martes, 17 de octubre de 2017

La Tarasca de la selva

Por Sergio Bonavida Ponce.

   Consigna: Escribe sobre El libro de la selva y todos sus personajes. Mowgli encontrará huevos con Critters, a partir de ello debes vincular la historia con los seres de la película.
La consigna es delirante, pero no queremos que el cuento lo sea. Evita la comedia y lo grotesco.
Texto:
Esta es una historia tan antigua como la amistad, una historia de valor y supervivencia, una historia que comenzó cuando Mowgli y Bagheera encontraron aquellos huevos en el valle de los elefantes, pero... permitidme que me interrumpa, quizá sea mejor que permita a su protagonista contar la historia que él vivió.


El silencio de la noche fue apagado por un chirrido que provenía del cielo, el mismo ruido que me despertó de mi descanso. Alcé la vista y vi una enorme piedra, envuelta en el color de la flor roja, surcando el cielo por encima de la selva. Los destellos rojizos envolvían cada árbol, cada piedra, cada lobo por los que pasaba. Las sombras de los seres que conocía se alargaban de forma extraña. Meera, la joven loba de guardia, aulló y pronto el valle completo se llenó de ululares, bramidos, gruñidos y demás quejidos del resto de criaturas, amigas y enemigas, que lo poblaban. Corrí hasta el pequeño promontorio situado en la cresta de la montaña, y a lo lejos divisé como caía la enorme piedra en medio del valle de los elefantes. Nunca había presenciado tal suceso.

La manada no tardó en reunirse. Gris, mi medio hermano y nuevo jefe, se posó de un salto en la roca del líder. Algunos lobos gruñían, otros enseñaban los dientes asustados ante la enormidad de aquella piedra voladora. Solicitó silencio antes de entonar la ley y, aunque asustados, todos callaron:
«Esta es la ley de la selva, tan antigua y cierta como el cielo, el lobo que la cumple prospera, mas el lobo que la incumple muere».
Tras el asentimiento general, nuevos gruñidos y una pelea, más propiciada por los nervios que por la malicia de los enfrentados, desquiciaron a mi hermano; Gris gruñó, enseñó los dientes con los ojos airados totalmente enrojecidos y los lobos volvieron a callar. Yo observaba sentado encima de una piedra redonda, entonces, madre apareció. Los años se apreciaban en la delgadez de las patas y en el pelo lacio que le colgaba alrededor. Caminó despacio, los lobos se apartaron agachando la cabeza en señal de respeto, cuando estuvo en el centro de la congregación paró y Gris asintió.
—Habla, Raksha, madre y loba más antigua de la manada.
—Hace tiempo vi una roca similar caer del cielo, y lo que sucedió después no fue bueno.
Madre habló con voz temblorosa. ¿Qué había sucedido en aquella ocasión y por qué parecía tan asustada?
—Si hay peligro para la manada debemos investigar. ¿Algún voluntario?
Me levanté de un salto, anduve unos pasos hasta quedar entre la manada y Gris. La noche oscura no permitió al resto apreciar la sonrisa de orgullo en la comisura de los labios de mi hermano.
Pero la sonrisa duró poco, al otro día, madre murió.


Antes de iniciar cualquier viaje visitaba la cueva de Baloo. Mi viejo amigo, el maestro, el oso que me inculcó los valores de la selva. Lo encontré muerto cuatro primaveras atrás, su cuerpo peludo estirado en su cueva ya no respiraba, tampoco presentaba señales de lucha, se lo había llevado la silenciosa enfermedad de los ancianos, que atacaba de noche a traición. Recuerdo que lloré. Madre no hubiera estado orgullosa. En la selva no se llora, ello son cosas de humanos, pero ese día me fue imposible parar el débil lazo que habitaba en mi interior. Madre, Baloo, ¿cuántos seres queridos habría de perder? Me sequé la cara con el dorso de mi mano y salí al exterior.
—¿Partimos? —Bagheera descansaba sobre la rama de un árbol. Su resplandeciente pelo negro, aunque opacado por la edad, aún brillaba con la luminosidad del día y los ojos verdes me escrutaban atravesándome el cuerpo como una fina hoja al trasluz. Supongo que Bagheera conocía de mis lágrimas, pero nunca dijo nada al respecto.

Bagheera avanzaba por el maidan, un prado silvestre de altas espigas, que ocupaba toda la extensión de terreno hasta donde podía ver. Atrás dejábamos el sotobosque y trabajo me costaba sortear con las manos las molestas plantas. La luna, con los colmillos de Ganesha señalando a la derecha, ofrecía un poco de claridad en nuestro camino. La montaña de los elefantes se divisaba a lo lejos, paredes escarpadas de roca lisa se fundían con la cordillera cercana, tan solo un animal que conociera el camino al desfiladero podría encontrarlo.
—¿Bagheera? ¿Por qué nunca hablamos de Baloo? Era nuestro amigo.
—En la selva solo se habla de lo vivo. Es la ley —dijo sin inmutarse.
Continúo caminando, le seguí y atravesamos las últimas espigas. Un camino de hierba rala se abría ante nosotros. No pregunté nada más.

Mientras avanzábamos, en lo alto de una cordillera cercana divisé un poblado humano. La flor roja, con destellos amarillos, naranjas y rojizos, bailaba en la noche; los humanos adoraban aquella flor, tanto que la utilizaban para alumbrar los poblados de noche, quemar la piel de las presas para después devorarlas, y un sinfín más de prácticas aterradoras. Hace años, cuando la amenaza de Shere Khan llegó muy lejos, tuve que robar una flor roja de un poblado humano. Con ella conseguí acabar con la vida del tigre, pero la flor siempre reclamaba un pago. La mitad de la selva se consumió al contacto con ella, y gran parte de mi hogar desapareció envuelto en sus fluctuaciones mortales...

El desfiladero apenas poseía la anchura de un elefante adulto, resultaba curioso pensar que animales de tallaje tan majestuoso escogieran un lugar tan angosto para dar fin a sus días. Atravesado el paraje, el pequeño valle apareció ante nosotros, los esqueletos de los antiguos reyes de la selva reposaban al lado de sus gigantescos colmillos de blanco perlado; olimos a ceniza, e intentando no pisar ninguno de aquellos restos, nos dirigimos al origen del olor. Un cráter, con la misma marca negra e indeleble que dejaba la flor roja, desprendía un desagradable olor; en medio, reposaba una extraña estructura que brillaba como la luna. Acerqué la mano, y al tacto, era fría.
—Mowgli. ¡Aquí! —Bagheera señaló con el hocico hacia el suelo. Unas extrañas marcas recorrían el camino, se alejaban en dirección a una cueva.


Perdonad mi entrometida interrupción, pero debo aclarar que es en este punto de la historia cuando nuestros dos héroes encuentran unos huevos que pertenecen a criaturas de más allá de nuestro mundo. Reciben muchos nombres: Critters, demonios de la selva, sanguijuelas siderales, el coco, la muerte que sonríe... Los animales simplemente las llamamos Tarasca. Criaturas feroces, hambrientas y temibles, disfrutan con la maldad, por eso ríen cuando matan a sus víctimas...

