sábado, 21 de mayo de 2016

Viejo zorro


Por Ricardo José Vega.


Lo contó un joyero ...

Era una pareja alegre que llegó un sabado .
Él un señor algo mayor , de impecable presencia , con su moderna ropa , que lo hacía jovial y distinguido .
Ella , joven y de presencia modesta , parecía ansiosa , encantada, cuando él dijo :
“lo que quieras ,amor…no importa el valor… que te guste mucho…”
Elegido el collar , el caballero emitió un cheque y lo extendió al gerente.
Mas…estaban las normas de la casa…
… el valor exigía consultas… era sabado…si pudieran volver …
El señor exclamó : …comprendo …hagamos así ….yo dejo el cheque y el collar permanece bajo la custodia de la joyería....
El lunes reúnen las informaciones sobre mi idoneidad comercial ,me avisan , y la señorita pasa aquí a retirar el collar.
El lunes el gerente llama al señor distinguido , informando que todo estaba correcto y el collar liberado, para entregarlo a la señorita.
” Puede romper el cheque , ya lo cancelé –  fue la respuesta– …ya me acosté con esa tonta .”

sábado, 14 de mayo de 2016

Donde moran los espíritus


Por Ángela Piñar.


Debo confesar que hay muy pocas cosas en este tedioso mundo que me gusten más que perderme por los nebulosos bosques del pantano de Hockomoc. Esa ciénaga es el corazón de un triángulo maldito y las tres puntas que conforman esa peculiar caja torácica son las ciudades de Abington, Rehoboth y Freetown. Los indios Wampanoag se referían a él como «ese lugar donde moran los espíritus» y contaban, a todo aquel que se prestaba a escuchar sus historias, que uno debe andar con mucho cuidado cuando se pierde por esos humedales, porque a veces el viento trae voces engañosas que te empujan a la locura o a cometer actos poco cristianos.

Las desapariciones de extranjeros tragados por espejismos hicieron famoso el lugar a nivel internacional, pues no pocos sabuesos vinieron husmeando tras la huella de algún extraviado. Con el tiempo se confirmó que todo aquel que se perdía en esos espejismos ya no se le veía más en ningún otro lugar del mundo. También influyeron a la mala prensa del lugar la aparición de animales mutilados con fines satánicos, o la continua profanación de los cementerios. No eran infrecuentes tampoco las noticias de encuentros en mitad del bosque con animales de dimensiones grotescas; algunos hablaban de perros del tamaño de un caballo o de serpientes dotadas de una circunferencia imposible o animales no catalogados por no haber sido aún descubiertos. Si preguntabas en alguna taberna casi todo el mundo allí presente juraba haber visto en alguna ocasión sobrevolar al famoso pájaro trueno en su viaje hasta la bahía de Massachusetts. El Thunderbird.

Yo sonrío condescendiente cuando escucho estas leyendas. A mí nunca me ha ocurrido nada reseñable en estos parajes maravillosos, donde lo único que sucede es que el aire huele ligeramente a podrido a causa de la excesiva humedad, o que hay que andar con mucho cuidado para no caer en un pozo de arenas movedizas. A veces, si no me encuentro demasiado fatigado de los pulmones, hago el recorrido atravesando el río en una vieja canoa que perteneció a mi padre. Cuando me noto exhausto la empujo a la orilla y camino un poco hasta los robledos, buscando un lugar idóneo donde sentarme a escribir.

Ya les he confesado que nunca he sido testigo de ningún avistamiento inquietante, pero si tengo una anécdota curiosa que me gustaría contarles:

Corría el otoño de 1921. Recuerdo muy bien la fecha porque hacía muy poco que había fallecido mi madre. Por aquellos días no paraba de escribir, pero cuando el techo de mi casa se me antojaba más cercano de lo habitual me escapaba a los bosques y allí, en aquellos parajes temidos, era donde yo me concentraba mejor en mis personajes extraños.

