viernes, 27 de diciembre de 2013

Una soleada navidad

Por Gabriel Herbas.

Con pasos cuidadosos y obligándose sin éxito a ser más veloz, Muriel se paseaba por la cocina de su casa, en estos momentos extrañaba la soltura y agilidad que poseía en su juventud. La cena de navidad aun no estaba lista y sus dos hijos y sus tres nietos llegarían en cualquier momento para pasar la velada juntos.
    Muriel no había tenido sobrinos, ella era hija única y ninguno de los hermanos de Antonio (su esposo de toda la vida) había tenido hijos, por lo que sus nietos en este momento eran como sus hijos. A pesar de no entender por completo sus extrañas aficiones y su extraña música moderna, los amaba. Por su parte Muriel y Antonio aun conservaban en su habitación una pequeña colección de discos de acetato que habían sobrevivido a años y años de uso y abuso, tenían Dream Evil de Dio, Fly on the wall de AC/DC, Turbo de Judas Priest y algunos otros.
    Dos años atrás, sus nietos habían visto aquella pequeña colección y cuando su abuela les había indicado para que eran, los niños no lo creyeron, con paciencia, Muriel se decidió a  desempolvar su viejo reproductor de discos y puso la aguja sobre las primeras líneas del Seventh son of a seventh son de Iron Maiden. Al escuchar la susurrante y misteriosa voz del, ya hace años desaparecido, Bruce Dickinson, los niños habían ahogado un grito de susto. ¿Cómo era posible que aquel objeto circular y plástico proporcionara música? Era aterrador.

    Cuando el timbre sonó tres veces seguidas, Muriel supo que su hijo menor Esteban, había llegado, aquella tripleta era su marca registrada.
    — ¡Antonio!— gritó desde la cocina — ¡Antonio joder, abre la puerta!
    Antonio seguía dormido en su sillón reclinable favorito, su barba blanca se balanceaba arriba y abajo a medida que roncaba.
    Muriel salió de la cocina y fue hacia él, lo zarandeó por el hombro mientras decía:
    — Antonio llegó esteban, ábrele mientras termino la cena.
    — ¡Ah!, sisisi — exclamó Antonio con un ojo cerrado — ya voy — se levantó de un salto y de inmediato se llevó una mano a su calva cabeza, a veces también olvidaba que tenia 63 en lugar de 23.

   
    Esteban abrazó a su padre en cuanto éste abrió la puerta, sus dos hijos, Catalina de 12 años y Kevin de 10 entraron corriendo a la casa en busca de las galletas horneadas de su abuela, las cuales sólo comían una vez al año.
    Muriel abrazó a sus nietos y sintió su amor hacia ella, también sintió su juventud y su energía y deseo poder tener su edad. Un momento después entro Noemí, la esposa de esteban, radiante a pesar del suéter que ocultaba su figura.
    Minutos después, cuando la mesa ya estaba puesta y la cena lista, llegó Ricardo, su hijo mayor, acompañado de su único hijo Michael de 13 años. Ricardo se había separado de su esposa tres años atrás debido a “diferencias irreconciliables”, Muriel pensaba que Ricardo debería tener otro hijo, no quería que Michael fuera hijo único toda su vida, ella había vivido esa experiencia y hubo momentos en su vida en los que se sintió increíblemente sola, no deseaba que su nieto mayor pasara por aquello. Pero era navidad, guardaría esa sugerencia para enero cuando la falsa algarabía festiva se apaciguara.

    Después de una cena de pavo insípido (Muriel seguía pensando que el pavo no era el mejor animal para una cena, por más que se rellenase, no tenia sabor), ensalada fría y un vino de cosecha antigua, Noemí se fue a dormir, por su parte los hermanos Esteban y Ricardo fueron a la azotea descubierta de la casa para admirar la ciudad, beber whisky y ponerse al corriente de sus vidas.
    Muriel y Antonio quedaron en la sala con sus nietos, era hora de otra de las tradiciones navideñas de la familia Tomé Menéndez. Era hora de las historias antiguas de los abuelos. Cada año, los tres niños escuchaban con atención, incredulidad y un poco de miedo las historias de sus abuelos, lo que hacían, lo que comían, como se habían conocido. El año anterior Muriel y Antonio habían charlado largo y tendido sobre las redes sociales que afloraron en su época de adolecentes y que terminaron de la misma forma como llegaron, abruptamente.
    Pero este año, al ver que Antonio tomaba asiento en su sillón reclinable favorito, para entregarse (una vez mas) a los placeres del sueño, Muriel pensó que podría confiar a los niños, a sus amados nietos, una historia que nadie había conocido, ni siquiera el hombre dormido a su lado.
    — ¿Quieren escuchar una historia niños? —preguntó Muriel a sus nietos.
    De inmediato y obedientes como un aparato electrónico, los niños tomaron asiento a los pies de Muriel, con las caras expectantes ante la inminente historia de su abuela.
    Muriel empezó:

***

    Una vez yo también tuve su edad. Fue hace mucho, mucho tiempo. Les voy a contar una historia de cuando yo tenía 6 años y vivía en el campo.
    Mis padres cuidaban una hacienda muy grande en la que vivimos alrededor de un año, en ella había caballos, gallinas, conejos y vacas… imagino que habrán estudiado sobre las vacas en la escuela ¿no?, pues ya están extintas.
    Muy bien, si fue cuando tenía 6 años, entonces fue hace exactamente 56 años, en 1997. El 25 de diciembre de 1997.
    Me levanté de mi cama y encontré bajo nuestro árbol de navidad una muñeca que había querido mucho tiempo atrás, ya no recuerdo muy bien como era, pero sí recuerdo que me puse muy feliz.
    El día transcurrió normal, vi un poco de televisión y jugué con mi muñeca. En la tarde llegaron a la hacienda mis familiares y jugué con mis primos por todo el campo… el problema llegó en la tarde. A eso de las 6 de la tarde el sol seguía brillante en el cielo, a nadie pareció sorprenderle, por lo que a mí tampoco me importó mucho.
    Me fijé de nuevo en el sol a eso de las 7 y de nuevo a las 8 de la noche, pero de igual forma, a nadie le importaba, nadie decía nada al respecto. Me dio miedo, me dio mucho miedo, empecé a tener la sensación de que algo malo iba a pasar, de que si el sol seguía en el cielo a las 9 de la noche era por que algo andaba mal.
    A las 10 de la noche mis primos ya se habían ido a dormir, también mis tías, solo quedaban mi papá y unos tíos bebiendo ron. Salí al campo, el sol seguía en el cielo y yo tenía más miedo que nunca. Me parecía que en cualquier momento el cielo se abriría y la mano de dios destruiría el mundo como ya lo había hecho antes… pero nada de eso pasó.
    Pero si vi algo muy extraño en el campo. Recuerdo que me paré frente al corral de las vacas y las miré detenidamente, después de un momento me fijé en que estaban llorando.
    Sé que suena a mentira pero juraría ante un tribunal que eso fue lo que vi, de los ojos de la docena de vacas salían lágrimas, las vacas lloraban y gemían con dolor.
    Después de ver eso salí corriendo hacia mi habitación, me acosté en la cama pero no dormí en lo absoluto aquella noche, me pasé en vela llorando y rezando, tratando de recordar todas las oraciones que pudiera.
    El día siguiente fue normal, el sol se ocultó a la hora acostumbrada y poco a poco yo fui olvidando el incidente.