El olor a humedad de aquella cueva no se parecía en nada al del hogar de Baloo. Mi visión no me permitía avanzar tan rápido; Bagheera, en cambio, se adaptaba con facilidad a la oscuridad, y su pelaje negro lo fundía con el entorno hasta hacerlo desaparecer. Llevábamos adentrándonos un buen trecho cuando vimos dos enormes pilares de madera atravesando la estancia desde el suelo hasta el techo. Extraños grabados surcaban sus superficies.
—¿Qué es esto? —Acerqué mi mano, extendí mi dedo índice hacia la madera pelada y reseguí con la yema una espiral grabada. La madera crujió.
—No toques, son antiguas construcciones humanas, de los primeros hombres, sostienen el techo de la caverna. Mi padre falleció en un lugar así.
Asentí. Aquellos pilares debían haber despertado algo terrible para que evocara algo tan antiguo como la muerte de su progenitor. Pasé de largo. La cueva llegaba a una cavidad más ancha. En el suelo tres huevos descansaban sobre un montón de ramas y hojas secas. Poseían el tamaño de mi mano abierta y la superficie rugosa, de verde oscuro, presentaba incrustaciones ovaladas.
—Huevos de Tarasca. Debemos irnos.
En ese instante escuchamos unas risas agudas que llegaban amortiguadas, ecos provenientes de una galería a nuestra derecha; un instante después unos ojos felinos, similares a los de Bagheera, pero de brillante rojo, aparecieron en la oscuridad de la estancia.
—Comida, ji, ji, ji, comida. —Las risas, mezcla de jilguero y graznido de cuervo, sonaban cada vez más estridentes.
Algo surcó el aire clavándose en el cuerpo de mi acompañante, «Grrrarrgg», himpló desgarradoramente. Una púa se le clavó en la pata, un hilillo rojo comenzó a caer por el pelaje negro. Las criaturas comenzaron a rodearnos.
—Rápido, corre.
Quería decirle que no, que me mantendría a su lado, ya no era un cachorro al que tenía que defender.
—Espérame en el prado. Obedece.
Pero en mi vida no supe desobedecer aquella voz. Corrí al túnel, una criatura me cortó el paso, me mostró su amplia boca repleta de decenas de colmillos alargados y puntiagudos. Agarré una roca, tan grande como la propia criatura y sin darle tiempo a zafarse, la chafé contra el suelo. Un líquido verdoso surgió del amasijo sin vida que había aplastado. Una criatura se abalanzó sobre Bagheera, el consiguiente zarpazo estampó, contra la pared opuesta de la cámara, el cuerpo sin vida de aquel ser. Corrí y continué corriendo, pasé entre medio de las maderas, y no paré hasta la entrada del desfiladero, de hecho, no paré hasta mucho más allá, hasta el límite del prado.

Esperé un rato. Él no acudía a mi encuentro. La preocupación anidó en mi interior y creció. Si le había pasado algo... ¿Por qué tenía que ser siempre tan obediente? Recapacité, observé el poblado en la cima, los brillos amarillentos me llamaban; no podía desatender el peligro que representaban las criaturas de dientes alargados, así que, por segunda vez en mi vida, me tendría que arrepentir de mis acciones venideras. Encaminé mis pasos allí sin vacilación. La noche amparó mi entrada al recinto de los hombres, olí los efluvios de alholva y cardamomo, los aromas picaban en la nariz. Fijé la vista en una pared, sostenidas en argollas reposaban palos que sostenían en sus puntas flores rojas que bailaban fluctuantes, poderosas y mortíferas. De nuevo, como hice hace años, me apoderé de la monstruosidad... pero hurté dos.


Existe un viejo dicho hindú: creer que un enemigo débil no puede dañarnos es creer que una chispa no puede causar un incendio. Lástima que los animales no hagamos caso de los proverbios humanos.

Mientras me acercaba cada vez más al desfiladero, empecé a repasar los años vividos con Baloo en la selva, las enseñanzas, los cantos, la miel robada a las abejas, la ley; también evoqué muchas palabras de mi padre, Bagheera, los sabios consejos, las pruebas y de nuevo, la ley. La sempiterna ley. La que regía el todo, el devenir y la vida de mi hogar. «Un animal no mata a otro animal», sí, el precepto era sabio, pero hasta la regla más sabia poseía exclusiones, «mas que para comer o defenderse a si mismo».
La cueva me esperaba silenciosa cual guarida de serpiente, en ambas manos agarraba los palos, y el rielar desprendido por las flores rojas se asemejaba al baile de muerte que ya había representado tiempo atrás. La luminosidad emitida reveló nuevos detalles en el túnel, antiguas pinturas de manos humanas en las paredes, también en el techo, representaban la eterna lucha entre las especies. Avancé con cuidado al llegar a los largos maderos que sostenían el techo, sorteé con riguroso temor las espirales grabadas en los largos troncos. El silencio me envolvía. Vi el cuerpo de Bagheera en el suelo, el único padre que había conocido, y escuché las risas malvadas que comenzaron a rodearme...


Me veo en la obligación de detener la narración de nuestro héroe, pues en ese momento Mowgli enloqueció. No lo puedo culpar. Imaginaos por un instante a vuestro padre agonizando en el suelo de una cueva, malherido y con unas aterradoras alimañas acercándose. No, no pensaba con claridad, como más tarde me contó. Quizá las criaturas creyeron que lo matarían rápido, pero se equivocaban. Él poseía la muerte en ambas manos y una tras otra, a pesar de las múltiples heridas, las mató. Lanzó uno de los palos a la pila de hierbas secas que se acumulaban en medio de la estancia, esta ardió. No contó los huevos, ¿cómo iba a pensar en ellos en aquel momento? Agarró de las patas a su padre y comenzó a arrastrarlo. Cuando el cuerpo estuvo fuera, volvió y, a medio camino en el túnel, lanzó una enorme piedra a uno de los troncos que sostenía el techo, salió corriendo en el tiempo justo para escapar del derrumbe detrás de él. Recogió la cabeza de su padre del suelo, babeaba un líquido rojo y la lengua le colgaba a un lado. Las pupilas verdes de la pantera miraron al único hijo que había tenido, intento decirle algo, pero las fuerzas le fallaron y cerró los ojos. Mowgli lo sacudió y estrechó el pelaje con las manos en una ansiosa desesperación. En ese instante, la pantera negra abrió por última vez los párpados, las pupilas verdes cruzaron cansadas la mirada con su hijo adoptivo, abrió las fauces pero de ellas solo surgió un estertor, y un instante después, cerró los ojos para siempre. Mowgli lo abrazó con más fuerza de la que nunca había realizado en su vida, pero su abrazo no pudo retener al único padre que había conocido a su lado. Quería llorar y lloró.
¿Cómo sé yo toda esta historia os preguntaréis? Yo soy Meera, la no tan joven loba de guardia, y quiso la casualidad, o quizá la selva, que también estuviera de guardia cuando Mowgli regresó de aquella expedición. Herido, completamente ido, con una mirada ausente, y me contó toda la historia hasta que cayó desplomado en la tierra.


Sé que querrías un final para nuestro héroe, saber si Mowgli sanó, si se incorporó de nuevo o si, por el contrario, la experiencia azotó su vida de tal manera que todo lo bueno que le impulsaba a vivir se apagó en él. No os lo diré. Lo que es de la selva se queda en la selva. Deberéis azotar vuestra imaginación hasta horas intempestivas pensando si el cachorro de hombre consiguió aceptar el hecho de que solo lo vivo merece ser pensado, y que lo muerto no merece ser nombrado, tal como dicta la ley.

En todo caso, después de escuchar su narración, a mí me preocuparon más otros quehaceres, deseé que Mowgli hubiera contado los huevos, saber si estaban todos en su lugar, ¿ardieron los tres? También deseé que hubiera podido indagar en aquella galería de la que surgía la Tarasca, explorar más la cueva, ¿habría una red de túneles subterránea o era un ojo ciego donde murieron a oscuras y de inanición? Sí había túneles, ¿consiguió alguna Tarasca escapar por ellos? Si pasó así, ¿puso más huevos? En los relatos para cachorros en los que intentamos asustarlos y, en ocasiones lo conseguimos, nombrar a esa criatura siempre consigue el efecto deseado. Tarasca. Un vestigio del miedo anidado dentro de todo animal en la selva, pues ¿qué hay más aterrador que no saber si el fin de todo lo que amas está cerca?

