sábado, 25 de junio de 2022

Catatonia

A pesar del paso del tiempo, continuaba extrañando el sabor de sus labios en extenuación. Sumida en un estado profundo de atrocidades y decepciones. Desde que la soledad era mi mejor amiga, ya no podía distinguir cuál era el solsticio que inundaba mis días. Mis sábanas se volvieron frías. Sabía que cuando cerrara los ojos mi mente volvería a volar al cementerio de la paz olvidada.

Y mientras tanto, una vez sucedieron las caídas palpebrales, comenzó la revelación tras el cartel de  NO APTO PARA CORAZONES SIN MORDAZA…”

Me adentraba en un laberinto oscuro, pétreo y vulgar. Pero también extraordinario en cuanto a su forma y tamaño. El vello se erizaba, sintiendo de nuevo la crisis motora de todos mis miembros. Ahí estaba él, esperándome al final del bosque siniestro con una serpiente en sus manos. Intentaba saborearla con sus afilados colmillos. Siempre le gustaba relamerse. Sabía que yo lo observaba, esperando el discurso habitual. Entonces continuaba el ritual mirándome de soslayo. Se le notaba que, una vez más, disfrutaba de la diabólica composición entre fuego, carne trémula y espasmos viperinos. Yo, sin saber por qué, seguía su juego maléfico. Ese encantamiento que me envolvía como enaltece el olor a hierba recién cortada. Me atrapaba el azufre, la sangre y la muerte. Su demoníaca figura me susurraba como un ángel negro cortejando a su sacrificio. Me obligaba a desnudarme en cuerpo y alma. Él los necesitaba a ambos para conseguir su orgásmico propósito.

Siempre me maravilló su autoritaria manera de cautivarme. Aún en sueños, sé que no debería aceptar sus condiciones. Pero no podía hacer nada para evitar aquella muerte sin resurrección, que acontecía noche tras noche. Me preguntaba cómo era posible que una persona con el alma tan pura, estallara en la dicotomía entre la realidad y el onirismo más cruento jamás vivido.

 Mi cuerpo seguía respondiendo mezcla del furor, el pánico y la obsesión. La vergüenza se deslizaba por mi espalda mientras él me acariciaba. Mis manos temblorosas en el candor de su vientre. Y esas palabras, justo las que mi deseo de mujer necesitaba oír, aunque fuera de su boca ensangrentada.

—Aquí estoy, pobre princesa. De nuevo para perturbar tu sueño. Para mostrarte lo que puedo hacer con un alma solitaria que necesita respuestas de su vida cruel.

Mi réplica siempre era el silencio. Mudez de la incertidumbre en un abismo que nunca me atrevía a cruzar. Mi boca solo podía susurrar a mi culpabilidad sin aliento, esclava de mis secretos.

Solía tomarme de su huesuda mano. Me arrastraba sobre una superficie de fuego y roca. Mis pies descalzos estaban anestesiados pese a su mirada, que me atravesaba como mil puñales y me hacía deslizar lágrimas sangrientas.

Llegamos a la lúgubre habitación. Esa que ya era mía. Sus paredes tenían nuestro aroma mezclado con las grietas del papel pintado. Las ventanas quebradas y mugrosas crujían por el viento de las brujas que braseaba mi rostro a medida que atravesaba las roturas de algunos cristales. Yo continuaba sin poder ser dueña de mi cuerpo. Todo estaba en sus garras. Mi piel, huérfana desde su abandono, sentía la poderosa atracción del deseo que nunca debió morir.

Me acomodó en la bañera dorada con agua del manantial de la vida eterna. Volvió a mostrarme el espejo de las almas robadas. Entonces, me reconocía en el reflejo entre luces de neón. Otra vez, la música estridente y los restos de drogas y alcohol inundaban mi olfato en una danza mortal. Y así comenzó a envenenarme con su voz rota.

 —¿Quieres este final? ¿No te asusta? Solo tienes que continuar siendo mi dama de la noche. Entregarme tu cuerpo y tu voluntad para que pueda hacer de ti la diosa indemne ante los pecados del hombre y la inmundicia de la vida. Inmortal. Poderosa. Endiabladamente mía. Jerarca que se alimenta de todos los que te deben pleitesía.

Entretanto, yo seguía sin palabras. Solo llanto. Al instante, tuve la sensación de que mis piernas me abandonaban. Me debatía entre el olor nauseabundo de la maldad y el aroma de la santidad, que me llamaba en forma de flores de azahar. Siempre era así. Sol y sombra. Albor y ocaso. Pasto o sequía.

Mi cuerpo estaba sumergido, pero mi alma agonizaba entre el mutismo y la parálisis de mis brazos. Él sonreía, airoso por haber conseguido la meta. Me había llevado nuevamente a la parte más irracional y amortajada del sexo, del sacrificio. Supongo que su alegría mordaz se debía a que, en su fuero interno, intentaría vencerme una vez más en la siguiente noche. ¿Será?

De repente, desperté. Transpirada y agitada. No era posible que desde que mi amor me abandonó, mi vida apuntaba entre el satanismo y la decadencia. Nadie podía adentrarse en mi estado noctámbulo, salvo las tinieblas. Ninguna terapia sería capaz de sanar los cubículos en los que se había convertido mi ser. Siempre la misma pesadilla. Siempre el mismo desgarro. Siempre su ausencia. El castigo a mi osadía por querer abrazar lo que el destino le regaló a otra. La nauseas por el hedor a viento caliente y su aliento insalubre provocaron una emesis y, al cabo de unos minutos, pude calmarme.

Él se marchó, pero el espejo seguía vigilándome. Solo este trozo de cristal y yo conocíamos la fase siguiente. Esta vez despierta, sin obnubilaciones, con los ojos abiertos y el corazón cerrado. Me acerqué despacio. El crujido de la madera del suelo bajo mis pies hacía recorrer una gota de sudor, deslizándose por mi pecho erguido. A cada paso, la humedad aumentaba. El frío se apoderaba de mí para adentrarme en el siguiente mundo. Ese que él conocía. Ese que me otorgó el juego de voluntades. Tomé el espejo con el último aliento que me restaba en aquella madrugada de arrepentimientos en deja vú

Era un campo de sueños desvanecidos. Oscuridad, estrellas y un solo árbol, en hectáreas y hectáreas de espino y arbustos secos. Un chico iba de su mano. El espantapájaros de la estepa maldita lo llamaban. El cuervo, que nunca se separaba de él, era una seña de identidad. Su chistera, agujereada por el tiempo y la codicia, precedía su porte. Todos le temían por su voz ronca y las verrugas y las cicatrices de su rostro. Sus horribles cuentos eran narrados para que los niños nunca despertaran. Era su enviado más leal. Cada noche, después de nuestro encuentro, se vanagloriaba de mostrármelo. Paseando de la mano de mi tesoro más preciado.

Estaba convencida que en la operación de compra venta de mi alma nunca volvería a entregármelo. Él sabía cómo provocar en mí la sensación de desapego, de ser la peor madre del mundo.

