujas, hinchaba apenas sus pulmones y lo obli­gaba a gritar cosas guardadas desde hacía tiempo. En su ca­beza todo se contraponía y veía, inmerso en vértigos, oscu­ros horizontes, algu­nos difusos y de claridad ondulante que le daban sensación de alivio, otros envueltos en sombras y frío aterrador que lo sumergían y lo sumergían. Luego, cuando creyó que despertaría de lo que supuso un sueño, vio el sol antes de que una nube, esta vez oscura y pesada, le hiciera olvidar todo.

Pero allí estaba, reviviendo su infancia casi sin saber el porqué. Quizá fue el último carrusel de su barrio lo primero que haya recordado, no obs­tante y a pesar de tener más de sesenta años, aún creía verlo girar y girar como cuando era niño. Y si el vidrio de aquella ventana que entonces daba hacia la vereda hubiera resistido el descuido cuando escapaba de casa, nin­guna de sus tías, ya cargadas en años, hubiera des­cubierto su au­sencia; y pensar que fueron por los pochoclos y las garrapiñadas que las pandillas del barrio se reunían junto al carrusel. Él lideraba a la más intrépida y desafortu­nada puesto que uno de sus miembros al poco tiempo de habérse­les unido cayó bajo las ruedas del tranvía.

“¡No me quedaré a hacer bailar a la cotorra, algún día tendré di­nero!”, decía cuando las pocas monedas que le daban sus tías las apostaba al número de lotería que el simpático perico le extendía amigablemente; pero el viejo, que parecía italiano, lo mi­raba con resignación y con una son­risa de vasta y lejana experiencia.

Los jazmines y madreselvas de casa le enseñaron una tranquilidad re­bosante de melancolía, puesto que los rinco­nes se veían más mortecinos que los que deseaba para po­der fantasear algunas aventuras. Era niño, pero no podía to­car los helechos ni hacer una cubierta de buque pirata de ese hermoso patio. Esto lo apocaba ya que quería diver­tirse y hacer cumplir sus sueños; pero no hallaba el modo ni el lugar, por eso, casi con obsesión, en­gordó al cerdo amarillo que era su alcancía. Pero la primera decepción se llevó cuando, tras gastar esos ahorros en figuritas y bolitas que las halló en el quiosco de la esquina, supo de la flaqueza de su porcino. Entonces lo odió. Luego, ya en la adoles­cencia y tras abandonar varias ilusiones, com­prendió que los libros no sólo eran com­pendios de hermosos figuras, sino que había en ellos mucho más que descubrir. Se in­ternó progre­sivamente en la matemática, interesándose por cada incóg­nita, por cada dificultad y pronto su análisis fue claro: suma, suma, nunca resta. En el transcurso de ese tiempo su hogar comenzó a deteriorarse y debió exigirse para que se mantuviera en lo posible digno. De todos modos, si no fuera por un amigo incondicional de la infancia esa transi­ción le hubiera resultado terrorífica.

—Che, debés ser despierto, ¿cómo no tenés un reloj?

—Yo no recibo regalos, a lo sumo encuentro una torta para mi cum­pleaños.

—Yo tampoco los recibo, pero vos sos uno de mis amigos, no la totali­dad de mis amistades. ¿Por qué no te relacio­nás?

Al poco tiempo era cadete de una tienda en Villa Ortu­zar, y a los pocos meses de trabajar allí, tras engordar nue­vamente a su cerdo, se compró su primer reloj, y desde en­tonces y sin que nadie supiera el porqué, de un día para el otro comenzó a gustarle las camisas de mangas cortas. Lo cierto es que cuando la primera chica con la que pretendió salir seriamente se enteró de que atendía en una tienda, lo plantó al otro día.

—¿Y qué de malo tiene que trabaje en una tienda?

—Mirá... ¿Acaso es tuya?

—Bueno... no; pero...

—Yo no salgo con cadetes, mis amigas viajan, conocen el mundo, y vos... ¿Cómo creés darme esos gustos?

—Flaca, ¿lo tuyo es el dinero, verdad?

—Sí… ¿Por qué mentirte? Hoy todo es el dinero, pensé que lo sabías.