***

    Catalina estaba boquiabierta, había arrancado una considerable cantidad de sus cabellos rubios a medida que su abuela contaba la historia.
    Kevin en su lugar, había arrancado trozos de alfombra y ni siquiera lo había notado.
    Michael por el contrario, al ser el mayor, miraba a su abuela con duda, no creía mucho lo de las lágrimas en los ojos de las vacas, aunque él nunca hubiera visto una vaca.
    Muriel sonrió a sus nietos y los instó a dormir. Uno a uno los chicos subieron las escaleras en busca de sus habitaciones.
    En la sala, una vez más, sólo eran Muriel y Antonio. Pero Antonio no roncaba, dormía en silencio.
    — Antonio vamos a dormir — dijo Muriel asiendo a su esposo por el hombro — ¿Antonio?, ¿Antonio? — se preocupó, la sensación de que algo malo iba a suceder se apodero de ella de nuevo, esta vez de forma inevitable. — ¡Antonio despierta!
    Tal vez, el hecho de revivir aquella historia, aquella historia que era sólo suya, hubiera invocado la maldad de aquel día, 56 años atrás, solo que esta vez, la maldad era real.
   

jueves, 26 de diciembre de 2013

Una navidad de puertas abiertas

Por Luis Seijas.

I

Los teléfonos de su casa no paraban de sonar para invitarlo a programas de televisión, de radio, entrevistas en el diario de mayor circulación de la ciudad argentina de Rauch, lugar donde lo vio nacer. Todos querían una primicia de los próximos trabajos que estaba por publicar, qué idea estaba rondándole. Ansiosos de saber de la vida de ese talentoso escritor como lo es Juan Esteban Bassagaisteguy. Había trascurrido diez meses desde el lanzamiento de su libro “Historias de Azotea” y el éxito estaba en pleno apogeo.

Sentía en su fuero interno un deseo inmenso de seguir escribiendo hasta que se les gastaran las huellas dactilares. Pero cuando llegaba a su hogar y encendía la PC, todo se esfumaba, como si le hubiese deslizado un interruptor. Sentado frente al monitor con la página de Word en blanco y el puntero titilando, taladrándole los ojos, deseaba que esa “puerta de siete cerraduras” se abriera y dejara salir las cantidades infinitas de historias que hacían vida en su mente.

A pesar de esos diez tortuosos e insomnes meses, la página en blanco le decía presente aún.

Los preparativos para la navidad lejos de relajar y hacer fluir las letras a Juan, lo presionaban y su espiral lo ahogaba poco a poco. Se exigía cada vez más, deseaba demostrarse que ese éxito no había sido casualidad.    

II

— ¡¡¡ Navidad, navidad, blaaaanca naaaaviiidad!!!

La algarabía de los tres hijos y Mariana (su esposa) armando el árbol de navidad y cantando villancicos, inundaba toda la casa. Para la mayoría de las personas, es la época donde los buenos deseos y la alegría están a flor de piel. No importa si están jodidos hasta el cuello, los otros once meses del año, la magia surge como si tuviera vida propia.

Pero esa magia se negaba a entrar en el estudio de Bassa…

Había probado todos los métodos recomendados para salir del llamado bloqueo de escritor: escribir en otro sitio, darse una ducha y cambiarse de ropa para empezar de nuevo, leer más de lo que estaba acostumbrado, ver películas con más frecuencia, contarle a algún ser inanimado o imaginario qué era lo que estaba tratando de escribir, jugaba fútbol con sus amigos más de lo habitual… pero nada de nada.

Sentado en su estudio, recordó la última vez que tuvo un bloqueo y, por coincidencias de la vida, había sucedido en una temporada navideña pero hacía ya diecisiete años. No recordó la causa, pero si el remedio que encontró para librarse de el: un paseo y un encuentro.

Aún guardaba el morral y el block de notas que había llevado a ese paseo a “El Castillo de Egaña”; una mansión (abandonada desde mucho tiempo) construida entre los años 1918 y 1930. Ubicada en Rauch a unos 275 kilómetros de Buenos Aires – Argentina.



III

Ese día cansado de no hacer nada, tomó su morral, una botella con agua, algunas provisiones, un block de rayas, dos lápices afilados, un sacapuntas y un borrador nuevo. Se encaminó a esa vieja mansión de visión lúgubre y descuidada pero que para Bassa surtía un efecto tranquilizador, necesario para aquietar su mente y su corazón.

En todo el partido de Rauch, la época navideña se sentía en cada esquina y él se concebía como un grinch. No le importaban las sonrisas y las risas inocentes de los niños que se portaban bien, para que “San Nicolás” le trajera el regalo que deseaban. Las personas con su árbol de navidad en mano, bolsas repletas de regalos, paseaban a su lado.

Bassa los observaba sin ver y los oía sin escuchar, solo tenía en mente su destino.

Al abrirse camino por el sendero y al ver a unos pocos metros al Castillo, sonrió. Una sonrisa pura y simple… como lo son las mejores cosas de la vida.

Faltando pocos metros, notó unos resplandores que provenían del piso de arriba. Intrigado, apuró el paso tratando de explicarse qué serian esas luces.

Arribó a la planta baja jadeando, las gotas de sudor bañaban su rostro y cuando alzó la vista a la ventana de la torre, vio una silueta que resaltaba en cada resplandor. Tenía en su mano derecha un artefacto que Bassa no lograba descifrar qué era. Subió con cuidado las maltrechas escaleras y al llegar al rellano una voz a su espalda lo saludó.

—Buenas tardes —dijo la silueta, que resultó poseer una sonrisa radiante y una mirada pícara y profunda—. Discúlpame si te asusté, mi nombre es Mariana.

—Hola, el mío es Juan —saludó, con los ojos abiertos de par en par y el corazón palpitándole a mil por hora.    

Vio la cámara fotográfica en la mano derecha de Mariana. Ella notó que la pregunta iba a salir de la boca de  Juan y se le adelantó.

—Vengo acá a tomar fotos para una tarea del colegio, me enamoré de este lugar desde que lo vi la primera vez —Caminó hacia la ventana.

—Yo, yo… ya me enamoré, te entiendo perfectamente —logró balbucear mientras la veía atarse una cola de caballo.

Mariana se volvió y lo invitó a ver el atardecer desde la ventana.

Dentro de la cabeza de Juan Esteban las cerraduras empezaron a ceder una a una. La puerta se abrió lentamente y todo fluyó. Había encontrado la dueña de las sietes llaves.



IV

Fuera la cena estaba lista y llaman a Juan. Salió del letargo en que se había sumergido. Sonrió cuando vio en la página de Word,  el nombre de Mariana escrito en todas las líneas y entendió que la salida que buscaba, estaba llamándolo para cenar y agradeció el regalo de Navidad que le habían entregado sin pedirlo.

Salió del estudio, abrazó a su mujer y la besó. Mariana gratamente sorprendida le preguntó

—¿Todo bien? —dijo mientras acomodaba los platos sobre la mesa.

—Ahora si… todo perfecto. Feliz Navidad, mi amada cerrajera.

Mariana lo vio con cara de no entender nada. Toda sonrisa ella, toda alegría.
Juan Esteban, que no necesitaba explicarle nada, la amó aun más.

            



Fin…


Una ayuda navideña

Por William Casanova Santos.