La Ley de los Critters

Por Ismael Manzanares.

   Consigna: Escribe sobre El libro de la selva y todos sus personajes. Mowgli encontrará huevos de Critters, a partir de ello debes vincular la historia con los seres de la película.
La consigna es delirante, pero no queremos que el cuento lo sea. Evita la comedia y lo grotesco.
Texto:
Mowgli sueña.
El verde intenso de las hojas atravesadas por los rayos de luz. Las ramas de los árboles. La respiración jadeante. Los pies que se deslizan sobre la hojarasca sin dejar marca de su paso. El roce de la vegetación como una caricia sobre su cuerpo desnudo. El corazón que palpita con la emoción de la caza.
Mowgli sueña con Shere Khan. Lo sabe como se saben las cosas en los sueños. Delante, siempre unos metros más allá, puede vislumbrar apenas el pelaje a rayas, el colchón mullido de una zarpa que se levanta, la cola que se balancea para compensar la cojera. Es Shere Khan, y Mowgli lo está persiguiendo a la manera de los lobos.
El murmullo crece en intensidad y así sabe que se encuentra cerca de la cascada. De repente no tiene prisa. Piensa en Bagheera y se hace uno con las sombras, detrás de los grandes troncos, oculto entre los helechos. Avanza con cautela, cerrando cualquier vía de escape.
El farallón está a plena vista junto al poderoso caudal de agua que cae. Shere Khan le está esperando, de nuevo vivo y poderoso. El ruido es ensordecedor. Mowgli avanza sin miedo. Ya le venció una vez y puede volver a hacerlo. Pero el tigre no busca pelea. En su lugar gira la cabeza, y Mowgli sigue su mirada para descubrir un hueco oscuro entre las rocas. Ignorando al depredador, se acerca. Dentro de la cueva el sonido llega amortiguado, lejano. El olor es ácido y penetrante. Y allí, en la oscuridad, los encuentra.
Los cachorros de Shere Khan.
Despierta con un sobresalto. Siente humedad en la piel, y el movimiento le provoca un escalofrío. Junto a él se encuentran los extraños huevos que nadie ha sabido identificar. ¿Por qué esperan que él sepa qué hacer con ellos? Se ha criado en la selva y ha aprendido a fiarse de sus instintos, y estos le dicen que no tendrá que esperar mucho tiempo para saberlo.

—Más de doscientos son, locos como los Bandar-Log y rápidos como Chikai, la ratita saltarina. Yo estaba comiendo fresas silvestres, pues ya sabéis que en esta temporada es cuando son más jugosas, cuando ellos pasaron cerca de mí aullando y saltando como si estuvieran locos y no tuve más remedio que protegerme, y un par hasta tuvo la indecencia de reírse cuando vio mis púas erizadas.
—Ikki, tus historias son exageradas, como siempre. Seguro que no eran más que unos ratones recién salidos del Waingunga con el pelo esponjado por el agua.
—Os digo que no, Hermanitos —replicó el puerco espín, balanceándose de un lado a otro con entusiasmo. Raro era tener tantos oyentes y disfrutaba de la ocasión—. Os digo que no he visto otra criatura como esa en todos los años de mi vida. Los milanos siguen su rastro de destrucción desde millas de distancia. Y aún os diré más; se dice que Mowgli, el Cachorro Humano, estaba con ellos cuando salieron de sus huevos…
—¿De sus huevos? —se mofó Mao, el Pavo Real—. ¿No serían cocodrilos?
—…de sus huevos, digo, y recién rompieron la cáscara le mordieron y le obligaron a huir por toda la selva aullando como un chacal de los Gindir-Log.
Esta vez la risa fue general.
—Has ido demasiado lejos, Ikki. Cuando Mowgli se entere de esto te va a colgar cabeza abajo de una rama para que aprendas modales.
—Yo creo que te encontraste con Nag, la Cobra Negra, y del susto te inventaste todas estas patrañas.
—¿Echaban tus cocodrilos peludos Flores Rojas por el culo?
Ikki intentó protestar, pero fue en vano. Los murmullos y las risas se extendieron por el claro, y la voz del pequeño mamífero se perdió en la algarabía. Refunfuñó un par de veces haciéndose el dolido, pero la verdad era que ya había cumplido con su cometido al avisarles. Lo que pasara después no era cosa suya.

La luna, que caía tamizada a través del entramado de hojas, bañaba el lomo de Bagheera de reflejos oscuros, dúctiles como el aceite. El felino se desplazaba en silencio, disfrutando de sus sentidos aumentados. El goteo del rocío condensado sobre el suelo; el agudo chillido de Mang, el Murciélago; el olor de la tierra húmeda que remueve el Pueblo Venenoso cuando se desplaza. Bagheera era consciente de todo esto y de mucho más, sensaciones que no se pueden describir con palabras de los humanos. Bagheera no era un depredador más en busca de su alimento. Bagheera era la misma noche, que envuelve al Pueblo de la Selva en un abrazo oscuro de muerte y sueño.
Había devorado hacía una hora un ratón gordo que prácticamente se le había echado encima sin saber que su juego le deparaba un destino mortal. El roedor le había disgustado, pues no había saciado su hambre y le había privado del placer de la caza. Por eso ahora se adentraba en la jungla, impaciente y juguetona, siguiendo un rastro nuevo.
Bagheera había escuchado los rumores. Las extrañas criaturas que habían eclosionado de los huevos que custodiaba Mowgli no le temían a nadie y estaban sembrando el terror en la selva. Animales feroces, decía Chil, el Milano, que se daba un festín con los despojos que dejaban los seres a su paso. Dewanee, había aventurado el viejo Baloo. La locura o la rabia, pegajosa e imprevisible. La pantera negra se estremeció de placer, y un brillo chispeó en sus ojos de esmeralda. La Manada de Lobos de Seeonee haría cumplir la Ley de la Selva, estaba segura de ello. Pero los seres habían cometido dos errores que le concernían de manera personal. Primero, habían invadido su territorio, sin dignarse a proferir la Llamada de Caza del Forastero. Y segundo, y más importante, habían despertado su curiosidad.
La criatura correteaba entre los árboles, exultante. Era un depredador, de eso no cabía duda, pues las fauces estaban repletas de pequeños dientes, y en el lomo unas agudas púas recordaban las defensas de Ikki, que algún disgusto le habían causado durante sus aventuras de juventud. Bagheera saboreó el torrente de emoción que inundaba su cuerpo sin mover un solo músculo, concentrada por completo en la caza. Había otras criaturas cerca, pero a ojos del gran felino eran tan diáfanas en la penumbra nocturna como si fuera pleno día.
Fue paciente. Y, cuando llegó el momento, ronroneó suavemente, lo suficiente para que el ser advirtiera su presencia y pudiera mirar al verde de sus ojos a través del manto de la noche. De otro modo el juego no tenía sentido.
—Oh-oh. —Alcanzó a decir la cosa.
Bagheera saltó. La criatura emitió un crujido húmedo cuando las fauces se cerraron sobre su cuerpo peludo. Una sangre verdosa y de sabor indefinible asaltó los delicados sentidos de la pantera, que escupió asqueada. El bicho había muerto al instante sin ofrecer resistencia. Una presa indigna. La pantera lo golpeó un par de veces con la pata, haciéndolo rodar de un lado para otro, hasta que su curiosidad fue saciada. Su manada, si es que se le podía llamar así, ni siquiera había notado la muerte de uno de sus miembros. Bagheera bostezó, con el cuerpo relajado tras la muerte insulsa, y se alejó de allí con zancadas perezosas. Los lobos se encargarían de ellos, no le cabía la menor duda. La noche misteriosa engulló el cuerpo elegante del felino hacia su siguiente caza.