No tuvo respuesta, pero reflexionó y comprendió que si no conseguía un buen tra­bajo seguiría perdiendo chicas.

¡Vaya! Debía comprarse una corbata y quizás un saco que le sirviera para todas las estaciones. Debía estar más presentable o al menos simular estarlo. ¿Pero atender una tienda en corbata y saco? No, pensaba que haría el ridículo, a su edad y en una tienda tan informal.

—Tengo razón, Carlos, uno es lo que sus padres le de­jan.

—Yo no pienso igual, en todo caso, si algo me que­dara de ellos, en lo único que me preocuparé es en mantenerlo con la dignidad de siempre, después me abriré pasos en el mundo, solo. Confío en mí, no me siento una marmota.

—Yo sepultaré a mis tías y viviré con mis gatos y mis perros.

—¡Hombre, a no bajar los brazos! Cuando yo sea ge­rente voy a llevarte conmigo.

—¿De cadete, che?

—Aprendé, Mario. Todos los trabajos son dignos si uno lo quisiese.

Parecía que aquellos tiempos, aquellos diálogos con el amigo volvía a revivirlos una vez más, como si el tiempo jamás hubiera transcurrido.

No pudo recordar cuántas chicas había perdido de verdad hasta que tuvo algún di­nero para invitarlas a bailar o a tomar algún helado. Pero cuánto dolor, los recuerdos eran verdaderamente dolorosos. Siempre creyó que las heridas del corazón no dejaban huellas, sin embargo, ahora parecía desfallecer sintiéndose vacío, desgarrado. No era su mundo, quizá por eso sufría y sentía como una despedida de la humildad, como un des­vaneci­miento del cual no podría re­gresar quizá nunca mientras girara en ese mundo de vani­dades y egoísmos. Sus manos temblaban, temblaban como la primera vez cuando tuvo que sentarse frente a una Oli­vetti a tipear, sin sa­car los ojos de la hoja, una transac­ción comercial. ¡Ah, pero qué sensa­ción!, el espejo no lo enga­ñaba: su cabello engomi­nado y con el nudo de la corbata ceñida al cuello lucía impecable. Supo de ese aire des­cono­cido al suplantar su primer reloj por uno automático y liar en su muñeca una pul­sera de oro con sus iniciales. Sí, muy pronto comenzó a aceptar aquellas cosas minús­culas, pero que le daban cierto nivel y prestigio.

Cuando pasaba frente al carrusel de su niñez lo veía opaco, sombrío, menguado de giros y con escasos niños di­virtiéndose en él, y al vendedor de lotería sumergido ya en un semblante de vejez, al igual que su cotorra; para entonces sus tías eran dos grises lápidas en el cementerio de la Cha­carita y, aunque con gladiolos nuevos algunos do­mingos, lentamente iban cubriéndose de olvido. No obstante, sus noches, de boliche en boliche, no era más que para disfrutar de la vida, vivir tal vez como muchos le exigían, pero como nunca supo. Le costó tirar su cerdo amarillo que por entonces decoraba una vieja repisa; pero ya no le hacía falta puesto que lo había su­plantado por una cómoda y solvente billetera.

—No te voy a usar más —le dijo mientras lo sepultaba, ocultando al­gún remordi­miento, en una bolsa de residuo negra, como de muerte—. Allí vas a quedarte, en todo caso porque sos de plástico no te maté antes.

El pequeño cerdo, inerte en su composición aunque consecuente con la vida por lo que en su panza podía aho­rrase, parecía irse con la simpática mirada de siempre; sus ojos eran saltones y su cola enroscada. Sí, casi como la vida.

No tuvo compasión de los helechos ya que pidió al jar­dinero que reno­vara todas las plantas del jardín, y casi con desdén él mismo las arrancó como queriendo olvidarse de su pasado.

—Piso de parqués, de roble claro, ¡basta de una vez por todas de estas baldosas!

—Hay de varios precios.

—El más caro —ordenó.