Aquel día en concreto paseaba tan absorto que tropecé con algo y caí de bruces en mitad de un charco de barro. De la garganta del bosque salió una voz que me pidió disculpas. Pensé, sorprendido, que se trataba por fin de mi primer avistamiento, un asunto que no dejaba de ilusionarme, pero no, la voz provenía de un sujeto que descansaba apoyado en el tronco grisáceo de un roble.


 —Tropezó con mi pierna. Lo siento, he estropeado su traje—dijo azorado.
—¡Vaya! Perdone, pero es que no lo vi. Si buscaba usted mimetizarse con el roble permítame decirle que lo consiguió por completo—le dije, sacudiendo el barro de mis pantalones—No tiene buen color. ¿Se encuentra bien?
—No se preocupe—dijo— Lo que ocurre es que salí a tomar un poco el aire y de pronto me sentí desfallecer. Pero ya me encuentro un poco mejor. Muchas gracias, es muy amable.
—¿Vive usted por aquí cerca?—pregunté de manera cortés.
—En la casa gris. Mírela. Parece que va a derrumbarse de un momento a otro—dijo señalándola con el dedo—. No se engañe, por dentro aún es peor. La humedad la está devorando.
—No lo tome a mal, pero sí que parece un lugar muy triste—dije examinando con atención aquella casa destartalada. Si tuvo un tiempo de esplendor resultaba muy claro que no era el momento presente—. Es curioso, pero no recuerdo haber visto nunca esa casa y puedo asegurarle que conozco muy bien este lugar.
—No lo tomo a mal—dijo encogiéndose de hombros—. Ahora debo volver. Está anocheciendo y como sabrá no es prudente deambular por los bosques cuando cae la noche.
—¿No creerá en serio en esas ridículas leyendas?—dije sonriendo divertido.
—Bueno, recuerde que los caimanes son enormes por esta zona—dijo—. Y su apetito no tiene límites.

Pensé que se iba a incorporar y, solícito, extendí mi mano para ayudarle, pero lo que hizo, ante mi perplejidad, fue tumbarse boca abajo. Luego comenzó a arrastrarse muy despacio. El deslizamiento era ciertamente sinuoso y la escena completa, vista desde mi gran altura, me pareció espeluznante. Espantado, miré la casa y la vi demasiado lejana para alguien que pretendía volver a ella de ese modo.

—Vaya, lo siento—le dije, intentando disimular mi aversión—. No advertí su incapacidad física ¿Quiere que le ayude de algún modo? Puedo ofrecerle mi apoyo.
—¡Oh, no! Estoy acostumbrado—dijo sin levantar la cabeza.
—Pero no puedo permitir que vuelva a su hogar de esta manera. ¿Acaso no sabe que se lo pueden tragar las arenas movedizas? Le suplico que me deje ayudarlo de algún modo. No se ofenda, pero parece liviano. Creo que podría cargar con usted sin demasiado esfuerzo. Permítame intentarlo.
—Podría jurar que conozco estos parajes mejor que usted. Déjeme tranquilo—farfulló.

Su manera de avanzar era realmente hipnótica y me quedé quieto contemplando como se alejaba despacio, tanteando y vadeando el terreno antes de avanzar. Después, sin proponérmelo, comencé a seguirle procurando amortiguar mis pasos. La noche era casi cerrada y me preocupaba dejarlo solo. Sé que advirtió mi presencia, pero no dijo nada. Cuando se disponía a escalar los peldaños que daban al porche me preguntó, sin girar la cabeza, si quería pasar adentro a tomar una copa. Le dije que sí, algo avergonzado de mi atrevimiento.