En el contrato no figuraba la tan necesaria letra pequeña. Esa cláusula invisible ante los ojos del ejecutado. Aquella en la que “la abajo firmante” moriría de forma inevitable. Fui capaz, sin saberlo, de involucrar a mi pequeño en ese ejercicio de desesperación que la vida me obligó a negociar. Esa fue mi verdadera perdición. Nunca pude entender cómo fui capaz de vender sin saber lo que él compraba.

Esta vez, el estado de mutismo y la parálisis de mi cuerpo eran una realidad vencida. El castigo a su premio. Ese que solo con la valentía de un amanecer, afrontando realidades, podía hacerlo desaparecer del espejo. Pero yo seguía viendo a mi hijo entre aquellas ramas raídas, en aquel tronco de árbol con olor a sangre y cabezas cortadas. No pude evitar volver a llorar. Esta vez, las lágrimas eran de sal y desesperanza. Sabía que nada me lo devolvería salvo la paz de mi alma. Siendo la vencedora de mis propios fantasmas. Era la condición sine qua non. Condena eterna.

Pero todo el mundo sabe que no hay manera de vencer al diablo, porque la vida siempre te golpea y tiene garantizada la derrota para quienes sufrimos el desamor eterno. No hay consuelo. No hay retorno después de los grises. No hay nada después de la nada.

Volví a la cama, resignada y dolorida porque mis piernas aún sentían calambres y mi alma seguía maldita y podrida. Las risas de mi cielo retumbaban en mi cabeza como un tsunami. Alejadas cada vez más de mis oídos, pero más cerca de mi corazón, siempre dentro. Eran el motor que me regresaba a la vida después de morir cada noche.

El sol aparecía entreverado por las persianas. Siempre fue un noviembre dulce, hasta que me dejó sola. Sus caricias eran el único poema que necesitaba ser recitado. Ya había pasado más de un año de su partida y todavía seguía sintiendo el calor de sus besos cuidando mis cicatrices. Abrazando mis temores. Anestesiando la demora del tiempo. Ya nada sería sin ser suya. Jugó malabares con mi vida. La convirtió en un circo, conmigo como única atracción. Esa que se expone a las burlas y los comentarios jocosos. Esa que no era yo, pero él transformó en el engendro que deambulaba sin horizonte.

Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pero yo perdí mucho más que un amor y un hijo. Ya nunca pude reconocerme en el espejo bueno. Ese que muestra a la mujer con carmín en los labios y vida en los sueños.

Las cuitas fueron, desde entonces, las únicas compañeras de un viaje entre el café de la mañana y el cigarrillo de la tarde. Y lo peor era que ya quedaba menos tiempo para que volviera de nuevo el anochecer.

 Escrito por Blanca Santos

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Tres actos de una historia célebre

1

El abrazo de la oscuridad circundante y el picor en mi garganta del humo del habano reviven recuerdos que se disfrazaron de olvido para no ser visitados… Siendo yo, eso solo termina convirtiéndolos en los más llamativos.

“La serpiente”. Ese pobre animal, no debió confiar en mí cuando le dije que al ayudarme tendría garantizado su lugar en la historia de la humanidad. Pero cumplí, nadie jamás olvidará el rol que jugó en el destierro de la mujer y el hombre de aquel jardín primigenio.

A pesar de que con todos mis años me resulta ridículamente incomprensible la vida humana y la fascinación que sienten otros seres por esta, terminé cumpliendo la petición insistente del reptil: le conseguí un cuerpo humano para que experimentara la maternidad. En fin, a ese generoso detalle de mi parte los del “equipo contrario” lo llamaron posesión; ella sacó la peor parte, la marcaron con el nombre de Lilith. Así la relegaron de nuevo a la soledad y al rechazo de “los hijos de Dios”.

Ser maligno no implica ser desalmado, al menos no en el significado estricto de la palabra. Por esa razón no soporté verla deambular sin alguien que acompañara sus travesías por la oscuridad de la noche. Me le uní por un tiempo, solo el estrictamente necesario para que llegara la progenie, pues el negocio no funciona igual cuando me alejo.

2

Han pasado eones desde la última ocasión que la vi, tantos, que incluso la creí olvidada. Entonces vinieron con la noticia: una segunda rebelión tuvo lugar en casa del viejo. Esta le salió más cara que la primera, sus hijos predilectos le arrebataron reino, poder y existencia.

En el momento que me informaron quién se sentaría en el trono, supe que debía renunciar a mi ocupación aquí abajo, pero cuando averigüé la identidad de la mano derecha del nuevo mandamás, entendí que mi fin era cuestión de tiempo. Inmediatamente largué todo y abandoné mi quehacer penitenciario.  

3

No soy el único que escapó para evitar las represalias de Miguel y compañía; en el errar clandestino por los diferentes planos celestiales y humanos encontré al pobre desgraciado que debía cumplir con “la segunda venida”, esa que el viejo había planeado desde el inicio de la comedia que él llamaba “salvación de la humanidad”.  Acordamos vagar juntos mientras ideamos cómo regresar a los lugares que nos pertenecen, yo al infierno y él a la cruz que su padre le preparó para redimir a ese hatajo de almas podridas mal llamado “humanidad”.

Pobre mocoso, no se imagina la que le espera.

Escrito por Félix Chacaltana

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“El deseo”

El niño, que en ese momento contaba con tan solo seis años, caminaba con paso lánguido por las vías del tren. De vez en cuando paraba a recoger alguna que otra piedra que llamara su atención, para eso, tenían que tener algo de brillo, alguna muesca, lo que sea, pero tenían que brillar. Disfrutaba colocándolas sobre el alféizar de la ventana de su cuarto, así cuando el sol las bañara con su luz le semejarían piedras preciosas.

Emanuel, cada vez que veía esa magia, le rogaba a Dios que le hiciera el milagro de convertirlas en joyas de verdad para así poder regalárselas a su madre. Creía  y esperaba fervientemente que Dios, al mirar para abajo y ver a ese muchachito esmirriado y triste, se compadeciera de él. Estaba convencido de que si le hacía ese obsequio a mamá, ella ya no lo maltrataría y sería una madre cariñosa como nunca lo había sido. Pero, ya llevaba más de sesenta rocas en su poder y Dios jamás lo había complacido.

Escuchó el sonido del tren a lo lejos y deseó tener el valor de su padre y acabar de una vez con todo. Él, sencillamente, había escapado de las garras de esa bruja que tenía por esposa y de sus problemas financieros. Emanuel lo sabía, él había visto y oído todo.

El tren ya estaba cerca. El si bemol de la bocina anunciaba su pronta llegada. Eso también lo había aprendido de su padre, todo lo bueno lo sabía por él. Su papá había sido músico, era un pianista de puta madre, como solía decir cuando su madre no estaba presente y alguien le preguntaba.