1

Durante la víspera de Navidad, en una cabaña oculta entre pinos cubiertos de nieve, se encontraba Gabriel Herbas sentado en una mecedora envuelto en un grueso y suave cobertor junto a la chimenea mientras leía por segunda vez El Cazador de Sueños tomando de sorbo en sorbo una taza de café que dejaba asentado a su lado en una pequeña mesa de estar.
Su hermano de 11 años entró al cuarto donde estaba Gabriel para acercarse y darle el aviso de que la mesa estaba lista. Pero Gabo estaba tan absorto en sus pensamientos y en el libro que tenía a las manos que no se percató de la entrada de este. Su hermano se posó junto a él para dejar a un lado los audífonos que traía en las orejas dejando en media sinfonía True North lo cuál no dejó a Gabriel muy feliz.
          -         Diles que ya voy.
          -         ¿En cuanto tiempo? – Quiso saber su pequeño hermano
          -         En 5 minutos, y si no, recuerda mis palabras y espera otros 5 y así.
          -         Ya apúrate –La broma no le causo gracia, sólo lo enojó- Se enfriará tu comida.
Exhaló con mucho cansancio y enojó por su lectura interrumpida. Se levantó dejando caer el cobertor y mostrando su camisa con un estampado del álbum Stranger Than Fiction y desconectó sus audífonos para alertar a su hermano de que iba en camino, pero se quedó varado e inmóvil unos momentos con la vista fija en el libro queriendo terminar mínimo el capítulo en el que estaba antes de ir a la mesa.
“Jódete y baila” Hizo una mueca de risa. “Vengo en son de paz para toda la humanidad. ¿A alguien le apetece una salchicha?” Lanzó una breve carcajada y cerró el libro con brusquedad nomás para asustar a su hermano y lo colocó con mucho cuidado en la repisa entre El Resplandor y Ojos de Fuego. Miró a su hermano, le dijo que era adoptado y se encaminó a la mesa.
En la mesa se encontraban todos sus familiares cercanos. Tíos, tías, primos, sus abuelos y alguno que otro familiar que rara vez veía, platicando y riéndose a gritos. Deseaba no haber olvidado los audífonos y celular en su cuarto, pues todo el ruido de la mesa lo alteraba. Hubiera estado tranquilo, es más, hasta hubiera sido perfecto que se haya llevado el plato de su comida a su cuarto y ahí lo hubiera devorado mientras proseguía con su lectura. Pero su madre no lo dejaba, quería que conviviera con la familia. Pero era algo imposible. No porque no quisiera, claro que podía, pero siempre algunas de sus bromas, aunque fueran simples palabras, terminaban alterando a algún familiar o incluso ofendido por no saber captar el humor de este.
Como deseaba Gabriel que algo pasara para que esa Navidad no fuera tan aburrida. Deseaba estar con su novia y pasar la Navidad con ella, pero igual se fue de viaje con su familia. Ahora deseaba una invasión alien. Sería una gran excusa para ausentarse. Una vez con el plato en su lugar le dio una probada al espagueti verde, el cuál estaba muy rico a su perspectiva. Luego le dio un mordisco a un poco de pavo.

2

Hubo una explosión no muy lejos de donde estaban. Todos trataron de asomarse por la ventana y algunos salieron para ver el humo saliendo entre los pinos. Gabriel salió quemando fuego y empezó a alejarse. Les dijo a sus padres que no se preocuparan, que le daría un vistazo rápido y regresaría, pero que ellos se quedaran para que estuvieran seguros y que llamasen a la policía. ¡Al fin una magnifica excusa traída por su Deus Ex Machina sólo para pasar otros cinco o diez minutos solo!
A poca distancia de la explosión, Gabriel vio algo moverse entre los grandes pinos así que se ocultó en un arbusto para observar. Y lo que observó fue… era… ¿El Sr. Gray? ¿Cómo era eso posible? Pero lo era, y estaba buscando algo en lo que parecía un trineo pintado al rojo vivo y algunos cadáveres de renos frente a él. A los cuerpos les faltaban partes. Sr. Gray se los habría comido.
Gabriel, exaltado, pero no asustado, se agachó para tratar de encontrarle alguna explicación, cuando una mano ensangrentada lo agarró del tobillo. Era un hombre bonachón con cabello y una gran barba blanca con manchas rojas de sangre. Era Santa Claus. ¡¿Era Santa Claus?! No, eso no podía ser. Gabo se inclinó a pensar que eran puras casualidades, gente vestida y disfrazada como tales personajes para jugar o asustar a las personas que estuvieran cerca, e incluso algún rodaje de alguna película, pero “Santa” le explicó todo lo ocurrido. Lo que le sorprendió a Gabriel es que Santa no usó palabras para explicarlo, usó una conexión mental donde vio todo lo que necesitaba saber. El Sr. Gray deseaba la magia de Santa para llevar sus planes a cabo. Y Santa le pasó la magia que pudo a Gabriel antes de cerrar los ojos para nunca más abrirlos.
Gabriel salió de su escondite para enfrentarse al Sr. Gray y ponerle fin a esto.
          -         ¡Maldito! ¡¡Mataste a Santa!! ¡¡¡Y ahora te mataré a ti!!!
Fue una batalla tan épica que resulta casi imposible describir toda la acción que hubo. Hubo tantos golpes e insultos por parte de ambos. Tanta sangre brotando de ambos. ¿El Sr. Gray tenía sangre? Eso no importaba. Lo que importaba era que Gabriel no tenía la suficiente magia para detener al Sr. Gray. Este era mucho más poderoso y parecía casi intacto, incluso después de su batalla.
Pero a Gabriel se le ocurrió una idea. Usar su poder de telepatía para contactar a todos los niños del mundo para que levantasen las manos y creyeran en Santa. Todos lo hicieron y su fe hizo que santa regresara a la vida. Pero el Sr. Gray aprovechó esto para desviar parte de esa magia y usarla para volverse más poderoso que antes. Santa y Gabriel estaban en un verdadero apuro. ¡Las botellas de vino se iban a abrir y no estarían presentes para eso!
Por suerte Gabriel recordó algo que creía olvidado, algo oculto en el fondo de su bolsillo. Era la única esperanza que quedaba y todo lo que ocurría, dependía de lo que se encontraba en el bolsillo de su abrigo. El arma más poderosa y efectiva que podía haber, y si eso no funcionaba, nada lo haría.
Cerró los ojos con fuerza y lo extrajo de su bolsillo para ponerlo en marcha. El Sr. Gray lo miró con atención.
          -         Ya Sr. Gay, digo, Gray, cómase un Snickers –El Sr. Gray lo agarró y le dio un mordisco- ¿Mejor?
          -         Mejor –Ahora parecía E.T.-
Santa hizo explotar la cabeza del Sr. Gray/E.T. y de pronto todo había vuelto a la normalidad. Santa revivió a sus renos y le dejó a Gabriel como regalo una Playstation 4 y una X-Box One como agradecimiento por…
-         ¡Hey! No tienen juegos.
Como agradecimiento por haberlo ayudado. Gabo regresó a su casa con sus consolas. Sus familiares no se percataron de que se había ido y nunca sabrán que ese día, fue el día en que Gabriel Herbas salvó la Navidad.

3

Gabriel Herbas despertó en una camilla de hospital con la visión borrosa, sediento, mareado. Su padre, sentado junto a él, lo ayudó a beber un vaso con agua con cuidado y le explicó todo. Al parecer, cuando comió aquél pedazo de pavo no se percató del hueso que tenía y se le atoró en la tráquea asfixiándolo y dejándolo en coma por tres años. Bueno, fueron unas cuantas horas, simplemente su papá quería vacilarlo por primera vez como venganza.
Una vez que le dieron de alta y de nuevo en su casa, le contó a su hermano el sueño que tuvo.
          -         ¡Já! Que final tan patético y tonto, justo como las de ese señor que hace esas historias.
          -         ¡Cállate! -Gritó Gabriel- ¡Tú no sabes nada, sólo has visto las películas!
Sea como sea, Gabriel Herbas aprendió una valiosa lección que recordará el resto de su vida y tratará de que ese mensaje sea transmitido de generación en generación. Si comes pavo, cuida que no te toque hueso.