Su buen pasar lo permitía y quizá venía como recom­pensa a tanta de­silusión y des­esperanza; nada le faltaba ahora pues había heredado el hogar familiar, por lo que pronto se abocó a comprarse un automóvil. Su trabajo lo permitía ya que era cajero en una de las sucursales del Banco Nación. ¿Qué más quería?, y para colmo de dichas, las chicas con las que salía casi a diario eran de un modo u otro los place­res que creía me­recer en la vida. Se colmó de exquisiteces y su habitación se convirtió en centro de ro­bados amores, de romances fugaces, de amistades superfluas y cuando algu­nos casos se tornaron complicados o escandalosos, su di­nero le permitía buenos abogados. Por fin se sentía prote­gido frene a esos avatares. El sacrificio y una buena orienta­ción fueron los factores fundamentales para dicha condi­ción. Y supo de las diferencias, puesto que ya no le daba lo mismo una mesa sin mantel o los paseos por la calle Lava­lle o Florida como lo hacía anterior­mente para alegrar la vista. Ya no tenía que sufrir porque las chi­cas le hi­cieran "la pera", ahora las míseras monedas de entonces eran sucu­lentas propi­nas que alegraban a mozos y camareras. Todo había cambiado en su vida; pero en el fondo seguía siendo consciente de lo difícil que le había resultado llegar a dicha situa­ción.

Estos recuerdos ganaron su mente, como lo habían hecho los de su ni­ñez. Eran im­borrables. Pensó que en aquel tiempo había podido consolidar algunas ilusiones, quizá ya no las de la infancia puesto que aquellas se ha­bían desvanecidos con el paso del tiempo, pero de haberlas po­dido cumplir, aunque fueran algunas, hubieran quedado me­nos huellas de fracasos en su vida. Siempre recordaba lo que había sufrido cuando niño. Sin embargo, cuando ron­daba los treinta y decidió quedarse con Verónica, fue por­que necesitaba la tranquilidad de un hogar y pensó que era lo mejor para esa etapa de su vida. Así es que le propuso, casi como en un juego, que fuera a vivir con él; aunque nunca imaginó que dicha relación duraría dos escasos años.

—No soporto estar aquí, en este barrio —le reprochó una vez la joven.

—Nena, es donde nací. Soy de acá, ¿qué querés?

—Pero no es igual al mío. Allí están mis amistades, no sabés cuánto extraño mis salidas al Delta los fines de se­mana. Fijate, vos no tenés ni un pequeño velero —se que­jaba la joven casi a diario.

Había logrado un trabajo diferente al de atender en una tienda, había dejado de ser cadete y por fin encontraba sig­nificado a las corbatas y sacos, y... ¿No era suficiente con eso? ¿Ambicionar más aún? Los zapatos pare­cían caerles bien y por si esto fuera poco, no hallaba motivos para que­jarse de su billetera. Ya no juntaba monedas en una alcancía como lo había he­cho de pequeño; ahora una cuenta co­rriente era receptora de su men­suali­dad.

Hasta que un día tuvo que sumar una nueva decepción en su pareja que hizo que temblara la relación definitiva­mente: se encontró con unos gastos de la joven prove­niente de la extensión de su tarjeta de créditos. ¡Vaya! Si los ante­riores gastos de un modo u otro los había sabido sobrelle­var, esta vez lo urgían a una aguda reflexión: ¿De qué modo pagarlos?; debía hallar la manera, debía reaccionar de in­mediato. La solución llegó tras una nueva programación de pago, aunque estrechando los márgenes de gastos. No se la esperaba, además, para peor de males, ya cargaba con la in­satisfacción de la joven, quien le puso mil y un obstáculos desde entonces.

—¡No tengo ni para la peluquería! —se quejaba, convirtiéndosele casi en una pe­sadilla.

—Verónica, escuchame… ¡Flaca! ¡Flaca!

—¡Verónica, nada! ¡Estoy harta, harta!

Aunque contrariado, parecía comprenderla y esto se debía a que le ha­bía tomado el gusto al mejor vivir, no obstante, se daba cuenta de que aún no estaba para nada asegu­rado su futuro. No era como había pensado. En­tonces llega­ron a su mente los viejos recuerdos. Supo el valor de su cerdo amarillo, que seguramente a esta altura de la vida ya estaba reciclado y tal vez convertido en un producto nuevo. Recordó sus primeros ahorros, in­cluso en sus oídos reper­cutieron, con la misma nitidez de entonces, el cho­car de aquellas monedas cuando, lleno de alegría, las introducía en la mi­núscula ranura del lomo.