Mientras cavilaba sobre esos pensamientos, tan hostiles y maduros para su edad, recordó que su padre siempre pedía un deseo cuando un tren pasaba por su lado, y casi siempre funcionaba, sobre todo, el último. Como esa vez cuando pidió que mamá no se enojara porque llegaban tarde para la cena y no se había enojado…, claro, ella dormía la mona a pata ancha sobre el sofá. Tampoco había hecho la cena, pero su papá había cocinado unos huevos revueltos que comieron felices en el patio sin el mal humor de ella. ELLA, siempre ella… Casi la odiaba, aunque él sabía que odiar era malo y los niños malos iban al infierno, no podía dejar de sentirlo. ¿Por qué no murió ella?, se dijo una vez más, otra de tantas.

Salió de las vías y mientras pasaba el tren, deseó:

—Que mi mamita se muera y que mi papá regrese a mí lado —dijo susurrante y como pensándoselo mejor, agregó—, lo necesito.

                                                                  2

El ser oscuro dormía junto a las aguas del Leteo soñando sueños de azufre. Una serpiente roja y con pequeños cuernos se acercó a él. Mientras este se incorporaba la tomó entre sus manos y quedaron frente a frente.

Un alma blanca ha pedido un deseo negro, dijo telepáticamente Nahash, la serpiente.

¿Qué edad tiene?, preguntó Luzbel.

Solo seis años, amo.

¿Seguro no se echará atrás, qué ha solicitado?, preguntó ansioso el maligno.

El peor de los pecados, jefe. Y dudo que se arrepienta, lo ha pedido con el corazón.

¿Está bautizado el crío?

¡Ya lo creo! Y no falta a misa ni un solo domingo, mi Señor, añadió servil Nahash.

Entonces, iremos a él.

Dicho esto, y dispuestos a llevarlo a cabo, urdieron sigilosos planes. Cada uno más cruel que el anterior, tanto, que hasta el mismo John Wayne Gacy se hubiera sonrojado al oírlos; por suerte, Gacy, ese día, se hallaba en otro sector del averno. Es que, captar un acólito para sus filas, era una batalla que no podían perder. Estaban decididos a todo y eso precisamente fue lo que hicieron.

                                                                 3

Emanuel recorría el huerto que había sido de su padre, en donde ya solo quedaban malas hierbas. Nada más quedaba Harry, el espantapájaros, aún calzaba los harapos que en un tiempo habían sido ropa de su padre. Se acercó y sin pensarlo dos veces, lo abrazó.

—Papi, te extraño mucho —en su imaginación podía aún oler vagamente el perfume de su padre—. Te quiero —y la última sílaba se cortó por un sollozo. Sus lágrimas cayeron sobre la desteñida manga de la camisa del espantapájaros.

—Mi niño, Flash, aquí está papi —dijo el espantapájaros con una vos rasposa y carente de emoción.

Emanuel abrió los ojos desmesuradamente, un hilo de orina manchó sus pantalones pero no lo notaría hasta mucho más tarde. Harry había hablado, le había llamado Flash, como solía hacerlo su padre. Todo intento de hablar quedó anulado. Trabajosamente, el espantapájaros, que de la nada se había convertido en espantajo, se liberó de las ataduras que lo sujetaban. Agachándose, apoyó sus manos de árbol en el niño.

—No temas, soy yo. Oí tu deseo, tus lágrimas me trajeron de vuelta —dijo.

El niño, que para su edad no tenía un pelo de tonto, dijo:

—No te pareces a él…, pero aún hueles como él —entonces al concluir, aceptándolo, lo abrazó—. Papi, te he echado mucho de menos.

—Oye, tus deseos son órdenes para mí y créeme que puede hacerse.

—¿Puedes volver, papi? Eso sería maravilloso, realmente lo estoy pasando muy mal con mamá. Ella sigue siendo mala, ahora que te fuiste lo es más —respondió Emanuel, mientras el espantapájaros posaba un dedo de rama sobre sus labios.

—Calla, Flash. Solo tienes que volver a pedir el deseo, el que le pediste al tren. Pídelo ante mí y se hará realidad y estaremos juntos por siempre.

—¿Lo mismo? ¿Tengo que pedir que muera mami? ¿No puedes volver y listo?

—No, digamos que es algo así como un intercambio, ¿qué dices? —preguntó ansioso.

—No lo sé, en ese momento estaba enojado, papi. Yo quiero a mami, solo deseo que ella me quiera a mí.

—Eso no va a pasar nunca, ella no quiere a nadie, hijo. Pero si lo deseas, podemos estar juntos para siempre y esta misma noche puede hacerse. Iremos al mejor lugar que puedas imaginar, habrá chocolates y caramelos por doquier, viviremos mil aventuras juntos y lo mejor de todo, ya no tendrás que lidiar con ella, ¿qué dices?

Y, Emanuel, que era un chico muy avispado para su edad, pero no dejaba de ser un chico, respondió:

—¡Suena a gloria, papi!

—No precisamente, hijo, pero se parece bastante —respondió irónicamente.

—Bueno…, deseo…, deseo que mamita esté muerta y tú estés conmigo para siempre —concluyó, no sin un nudo en la garganta.

—¡Perfecto! Ahora ve a casa y esta noche, cuando vayas a dormir, por nada del mundo salgas de tu cuarto, ¿sí?, yo te despertaré en la mañana.

Se despidieron y Emanuel enfiló hacia su casa. Todo daba vueltas en su cabeza, lo que había pasado era extraño, pero esa no era la palabra que buscaba, por eso eligió pensar que había soñado despierto; mejor pensar eso a saber que era un niño malo. Si hubiese sido un adulto, la palabra hubiera sido más fácil de encontrar. La palabra era surrealista, casi como un Dalí.

                                                                  4

Cuando llegó a su casa su madre estaba tomando vino, cómodamente sentada en el sofá de la sala. Al verlo, le dijo:

—¿Esta es hora de venir, Emanuel? Hace tres horas te fuiste y me dijiste que solo estarías en el huerto viendo aves —espetó, pero su voz ya sonaba gangosa por el efecto de la bebida y lo que debió ser una reprimenda, sonó a chiste a los oídos del niño.

—Ahí estuve, mamá, y solo hace unos minutos me fui —dicho esto, miró el reloj de cuclillo y su pulso se aceleró. No puede ser, pensó.

—¡MIENTES! Fui a ver por la ventana y no estabas ahí. Debería darte de azotes por mentiroso —y pensándoselo mejor, agregó—, más tarde, ahora estoy cómoda así.

—¡No, mami, por favor!

—Vagabundeas mucho, niño. Eso digo yo, vagabundeas todo el día. Ven aquí —dijo señalando con la palma el otro lado del sofá.

Emanuel se acercó despacio, con miedo. Al sentarse a su lado, ella lo atrajo hacia sí y comenzó a acariciarle la cabeza. Su aliento apestaba, pero qué bien se sentía. Al cabo de aproximadamente una hora, ella se durmió. Se levantó cauteloso y se fue a su cuarto, otra vez no habría cena.