En realidad todo eso pasó, pero no como lo recuerda. Mientras se asfixiaba y caía en coma, Santa extrajo su esencia para que lo ayudara, y una vez terminada la dolorosa batalla donde incluso el verdadero monstruo había alcanzado a sus familiares y torturado a unos cuantos, modificó sus recuerdos (junto con el de su familia y sanado a varios) para que olvidara el tormento que pasó esa noche cambiándolo por algo torpe para que se riera cada que pensara en aquello en vez de llorar. 

miércoles, 25 de diciembre de 2013

TARDIS Y EL CALCETÍN

Por Muriel Menéndez.

Ring ring ring ... Eran las 08:00 de la mañana del 24 de diciembre, y Diego despertaba para irse a trabajar. Siendo una fecha tan señalada como aquella, andaba todo lleno de gente y era difícil andar deprisa para llegar a tiempo al trabajo. 
De repente oyó de fondo la canción de "happy christmas was is over" pero cantada por Maroon 5 que es uno de sus grupos favoritos. Se paró un momento y disfrutó de la canción.
Un relámpago iluminó de luz las calles, y acto seguido la calle quedó a oscuras unos segundos. Poco a poco las luces de la calle empezaron a encenderse. Y a los lejos vio algo curioso, nunca había visto ninguna en la vida real. Era una cabina azul, como las antiguas de policía de Reino Unido. Pero Diego iba tarde al trabajo. La cabina quedaba al otro lado en dirección opuesta. Tardaría bastante en llegar y llegaría tarde al turno pero por otro lado... la curiosidad le podía.
Diego miró a su derecha, en dirección a los grandes almacenes, e izquierda, hacia la cabina. Así un par de veces. Y por fin se decidió, salió corriendo en dirección a la cabina. Al llegar no lo podía creer, era muy similar a la que sale en Doctor Who. Y.. ¿y sí fuese la misma?
Diego había visto un montón de veces los capítulos de Doctor Who y sabían perfectamente cómo funcionaba, así que probó. Muy lentamente, metió una pierna, con temor a que algo extraño pudiera suceder. La cabina no hacía nada.
Una vez tenida toda la confianza posible, metió la otra pierna. Ya estaba dentro de la cabina, pero... ¿sería capaz de cerrar las puertas?
Diego tenía claro que ya no llegaría a tiempo al trabajo, así qué no tenía nada que perder. Una ilusión se apoderó de él, llenándolo de valor y coraje, y decidido, cerró las puertas.
Un zumbido muy suave, como el ronroneo de cientos de gatitos, le inundaba los oídos. La cabina empezó a vibrar, y no alcanzaba a ver la calle en el exterior. Era como si focos de muchos colores inundaran la cabina desde fuera.
No estaba seguro qué fecha visitar, así que se decidió por una no demasiado lejana. El día de Navidad de hace 20 años, cuando Diego tenía solo seis. Y recordaba que de chico le pareció ver a Papá Noel, de madrugada poniendo los regalos al pie del arbolito.
Así que se puso en marcha. Probó a toquetear los botones de lo que estaba seguro que era la “Tardis” y cuando estaba todo programado lo inició. Todo empezó a dar vueltas, a ver colores. No se parecía nada a como sale en la serie. Sin duda esto mareaba mucho más. Y de pronto… reapareció.
No estaba seguro de que fuera la fecha señalada, pero al menos si la dirección. Salió de la cabina casi temblando y fue  a asomarse a su casa. El siempre se despertaba a las 09:00 y en ese día en particular, siempre salía corriendo hacia el árbol. Consiguió entrar en su casa sin hacer ruido y miró el reloj de la cocina. Eran casi las 09:00. Diego se asomó al salón, esperando ver entrar por la ventana en cualquier momento a Papá Noel.
Escuchó un despertador, su otro pequeño yo, se estaría despertando y en cualquier momento llegaría a trote. Papá Noel no estaba.
De repente se le ocurrió una idea disparatada, cogió uno de los calcetines que colgaban de adorno y se lo puso de gorro, y se envolvió con la manta roja del sofá. En ese momento el pequeño Diego se asomó al salón y lo vio. Pudo verse a sí mismo la ilusión en los ojos. Fue él, siempre habido sido él. El pequeño Diego hizo gesto de cremallera y volvió despacio y sonriente hasta su habitación.
Era momento de irse, Diego echó un último vistazo a los regalos que ya había puestos bajo el árbol. Y recordó todo las cosas que tuvo, entre ellos un peluche de Mario Bross, que a día de hoy todavía conservaba.

Ring ring ring… Eran las 08:00 de la mañana del 24 de diciembre, y Diego despertaba para irse a trabajar. Sin duda todo había sido un sueño. Se incorporó de la cama y echó un vistazo a su peluche de Mario Bross, y…. No lo podía creer, El peluche tenía por sombrero un calcetín rojo, igual al que utilizó.
 Quizás... no todo fue un sueño. Sino una grata Navidad.


martes, 24 de diciembre de 2013

Festín de Navidad

Por Florencia Saade.