Cuando la joven se fue, abandonándolo, no lo hizo sin antes hacerle sentir un inútil, un estúpido. Todo el barrio supo el porqué de su separa­ción, y para colmo, cuando la joven aún venía a buscar lo que le quedaba de pertenencia, lo hacía descara­damente en un auto último modelo y en compañía de un jo­ven que lucía con comodidad ropas caras y adminículos que marcaban claramente su condición de cuna. Entonces re­cordó lo que una vez le había dicho a su amigo de la infan­cia: "Uno es lo que sus padres le dejan”. Ahora estaba más convencido de ello; pero una sentida reflexión pareció abrirle la mente: no siempre era así ya que cargar en la es­palda de los viejos la incapacidad de uno, no era de buen hijo y más él que sólo ha­bía conocido a sus dos tías puesto que sus padres habían muerto en un ac­cidente automovilís­tico cuando tenía tan sólo un año y seis meses. Pero al ob­servar la vieja biblioteca del living, que no fue a parar al ba­surero quizá por lástima o porque era un recuerdo de sus tías, halló casi como un con­suelo sus primeros libros de matemática que lo obligaron a recordar aque­llos preciados ejercicios: suma, suma, nunca resta. Los observó un largo tiempo, en silencio, tal vez recordando que cuando pequeño y casi como si fuera un ritual, antes de dejarlos en su lugar solía exclamar: “¡Sumar siem­pre, sumar y en lo posible multiplicar!”. Sin embargo, a esa altura de su vida, él ya había hecho su primera resta.

Cuántos recuerdos, cuántas ilusiones insatisfechas; aunque la vida, cí­clica y extre­madamente justa, e injusta tal vez, no daba tiempo para la­mentaciones.

No, debía estar soñando. En todo caso si pudiera poner en la balanza la segunda etapa de su vida, estaba seguro de que casi la igualaría a la de la infancia.

Debía tratar de escapar de esas burbujas y alejar esos dolores atroces que no hacían más que desangrarlo; no se sentía merecedor de que su carne estuviera desgarrándose de este modo. Debía tratar de escapar de esa situa­ción en la que el tiempo parecía ya inexistente; no obstante, como si fuera un castigo, todo le llegaba de pronto. Era una lucha desesperada consigo mismo, puesto que cada paso que había dado se incorporaba a los anaque­les de su mente hostigándole y hasta quizá culpándolo. “¿Es que no existe el olvido?” Parecía implorar. Pero no hallaba claridad, ya ni siquiera la de hacía unos instantes. ¿Cómo no poder olvidar la última etapa? ¿Cómo no resignarse y asumir ser un per­dedor?

Cuando los ceros aparecieron incorporándose a la de­sesperación de la vida coti­diana, su cuenta bancaria estaba nula. ¡De haberlo sabido, cuántas cosas hubiera podido co­rregir! Pero no fue así: los billetes ya no tenían va­lor. “¡Ce­ros y más ceros! ¡Dios mío, cuántos ceros en la vida!”, pa­recía exclamar ante el último suspiro.

Cuando lo despidieron supo que nada le quedaba ya, ni siquiera su gato, su perro, sin embargo, un perico nuevo entregaba los billetes de lote­ría y seguía existiendo en al­guna esquina de Buenos Aires, quizá ya no en la de su ba­rrio, pero en alguna esquina era seguro que estaba. Los ca­rruse­les, con más melancolía que nunca, se aislaban en las plazoletas a la espera de los nuevos niños aventureros que, como él, sabrían disfrutarlos.

El valor de su casa no fue lo suficiente que esperaba puesto que casi todo estaba destruido y debía conformarse con la magra tasación que le dio un inmobiliario tram­poso. Pero la Argentina era grande y habría sus hori­zontes a los cuatro vientos. Y hacia allí fue, al encuentro de su hori­zonte. Optó por escapar de la gran ciudad buscando monta­ñas, buscando aire nuevo. ¿Qué más le quedaba? En fin, era dueño de su libertad.

Cuando observó el arroyo que se desprendía de un río de montañas, lo tentó el riesgo. Nada sabía al respecto, pero le valió en su derrotero por la zona el haber visto cómo ab­negados emprendedores fomentaban criaderos de truchas y salían a flote. Pare­cía que en esta etapa de la vida, con entu­siasmo y renovado sacrificio, dependería inde­fectiblemente de los mágicos alevinos.