Se acostó y un sollozo lastimero brotó de su pecho, ¿ese ruido lo hice yo?, pensó. En ese momento fue cuando se enojó. En un arrebato de ira arrojó de un fuerte manotazo las piedras al suelo. Dios nunca le había ayudado, al contrario, le había vuelto la espada. ¿Para qué sirve ser el mejor monaguillo de la congregación? ¿Para qué sirve ir temprano un domingo a misa?, pensó. Y lo peor de todo es que era cierto, pobre niño.

—¡YA BASTA, DIOS, ¿ME OYES?, SI TÚ NO ME QUIERES YO TAMPOCO! ¡Y GRACIAS POR NADA!

Después de eso se sintió mejor, se había desahogado. Su madre era la que lo había conducido por el camino de Dios, a su padre la religión le importaba tres pimientos, por eso se había suicidado; un buen católico jamás lo haría porque se condenaría eternamente. Seré ateo, como papá, y así no esperaré nada de nadie, pensó. Todo eran espejismos para su pequeña mente angustiada. Un niño que a los seis años ya sabía leer, escribir y dividía y multiplicaba hasta por tres cifras, al que su padre le había puesto el mote de Flash precisamente por eso, no era fácil de engañar; pero a veces, solo a veces, las conclusiones que saca la inteligencia no son las que el alma necesita. A veces, solo es una trampa.

Mientras divagaba se quedó dormido. Soñó con extrañas constelaciones que se unían y regurgitaban entre sí.

Un sonido raro lo despertó, su cerebro, aún dormido no determinó que era, pero sabía que provenía del cuarto de baño contiguo a su habitación. Se levantó y fue a ver.

                                                                  5

La luz del baño estaba encendida y la puerta entreabierta. Permaneció ahí plantado sin saber qué hacer. Cruzó por su mente el extraño recuerdo de lo vivido esa tarde con su padre, pero eso fue un sueño, por eso perdí  la noción del tiempo, pensó. Quizás su madre se había caído por la borrachera y él ahí, como tonto parado, sin hacer nada. Juntó valor y entró.

La escena era rocambolesca. Su madre yacía despatarrada dentro de la pequeña tina y sus ojos estaban abiertos y totalmente blancos. Un ser que parecía humano, pero que no lo era, sostenía un espejo frente a su rostro, mientras murmuraba en un idioma desconocido. Este ser tenía cuernos y emergía de la tina como si cupiera en ella, como si esta no tuviera fondo. Emanuel, literalmente se restregó los ojos, sin creer lo que estos veían. Una serpiente, roja como la sangre, zigzagueaba bajo la tina. Un grito desesperado rompió su parálisis.

—¡MAMÁ!

El horroroso ser volteó y lo miró directamente a los ojos. Su madre tomó aire con un jadeó próximo a la asfixia, casi un estertor de muerte.

—¡Te pedí expresamente que no te movieras de tu cuarto! —clamó el horripilante ser, lamentándose.

—¡Corre, hijo! —bramó la madre con voz rota.

Pero Emanuel no podía moverse, estaba adherido al piso, sus pies pesaban una tonelada cada uno. En ese instante cayó en cuenta que lo habían engañado, no había sido un sueño y tampoco había sido su padre. Después de todo, pensó, la catequista tenía razón, el diablo es un hipócrita adulador, es el padre de las mentiras.

Y mientras él pensaba todo eso sin poder moverse ni articular palabra, el diablo dejó el espejo en el suelo y le enseñó el pulgar, este poseía una uña larguísima y sumamente afilada. En un veloz movimiento cercioró desde la carótida hasta la yugular de su madre, matándola instantáneamente.

—El método del espejo es más entretenido, pero…, tuviste que meterte donde no te llamaron. ¿En serio creíste que ese espantapájaros mugriento era tu padre? —preguntó el maligno y su carcajada rompió el espejo del cuarto de baño.

Emanuel quiso hablar, quiso decirle que él era un buen niño, pero notó que tampoco podía hablar.

—No, no puedes hablar, niño. Y eso que piensas no es cierto. Un buen niño no desea la muerte de nadie y menos la de su madre, ¿no crees? —dijo con una mueca burlona—. Y en cuanto a tu padre, quizás lo veas, él ocupa el séptimo círculo y será picoteado por harpías por toda la eternidad, pero si estoy de buenas te llevaré a verlo.

El diablo tomó el espejo y se acercó. Cuando Emanuel se reflejó en él vio todas y cada una de las cosas malas que había hecho en su vida, que por cierto eran pocas. Al terminar, el espejo solo mostró su cara, pero ahora sus ojos eran blancos, carecían de pupilas.

—Ahora vamos, Emanuel —dijo y se transformó en el espantapájaros impostor—. Creo que así te gusto más, tú también cambia, Nahash, al niño no le gustan las serpientes.

Rápidamente la serpiente se transformó en un cuervo enorme y negro como la noche, y con destreza se posó sobre el sombrero de copa. El espantapájaros tomó de la mano al niño y juntos salieron de la casa. Mientras caminaban, el habitual paisaje se iba desdibujando, dando lugar a cosas que el niño jamás había visto.

—Te gustará, Emanuel —cuando lo dijo rio—. No, no me malinterpretes, es que tu nombre, ¿sabes lo que significa?, ¿no? Significa “Dios con nosotros”, ¡ja, ja, ja, ja!

Escrito por Sanders

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Don Sagaz

Nunca sabía dónde detenerse, no hacía el menor intento por calmar sus ansías de hacerle daño a quien fuera, era un ser equiparable a una serpiente venenosa roja y ensangrentada, los cuernos de su cabeza resaltaban en su apariencia, portando un traje que le daba un aire de elegancia, corbata de moño, una barba que terminaba en pico, la cara tan alargada, orejas puntiagudas, extremada delgadez, todos le temían al verlo, y nadie se salvaba de ser lastimado o de morir entre sus manos, incluso aquella niña pura e inocente, la cual osó mirarlo a los ojos y creyó fielmente en su “bondad” disfrazada, pobre niña, pobre alma, él la ha tomado sin piedad y se ha regodeado de su triunfo, pues él nada perdería, solo ella que nada sabía que tras de esa “caballerosidad”  y amabilidad existía un ser obscuro, astuto y visceral, manipulador y embustero.

Bien su madre se lo había advertido a esa tierna criatura, al decirle: ¡No puedes ni debes de hablar con extraños! ¡jamás!, y ahora en el pueblo todo mundo habla de aquel acontecimiento, y durante años seguirán hablando, la historia irá de boca en boca, año tras año, este relato de aquella niña pura que solo anhelaba un vestido de fiesta, y un poco de helado.

Nunca antes le había sucedido nada a criatura alguna en aquel lugar, pues todos suponían ser padres responsables, por que cuidaban a sus vástagos, tanto que solo iban de su casa a la escuela, y del parque a sus hogares. No había modo de fallar en su cuidado, y éste acontecimiento  provocó un cambio en los hábitos de la gente, llenando de lágrimas a los padres de la niña y de todo aquel que escuchaba tremenda atrocidad, y de ningún modo dejaron los progenitores, salir a sus hijos de noche, mucho menos de madrugada, y en todo los caso sin la compañía de un adulto, el sol se convirtió en su aliado, junto con el cariño que les prodigaban sus familias.