Cuando traspasé el umbral, un profundo olor a rancio, orines y humedad golpeó mi nariz y contuve una arcada. Al punto me arrepentí de haber aceptado su hospitalidad, pero ya era tarde; marcharme habría resultado una descortesía, tal vez un agravio entre vecinos. Por dentro la casa era sumamente lóbrega; los muebles, que supuse demasiado altos e inservibles para alguien que se arrastra, estaban tapados con sábanas y los que permanecían descubiertos mostraban una generosa capa de polvo. Las paredes amarillentas lucían casi desnudas y manchadas de humedad. Solo un cuadro bellamente ornamentado presidia el centro del salón. Dentro del marco había una mujer muy joven que posaba con un niño sentado sobre sus faldas. Me vio admirarlo con suma atención.

—Es Beatriz, mi madre, y el niño sentado sobre su regazo soy yo. Tenía siete años—dijo con amargura—. ¡Oh, perdón! Mi nombre es Howard Price.
—Philip Hoffman—dije ofreciéndole mi mano— ¿Puedo preguntarle qué le ocurrió en las piernas? ¿Un accidente tal vez?
—Es un tema del que me aburre hablar, pero si tanto le interesa le diré que ya nací así—dijo sonriendo tristemente, si es que se me permite el oxímoron.
—No pretendía incomodarle—dije yo, bastante turbado—. Soy escritor ¿Sabe? Y los escritores tenemos una lengua muy larga y a la sazón una vergüenza muy corta. Permítame decirle, para compensarle,  que su madre era una mujer muy hermosa.
—Ya estaba muerta cuando le hicieron esa foto—dijo con expresión lacónica—. Si se acerca usted un poco comprobará la vacua opacidad de sus ojos. También la expresión es algo triste, aunque serena. Sus frágiles muñecas estaban unidas con un lazo fuerte para simular que me abraza. Parece que me sujeta con mucho amor, ¿verdad? Poco antes de expirar suplicó que tras su muerte nos hicieran una foto juntos, para que su recuerdo no se perdiera en los pasillos de mi memoria ¡Oh! Disculpe, otra vez lo he espantado.
—He oído hablar de la fotografía post mortem, pero nunca había visto nada igual—dije avergonzado de mi nueva indiscreción—. Tal vez sea el momento de marcharme, antes de que mi lengua mordaz e imprudente salga a pasear de nuevo.
—Le imploro que no lo haga y que acepte esa copa que le ofrecí. Sé que mi forma de comportarme ha podido resultarle algo huraña; no suelo tener compañía y casi he olvidado el protocolo y los buenos modales. Prometo redimirme. No me deje solo, por favor.
—Como nadie ha salido a recibirnos y no se escuchan voces ni ruidos, doy por hecho que vive usted en la más completa soledad. No entiendo entonces su miedo repentino. Ya debería estar acostumbrado—dije mirando a nuestro alrededor.
—Lo estoy, en efecto. No sufrí de temor hasta ahora—dijo.
—¡Vaya! —dije sorprendido—. Puedo quedarme un rato a hacerle compañía,  si eso lo beneficia de algún modo. Aceptaré con agrado esa copa.
—Aunque es posible que le esperen ansiosos en su hogar—dijo preocupado—. Su esposa, sus hijos.
—No se preocupe. Yo también estoy solo. Mi madre murió recientemente.
—Lo siento—dijo apenado.
Serví, por encomendación suya, dos tragos generosos de brandy y me senté en un sillón que daba a la ventana.
De pronto las copas vibraron ostensiblemente sobre la mesita y rodaron después hasta el suelo. Pensé que era un temblor de tierra y lo miré con las cejas levantadas.
—Es la casa. Se estremece toda entera cuando llega la noche—dijo.
Serví de nuevo otros dos tragos y como no dije nada me miró largamente. Su mente hervía. Casi podía notarlo.
—Si acepta mi hospitalidad le contaré algo espantoso—dijo bebiendo su licor para tomar fuerzas—. Y tal vez entienda mi temor a la soledad.
Una voz dentro de mi cerebro gritó que nada podía haber más espantoso que arrastrarse como una babosa dentro de una casa medio destruida enclavada en medio de un pantano maldito. Pero me sosegué y bebí un trago yo también.
—Estoy dispuesto a escucharle. Cuénteme eso que tanto le aterra.
Noté que tenía miedo de volver a revivir aquel momento y le animé a hacerlo con un movimiento amable de cabeza.
—Como ya le dije antes estoy acostumbrado a vivir solo—dijo—. Nunca le di pábulo a todas esas supercherías que cuenta la gente; no me asustan las tormentas y ya sabe cómo se las gasta el cielo por aquí; no me inmuto cuando en el silencio de la noche las ramas nudosas de los árboles aporrean mi puerta una y otra vez con insistencia, que pareciera que quieren entrar y nunca he sabido para qué. No me incomoda pensar, tampoco, que tal vez alguna mañana no despierte más y no haya nadie que lave y  amortaje después  mi pobre cuerpo. Lo más probable es que mi cadáver permanezca días tendido sobre la cama o el suelo, hasta que algún visitante fortuito entre buscando cobijo o agua y me descubra podrido y recubierto de gusanos. Sé que eso ocurrirá tarde o temprano, lo asumo y no me preocupa demasiado. Ha sido testigo, hace un momento, de que no me altero tampoco cuando la casa se estremece toda entera. Entiendo y acepto que es la lucha constante que mantiene con sus cimientos. Ya le he dicho que el pantano la está atrayendo hacia él. Cada día está un poquito más cerca.
Lo miré perplejo, pero levantó la mano para rogar mi silencio.