—Ya no estoy para aventuras.
El viejo oso trotaba con pesadez, jadeando por el esfuerzo. Su corpachón mostraba los estragos de la edad. Demasiadas primaveras había rondado ya la selva y su pelaje, antaño lustroso, dejaba entrever calvas y pliegues donde antes hubo músculo. Se sentía cansado, pero ignoraba que su cuerpo adulto y vencido por los años era hermoso, pues todo lo que nace y crece en el Pueblo de la Selva tiene la belleza de la libertad. Se detuvo bajo un árbol, olfateando, y arrancó unas raíces con sus zarpas, esperando aliviar el sufrimiento de la carrera, con tan mala suerte que una piedrecita le raspó la garra. Soltó un bramido de angustia y enojo del que se arrepintió al momento.
—Mírame. No sé ni cavar.
Masticó sin embargo las raíces y se sintió un poco mejor. Pero la punzada de temor hizo que se levantara de nuevo y retomara el trote. La Manada de Lobos de Seeonee había reconocido una amenaza en las extrañas criaturas y había organizado una partida de caza para diezmarlas antes de que la devastación que causaban a su paso fuera irreparable. Baloo sabía que Mowgli también iría porque, aunque no era ya de la Manada, mantenía con ellos unos lazos estrechos que no podían ser rotos.
—Una banda de criaturas que todo lo muerden, peores que los Bandar-Log y más infames que las Hienas, sin respeto alguno por la Ley. ¡Buf! Los tiempos han cambiado. Soy demasiado mayor para esto. Espero que Mowgli esté bien.
La canción de muerte de Ko, el Cuervo, advirtió al viejo oso de la cercanía al lugar de la batalla. Allí se detuvo, atónito. Las criaturas estaban oponiendo una feroz resistencia. Múltiples lobos yacían heridos o moribundos entre la vegetación de la sabana que crecía a orillas de la selva. Aparentemente, los seres habían intentado escapar de los dominios del Pueblo de la Jungla, tal y como había predicho el chico. Baloo barrió el escenario con los ojos buscando a Mowgli, y por fin lo encontró, encaramado a un árbol. Incluso desde la distancia distinguió la sibilante voz del chico pronunciando «Tú y yo somos de la misma sangre», las Palabras Maestras del Pueblo Venenoso; y en respuesta una oleada susurrante de serpientes cargó hacia los feroces invasores. Pero la contribución de Mowgli iba mucho más allá. El viejo oso tragó saliva. Unos silbidos agudos hicieron descender de las alturas a un grupo de águilas, que se lanzaron en picado a la lucha. El chico señaló hacia una de las criaturas que huía, y una pequeña familia de rinocerontes se lanzó en estampida hacia ella. Mowgli dirigía al Pueblo de la Selva como si de un general se tratara. Las extrañas criaturas estaban condenadas. Baloo sintió miedo y respeto ante el poder y sabiduría del ser humano, y no por primera vez. Lejos quedaba ya el Mowgli reflexivo que le había pedido consejo hace apenas un día, y mucho, mucho más lejos aún, aquel muchacho indefenso al que había enseñado la Ley años atrás.

Pues un día atrás Mowgli había llegado, magullado y taciturno, hasta el claro donde Baloo enseñaba las leyes a los más pequeños. Bagheera se encontraba echada sobre una rama, lánguida en el calor de la tarde.
—¿De dónde vienes tan arañado, Hermanito?
—Los huevos se han roto —gruñó Mowgli—. Y lo que ha salido de ellos no os va a gustar nada.
—¿Por qué lo dices? —intervino Baloo—. La verdad es que nunca he visto huevos como esos.
Mowgli no respondió. En vez de eso, desvió la mirada hacia la distancia. La tarde caía y bañaba el claro de una luz anaranjada y difusa. Por un momento, pareció querer responder al oso, pero entonces se lo pensó mejor y guardó silencio. Bagheera movió la cola con curiosidad. Hacía tiempo que no podía adivinar lo que pensaba su protegido. Por fin Mowgli habló, pero sus palabras brotaban despacio, como si le costara pronunciarlas.
—Baloo, Bagheera. Ayer, antes de que los huevos se rompieran, soñé con Shere Khan.
—Está muerto —musitó la pantera—. No tienes porqué preocuparte.
—Lo sé. Pero en el sueño tuve frente a mí a sus cachorros.
—Ah, ahora te entiendo —respondió Baloo con su voz grave—. Te encuentras inquieto porque piensas que las criaturas que han salido de esos huevos son peligrosas. Y al mismo tiempo dudas, porque las sabes cachorros. Crees que no merecen la muerte.
—Si las dejo marchar, sé que causarán un gran daño a mis dos pueblos, al de la Jungla y al de la Manada Humana. Pero, por otro lado, ¿qué oportunidad han tenido, si acaban de dar sus primeros pasos por el mundo?
El claro quedó en silencio, sumergido en la luminosidad imprecisa que precede al ocaso. Bagheera rio suavemente, y el viejo oso se permitió, por primera vez desde hacía años, darle un cachete a Mowgli en la cabeza, que protestó enojado.
—Mowgli, en muchos aspectos eres sabio como el más sabio de entre el Pueblo de la Jungla. Y en otras cosas sabes menos que cualquier cachorro recién nacido.
»La Ley de la Selva prevalecerá. Rige nuestras vidas igual que el Sol y la Luna son dueñas del cielo. Todos estamos bajo su égida y a ella debemos obediencia. La Ley nos envuelve y nos da fuerza. Sin ella no somos más que polvo en el camino. Confía en la Ley, Mowgli, y al hacerlo estarás confiando en tu propio corazón».
Las palabras de Baloo resonaron limpias en el claro, flotaron en el aire durante unos segundos y se desvanecieron. Y los últimos rayos de sol iluminaron el cabello desgreñado de Mowgli, que lentamente alzó la cabeza y asintió, con la chispa de la determinación iluminando la profundidad de sus ojos oscuros.

La canción de los Critters
Como, como, como y como,
Devoro, engullo y troncho.
Vengo de muy lejos, o eso dicen
Las voces que tengo dentro de mí.
Pero yo soy solo un Critter, me digo,
Un indefenso y pobre Critter,
Con un apetito feroz. ¡Ay!
Tengo hambre, mucha hambre.
Dame tu mano, ¡ay!
Y verás lo que hago de ti.

La traición de Peter Pan

Por Robe Ferrer.