Cuando Chiche vio en la cartelera que colgaba al lado de la Oficina de Personal que ese veinticuatro le tocaba trabajar, su apacible rostro logró disimular la catarata de insultos que por dentro propinaba. La puta madre que lo parió, el veinticuatro, rumiaba mientras avanzaba por el pasillo largo. En los últimos años nunca le había tocado hacer un turno una víspera de navidad, pero por alguna maldita circunstancia del destino necesitaban las instalaciones el veinticinco y todo debía estar en orden ese día.
Cuando volvió a su casa, se lo comentó a su mujer Valeria, mientras preparaban algo para la cena. Ella lo tomó con tranquilidad y le aconsejó que tratara de tomarlo sólo como una eventualidad, que no sería ley que todos los veinticuatro de diciembre tendría que suceder lo mismo. Y mientras picaba la cebolla, con una sonrisa en la cara, le pidió que afloje con las puteadas. Ambos rieron y esa noche, comieron con los chicos bifes a la criolla a punto.
El veinticuatro no tardó en llegar y Chiche partió hacia el trabajo malhumorado. Intentó mitigar el odio calzándose los auriculares y escuchando algo de Megadeth. Ahhh, buena música para días donde queres estar en cualquier lado menos en el laburo, reflexionó. 
Para cuando llegó, ya casi no había nadie. Pero no le molestó; cumpliría sus horas y luego volvería a su casa para pasar la Navidad con la familia. Avanzaba por un corredor con estos pensamientos cuando se topó con un joven empleado que llevaba en los brazos unas cajas de cartón. En la superficie tenían dibujado un árbol de navidad.
—Tomá, Chiche, para vos. De la empresa. Son productos navideños.
—Ah, bueno, ¡muchas gracias!
Tomo la caja y, ya estando solo, miroteó que había adentro. Un pan dulce, unas garrapiñadas, un turrón, dos bolsas de maní confitado y una sidra. Estiró la mano y la sacó. Sidra Tunuyán. Y bueno, con esta voy a brindar, sentenció.
La noche pasó lenta. Cuando sus tareas estuvieron cumplidas, se recostó en una silla mirando directamente por la ventana hacia afuera. Era una noche clara, con estrellas. Se había llevado un libro de Stephen King, Pesadillas y Alucinaciones. Sacó el señalador y avanzó en la lectura del cuento “Sabes que tienen una gran banda”. Leyó un rato largo, cuando comenzó a sentir pesados los párpados. Miró el reloj, las doce de la noche pasadas. Intentó llamar por el celular a Valeria, pero las líneas estaban caídas; siempre la misma historia en esas fechas. Finalmente, decidió abrir la sidra y brindar solo. Estaba buena, todavía algo fresca. Vació el vaso de un sorbo, tarareando un tema de Tina Turner. Se sirvió otro, y lo tomó lentamente. Meditaba dormitar un poco cuando un ruido seco lo sacó de la cavilación. Sonó como si hubieran corrido varias sillas de un manotazo. Se levantó y, linterna en mano, se dirigió hacia la zona de donde había provenido el sospechoso ruido.
Avanzó con lentitud, sin ver nada extraño. Silencio total; sólo se oía el choque de sus zapatillas contra el piso. Doblo el último pasillo y abrió la puerta del salón de donde sospechaba que había salido el ruido.
Tuvo que pestañear varias veces para tratar de comprender lo que veía. Cuando se convenció que no estaba alucinando, retrocedió horrorizado. Cuatro niños estaban parados en fila. Tenían el rostro muy pálido, los ojos rojizos y miraban hacia adelante con una expresión desorientada en el rostro. Sus bocas estaban ligeramente abiertas, y Chiche observó con horror que un hilo de sangre les chorreaba por la comisura, mezclado con saliva. Entonces bajó la vista. Cada uno de aquellos niños llevaba una gallina en la mano. Una gallina degollada. Y el último, además, llevaba arrastrando la cabeza de una niña pequeña, rubia.
A Chiche se le aflojaron las piernas y la linterna se le cayó de la mano. No podía emitir sonido alguno. Sólo observaba, agarrado del umbral de la puerta, aquella escalofriante escena, y una sola cosa retumbaba en su cerebro como una estampida de elefantes: Horacio Quiroga.
En el preciso momento en que el nombre se materializó en su mente, los niños abrieron grande los ojos y, con pasos torpes, comenzaron a avanzar hacia el hombre que los observaba atónito. Un suave balbuceo salía de sus bocas, pero a los oídos de Chiche sonaba insoportable. Retrocedió un paso más atrás y comenzó a correr. Cuando llegó a un vértice donde el camino se bifurcaba, se dio la vuelta y horrorizado comprobó que venían pisándole los talones. Ahora ya no tenían la mirada perdida con expresión de confundidos, ahora lo miraban fijo, y repetían incansablemente: Hay que degollarlo, hay que degollarlo, como la sirvienta, como a la niña, como la sirvienta, como a la hermana… Lo repetían una y otra vez, como un mantra.
Chiche no podía razonar aquello. Años escribiendo historias de horror, leyendo libros de los autores más escalofriantes, sin conocer lo que era el verdadero miedo. Corrió por el corredor de la derecha sintiendo que el olor putrefacto de los niños retrasados de Quiroga avanzaban tras él. Le dolían las piernas y el costado, pero no se detuvo. Al doblar nuevamente, chocó de lleno contra una pared. ¡¿Cómo carajo hay una pared aquí?!, se preguntó. Había equivocado de camino, pero aquello era imposible. Entonces, como si aquello pudiera ir aún peor, notó que las paredes comenzaban a desmaterializarse y a tonarse de un verde extraño. Un verde oscuro, como negruzco. Intentó respirar con calma; estiró la mano para sostenerse de la pared pero ésta ya no estaba.
Cayó de espaldas y dio de lleno en medio del césped. Lo entendió al instante: estaba en la casa de la familia Manzini-Ferraz, dónde se produjo la matanza de la gallina y de la niña. A unos dos metros, los cuatro hermanos avanzaban deseosos de sangre. De su sangre. Chiche gritó de terror. Gritó como tantas veces leyó en libros. Aulló, como infinitud de veces escribió en sus relatos. Ya no había escapatoria. Se abrazó a las rodillas justo en el momento en que dos manos lo tomaban por los hombros. Era el fin.
Cuando Chiche entreabrió los ojos, le dolió la vista por la penetrante luz blanca. A su lado, Valeria saltó de la silla y corrió a tomar su mano.
—¿Dónde estoy…? —balbuceó.
—En el Hospital, amor. Tranquilo, vas a estar bien.
—¿Hospital? ¿Y la casa de… los…niños? —buscaba con la vista la casa, los niños, algo.
—No puedo creer lo que pasó aún. Ya llamaron de la empresa, pidieron disculpas. Dieron de baja todas las cajas navideñas. Es de terror que pusieron las sidras echadas a perder.
—¿Sidras?
—Sí, tuviste una intoxicación. Por suerte el Sr. Gómez pasó en su ronda por ahí y te vio. Ya pasó todo, cielo. Feliz Navidad.
Chiche intentaba codificar todo lo que su mujer le decía. Pero le costaba mucho creer que todo lo que había vivido y visto hubiera sido producto de una intoxicación con sidra vencida. El corazón aún le galopaba. Hay que degollarlo, retumbaba en su mente.
Luego del alta volvieron a casa. Los chicos recibieron a su papá mucho antes de lo que esperaban, así que entusiasmados le mostraron lo que Papá Noel les había dejado. Luego su mujer le pidió que siguiera el reposo recetado por el médico, que se fuera a acostar.
El hombre entro en el cuarto, aún confundido. Se sacó la ropa y se metió en la cama. Todo había sido demasiado vívido. En las penumbras de la habitación ya sin luz, miró la biblioteca. Estaba repleta de libros de terror. Sintió que todos le hacían un guiño. Trató de quitarse esa idea de la cabeza y cerró los ojos. Se acomodó sereno en la cama, intentando conciliar el sueño, mientras despacito, como quien no tiene apuro, el pequeño animal que lo esperaba dentro del almohadón de plumas estiraba su trompa, cual beso rojo, para darse un jugoso festín de navidad.



Como agua y aceite

Por Gean Rossi.