Los árboles del bosque, escondían el secreto más obscuro de aquella noche, en que la pequeña perdió la vida, sin embargo alguien estaba por descubrirlo.

A pesar de que los padres de un chiquillo fueron demasiado cuidadosos con su crianza, siendo hijo único, y sin tener más parientes vivos  con quien refugiarse, sus progenitores procuraban dividirse las tareas acumuladas del hogar y del trabajo en partes iguales.

 Pero un día el padre estaba tan cansado, que se quedó dormido en el sofá de la sala, y aquel chaval no podía conciliar el sueño, puesto que en ese día en particular, sus compañeritos de escuela habían hablado de aquel suceso.

En la noche, estando en su cama, aquel niño recordó todo aquello que sus compañeros le habían contado, y comenzó a sentir en su cuerpo lo que nunca había sentido: un miedo intenso que se apoderaba de él, y por ello no estaba dispuesto a continuar recordando aquella historia, entonces salió corriendo de su habitación, bajó las escaleras cuidadosamente y notó y que su padre se hallaba descansando en aquel sofá, y llegó hasta la puerta principal de la casa, abriéndola despacio para no hacer el menor ruido.

Ya estando fuera de casa, en medio de la madrugada corrió desesperado hasta llegar al bosque, donde encontró una casa abandonada, y a la distancia se alcanzaba a ver la sombra de un árbol y que alguien se escondía detrás, eso lo espantó aún más y regresó corriendo de nuevo a su hogar.

A su retorno descubrió que su padre aún dormía, y volvió a subir despacio las escaleras para llegar a su habitación, donde con mucho miedo, se refugió entre las sábanas de su cama.

Por mañana del día siguiente, el niño se sentía demasiado cansado, los ojos se le cerraban, y la cabeza estaba a punto de estallarle, pues no había dormido nada en toda la noche.

Sin embargo tenía que bañarse y arreglarse para ir a la escuela, claro con sus deberes sin hacer por todo lo acontecido, pero con la firme convicción de llenarse de valor para regresar a aquella morada, e investigar la verdad, acerca de la niña, con tan triste final.

Esperó paciente todo el día a que llegara la madrugada, pues para él las clases ahora no tenían la menor importancia, solo le apetecía continuar su camino hasta llegar a la vivienda.

Llegada la tan ansiada noche, estando en casa, el niño se cercioró de que sus padres estuvieran dormidos, y salió con toda rapidez. Estaba en camino, e intentaba recordar qué ruta había usado la noche anterior, para llegar hacia aquel cobertizo.

Cuando llegó a aquel lugar abandonado, el niño volvió a ver aquella sombra de una persona que se escondía tras el árbol, pero esta vez se aseguró de acercarse lo suficiente como para ver quién era, y con temor preguntó: ¿Quién anda ahí?, entonces salió de su escondite aquel ser que parecía ser un espantapájaros, y quien se presentó: ¡No te asustes soy Adán! Y ya sé lo que haces aquí, ¡Ven! Le dijo y lo tomó de la mano y lo llevó a la tan temida residencia abandonada de dos pisos, y comenzó a contarle lo que había acontecido, señalando hacia una habitación de arriba, el espantapájaros le dijo: ¡Aquí fue!, ¡Ahí está lo que viniste a investigar!

 

El niño lo miró extrañado, pero el espantapájaros siguió hablando,  y de pronto un cuervo se posó en el sombrero de paja que traía el espantapájaros, y el espantapájaros continuó hablando, dirigiéndose nuevamente al niño, le decía: Disculpa la interrupción, no temas él es mi amigo no te hará nada, notando que el niño, se había ido a esconder al árbol más cercano.

¡Mira! , le señaló el espantapájaros al infante, señalando a lo lejos, ¿Ves esa cabaña? ahí vivía una pareja humilde, que era honesta y trabajadora, pero no podían tener descendencia, sin embargo un día sucedió un milagro y llegó a ese hogar una hermosa princesita, la más bonita del pueblo y por ello, Don Sagaz envidiaba su felicidad, y se propuso acabar con todo, así que esperó a que la chiquilla creciera para hacer algo al respecto.

Cuando la princesita tenía 11 años, estaba lista para hacer su primera comunión, sin embargo sus padres no tenían solvencia suficiente, como para prepararle una pequeña reunión, ni siquiera para comprarle su vestido blanco, así que Don Sagaz estaba dispuesto a proponerle un trato a la princesita que no podía rechazar.

Don Sagaz aprovechó un momento cuando se encontraba sola, y esperó cuidadosamente atrás de un árbol cercano a la cabaña, para cruzarse en su camino, usando un sombrero que cubría sus cuernos, para que ella no sospechara nada y mientras ella caminaba para recoger unas flores del jardín,  bajo el sol intenso del medio día, una sombra siniestra  tapaba el mismo y obstruía la senda de la pequeña princesita, por lo cual no tuvo más remedio que mirar hacia arriba, pero no lograba distinguir quien era, así Don Sagaz aprovechó el momento para presentarse ante ella, le dijo que era un amigo de la familia, que venía de lejos para ayudar con los preparativos de su primera comunión.

La pequeña quedó sorprendida al verle, y de saber que alguien les ayudaría. Don Sagaz prometió pagar absolutamente todos los gastos tanto de la ceremonia como de la fiesta, así como comprarle su vestido blanco, con la única condición de que él se convirtiera en su padrino.

Ella no comprendía porque un completo extraño haría todo eso por ella, incluso aunque fuera su “propia sangre”, por ello intentó huir de su presencia,  sin embargo Don Sagaz no lo permitió y de su mano sacó un cono de helado, del sabor preferido de la chiquilla, pronunciando las siguientes palabras: Si convences a tus padres de que yo sea tu padrino, te garantizo que vas a tener el festejo más lujoso que desees, ella aturdida por aquella presencia singular, rechazó tal ofrecimiento y salió corriendo hacia la cabaña.

 

Al día siguiente  Don Sagaz, no perdió la oportunidad de volver a acercarse a la niña, esta vez, vestido sin su atuendo habitual, ahora con algo más cómodo y “confiable”, algo más adecuado para la ocasión, siendo más amable que el día anterior, con un regalo más apropiado para ella y portando una caña de pescar y una gorra.

Poco a poco al transcurrir los días, se  fue ganando más y más confianza con la princesita, porque ambos se ponían a contemplar el cielo con sus bellas nubes, pues estaba despejado como nunca antes, acostados en el pasto verde, admiraban las flores, y todo lo que había cerca de la cabaña, y llegó el día en  los padres de la chiquilla lo conocieron y confiaron en él, por todas las mentiras que los convencieron de que él tenía buenas intenciones, así que permitieron que días antes del festejo él se convirtiera en el benefactor de la niña.

Al faltar 2 días para tan gran acontecimiento, Don Sagaz llevó a la pequeña a comprarse el vestido que más le apeteciera, uno blanco tan puro y bello como la tierna criatura, ¿quién podía resistirse a semejante regalo?, ella no.