     Consigna: Escribe sobre Peter Pan, el país de Nunca Jamás y todos sus personajes. Debes vincularlos con los protagonistas de Five Nights at Freddy's.
La consigna es delirante, pero no queremos que el cuento lo sea. Evita la comedia y lo grotesco.
Texto:
—¡¿Pero qué hacéis aquí?! —preguntó Peter asombrado cuando vio entrar por la puerta a su novia Wendy y a todo su grupo de amigos; los que en otrora se llamaron los Niños Perdidos.
—Hemos venido a visitarte —canturreó la muchacha—. Y a alegrarte la noche. —Entonces sacó una botella de whisky de su mochila y le dio un largo trago, después se la pasó a Peter.
—¡No! Vais a hacer que me echen. Es mi primer trabajo desde que vivo aquí. Sabes que necesito el dinero. Todos necesitamos el dinero.
—No te preocupes —le tranquilizó ella—. Te recuerdo que fue mi padre quien te consiguió el trabajo y que no te van a despedir.
La reducida estancia del vigilante de seguridad se había quedado pequeña para tantos jóvenes. Entonces el teléfono sonó y Peter descolgó el auricular. El que llamaba tenía un marcado acento español. Algo muy frecuente en el Londres del siglo XXI.
—¿Peter? Soy Santiago. El guardia del turno de día. Verás, te llamaba para darte un par de indicaciones que seguro que no te han dicho al contratarte. Verás, por la noche, los animales robóticos del restaurante están programados para moverse solos por la sala, para que sus servomotores no se vean resentidos por la inactividad. También actúan como detectores volumétricos de movimiento, haciendo sonar la alarma en caso de que algún intruso entre en el salón.
—Muy bien, muchas gracias por la información —respondió Peter pensando que se trataba de una broma para los novatos del turno de noche.
—A la mañana te haré el relevo. —Después colgó el teléfono, miró hacia la oscuridad donde algunas personas más se ocultaban con él y dijo: —O le haré el relevo a tu cadáver. —Y todos los antiguos Piratas de Nunca Jamás rieron con él.

Peter Pan, el que había sido el líder de los Niños Perdidos de Nunca Jamás, era ahora el vigilante nocturno de la pizzería Freddy Fazber's Pizza del nuevo parque de atracciones Neverland de Londres. Abandonaron el país de Nunca Jamás después de la derrota de Garfio. Se fueron a vivir a la ciudad, con Wendy, Michael y John y volvieron a crecer. Estudiaron en el colegio y algunos, como Peter y Wendy, estaban cerca de acabar los estudios universitarios. Diez años habían pasado y apenas recordaban nada de su vida anterior.
El señor Darling les había conseguido trabajo para los que lo habían necesitado: Wendy cuidaba niños los fines de semana, John ayudaba a su padre con algunos papeles del banco y Michael paseaba los perros y cortaba el césped de los vecinos. A Peter le había conseguido aquel trabajo de vigilante nocturno por mediación de un amigo, y el chico no quería defraudarle. Lo que no sabía ninguno de los dos era que alguien le había recomendado para ese puesto: el vigilante diurno.