Puso la pequeña caja envuelta en papel rosado con impresiones a rayas negras bajo la chimenea. O tal vez fuera negra con rayas rosa… Bueno no importaba mucho.
            Dejó el paquete allí un segundo mientras buscaba en el bolsillo la etiqueta, cuando escuchó unos pasos detrás de él. Por un momento pensó que imaginó el sonido.
            —¿Quién eres? —preguntó una voz aguda tras él.
            Se giró con sobresalto y vio a la pequeña niña a la que supuso pertenecía el regalo.
            No dijo nada, desde que empezó en la compañía nunca lo habían descubierto de aquella manera tan directa.
            —Eres un… —siguio ella, puesto que él no tenía palabras para justificar su intrusión en aquella casa— ladrón?
            —¿Un ladrón?, ¡No! Yo no soy ningún ladrón yo…
            —Mmm… Entonces ¿qué eres, y qué haces en mi casa?
            —Soy Desconocido y no soy un ladrón.
            —Pues los desconocidos no entran en las casas de los demás, a menos que sean ladrones. ¡O un gato! Pero los gatos son lindos.
            —Mira niña estoy cumpliendo mi trabajo, esto es para beneficio tuyo, así que no estaría mal que vuelvas a la cama, vamos anda, los niños tienen que dormir bastante si quieren crece...
            —¡Un regalo! —exclamó la pequeña cuando divisó la caja envuelta—, ¿Es para mi?
            —Pues… si, ¡digo!, ¡no! —empezaba a ponerse histérico— ¡Aún no puedes abrirlo! Tienes que esperar a que amanezca, como todos los niños buenos.
            —¿Por qué debería esperar?, ¡además que yo no soy como los demás niños! —gritó, también exasperada.
            —¡Shhh! ¿Es que piensas despertar a tus padres o qué?, no sabes los problemas que tendría si me vieran.
            La niña pareció no darle mucha importancia a lo que dijo.
            —Entonces… ¿Eres un ladrón sí o no?
            —¡NO!
            —Bueno así que eres un ladrón que trae regalos… eso no cuadra.
            —Mira niña —dijo mientras cruzaba la habitación en dirección a la ventana abierta de la sala de la casa—, el tiempo sigue corriendo y ¡POR DIOS! ¡ya son las once y todavía me queda trabajo por hacer! Así que me haces el favor y te vas a dormir.
            —Oye pero no me trates así… Yo solo quería conocerte. —empezó a llorar.
            Esto no puede estar pasando… dijo en su cabeza mientras se frotaba las sienes para intentar conciliar la paciencia.
            —Ok, ok… te seré claro, te contaré todo sobre mí, o mas o menos eso intentaré si me prometes que no le dirás nada de esto a nadie y luego que termine te iras a dormir ¿quedó claro?
            La pequeña, que vestía con una pijama amarilla pareció indecisa y triste pero asintió al final sin protestar mucho.
            —Bueno, esta bien.
—A ver… —¿Por dónde empezar? Tenía que ser lo más breve posible—, soy una especie de… empleado, ¡sí! empleado. Es una compañía secreta o al menos así debe mantenerse. Nos crían desde pequeños allí, en el subterráneo, donde nos entrenan en el arte del ensamblaje y el sigilo. Y a partir de los dieciocho años a cada uno se le asigna una zona específica en el mundo para el Día del Juguete, no podemos casarnos, tener hijos ni familia, solo vivir y morir para con el deber, fin. Ahora me voy.
—¡No!, ¡Espera! —la niña pareció no entender nada —¿Cómo es eso de una compañía? ¿Los crían? No comprendo, o sea ¿Es un trabajo eso de repartir juguetes?
—Claro niña ¿O quién crees que te trae los regalos?, ¿Santa? —emitió una fuerte carcajada—, el pendejo ese no mueve ni un dedo. Todo lo tenemos que hacer nosotros. ¡Todo!, el  año entero la pasamos haciendo juguetes hasta más no poder, y luego nos toca repartir lo creado en el Día del Juguete. Solo para complacer a ese gordo imbécil y quedar ante todos como  “El hombre que reparte felicidad a los niños del mundo”, cuando en realidad somos nosotros los que trabajamos como unas mulas bajo el estandarte de un hombre gordo con todo el dinero del mundo que no nos deja hacer más nada que trabajar.
—Entonces… ¿Santa si existe?
—Sí. Ahora me largo y dejo de existir para ti. —dijo mientras salía por la ventana.
—¡No te vayas! —exclamó la pequeña que corría hacia él—, Por favor, llévame contigo.
—No puedo, está en contra de miles de reglas además, ¿para qué quieres venir?, ¿para trabajar como una burra? Créeme que no es muy divertido. Además tus padres estarían muy preocupados si desapareces.
—Mis padres murieron cuando era muy pequeña y desde entonces he vivido con mis tíos que son de lo peor, me pegan, me gritan y me tratan mal. Por favor te lo suplico —la niña lloraba desenfrenadamente.
—Lo siento, cumplo con mi deber. —concluyó y empezó a caminar en dirección a la calle con una bolsa negra sobre los hombros.
Que niña tan peculiar, se decía desde que salió de allí. No paraba de pensar en ella. Nunca había tenido problemas con los niños, una que otra vez alguno sonámbulo o con tanto sueño que no distinguirían una banana entre un ramo de uvas. Pero lo que le parecía interesante es que nunca había entablado una conversación tan larga con nadie.
Siguió casa por casa, dejando regalos aquí y allá. Iba saliendo de una cuando se tocó el bolsillo y sintió algo.
—Me faltó la etiqueta… —murmuró a la noche. La sacó y se quedó mirando el nombre—  Patricia…Así que ese es su nombre.
Empezó a correr con la bolsa dando golpes a la espalda. Se sentía terrible, no podía pensar siquiera en dejar un trabajo inconcluso.
Llegó a la casa y entró por la ventana como había hecho antes. El paquete seguía donde lo había dejado, la niña ni siquiera se había preocupado en abrirlo. Puso la etiqueta sobre una de las líneas negras del estampado pero no se sentía satisfecho aún, le faltaba algo.
            Escuchó un llanto en alguna parte de la casa; estaba seguro que seria de ella. Se empezó a sentir mal. Tomó el paquete y se lo llevó bajo el brazo.
            Se detuvo frente a una puerta de madera que disminuía un poco el llanto pero aun así retumbaba bastante en las paredes. Si sus tíos se despertaban estaría en verdaderos problemas. Por un segundo se preguntó qué estaba haciendo ahí en vez de seguir con su deber, no podía responderse a sí mismo las preguntas que se planteaba.
            Tocó la puerta antes de entrar. La niña estaba enrollada a la almohada de su cama, bañándola de lágrimas en sonoros sollozos. Al escuchar la puerta se sobresaltó, seguro que no esperaba volverlo a ver.
            —¿Qué quieres? —preguntó con los ojos rojos abiertos como platos.
            —Te traigo un regalo —le puso la cajita frente a ella.
            —Anda a ponerlo bajo el arbolito —lo tiró al suelo y se abrió permitiendo al conejo de peluche que había dentro respirar un poco de aire—, y sigue con tu trabajo.
            —Pero… bueno está bien… ¿eso de ahí es una mesa de ajedrez? —se sorprendió al ver una dentro del cuarto de esa niña, el ajedrez, aparte de leer era su hobbie favorito.
            —Sí, ¿por qué? ¿La quieres regalar a alguien?
            —Seguro que te puedo ganar.
            —¡No te creas mucho! —la niña esbozó una pequeña sonrisa.
            Se sentó en una de las sillas y se le quedo mirando a los ojos fijamente hasta que desistió de su momento de rabia y se acercó lentamente al otro lado de la mesa.
            No hablaban, se limitaron a armar estrategias, jugar, reír y olvidarse del mundo y sus problemas. A las afueras retumbaban en el cielo los fuegos artificiales.
—Jaque mate —dijo por fin la niña.
—No puede ser… —murmuró mientras veía un leve brillo que entraba a través de las persianas— está amaneciendo.
—¿Te tienes que ir? —sonaba triste.
—No solo eso… me faltaron cientos de regalos por entregar, ¡me van a matar!
—¿Y ahora?
—No puedo dejar que me vean, tengo que escapar.
Ambos jadeaban, llevaban al menos una hora subiendo aquella larga montaña y el peso de los morrales que habían llenado de comida los estaban matando, la niña se detuvo a mirar.
—Que hermosa se ve la ciudad desde aquí. —dijo con su voz aguda.
—No hay tiempo de detenerse, creo que ya habré perdido la cuenta de cuantas reglas hemos roto ya. —se detuvo un segundo a mirar también— tenemos que seguir y llegar a algún pueblo pequeño, conseguir trabajo y ver cómo nos mantenemos. Creo que va a ser difícil y… —empezó a llorar.
—Oye… No me has dicho tu nombre aún.
—No tengo nombre. Soy Desconocido ya te lo dije.
—Pues no creo que nadie te crea que te llamas así, necesitas un nombre, o algo así como un alias. ¿Cual te gustaría?
—Me gusta Robe, Robe Ferrer, alguna vez lo vi en un regalo y me gustó.
—Un gusto Robe, yo soy Patricia pero ahora seré… ¡Alicia! Sí, ese mismo. Ahora párate y vamos.
—¿A dónde vamos a ir? No sé como lleva la vida la gente común.
—Yo tampoco, nadie lo sabe. ¿O acaso crees que existen los manuales que enseñan a vivir?, el futuro es impredecible y a veces trae cosas buenas y cosas malas, cambios inesperados y muchas cosas más. A veces lo mejor es dejarse llevar por la vida.
—Vivo en un subterráneo comandado por un obeso donde no hay mucho que hacer, ¿cómo esperas que te entienda?
—Pues vamos a averiguarlo, Robe. —concluyó y le estiró la mano para que se levantara.
Emprendieron la caminata otra vez montaña adentro, habían descansado un rato entre la pequeña charla que tuvieron y se sentían con algo más de energía. Pensaba en muchas cosas; en lo mal que había dejado su labor, en las reglas rotas, pero por un momento no le importó, no le importaba nada ya, simplemente dejarse llevar por sí mismo, hacia donde sea que el destino los fuera a deparar.


lunes, 23 de diciembre de 2013

Eterna

Por Diego Hernández Negrete.