La fiesta fue todo un éxito, tan memorable, que todos hablaron de ella durante meses, Don Sagaz, pasados algunos días después, tuvo una plática con su nueva ahijada, le dijo que cuando ella cumpliera 15 años, se tendría que ir a  vivir con él, para que no tuviera carencias viviendo con sus padres, ella gustosa aceptó tal propuesta de su padrino, entonces Don Sagaz le dio un documento el cuál le hizo firmar, para asegurarse de que no se arrepintiera.

Al terminar de firmarlo, el papel empezó a quemarse entre los dedos de tan adorable criatura, y no tuvo más remedio que soltarlo, y éste quedó reducido a cenizas, y Don Sagaz quien ya portaba nuevamente su traje habitual, y no traía sombrero alguno que cubriera su verdad, ya resaltaban en su apariencia sus cuernos en la cabeza, entonces la niña aterrada ante tal cambio, intentó huir, pero Don Sagaz se lo impidió colocando alrededor de ella un círculo de fuego, y ella al no poder escapar, se desmayó en el pasto, despertando posteriormente en una cama desconocida, junto a la cual se hallaba una mesita, la cual tenía encima un espejo grande y ovalado, color dorado, con un mango para asirlo con sus manos, ella creyendo que lo sucedido había sido un sueño, ya encontrándose más tranquila, se animó a levantar aquel espejo tan bello, tan sublime, tan lujoso, y no paraba de mirarse en él,  notaba que ya era una jovencita, ya no más una niña.

Y con el espejo aún en la mano, abandonó la cama donde yacía, exploró descalza aquel lugar desconocido, iba por el piso de madera vieja, el cual rechinaba al compás de sus pasos, observó las paredes de aquella habitación extraña, y los grandes ventanales, se notaba que en sus tiempos gloriosos, esa casona había sido opulenta.

Ella imaginaba que ahí habitaron personas de la alta sociedad, las cuales llegaron a portar ostentosos vestidos de fiesta, como los que ella siempre había imaginado tener para sí, entonces volvió a mirarse al espejo, y más admiraba en lo que ella se había convertido.

Comenzó a fantasear que se ella era la dueña de esa mansión, que había convocado a un baile al pueblo entero, donde todos vestirían de gala, y los más acaudalados príncipes acudirían a su encuentro, ella llevaría el más fino vestido de seda, confeccionado por el mas afamado modista de aquella época Victoriana, en que imaginó vivir.

Que un joven príncipe la desposaría, y serían felices para siempre, como en los cuentos de hadas que le había leído su madre cuando era un bebé, y comenzó a bailar como si tuviera una pareja junto a ella, cerrando los ojos y pensando en el chico de sus sueños. Mientras que Don Sagaz la observaba desde la puerta que estaba abierta.

Terminando de bailar, la ahora jovencita no dejaba de observarse en el espejo dorado, admirando su belleza, los cambios que el tiempo había efectuado en ella, pero Don Sagaz terminó con su festejo, saliendo de su escondite, entrando en aquella habitación y pidiéndole amablemente que tomara un baño, la joven un poco espantada accedió, mientras Don Sagaz se disculpaba por su comportamiento de aquella noche, le dijo que no se preocupara por nada de lo que  había acontecido, que de ahora en más eso no sucedería, la jovencita tomando en cuenta que antes solían ser “amigos “, lo perdonó y se dirigió hacia la bañera, que ya estaba lista con agua tibia que Don Sagaz había preparado para ella, ya estando adentro, la jovencita, sus piernas quedaban expuestas, afuera de la bañera, Don Sagaz le colocó un banquito para que no tocaran el sucio piso y le dio un té para que se relajara, ella quedó sumergida en un sueño profundo, en aquella tina, inerte, la taza de té cayó de su mano, llegando al suelo y rompiéndose en mil pedazos, la jovencita se encontraba con los ojos abiertos en blanco, entonces Don Sagaz se introdujo en aquella bañera, con el espejo en la mano derecha, contemplándose en él, admirando su obra.

Don Sagaz acercó el espejo hacia el rostro de la joven princesita, absorbiendo la belleza de aquella que en su inocencia, le brindó su amistad y confianza. Don Sagaz sin remordimiento alguno, tomó su alma y vida, la contemplaba feliz y se emocionaba al saber lo ingenua que la niña había sido. Solo reía y ahora era él que no dejaba de contemplarse en aquel espejo. Al mismo tiempo en aquel baño que tenía un gran ventanal, entraron por la puerta 2 serpientes que venían por el suelo y quedaron muy cerca de la bañera, una cucaracha del lado derecho de la pared, iba subiendo por donde algún día hubo 2 candelabros, de pronto la niña se fue transformando en una serpiente, más grande que las 2 que habían aparecido antes, Don Sagaz la devoró lentamente, como si tuviera un manjar servido justo solo para él.

Entre más comía más se notaba en su rostro, su satisfacción, por haber planeado cuidadosamente cada paso, y ahora todo había sido consumado y consumido, como si fuera un embutido.

Sin embargo algo terminó con su peculiar festín culinario, Don Sagaz oyó un ruido, que provenía de afuera del ventanal del baño, y se dio cuenta de que alguien lo observaba desde afuera, era un cuervo, que con su pico accidentalmente había tocado el vidrio, y salió Don Sagaz furioso para atraparlo, el cuervo al percatarse de su presencia, voló lo más alto que pudo hacia donde se encontraba un espantapájaros, y se quedó en el sombrero de paja que aquella singular figura, que estaba en dos palos que simulaban formar una cruz, con ropa vieja de algún granjero de la zona, había puesto para proteger sus cultivos.

Don Sagaz quiso bajarlo de ahí, pero notó que los ojos del espantapájaros se movían, y Don Sagaz no se permitiría tener 2 testigos, así que presuroso lo bajó de su pedestal pronunciando las siguientes palabras: “Te enseñaré a no estar de fisgón”, y con sus manos lo zangoloteaba, y golpeaba intentando calmar su ira.

Pero no contaba con que el cuervo se iría encima de él, para proteger al espantapájaros, pero Don Sagaz, le propinó un golpe al cuervo dejándolo mal herido, y continuó golpeando al espantapájaros recriminándole ¿Qué viste?, le preguntaba insistentemente, y como no pronunciaba palabra alguna el espantapájaros, Don Sagaz colocó una mano en la boca del espantapájaros y lo hizo hablar, primero con sonidos guturales ininteligibles, y luego con espanto y terror alcanzó a decir: “nada”, y le preguntó feroz ¿Qué dijiste? olvidando que tenía aún en sus manos, dedos y boca, corriendo sangre fresca de la jovencita.

Don Sagaz, dejó al espantapájaros por un momento, y reflexionó en que un cuervo y un espantapájaros jamás podrían ser tomados en cuenta por la gente para decir absolutamente nada, entonces después de perder la compostura se apiadó de ambos, pero llegó a un acuerdo con el espantapájaros, prometiéndole compasión, a cambio de no contar nada de lo sucedido hasta que pasaran al menos 100 años, pero le hizo firmar un papel que después se hizo cenizas.