En ese momento, el joven miró el cartel con el nombre del vigilante: "Santiago Colgadero". Pensó que era un nombre extraño.
—¡Vamos a divertirnos! —gritó John cerca de él. Llevaba un cigarrillo de marihuana en una mano y un vaso con cerveza en la otra.
—Me vais a buscar la ruina. Tenéis que iros ahora mismo.
—Vamos, no seas aguafiestas —intervino Wendy dándole un profundo beso. El resto abandonaron el despacho y se fueron hasta el restaurante. Allí estaban las mesas para las comidas de los visitantes de Neverland, la zona de pedidos y la atracción del local: los animatrónicos de la banda Fazbear´s Band; Freddy, Chica y Bonnie.
Al poco, el chico separó los labios de los de su novia y comenzó su ronda, argumentando que por las cámaras no veía bien todo. Empezó por los pasillos con la intención de avanzar hacia el restaurante. Sin embargo, el corazón le dio un vuelco antes de llegar allí. El brillo de un garfio activó un instinto de supervivencia que había desarrollado en otro tiempo, ahora olvidado, y le hizo ponerse en guardia. Enseguida notó que se trataba de un robot de la decoración de la franquicia, si no recordaba mal, se llamaba Foxy el Pirata. No sabía por qué, pero le había recordado a un antiguo enemigo. Cuando el muchacho continuó con su ruta, unos ojos dentro del personaje robótico se movieron siguiéndole en su marcha.
Al llegar al salón principal, se encontró con todos sus amigos bebiendo y fumando. Habían sacado un reproductor de música portátil con sus parlantes y escuchaban las canciones de moda. Uno de los gemelos estaba junto a los animales robóticos mirando sus instrumentos. En un momento dado, se le ocurrió que sería una buena idea ponerle el canuto que fumaba en los labios como si el autómata estuviese fumando. Aquello hizo surgir las risas de sus compañeros.
—¡Quita eso de ahí! —ordenó Peter y el gemelo, siguiendo una poderosa jerarquía establecida antaño, obedeció de inmediato.
—¡Aaahhh! —El grito de Wendy se escuchó en todo el restaurante. Los que habían sido los Niños Perdidos se quedaron petrificados. Pero Peter, sin perder un instante, corrió hacia la sala de monitores con la porra de vigilante en la mano.
Cuando llegó a la sala, allí estaba la chica, asustada mirando a una de las pantallas.
—El muñeco que estaba allí, se ha movido. ¡Ya no está!
—Tranquila —le dijo Peter—. ¿No has oído al vigilante diurno? Los robots tienen que moverse porque si no se le estropearían los motores. O eso, o es una broma para los novatos. De todos modos iré a mirar.
—No me dejes sola, por favor.
Ambos chicos salieron del control y se dirigieron hacia el pasillo en el que momentos antes había estado la figura de Foxy el Pirata. Tal y como había dicho la joven, el muñeco ya no se encontraba allí.
—Tenemos que ver dónde se encuentra y avisar a los demás que los otros muñecos, los del salón principal, pueden empezar a moverse de un momento a otro, que tienen que dejarlos para que no se estropeen. Lo mejor será que os marchéis, Wendy —le rogó a la chica.
En el restaurante comenzaron a escucharse risas, que pronto se convirtieron en gritos y ruidos de golpes. Peter y Wendy acudieron de inmediato. Allí se encontraron una escena que le fue familiar, pero que habían olvidado al crecer. Era una pelea como las miles que habían tenido contra los Piratas de Nunca Jamás; pero aquello había quedado muy atrás tras la derrota de Garfio.
Los robots habían comenzado a moverse y se encaminaron hacia los muchachos que estaban bebiendo y fumando. Armados con sus instrumentos habían empezado a golpearlos, y los Niños Perdidos habían respondido a aquel ataque defendiéndose con sillas y arrojando botellas y vasos contra los animatrónicos.
—Por fin decides unirte a la fiesta —dijo el muñeco de Golden Freddy con una voz que a todos les resultó conocida, especialmente a Peter. Entonces con el garfio (en la mano buena blandía una espada pirata) enganchó la cabeza del muñeco y la arrancó, dejando al descubierto el rostro de James Garfio—. Encargaos del resto, Pan es mío —les dijo a los otros animales robotizados.
—¡Garfio! Ahora te recuerdo —bramó Peter—. Te derroté una vez, y volveré a hacerlo de nuevo, bacalao. —Entonces blandió su porra de vigilante a modo de espada y comenzó una batalla contra el malvado capitán pirata.
Entre tanto, los Niños Perdidos peleaban contra los muñecos biónicos, sin mucha suerte. Uno de los gemelos yacía en el suelo con el cuello roto y Curly y Tooties habían muerto aplastados. Tres de los cuatro animales robóticos trataban de introducir el cuerpo de Nibs en el disfraz de Freddy el Oso mientras aguantaban los golpes de los otros muchachos. Chica la Gallina soltó a su presa y se encaminó con paso lento hacia John, que se encontraba sentado en el suelo, abrazando sus rodillas mientras lloraba. Lo que estaba presenciando le parecía tan irreal que no daba crédito a lo que veía. Wendy estaba en un estado similar, pero no lloraba. Aún no.
—Esto es lo que he deseado toda mi vida, Pan —comentaba Garfio a la vez que daba estocadas y paraba con su espada los ataques de Peter con la porra—. ¿Acaso crees que obtuviste tu nuevo trabajo por tu cara bonita? ¿Quién te crees que te recomendó? ¿Quién pidió al dueño de Freddy Fazber Pizza que llamara al padre de tu novia? Yo. Yo lo hice todo. —Entonces cambió el acento al español—. Yo mismo te llamé hace un rato para decirte que los muñecos se movían solos. Yo, Santiago Colgadero[1]. James Garfio. Mis hombres y yo, disfrazados de los muñecos del restaurante, por fin os hemos dado caza.
La risa profunda de Garfio resonó en toda la sala enmudeciendo momentáneamente el ruido metálico de los animales robóticos.
Sin embargo, el plan de Garfio tenía una pequeña fisura. Y era que no contaba con que alguien había dotado de vida a las mascotas de la pizzería con una poderosa y diabólica magia. Cuando los Piratas se introdujeron dentro de los pelajes de las figuras, fueron asfixiados por los propios muñecos, quedando atrapados para siempre en su interior.
Cuando hubieron acabado con los Niños Perdidos (el último fue John, desmembrado por Chica la Gallina y Bonnie el Conejo), se dirigieron hacia Wendy encabezados por Foxy el Pirata. La joven gritó de nuevo y comenzó a llorar. Peter giró la cabeza hacia ella, perdiendo de vista la espada de Garfio, que atravesó el hombro del muchacho.
El joven dio un par de pasos hacia atrás desequilibrado. Quería salvar la vida de Wendy, pero antes tenía que salvar la suya propia. La chica se encontraba tan asustada que no había sido capaz de mover un dedo desde que entró en el salón y se encontró con la dantesca escena.
James dio otro mandoble que alcanzó al chico en su brazo derecho. Sabía que no sería capaz de derrotar a su rival con aquella simple porra de plástico recubierta de cuero. Necesitaba algo más. Un nuevo ataque de Garfio, sin consecuencias para Peter, le hizo volver a la realidad. Lanzó una patada hacia su enemigo que impactó en el costado del capitán pirata. Entonces Peter corrió hacia donde estaba Wendy, que estaba siendo zarandeada por los personajes de la Fazbear's Band. Se lanzó contra Foxy derribándole y haciendo que soltara a la muchacha. Después tiró del brazo de su novia y la arrancó de las manos de sus captores.
—¡Haced lo que queráis con la chica, pero Pan es mío! —bramó Garfio a escasos metros de sus compinches. O eso era lo que él creía.
Foxy y Bonnie se lanzaron contra el capitán, a la vez que Freddy y Chica iban hacia Peter y Wendy.
—¿Qué hacéis, malditos hijos de mil padres? Es a Pan y a la chica a quienes tenéis que capturar. Dejadme en paz.
Garfio intentó defenderse y lo primero que hizo fue lanzar un tajo contra Foxy. El golpe seccionó el brazo izquierdo de su oponente. Pero en lugar de manar sangre de la herida, lo que salió fue aceite lubricante y relleno de algodón. No quedaba rastro de sus secuaces. Estupefacto, el jefe de los piratas no dejó de lanzar mandobles y estocadas en todas direcciones, pero fue en vano. Momentos después, su cuerpo yacía desmembrado en un charco de sangre.
Peter conducía a Wendy hacia la salida de la pizzería, pero al llegar a la puerta esta se encontraba cerrada. Accionó la manilla varias ocasiones sin que nada sucediera. Golpeó los cristales con su porra para quebrarlos, pero no lo conseguía.
Freddy el Oso llegó hasta su altura y le golpeó en la espalda. Peter cayó de rodillas. Chica lo sujetó por un brazo y Freddy por el otro. Foxy y Bonnie se acercaron a los otros dos animatrónicos. El zorro pirata agarró a Wendy y comenzó a retorcerle el brazo. Se escucharon los ruidos secos de los huesos al fracturarse y del hombro cuando la cabeza del húmero salió de su sitio y se rompieron los tendones. Los gritos de la muchacha resonaron en el local vacío. La sangre salpicó por doquier manchando la cara de Peter y las ropas de los robots.
El que fuera líder de los Niños Perdidos forcejeaba con sus captores para librarse de ellos y ayudar a su novia. Las lágrimas de rabia bañaban su rostro y se mezclaban con la sangre que le había salpicado. El otro brazo de Wendy se separó de su cuerpo a la altura del codo salpicando más sangre por la estancia. La chica perdió la consciencia y cayó bocabajo sobre su sangre. Allí moriría desangrada horas después.
Ahora, los verdugos de su novia y el resto de amigos, se acercaron a él. Foxy relevó a Freddy en la sujeción del brazo del chico. El oso se colocó frente a Peter y le agarró del cuello. En los ojos del animatrónico, el joven pudo ver un brillo que le resultó familiar, pero estaba cargado de odio y rencor. Por primera, y única, vez Freddy habló.
—Ahora que te he roto el corazón como tú hiciste conmigo, no me queda nada más que hacer aquí.
El brillo de los ojos del oso se apagó. Por una de sus orejas salió una chispa luminosa y el robot, al igual que el resto de animales, cayó inerte al suelo. La pequeña centella flotó frente a la cara de Peter. El chico observaba anonadado. Esta vez habló por su propia boca y no por la de Freddy el Oso.
—Me ha costado, pero por fin te he encontrado.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Peter Pan.
—Has olvidado muy rápido desde que saliste de Nunca Jamás con esa zorra. Me juraste amor eterno y me dejaste por otra. Me prometiste no crecer jamás y me has traicionado.
—Pero, ¿quién eres? —interrumpió el muchacho sin saber por qué aquel destello, que parecía una luciérnaga, le hablaba.
El brillo de Campanilla se tornó rojo de rabia.
—He destrozado tus sueños de amor, como hiciste tú con los míos.
Y sin decir más, Campanilla atravesó el cristal de la puerta, voló hacia lo más alto del cielo y giró en la segunda estrella a la derecha con dirección hacia el amanecer.
Peter miró a su alrededor y vio los restos de sus amigos y de su novia envueltos en sangre. Varias horas después, lo encontraron llorando abrazado al cuerpo sin brazos de Wendy. Ese día descubrió que ningún ser humano traicionaba a un hada sin pagar por ello.




[1] Colgadero: Hook en inglés, apellido original del antagonista de la obra, que también significa Garfio.

Un cuento oscuro

Por Yolanda Boada Queralt.

     Consigna: Escribe sobre Peter Pan, el país de Nunca Jamás y todos sus personajes. Debes vincularlos con los protagonistas de Five Nights at Freddy's.
La consigna es delirante, pero no queremos que el cuento lo sea. Evita la comedia y lo grotesco.
Texto:

Como cada día desde que él no está, subo al acantilado y contemplo el mundo que se está desmoronando. La isla de Nunca Jamás está perdida sin Peter Pan.
El viento me azota el rostro de forma inmisericorde pero mantengo la espalda bien recta y levanto la barbilla, desafiante. Me niego a llorar más. Unos oscuros nubarrones de tormenta cubren el horizonte y se acercan, cargados de malos presagios. Decenas de metros bajo mis pies, el mar está enfurecido y ruge. Ya no es azul, sino gris. Tan gris como se ha quedado mi propio corazón. De repente, en la Bahía del Caníbal diviso la silueta del Jolly Roger entre la niebla. El barco pirata leva anclas y emprende el vuelo hacia las nubes negras, adentrándose en ellas hasta desaparecer.
—Wendy.
Alguien pronuncia mi nombre y giro la cabeza. Es Campanilla. Deja de revolotear y desciende para sentarse a mi lado. Ella también tiene el corazón roto y, de alguna forma, eso ha hecho que ambas nos sintamos más cerca de lo que nunca antes habíamos estado. Hubo un tiempo en el que Campanilla me odió, pues estaba celosa de que Peter me hubiera traído a su isla, pero ahora ella se siente culpable.
—Va a llover —dice contemplando el horizonte.
—Sí.
Ambas permanecemos inmóviles mientras caen las primeras gotas. Ambas pensamos por enésima vez en lo que sucedió hace treinta días. Sí, he contado los días; cada mañana, al despertar, hago una nueva muesca en la pared, junto a la cama. Un día. Una muesca. Una grieta más en el alma.
Hace treinta días, a Peter se le ocurrió una nueva travesura. «Entraré en el Jolly Roger mientras los piratas duermen y me llevaré el catalejo del capitán», proclamó, con sus ojos verdes tan brillantes que parecían llenos de estrellas. Al oírlo, Campanilla revoloteó a su alrededor batiendo palmas y, entusiasmada, dijo que lo acompañaría. A mí me pareció una idea imprudente e intenté disuadirlo, pero no hubo manera. Peter Pan siempre hace lo que desea.
Antes del alba, Peter y Campanilla se dirigieron hacia el barco. Los Niños Perdidos, que se habían levantado a hurtadillas de sus camas, lanzaron un coro de vítores, excitados, y me costó mucho trabajo conseguir que volvieran a dormir. Yo me sentía muy inquieta y preocupada, sin saber con exactitud por qué, pero mis temores se convirtieron en terrible realidad cuando el eco de una detonación resonó por toda la isla. Y la tierra se estremeció bajo nuestros pies. Aquel día no hubo amanecer, el sol se hundió de nuevo en el mar y la niebla lo cubrió todo como un sudario.
Horas después regresó Campanilla. Estaba tan abatida y débil que ni siquiera podía volar. Tocó mi mano y, en un intenso fogonazo que me dejó sin aliento, vi en mi mente todo lo que había sucedido: Peter entrando en el camarote del capitán Hook y alzando victorioso el catalejo dorado; el capitán roncando en el camastro que, de repente, se despierta y saca la pistola de debajo de la almohada; un grito aterrador de la propia Campanilla que es acallado por el disparo; una flor roja que, lentamente, se dibuja sobre el pecho de Peter y este empieza a caer en cámara lenta; y, por último, la tripulación cargando el cuerpo inerte y tirándolo por la borda. También percibí las sensaciones del hada, todo su dolor y un inmenso sentimiento de culpa.
Las sirenas y tritones estuvieron buscando su cuerpo en el mar durante días, pero no pudieron encontrarlo. Dijeron que solo vieron alejarse un enorme cocodrilo, el mismo que mucho tiempo atrás comió la mano derecha del capitán. Temieron lo peor.
Desde aquel día, todo en Nunca Jamás ha cambiado. El cielo siempre está triste y el mar siempre está enfadado, ya no cantan los pájaros ni nacen nuevas hadas. Y la tierra tiembla cada vez más a menudo. Además, nosotros también estamos cambiando muy rápido. ¡Crecemos! He dejado de ser una jovencita para convertirme en adulta y los Niños Perdidos se han transformado en adolescentes inquietos.
Todos estos cambios me aterran.
***
Cuando regresamos a la cueva donde vivíamos ya se había desatado la tormenta. Aseguré bien la puerta de madera mientras Campanilla agitaba sus alas para secarlas. En la sala principal, que cumplía las funciones de salón-comedor, encontramos a los chicos. Estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas, formando un círculo. Junto a ellos había diversos objetos que nunca antes había visto: una cesta de cáñamo llena de manzanas rojas, un muñeco con forma de zorro y vestido de pirata, y una muñeca autómata con tutú de bailarina. Pensé que nunca había visto una muñeca tan fea.
—¡Mira, Wendy! ¡Nosotros también podemos hacer magia! —exclamaron los chicos muy excitados.
—¿¡Cómo!?
—Ya hemos creado todas estas cosas —comentó Nibs señalando los objetos.
—¡Y ahora haremos un osito de peluche! —aseguró Curly. Me di cuenta de que los rizos ya le cubrían los ojos, y eso que le había cortado el pelo pocos días antes.
—Mira cómo lo hacemos, Wendy —dijeron los gemelos al unísono. Ellos seguían siendo los más pequeños, aunque también habían dado un buen estirón.
—De acuerdo —accedí, apoyándome en la puerta. Campanilla se posó sobre mi hombro y también observó con interés.
Los chicos enlazaron sus manos y se concentraron. «Imaginad un osito de peluche», indicó Nibs. Todos guardaron silencio y cerraron los ojos. Al cabo de unos instantes, justo en el centro del círculo, surgió una pequeña luz azul que, poco a poco, fue haciéndose más intensa y formó una suerte de remolino que giraba más y más rápido. Contuve el aliento. Al fin, tras un destello tan intenso que tuve que entrecerrar los ojos, la luz desapareció y en su lugar había un oso marrón con los ojos azules. Campanilla y yo lo miramos boquiabiertas.
—¡Es increíble, chicos! —exclamé realmente asombrada.
—Solo Peter podía hacer estos trucos de magia —comentó Campanilla con la mirada entristecida—. Pero ya nada es igual en Nunca Jamás. A saber cuántas sorpresas más nos esperan...
Fue en aquel momento cuando cogí una de las relucientes manzanas rojas de la cesta y le di un buen mordisco. Enseguida escupí todo lo que tenía en la boca, y parte de lo que me quedaba en el estómago, al ver que estaba llena de gusanos.
Poco después de cenar, nos acostamos. Los gemelos se llevaron a la cama a sus nuevos juguetes preferidos, el zorro y el osito. Incluso les habían puesto nombre: Foxy y Freddy. El resto de muñecos que habían creado los dejaron sobre la cómoda: la bailarina, un pollito y un conejo de color morado.
—¿Nos explicas un cuento sobre Foxy y Freddy?
—Claro que sí. —Me senté a un lado de la cama y solté lo primero que se me ocurrió—: Había una vez una gran ciudad, en la que la gente siempre estaba tan atareada que se habían olvidado de sonreír y disfrutar. Pero un día abrió sus puertas una pizzería llamada Freddy's. Y no solo era un lugar para ir a comer, pues Freddy y Foxy se encargaban de hacer un espectáculo para que grandes y pequeños se lo pasaran muy bien. También actuaban Ballora, la bailarina autómata, Chica, el pollito cantante, y Bonnie, el conejo guitarrista...
Al cabo de un rato, los niños se quedaron dormidos con los muñecos entre sus brazos y yo me dirigí hacia mi habitación. Era la que quedaba más lejos, para llegar había que seguir por un angosto pasadizo excavado en la roca. En aquella zona había chimeneas naturales que conducían al exterior, por lo que podía escuchar el restallar de los truenos y la furia de la tormenta por encima de mi cabeza. Me costó conciliar el sueño.
No había transcurrido demasiado tiempo cuando sentí el contacto de unas manos y desperté con el corazón desbocado y un grito en la garganta. Había alguien a mi lado.
—¡Wendy, Wendy! —Eran los gemelos.
—¡Menudo susto me habéis dado! ¿Qué ocurre?