—Comprobará con este discernimiento mío del que le hago partícipe que no soy un hombre fácil de amedrentar. Pero la cosa cambió hace dos días. Esa mañana desperté muy temprano; casi no había amanecido porque la luz de mi cuarto era difusa y plateada. Fuera, en las montañas,  el viento soplaba huracanado y se colaba por la ventana entreabierta haciendo bailar los blancos visillos. Era maravilloso, tanto como ver agitarse los largos cabellos de una mujer al borde de un acantilado. Así de extasiado me hallaba, cuando de pronto me di cuenta de que no estaba solo. Primero fue una sensación que me oprimió fuertemente el pecho. Cuando me crucé con sus ojos amarillos la sensación se convirtió en certeza. Como no podía huir grité con todas mis fuerzas, pero de mi boca abierta y desencajada no salió sonido alguno. Todo era inútil, el pánico me tenía paralizado. Lo único que podía hacer para protegerme de mi visitante era cerrar los ojos, como los cierran los niños para esconderse del mundo. Y esperar a que se marchara.

—¿Tiene miedo de que vuelva?—pregunté—¿Eso es lo que le asusta?
—¡Sí!—exclamó desesperado.
—¿Y qué cree que busca ese visitante nocturno de usted?—pregunté escanciando un poco más de brandy en las copas. Ambos lo necesitábamos.
—Tengo la sospecha de que viene a llevarme con él—respondió muy pálido—. ¡Dios bendito! ¡Quédese esta noche a mi lado! Esta casa es muy grande y poseo habitaciones de sobra. Nada más le pido que vigile usted la puerta de mi cuarto. Oiga, amigo mío,  tengo mucho dinero, podría…, podría pagarle si es necesario.
—No sea ridículo—exclamé ofendido—. Nunca aceptaría su dinero. Por otra parte si es por su bien pensaré en su ofrecimiento, pero debe prometerme que mañana acudirá a un médico de los nervios.
—No estoy loco—gruñó avergonzado.
—No he dicho tal cosa—dije para suavizar la situación.