No hace falta decir que aquel espantapájaros era yo, estimado niño. Ahora me encargo de contarle esto solo a quien busque la verdad acerca de lo que sucedió aquella trágica y malévola noche. Desde entonces vigilo que ningún crío sufra lo que aquella inocente tuvo que pasar, te aconsejo regreses ahora mismo con tus padres, y si quieres ahora mismo te acompaño a tu casa, el niño accedió y se fueron juntos.

Don Sagaz escondido atrás de un árbol, los observaba a lo lejos, esperando que algún cándido infante, cayera en sus garras.

Escrito por Franco Machado

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Mi familia

1

Dicen que mi familia carga con una maldición.

Eso lo escuché por primera vez en mi infancia, mientras jugaba en la calle con unos amigos. No quise encontrarle mayor significado y, por lo tanto, lo pasé por alto. Llegué a mi casa, comí, dormí, y así seguí por varios años. Lo veía como un simple rumor de esos que se escuchaban siempre y que estaban lejos de ser ciertos; esos que las viejas se inventaban al ver una mínima escena de la que pudieran deducir algo para luego contarle la tremenda historia a su vecina. Nunca le daba la mayor importancia.

Todo estaba muy bien, hasta que, ya en mis años adolescentes, comencé a escucharlo de manera más frecuente. Todos andaban diciendo que la familia Ramírez había cometido crímenes en la antigüedad y que espíritus vengativos la perseguían, o que era mejor no acercarse, porque habían hecho un pacto con el diablo y con solo verlos mucho rato te comenzaban a pasar cosas raras. Por más que intentara no darle importancia, era imposible. Ya lo escuchaba todos los días y comenzaba a creérmelo. Cada vez que alguna persona —vieja o joven, ya todos tenían el mismo conocimiento en cuanto al rumor— me miraba despectivamente, me sentía culpable y les comenzaba a pedir perdón para mis adentros. ¿Por qué? Pues porque parecía que les molestaba nuestra presencia en la ciudad y yo no quería hacer sentir mal a los demás. Así que, por esto mismo, comencé a aislarme más de lo normal.

También comencé a leer. Ya que no quería salir en mis tiempos libres (o no podía, como prefieran verlo), al menos me propuse explorar otros mundos y ser libre dentro de mi mente. Entré al mundo de los libros con Stephen King —El resplandor me dejó sin palabras—, pero luego fui retrocediendo en el tiempo literario para leer a autores como H.P. Lovecraft o Edgar Allan Poe. Me encantaba el terror; las sensaciones que me provocaba no tenían precio. En ese tiempo no me pude dar cuenta de que intentaba buscar alguna explicación a los rumores de la gente por medio de este género. Quizá en mi familia podría haber pasado algo parecido a lo contado en estos relatos ficticios, quién sabe. Ya que no pude encontrar respuestas en mi casa, recurrí a los libros. Ahora esto me parece bastante obvio, pero antes pensaba que solo leía por entretenimiento.

Le había preguntado a mi mamá, a mi abuela, a mi papá y hasta a mi abuelo, al que le tenía tanto miedo. Mis padres se mostraron extrañados, como si estuviera loco, y me dijeron que hiciera caso omiso a los rumores extraños de la gente. En la reacción de mis abuelos sí que noté algo raro justo después de hacerles la pregunta: por uno o dos segundos vi una expresión de miedo en sus ojos, que desapareció enseguida. Después de eso me dijeron algo parecido a lo que me habían dicho mis papás y le pusieron un punto final al tema. No pude hacer nada. Era frustrante, pero renuncié al tema nuevamente.

Y como si el destino no quisiera que yo olvidara el asunto, cada vez que mi mamá me obligaba a salir escuchaba nuevas cosas. Una vez escuché el relato de una persona que decía que mientras pasaba por mi casa, a altas horas de la noche, había visto la silueta de una figura humanoide con cuernos que tenía en las manos una serpiente roja que brillaba en la oscuridad. Contaba que en ese momento recordó la serpiente que había tentado a Eva y que sintió un miedo que lo hizo escapar. Hice caso omiso, como me habían ordenado que hiciera, pero eso era una falsa verdad que me repetía a mí mismo todos los días. Muy en lo profundo de mi cuerpo, la intriga y el miedo hacia lo desconocido seguían ahí, carcomiendo mis posibilidades de ser feliz.

 

2

Nunca he dejado mi ciudad porque me parece algo inapropiado. Siento que estaría abandonando toda una historia familiar increíble y que defraudaría a mis padres (ahora observándome desde el Otro Lugar), que siempre me dijeron que no me fuera. Al hacerme adulto no me había ido porque la universidad me quedaba cerca, y al terminar de estudiar Periodismo tampoco me fui porque no tenía trabajo.

Luego de buscar mucho, encontré uno en una revista digital de la región. Debía, en su mayor parte, escribir reseñas y críticas sobre libros o películas que yo eligiera. Ponían todo eso en una cierta sección de su revista y con el tiempo me contaron que hacía un buen trabajo y que a la gente le gustaba. Comenzaron a reconocerme y a hablarme en distintos lugares, diciendo «¡Oh, ese es el crítico de la revista!». Más que alegrarme por tener fama en mi ciudad, me alegraba porque al salir a la calle ya no veía miradas despectivas que decían «Aléjate, hombre del demonio», sino que podía observar sorpresa y hasta alegría en los ojos de la gente que me veía. Así comencé a alejarme realmente de los susodichos rumores de mi familia y a vivir la alegría; por un tiempo, al menos.

Fue poco después de conseguir un empleo y de conseguir cierta fama que mis padres fallecieron en un accidente automovilístico. El suceso fue una verdadera tragedia, porque mi abuelo iba con ellos. El funeral de los tres se hizo como se pudo, pero hubo algo extraño: mi abuela no se presentó. Ella amaba mucho a su esposo, aun más a su hijo y le tenía muchísimo cariño a su nuera, así que me dispuse a visitarla.

Mientras viajaba hacia el campo donde vivía mi abuela, que estaba poco antes de la salida de la ciudad, me llegaron al celular notificaciones y correos de distintos diarios a los que estaba suscrito. Se hablaba de la gran tragedia en cada uno de ellos, pero uno atrajo mi particular atención. Hablaba de una posible causa sobrenatural del accidente, que tenía su origen años atrás en la historia de la familia Ramírez; se hablaba de un pacto con el diablo y de que este ahora estaba tomando lo que le pertenecía. Me puse furioso. ¿Cómo era posible que publicaran un artículo así? Era algo basado en puros rumores, o sea, algo inverosímil. Era poco profesional dar información así sin tener una fuente de la cual apoyarse más que «dicen por ahí». En ese mismo instante anulé mi suscripción al medio y seguí con mi camino.