Ya era mediodía y las calles comenzaban a llenarse de gente, caminé sobre una avenida atiborrada de puestos ambulantes con series navideñas, pinos artificiales y esferas de todos tamaños y colores. Estaba por terminar de vender mis muñecos tejidos al crochet, quedaba un par de ellos, una parejita de niños de suéter color violeta. En una esquina detrás de un gran puesto de juguetes estaban un niño y una niña que tiritaban de frío, el niño sostenía tres grandes toronjas que utilizaba para hacer malabares en medio de la multitud y en el regazo de la niña estaba una caja de dulces casi nueva, me detuve un instante y les sonreí, me devolvieron la mirada con cierto brillo de esperanza en sus ojos, bajé la vista hacia mis pies y los huecos de los zapatos reclamaban calor, les regalé los últimos muñecos a los niños, era su regalo de Navidad.
Atravesé la multitud y me adentré en un callejón con un jardín común que adornaba algunas mansiones, la calle había sido cerrada muchos años atrás por influencias políticas por lo que sólo servía de paso peatonal.

Muchas veces veía aquellas enormes casas y me daban unas ganas inmensas de pedir asilo temporal para las fiestas navideñas, con suerte me permitirían quedarme la nochebuena en el patio trasero junto a algún perro, mis zapatos estaban inservibles y no podía caminar más. Pasé algunas casas hasta que llegué a la sección más escondida del callejón, los árboles estaban secos y el césped estaba amarillento, en el centro había una fuente medio destruida y a su alrededor había montones de objetos viejos cubiertos de polvo, había muebles y libros, destacaba un gran cáliz ornamental que parecía pila de bautismo.

Un hombre joven salió de un traspatio cargando una caja con montones de papeles, vestía como la época colonial con su camisa y chaleco, lucía unas medias de seda con zapatos de hebilla que reflejaban los rayos del sol por su brillantez,  le ayudé a poner las cajas en el piso y sonrió mirando por detrás mío como si fuera invisible, volteé la cabeza hacia mis hombros mirando de reojo, no había nadie más, cuando volví la vista su palma me ofrecía una moneda de cobre, la tomé agradecida y me senté en aquella monumental fuente. Hice un gesto con la mano invitándolo a descansar un poco sobre el borde de la fuente.
-Agradezco su ayuda, mi nombre es Augusto
-Mi nombre es Florencia señor,  quisiera ayudarle con la mudanza a cambio de un techo por esta noche.
-¿Sabías que hoy es el solsticio, la noche más larga del año?-preguntó Augusto.
Desconcertada lo miré a los ojos para tratar de adivinar si estaba cuerdo, eso explicaría su anticuada vestimenta y su mirada extraviada.
-La verdad que todas las noches me parecen iguales, muy largas y frías- Contesté mirando mi abrigo agujerado. -Estamos a algunos días de la nochebuena señor, quisiera pedirle si es que no se marcha aún, quedarme a dormir en su patio, por la mañana puedo ayudarle a dejar la casa limpia.
-No tengo nada que esperar, es hora de marcharme- dijo moviendo apenas la boca y con los ojos desenfocados.
-Lo siento señor, creo que debo seguir mi camino- dije mientras me paraba de la fuente y me disponía a marcharme.
-Necesitas ver la casa primero- dijo Augusto.

El hombre se paró y caminó hacia el traspatio, lo seguí mientras mis ojos observaban aquella gran estructura corroída, con plantas saliendo de los muros resquebrajados.
-Ten cuidado porque no hay luz eléctrica.
-No se preocupe señor, lo iré siguiendo.
-Llámame Augusto.
Nos adentramos a la mansión por un largo pasillo oscuro, pude oler la humedad de las plantas y la parafina de las veladoras. Mis ojos intentaron acostumbrarse a la oscuridad pero fue en vano, aminoré el paso hasta caminar arrastrando los pies.
-Señor espere un poco que no veo nada- Dije. Escuché un leve crujido de madera al final del pasillo, podía sentir suaves telarañas que se pegaban en   mi rostro.
-Al final verás una luz Florencia- dijo una voz ronca
-Señor Augusto, no veo nada.
-No le temas a la eternidad, somos libres, nada es real.
-Creo que debo irme.
Quise darme la vuelta y regresar pero un leve murmuro resonaba en todos los muros y me confundía más, estaba perdida en aquel laberinto abismal. Respiré hondo y seguí por el pasillo tentando la pared.

Una tenue luz reflejaba una sombra en la pared de la recámara, entré y vi la espalda de alguien sentado en la orilla de la cama.
-Acércate amor mío, tengo algo que decirte- dijo una voz seca
-Disculpe señor creo que se equivoca de persona, dónde está Augusto tengo que despedirme.
-Ya lo he despedido no te preocupes más, te he esperado tanto tiempo- dijo el anciano mientras suspiraba.
Me senté a su lado y vi arrugas en su cara, empecé a marearme y tuve la impresión de estar soñando, todo era muy raro.
-Tu languidez hacia la muerte casi me hace perderte Florencia, no podía esperar más,  sabía que llegarías algún día amada mía. -Sabe mi nombre, pensé-

Me quedé muda observando a aquel anciano y sus ojos se clavaron en los míos, era Augusto. La llama de la veladora se esfumó y entre la oscuridad busqué sus labios, lo besé y sentí como mis arrugadas manos tomaban sus mejillas, estaba sollozando del frío y él abrazó mi nuevo cuerpo de 5 décadas más.
-No temas más amada mía, que hemos de estar juntos para toda una eternidad.

FIN


El relevo de Papá Noel

Por Robe Ferrer.