—Freddy no está.
—Foxy tampoco.
—Y se escuchan ruidos dentro del armario.
—¡Y debajo de la cama!
Me incorporé y encendí el candil que funcionaba con polvo de hada —uno de los inventos de Peter— y como tenía frío me puse el vestido por encima del camisón. Abrí la marcha, alzando la lamparita, y avanzamos por el corredor. Antes de entrar en la habitación de los chicos ya escuché sus ronquidos: dormían como lirones.
—Parece que aquí todo está bien, granujillas.
Pero entonces oí los ruidos que provenían del armario. «Qué raro», pensé mientras me acercaba. Era como si algo estuviera arañando desde el interior.
—Ten cuidado, Wendy —dijeron abrazándose entre sí.
—Lo tendré, tontos.
Abrí la puerta con una mano mientras con la otra sujetaba la lámpara. No estaba en absoluto preparada para lo que vi. Todo fue muy rápido y, sin embargo, tuve la sensación de que sucedía a cámara lenta. Era Foxy, pero había crecido. ¡Era tan alto como yo! Sus mandíbulas se abrieron al verme y sentí un vahído al contemplar las hileras de colmillos puntiagudos. Además, me di cuenta de que su pelaje de zorro presentaba algunos desgarrones en el pecho y, por debajo, se apreciaba la maquinaria mecánica de un autómata. Por fortuna, aparté la mano y sus fauces se cerraron en el aire, aunque sí me hizo un rasguño con el garfio que tenía en el lugar de la zarpa derecha. Estampé de inmediato la puerta contra su hocico mientras gritaba.
—¿Pero qué ocurre? —preguntaron Nibs y Curly, frotándose los ojos.
—¡Preparaos, chicos! —ordené, bloqueando con una silla la puerta del armario—. ¡Tenemos que marcharnos de aquí! Estos muñecos son diabólicos y quieren matarnos.
Nibs y Curly me miraron como si yo estuviera loca.
—¡Los otros muñecos tampoco están! —gritaron los gemelos. Era cierto. Todos habían desaparecido de encima la cómoda.
En el corredor escuchamos entonces el sonido de varias pisadas y risitas sofocadas.
—¡La luz! —exclamó Campanilla, que llegó revoloteando en aquel momento—. Parece que la luz los ahuyenta, debe ser porque están dominados por la magia oscura. Se habrán transformado al caer la noche.
Nibs y Curly tomaron los dos candiles que había en la habitación y salimos al pasillo manteniendo a los gemelos en el medio de la formación. Sujetábamos las lámparas ante nosotros, yo abriendo la marcha y ellos cerrándola, y de esta forma alumbrábamos el mayor espacio posible a nuestro alrededor.
Junto a la puerta de la cocina, escondido entre las sombras, vislumbramos la inconfundible silueta de Freddy, el oso pardo que ahora era gigantesco. Todos lanzamos un grito y perdimos la concentración. Reparamos demasiado tarde en Bonnie, cuyos ojos rojos brillaban en la penumbra de la sala. El grotesco conejo se nos echó encima y mordió a Nibs en un brazo. El chico estuvo a punto de dejar caer la lámpara, pero Campanilla revoloteó entonces sobre el ser animatrónico desprendiendo una lluvia de polvo de hada. Bonnie se retiró furioso.
Al fin conseguimos llegar a la puerta y salimos al exterior, en plena tormenta. Decidimos buscar cobijo en el Bosque Tiki, donde teníamos una casita en un árbol, y corrimos sin aliento hacia allí.
***
Aprovechando la oscuridad de la desapacible noche, una sombra se aleja con rapidez de la Laguna de las Sirenas en dirección a la Bahía del Caníbal. Se encarama sobre una formación rocosa y, realizando una elegante pirueta, salta al mar. De inmediato, sus piernas de mujer se transforman en una poderosa cola de pez al entrar en contacto con el agua. Nada con tanta energía y destreza que en pocos minutos llega al arrecife de coral, ante la Roca de la Calavera. Sonríe y se sumerge entre los corales, buscando la entrada de la cueva que tantas veces ha visitado durante los últimos días.
Emerge entre las rocas cubiertas de coral y musgo fluorescente y agita los cabellos rojos mientras sale del mar. Aquel lugar es su oasis personal, el cual descubrió siendo una niña. Siempre ha sido su refugio hermoso, pero ahora solo tiene ojos para él.
El cuerpo del chico sigue sobre un lecho de algas y flores mustias. Se acerca a él y, con mucha ternura, acaricia sus cabellos rubios y le besa en los labios. ¡Cuánto tiempo le ha amado en secreto! ¡Cuántas veces ha deseado una sola mirada suya! Se tumba junto a su cuerpo y apoya ligeramente la cabeza en su pecho. Las heridas ya están cicatrizando, sí, pero el latido del corazón es muy leve.
—Las lágrimas de las sirenas pueden curarlo todo, ¿sabes? —dice ella en su lengua, que es la misma de los delfines y ballenas. Las lágrimas empiezan a rodar por sus mejillas de nácar y caen sobre el pecho de Peter—. Muy pronto serás mío para siempre.
Lo besa una vez más y rodea las piernas del chico con su iridiscente cola azul.
***
Cuando llegamos al bosque nos sentimos desolados. Aquellos imponentes árboles mágicos, seres milenarios tan antiguos como el mismo Nunca Jamás, estaban muertos. Algunos de ellos se habían derrumbado a causa de un temblor de tierra, y los que seguían en pie estaban demacrados, con la corteza cenicienta y las hojas negras.
El Árbol del Ahorcado, en el que Peter y los niños habían construido el refugio, estaba muy inclinado y sus raíces expuestas parecían los pies de un gigante esquelético.
Pensé en seguir adelante hasta el campamento de los indios Picaninny, pero los gemelos ya estaban temblando de frío y lo más sensato era refugiarse. Por lo tanto, dije a los chicos que subieran por el tronco inclinado para alcanzar la trampilla. Ya todos habían accedido al refugio y empezaba a subir yo cuando algo tiró de mi pierna. Grité al ver a Ballora, la bailarina autómata, que cerró sus dientes sobre mi pantorrilla. Por detrás de ella y de su incongruente tutú rosa distinguí las figuras de sus compañeros.
De improviso, la melodía de una flauta sonó desde el refugio y Ballora me soltó. Alzó los brazos y empezó a dar vueltas como si hubiera caído en un embrujo. Ascendí lo más rápido que pude y descubrí que era Curly quien tocaba la melodía. Cerramos la trampilla y nos abrazamos todos con fuerza, temblando de frío y miedo.
Estuvieron golpeando las paredes del refugio hasta que una de ellas se astilló. Pero fue justo en ese instante cuando, en una cueva bajo el mar rodeada de corales, Peter abrió los ojos y sonrió a la sirena que lo había salvado.
La tormenta cesó y salió el sol. La isla de Nunca Jamás volvió a cubrirse de colores. Las aguas del mar se tiñeron de un azul cristalino y un arcoíris apareció sobre el Bosque Tiki. Los árboles, acariciados de nuevo por el sol, se vistieron con ocres y verdes de todas las tonalidades, y los que habían caído se levantaron. El Árbol del Ahorcado también se incorporó, sosteniendo con cuidado el refugio entre sus brazos, y con sus poderosas raíces aplastó los cuerpos de los animatrónicos, que con la llegada del amanecer se convirtieron en unos simples muñecos.
Poco después nos reunimos con Peter. Le dije que teníamos que hablar y subimos al acantilado. Sus ojos brillaban, como siempre, pero vi en ellos una profundidad nueva.
—Estos treinta días me han servido para darme cuenta de que este no es mi lugar. Quiero regresar a la Realidad —aseguré—. ¿Sabes, Peter? Creo que podemos crecer y seguir siendo niños dentro de nuestros corazones. Ahora no quiero volver a ser niña y olvidar todo lo que he aprendido. Quiero vivir de verdad.
—¿Sabes, Wendy? Antes no te hubiera comprendido, pero ahora sí —respondió con una sonrisa torcida—. Solo te pido una cosa.
—¿Qué?
—Que nunca dejes de contar cuentos, porque seguiré visitando tu ventana para escucharlos.
Y tras decir esto me dio un beso en la mejilla. Un beso especial. A veces siento un cosquilleo justo en ese lugar y sé que se acuerda de mí.