—¡Un día serán millones, carajo! —exclamó metiendo sus manos en el balde y le­vantando cientos de ellos.

No le importó los días de excavaciones con la pala in­tentando que el arroyo se des­viara para formar un tajamar. Era el único modo ya que el di­nero no le alcanzaba para una adecuada pileta, que por lo menos debía te­ner unos cinco metros de ancho, quizás uno o dos de profundidad y unos veinte de largo. De todos modos, de irle bien, al año ya podría disfrutarlas en su humilde salamandra y ni que hablar si comenzaban a serle re­ditua­bles. Cuando colocó la red que obstruiría la salida, se sintió feliz; ahora sí podía largarlas allí.

El tiempo pasaba y todo iba por buen camino. La des­esperanza se ate­nuaba con la nueva ocupación y más cuando comprobó que las migas de pan que les tiraba pa­recían gustarles más que el aconsejado alimento; rápi­da­mente desaparecían de la superficie del agua. Sus ojos se encendían cuando se aproximaba al borde del canal; desde allí podía verlas glotona­mente engullir miga tras miga. Las observaba con alegría, como cuando era niño y observaba al perico que al compás del organito le entregaba el bi­llete de lote­ría. Ahora también, como entonces, echaba con deci­sión toda su suerte.

El tiempo fue pasando y el cambio de estación trajo un prolongado mal tiempo. Languidecieron los álamos y los ríos, desbordados de sus cauces, comenzaron a exten­derse peligrosamente más allá de las zonas estancadas. Arrastra­ban todo a su paso.

Cuando observó el horizonte vio un cielo azul y un sol reluciente en lo alto de las montañas; si algo existía para admirar era la naturaleza. Sí, im­ponentemente bella, aun­que a veces también sombría.

Al caer la tarde, con lentitud comenzó a agitar el ce­dazo, aunque extra­ños remor­dimientos parecían retraerlo por momentos; pero luego, cuando volvía en sí era posee­dor de un entusiasmo envidiable. Cuando concluyó se dirigió hacia el estanque con el balde de migas, luego, y ya próximo, le pa­reció escuchar unos violentos revuelcos pro­seguidos de unos profundos silencios. Se detuvo con la mi­rada fija sobre la rolliza y extraña correntada del tajamar. Algo sucedía. Creyó ver unos fugaces reflejos. Hizo unos pa­sos más y se detuvo. De pronto tiró el balde y fue co­rriendo hasta el borde del canal, y allí, casi con el mismo brillo de las aguas, sus ojos se desorbita­ron: las truchas no eran más que esqueletos flotando en medio de las aguas turbulentas; un sin fin de coletazos las enturbiaban. Parali­zado, se tomó el rostro, pero luego, sin comprender aún qué pasaba, se lanzó al canal.

—¡No! —gritó una y otra vez agitando sus brazos. La desesperación lo enloque­ció— ¡No, por Dios, no!

Pero era tarde. Nunca pudo imaginarse que las ham­brientas pirañas, que estuvieron devorándose entre ellas, habían hallado como un regalo el manjar del estanque. Ni si­quiera cuando se zambulló supo realmente lo qué pasaba. Una vez más perdía todo. Pero luego, cuando sintió que sus pies se enrollaban en la destruida red, comprendió inespe­radamente que debía lu­char por su vida. Logró desprender una de sus manos, pero cuando la elevó por sobre el agua colgaron de ella dos, tres, hasta cuatro voraces pira­ñas; pronto sintió que su carne se desgarraba sin piedad una y otra vez. De pronto, cuando creyó desprenderse de la mal­dita red, le pareció ver el hori­zonte, sin embargo, pronta­mente todo se tornó barroso, oscuro, pues un mundo de ojos amenazadores lo atacaron nuevamente sepultándolo una vez más. Esta vez la red lo envolvió, impidién­dole que se escapara de dicho infierno.

No, ya no tuvo tiempo siquiera de pensar en el pre­sente, y si lo hizo fue porque creyó que era un sueño más, pero que acabó siendo el último.