Luis Seijas, o Luicho, como le gustaba que le llamaran sus amigos cerró el libro de Stephen King que leía en esos momentos. Como marcapáginas utilizaba un billete de su colección especial. Le gustaba coleccionar billetes con número de serie capicúa. Los tenía de todos los países y épocas. Billetes de países que ya no existían y de países que prácticamente acababan de nacer.
A sus treinta y tres años no tenía trabajo fijo ni pareja estable. Respecto de lo primero, hacía chapuzas aquí y allá para ganarse la vida, pero la cosa últimamente se había complicado demasiado y apenas recibía encargos.
Respecto de sus relaciones sentimentales, su inseguridad y ser tan terco no le habían servido para nada bueno. Se obstinaba tanto cuando tenía razón (o creía tenerla) que nunca daba su brazo a torcer y aquello no le gustaba a las mujeres con las que había intentado compartir su soledad.
Bob Marley sonaba de fondo. Siempre le gustaba escuchar aquel disco cuando leía a su autor favorito. Se acercó al reproductor de mp3 y lo apagó. En breve empezaría un pequeño maratón con tres de sus series favoritas seguidas: The Walking Dead, Falling Skies y Pablo Escobar.
Por suerte, aquello no lo delataría; no como el maldito Internet. Llevaba dos años en busca y captura por aquel asesinato. No había sido culpa suya. Él no quería hacer daño a nadie. Simplemente necesitaba el dinero para poder vivir. El golpe iba a ser rápido y limpio. Las pistolas ni siquiera iban a ser de verdad.
Aquel lunes de octubre entrarían en la sucursal bancaria con la cara tapada y amenazando a los que se encontraran dentro con las pistolas simuladas. Nadie se resistiría y los empleados del banco les harían entrega de una sustanciosa cantidad. Lo suficiente para ir tirando una temporada, hasta que encontrara un buen trabajo.
Gonzalo y él entrarían al banco mientras que Emilio los esperaría en el coche para huir. Todo estaba apunto y a la hora convenida los dos compañeros entraron en el banco dando gritos y amenazando con las pistola a todos los que se encontraban en el interior. Gonzalo corrió hacia el hombre que se encontraba detrás de la caja y le dijo que si pulsaba el botón de alarma le metería un trozo de plomo entre ceja y ceja. Entretanto, Luicho mantenía a raya a los pocos clientes que había en aquel momento, ora apuntando a unos ora a otros. En quién más hincapié hacía era en una mujer poco mayor que él que llevaba un vestido con colores fríos como el azul y el verde. Se había fijado en ella porque aquellos eran sus colores predilectos y porque la mujer era muy atractiva. A pesar de todo, no se distraía de los demás.
Gonzalo gritaba al cajero para que metiera el dinero más rápido en las sacas que tenía en sus manos. EL cajero comenzaba a acusar el estado de nerviosismo y la mayoría de los billetes caían al suelo. Gonzalo le golpeó con la empuñadura de su arma en la sien derecha y el trabajador cayó al suelo sin sentido.
Uno de rehenes comenzó a inquietarse e intentó escapar. Luicho se abalanzó sobre él y lo derribó. La mujer bonita se lanzó a su vez contra Luis y este, en un acto instintivo que nunca supo de dónde nació, apretó el disparador del arma. Sabía que aquello era inútil ya que el arma era simulada.
Una detonación retumbó en el local, ligeramente amortiguada por el cuerpo de la mujer. A Luis se le abrieron los ojos como platos. ¿Cómo era posible que un arma simulada pudiera disparar? Gonzalo lo sacó de sus pensamientos y de entre aquellos dos cuerpos, uno sin vida y otro asustado, y lo arrastró fuera del banco. Lo empujó hacia el coche y le hizo entrar en el asiento del copiloto.
Emilio, que mantenía el motor en marcha, pisó el acelerador a fondo y abandonaron el lugar con un molesto chillido de los neumáticos sobre el asfalto.
Dos horas después, llegaron a una casa de campo que era propiedad de la exmujer de Gonzalo.
—¿Por qué tuviste que disparar? —le recriminó Gonzalo.
—Aquella mujer me atacó, me puse nervioso y yo no sabía… —comenzó a defenderse Luicho. Entonces cayó en la cuenta de algo y se envalentonó—. Además, las armas no se supone que iban a ser de mentira, ¿por qué son reales? Íbamos a robar un banco, no a matar a nadie.
—Y no lo habríamos matado si no hubieras apretado el gatillo.
—Y no lo habríamos matado si no hubieras cogido armas reales —continúo Luis en su defensa.
—Aquí se separan nuestros caminos —intervino Emilio. Apuntó con su arma a Luis y le disparó en mitad del pecho. Después lo introdujeron en el maletero del coche y lo arrojaron a un barranco. Allí reposaría por el resto de sus días.
Pero aquí se equivocaban los dos compañeros del asalto. Luicho tuvo la fortuna de que a los pocos minutos pasó por allí un grupo de excursionistas que avisaron a las emergencias sanitarias. El hombre permaneció en coma en la unidad de cuidados intensivos hasta la Nochebuena. Cuando se recuperó el contó que lo habían asaltado y uno de los asaltantes le disparó, que no recordaba nada más: ni su nombre, ni la dirección de su casa, ni su edad.
Nadie lo relacionó con el asalto hasta que dos meses después sus compañeros en el atraco fueron detenidos y confesaron que lo habían matado. Sin embargo, su cuerpo nunca apareció.

Luis disfrutaba de una segunda oportunidad y esta vez iba a hacer las cosas bien. Sabía que haber despertado del coma en plena Nochebuena era un presagio.
Encendió su televisor y en lugar de sus series favoritas, en la pantalla apareció la cara de una persona que nunca había visto pero que cualquiera reconocería sin ninguna duda: era Papá Noel, Santa Claus, San Nicolás o Viejito Pascuero. Pensando que era un anuncio o que se había equivocado de canal, Luis pulsó el botón del mando a distancia de su televisor. Los canales iban cambiando, pero en todos ellos la imagen era la misma.
—Luis, no te asustes —le dijo la imagen del televisor—. Tú sabes quien soy y yo sé quien eres tú. Tengo un mensaje importante que darte.
Luis se encontraba sin habla frente al viejo aparato que tantas horas de evasión de la realidad le había proporcionado.
—Sé lo que pasó en aquel banco y sé que tú no querías disparar. Afortunadamente aquella mujer sobrevivió, igual que has sobrevivido tú. Yo pedí a Dios que te diera una segunda oportunidad, que te hiciera renacer el mismo día que su Hijo y ahora debes cumplir con una importante misión. Yo ya soy muy viejo, más de lo que tú o nadie podáis imaginar y empiezo a estar cansado. Hace muchos años que le llevo pidieron al Señor que busque un sustituto y me conceda mi merecido descanso eterno. Y aquí es donde entras tú en juego.
—¿Me estás diciendo que quieres que sea el nuevo Papá Noel? —se asombró Luis—. Pero yo… No sé, nunca me había planteado esto.
—Tampoco te habías planteado disparar a una persona y lo hiciste. Esta es tu oportunidad de resarcir el mal que hiciste en aquel momento y con ello harás feliz a millones de personas en todo el mundo. Si aceptas, en unos segundos el trineo mágico guiado por Rudolph llegará a tu puerta y pasarás a ser una leyenda.
—Y, ¿cuánto tiempo tengo que ser tú? —preguntó.
—Hasta que tú lo decidas. Cuando creas que has pagado por tu error y has resarcido tu mal, podrás pedir que te busquen sustituto. Al principio pensarás que el tiempo será poco, que enseguida dejarás el puesto. Sin embargo, cuando vayan pasando los años y las Navidades se vayan acercando, te vas a sentir con fuerzas renovadas y desearás más que nunca que llegue el día de Navidad para ver las caras de esos niños al abrir sus regalos. Es como una droga que te engancha y no quieres dejar.
—Está bien. Acepto —dijo Luis sin el más mínimo instante de duda. Seguramente estaba dormido y aquello era un sueño.
—A partir de ahora, ya nadie te conocerá como Luis Seijas, si no como Papá Noel en unos países y Santa Claus, San Nicolás o Viejito Pascuero en otros. Tu aspecto pasará a ser el que está viendo en la pantalla ahora mismo y llevarás la felicidad por el mundo.
La imagen de la televisión cambió en lugar de Papá Noel apareció la cara de un joven vestido con pieles. En la calle sonó un cascabel y la puerta se abrió de repente. La cabeza de un gran reno apareció en el umbral. Se inclinó hacia abajo, como haciendo una reverencia.
Luis miró su cara en un gran espejo que tenía cerca de la puerta y vio que tanto su rostro como su cuerpo habían cambiado y eran los del anciano que momentos antes había estado en la televisión.
—Luis, o mejor dicho Papá Noel —le llamó el joven que ahora estaba en la pantalla—. Mi autentico nombre era Caín y maté a mi hermano hace mucho tiempo. Creo que he pagado por mi crimen y me gustaría retirarme a mi descanso eterno.
—Tu castigo ha sido cumplido con creces —respondió el nuevo Papá Noel—. Ahora descansa y que tengas una eterna Feliz Navidad.