Cuando llegué al campo de mi abuela (en otros tiempos también de mi abuelo), me di cuenta de que la casa parecía vacía. La tarde ya se estaba convirtiendo en noche y las típicas luces interiores que se veían desde lejos no estaban encendidas. Me acerqué a la casa, introduje las llaves en la puerta y entré; silencio absoluto. Lo único que pude escuchar fue un mugido lejano de una vaca, nada más. Llamé a mi abuela y no escuché respuesta alguna. Subí a su habitación y, como era de esperarse, no encontré a nadie. Decidí quedarme a esperarla; seguramente había ido a comprar a la ciudad.

Seguramente.

 

3

Pasé la noche en la casa de mi abuela, y al amanecer ella aún no había llegado. Quise quedarme un día más, y la ambientación sonora de este fue tan o más silenciosa que la del día anterior. Cuando por fin me rendí ya estaba oscuro, y no quería manejar de noche. Así que mantuve mi estadía en la dichosa casa, que por alguna razón ya me estaba hartando.

Presentía que esa noche no iba a lograr conciliar el sueño, así que busqué otras cosas que hacer. Deambulé por la casa y en cierto momento me fijé en una escoba. Ah, barrer, pensé, limpio la casa y es casi seguro que luego me da sueño. Así que me puse a trabajar por toda la casa, que no era precisamente lo que se llama una casa pequeña. Revolví la sala de estar, la cocina, el comedor, los baños, la bodega y, por último, la habitación de mis abuelos, que era donde había dormido la noche anterior. Primero junté todo el polvo del piso, para luego fijar mi mirada en los muebles. El velador estaba especialmente sucio, por lo que le pasé un paño por encima y abrí el cajón para ver que estuviera todo en orden.

Dentro del cajón había un diario antiquísimo, del año 1865. El titular de la portada rezaba: EXTRAÑA MUERTE DE ALICIA RAMÍREZ EN CHILLÁN: SE SOSPECHA SUICIDIO. No decía nada de que la noticia estaba en cierta página más adelante, sino que esta estaba escrita ahí mismo. Comencé a leer, y no tardé en reparar en la foto que incluía el artículo. La fotografía mostraba a una mujer, con los ojos en blanco y con sangre saliendo de su boca, que yacía muerta en una tina llena de agua. La imagen desprendía un ambiente siniestro, grotesco. Me pregunté cómo era legal en ese entonces poner una imagen tan explícita en un diario.

El escrito en cuestión hablaba de que el domingo 14 de mayo había sido encontrado el cuerpo de Alicia Ramírez, una mujer que estaba pronta a casarse con una familia de cierto prestigio. Se había iniciado la investigación y todo indicaba que la mujer se había suicidado ahogándose en el agua de la tina (con una fuerza de voluntad admirable) y que en el transcurso de eso se había mordido la lengua. Las causas del posible suicidio eran desconocidas —la familia y el novio no habían dicho nada que fuera de utilidad en ese asunto—, pero era la única causa de muerte que los cuerpos de investigaciones podían deducir. La mujer en cuestión me recordó muchísimo a la señora Massey, quizá hasta había muerto en un hotel, también. Pero no, al seguir leyendo me enteré de que había muerto en su casa, mientras toda su familia había salido a una fiesta política, o algo así entendí yo. Lo último en que me fijé (no sé por qué, si era lo que más se notaba a simple vista) era una frase escrita en los márgenes del papel: «¿Suicidio? Ni loca. Esto es obra del demonio».

Leer eso me hizo sentir una inquietud extrema. Aquí había algo raro. ¿1865 y ya se hablaba de la maldición? ¿Tan antigua era? ¿Acaso este era el origen o el detonante del rumor? ¿Qué mierda ocurría en mi familia, por Dios?

A estas preguntas se les agregó además la inquietud que creció dentro de mí al darme cuenta de que nunca había llorado la muerte de mis familiares. No podía; intentaba, pero las lágrimas no salían.

Todo eso me acompañó esos días, y todo eso me acompaña ahora, en la casa de mi abuela.

 

4

Han pasado ocho días desde que encontré el material periodístico de 1865, y todavía no me he ido. La curiosidad por la maldición me retiene en estas murallas. He buscado y buscado por toda la casa, pero al parecer ese diario es la única evidencia de la historia aparentemente satánica de mi familia.

Mi abuela aún no aparece, y ya hace tiempo que me preocupa. Hoy desperté con una preocupación más grande que nunca. Antes me decía a mi mismo que seguramente se había ido en un viaje con sus amigas para hacer más ameno el duelo. Pero al abrir los ojos esa esperanza ya no estaba. Ahora solo pienso: mi padre, mi madre y mi abuelo murieron, todos juntos. ¿Por qué no lo haría también mi abuela? Sería la única que falta del cuarteto de fallecidos de la familia Ramírez. Bueno, si es que no me cuento a mí; prefiero solo hablar de mi abuela porque pensar que mi vida podría estar llegando a su fin es algo que amenaza con volverme loco.

Ahora es de noche, y es de esperarse que en un campo esta sea oscura, pero hoy es la excepción: la luna está más brillante que nunca y puedo ver todas las plantas y animales del terreno por la ventana de la cocina. No hay un calendario en esta casa, así que no sé en qué fase está hoy el satélite, pero estoy casi seguro de que debe estar llena. No le veo otra explicación al cegador brillo que hoy se desprende desde el cielo.

Me pongo a leer un libro que había en la casa para distraerme un rato de mis pensamientos y preocupaciones. Es de Isabel Allende: La casa de los espíritus. Nunca antes he leído a esta autora, así que la novela captura el mayor de mis intereses.

Voy por la página 156 cuando escucho un extraño ruido que viene de la puerta principal de la vivienda. Dejo el libro, me levanto y camino hacia la puerta. La abro con una mano temblorosa y veo que no hay nadie. El miedo se apodera de mí, pero aun así salgo y miro alrededor. Nada. Decido explorar los alrededores, por si acaso. Me dirijo primero hacia la derecha y por casi todo el camino que rodea la casa no veo novedad alguna. Pero mientras doy un paso escucho un ruido justo a mi izquierda, por donde se extiende el campo hasta el horizonte. Miro y no tardo en caer al suelo por el miedo.

Veo a mi abuela tomada de la mano de un hombre, mientras caminan hacia el infinito del campo. Puedo observar la espalda y el pelo blanco de ella claramente, pero el hombre que la lleva como si fuera su hija es una simple silueta; es pura oscuridad, a pesar de toda la luz que emana la luna. Pero quizá no es un simple hombre. Los hombres normales no tienen cuernos, ¿no?

Ahora, en un total estado de desesperación, lloro. Lloro por mis padres, por mi abuelo. Lloro por mi familia y por mi hogar, por la maldición. Lloro por mi infancia y le pido piedad a Dios. Lloro por el mundo; lloro por mi abuela.

—Ahora te toca a ti, ¿no crees? De alguna forma debo cobrar toda la plata que le di a Alicia —dice una voz detrás de mí.

Lloro por mí.

Escrito por Jokhan Cudajoh

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