Meditabundo me acerqué a mirar por la ventana con las manos juntas en la espalda. La noche era terrible. Había comenzado a llover con fuerza y la vuelta a casa bajo aquel temporal podría ser realmente peligrosa.
—Dormiré aquí—concedí—. Es muy tarde y la tormenta arrecia.
—En el piso  superior hay dos habitaciones—explicó aliviado—. La mía es la más pequeña. Puede utilizar la otra;  encontrará mantas suficientes dentro del armario. Solo le suplico que deje usted la puerta entornada.
—Así lo haré. ¿Quiere que le ayude a subir?—dije.
—Ya ha visto que puedo hacerlo por mí mismo. Pero se lo agradezco mucho. Buenas noches, Philip.
—Buenas noches, Howard. Descanse—dije.

Lo vi iniciar el ascenso por aquella escalera empinada y tragué saliva. Los escalones estaban tapizados con una suerte de terciopelo grueso y pensé que tal vez, en otros tiempos muy remotos, alguien lo había arreglado de ese modo para que el trayecto no fuese tan doloroso. ¿Quién pudo ser así de benevolente? ¿Su madre devota? ¿Tal vez algún criado caritativo? De pronto imaginé al niño que fue y lo vi anclándose a los escalones con sus uñitas minúsculas y vi las piernas pesadas y sentí los golpes de la carne infantil contra la madera. ¿Por qué no habían habilitado un cuarto en el piso de abajo para evitarle esa tortura? ¿Por qué no lo había solucionado él mismo, si tenía tanto dinero? ¿Podría tratarse de algún tipo de expiación? ¿Cómo podía ser posible que un ser tan limitado viviera solo en mitad de aquellos parajes inhóspitos? Las preguntas se agolpaban en mi boca una tras otra, pero sentí vergüenza de hacerlas.

Mi habitación era austera y olía a rancio como el resto de la casa, pero tenía unos grandes ventanales y supuse que de día las vistas al pantano debían ser muy interesantes. Saqué las mantas del armario y me tumbé vestido sobre el lecho. No me atreví a dormirme por si mi anfitrión sufría de sus miedos, pero estaba tan cansado que pronto me venció el sopor.

Al amanecer me desperté sobresaltado porque no reconocí, en primera instancia,  el entorno donde me hallaba. Después recordé los hechos acaecidos y me incorporé, nervioso. Había dejado de llover y efectivamente las vistas, aunque irreales,  eran magníficas. Miré el reloj y comprobé que era una hora adecuada para pasar a ver a Howard.
Cuando entré en su cuarto mi anfitrión yacía de lado, mirando hacia la ventana. Sé que me oyó entrar pero no habló. No quise mirarlo a la cara y me senté en el lado opuesto del lecho.
—¿Cómo fue la noche?—pregunté solícito.
—No hizo usted nada por mí—dijo en un sollozo—. Debió tirar la puerta abajo.
—¿Insinúa usted que el visitante nocturno volvió anoche?—pregunté alarmado.
Contestó a mi pregunta con otra.
—¿Por qué motivo cerró mi puerta cuando me dormí?—gritó.
—¡No lo hice!—exclamé sorprendido—¡Alabado sea Dios! Cuénteme qué sucedió.
—Cuando desperté esta madrugada vi la luna reflejada en el pantano. Debí dormirme mirando la lluvia caer, resbalando por los cristales. Craso error. Si hubiese sido más previsor me hubiera dormido del otro lado. El caso es que cuando desperté volvió a ocurrir lo mismo que la noche anterior. Estaba de espaldas a la puerta y no me podía mover. Pero yo sabía que esa cosa estaba aquí, porque olía a aguas estancadas. Le llamé a usted con todas mis fuerzas.
—Tal vez pensó que me llamaba—dije consternado.
—Eso ya no es importante. Cuando se hizo el silencio lo oí arrastrarse hasta la cama—dijo—. Sí, ha oído bien, también se arrastra, por supuesto que sí. De pronto noté su aliento en mi nuca y escuché sus dientes rechinando cerca de mi oreja. Me susurró algo en un idioma extraño. Las palabras, si es que pueden llamarse así, eran cortas y sonaban como chasquidos de lengua. Pensé que me iba a llevar por fin y cerré los ojos despidiéndome de este mundo. Fue entonces cuando recordé a mi madre. ¡Qué hermosa era! ¿Verdad? Lo dijo usted mismo. Mi padre nos abandonó cuando yo nací. ¿Y sabe por qué se marchó? Porque mi madre le contó, esplendorosa y sosegada, que el parto había sido muy rápido, que yo había salido de su cuerpo resbalando como un lagarto en medio de un charco de agua turbia. Mi padre debió pensar que su esposa deliraba por los esfuerzos del alumbramiento, pero cuando la partera me llevó en brazos para que me conociera y contó mis dedos y vio que sólo había cuatro en cada mano no le gustó en absoluto.

—¡Espere! ¿Insinúa que uno de esos seres pudo visitar a su hermosa madre en su lecho? Entonces, usted podría ser el fruto de… ¡Santo cielo! ¡Eso que dice es aberrante! Oiga, Howard, ¿y no podría ser que todo esto que me está contando solo fuesen imaginaciones suyas?—dije intentando poner algo de sensatez en todo ese embrollo— Además ¿por dónde entra su visitante nocturno si la puerta principal está cerrada? ¿No me irá a decir ahora que llega en forma de agua y se materializa en su presencia? Mire, yo creo…

Howard se volvió furioso y sus ojos me miraron enloquecidos. Tenía los pantalones manchados de orina.

—Yo creo, yo creo… —dijo, burlándose con desprecio—. ¿Sabe lo que pienso? Que usted no quiere aceptar lo que ven sus ojos. Cuando me vio esta tarde apoyado en aquel árbol dijo que mi color era extraño, pero no dijo que es verde. Tampoco habló de mi piel escamada, ni de las protuberancias de mi espalda. Me vio desplazarme boca abajo, arrastrándome sobre el barro y pensó que soy un inválido ¡Por el amor de Dios mire mis manos!

Suspiré y me incorporé, vencido,  dispuesto a marcharme.

—Vendré mañana a visitarlo—dije—. Howard, escuche, yo soy escritor y en mi cabeza todo cabe, pero oiga, en cuanto a esos seres que dice que habitan en los fondos del pantano, yo…yo no sé qué decirle. Nunca he visto ninguno y tampoco he oído hablar de ellos. Por aquí abundan las leyendas de toda índole, eso ya le consta a usted, pero nunca nadie habló de individuos reptantes que abandonan la ciénaga cuando sale la luna, para colarse en la casa o en la cama de los parroquianos. Y entienda que tampoco puedo creer que la casa tiemble y se desplace por ese motivo que usted alega. Seguro que esos corrimientos se deben al tipo de terreno movedizo. Ahí debe estar la explicación. Y permítame confesarle que sí me fijé en su aspecto, pero me pareció el de un pobre hombre desvalido y solitario, carente de compañía y de afecto. La soledad y la penumbra  tintan los rostros de colores infrecuentes.

Me quedé un instante de pie esperando algún tipo de respuesta y como no la hubo me retiré, impotente aunque aliviado a la vez.

Pensé en volver al día siguiente, pero no lo hice. Ni al otro. Cuando transcurrió una semana sentí tantos remordimientos de haber dejado a aquel tipo a su suerte, que intenté olvidarme del suceso.

Poco tiempo después mi salud se resintió de manera ostensible y me marché de aquel triángulo venenoso. Una vez que me hallé lejos, y tal vez para sosegar mi conciencia o para homenajear el recuerdo de aquel pobre desgraciado al que no supe consolar,  escribí un nuevo relato que titulé «Los oscuros» . En él conté la historia de una enorme ciudad de piedra blanca enclavada en el fondo de un pantano, una fortificación habitada por unos seres primigenios, que de vez en cuando se arrastraban hasta la superficie para recuperar lo que era suyo. Y como no era posible que esos seres se movieran entre el barro más espeso de los fondos, creé una suerte de vacío cavernario, allá cerca del núcleo de la tierra. Escribí sobre otros mundos horrorosos, yo, que nunca he sido testigo de nada fuera de lo normal.

Pero uno no puede estar lejos de aquello que conoce y ama, por ese motivo hace poco que he vuelto de nuevo a este lugar que me resulta tan familiar. Mis pulmones están más enfermos que nunca y no se me ocurre un lugar mejor donde morir. A veces, apurando las escasas fuerzas que me quedan,  me siento muy tentado de volver al pantano, porque añoro su aliento malsano. Pero ahora tengo miedo. Tengo miedo de que al fin y al cabo Howard Price tuviera razón. Imaginen ustedes que al llegar allí solo encontrase un enorme y profundo agujero donde antes había una casa gris, porque si eso resultase cierto entonces serían mis propios demonios los que podrían visitarme de noche, cuando duermo. Tal vez para llevarme con ellos, ahora que está tan cercana la muerte.

Fin

sábado, 7 de mayo de 2016

Poesía... es lo que nos falta


Por Ricardo José Vega.


Disfrutar lo que no existe
es conseguir lo que falta
aquello que no tenemos ...
esa es, según yo creo ,
la mas  emocionante cábala.. ..


y para adquirirla hagamos ...
beribirloque de manos 
con la suficiente magia... 
con muchos SHAZAMMMM de rayos 
de aquellos rayos que partan 
los avatares humanos ...
y muchos ABRACADABRAS....


y si aparece ...desnuda 
y nos sonríe ...Ay caramba ! 
y es una playa desierta 
y hay luna sobre la playa


y finje correr 
y lo hace 
con pasitos de torcaza

y se vuelve ,...hecha sonrisa 
porque mi sombra la alcanza


disfrutaría la salvaje 
intención de conquistarla... 
con caracolas y perlas 
de los bordes de la playa


con versos de buena rima 
aquellos que el alma asaltan 
y cautivan ... pues reflejan 
voluntad de bien amarla,


de cuidarla como a flores
de la selva y de la playa...


Y ya nada faltaría...
sería fiesta trinitaria 
despues de beribirloques 
y de la suficiente magia ...


le diríamos al amor ...
Poesía...es lo que nos falta !!

domingo, 1 de mayo de 2016

Sola


Por Robe Ferrer.


Y la dejé allí sola, llorando en aquel cementerio en el que mi cuerpo descansaba.
Me dolía mucho hacer aquello, y sabía que a ella le dolía más aún, pero no tenía alternativa. Mi espíritu se había debilitado demasiado después de aquel encuentro. Si hubiera apurado un poco más el tiempo, habría pasado del plano metafísico al plano inmaterial y ya no podría ponerme en contacto con mi amada.
Desde que abandoné el mundo de los vivos veinte años atrás, todas las semanas me ponía en contacto con la que fue mi mujer durante cuarenta y ocho años y mi novia durante tres. Aquello nos hacía sentir bien a los dos y no hacía daño a nadie.
La veía y la sentía tan joven como cuando nos conocimos y ahora contaba ya con ochenta y siete años.
Durante todo aquel tiempo habíamos criado a cuatro hijos, trece nietos, y ella, seis biznietos y una preciosa tataranieta que había nacido unos días atrás. Pude ver a aquella princesita a través de su mente en aquel último encuentro.
Realmente aquel no había sido el motivo del encuentro, lo que quería que supiera era que, aunque llevaba dos décadas esperándola, apenas me quedaban unos días en aquel plano en el cual podía comunicarme con ella. Sin embargo, no tuve el valor de decírselo.
Por suerte, nuestros encuentros se volverían eternos, porque su llegada a este mundo estaba prevista para las próximas horas. Evidentemente, aquello tampoco se lo dije.

Junio 2014