martes, 17 de octubre de 2017

La Tarasca de la selva

Por Sergio Bonavida Ponce.

   Consigna: Escribe sobre El libro de la selva y todos sus personajes. Mowgli encontrará huevos con Critters, a partir de ello debes vincular la historia con los seres de la película.
La consigna es delirante, pero no queremos que el cuento lo sea. Evita la comedia y lo grotesco.
Texto:
Esta es una historia tan antigua como la amistad, una historia de valor y supervivencia, una historia que comenzó cuando Mowgli y Bagheera encontraron aquellos huevos en el valle de los elefantes, pero... permitidme que me interrumpa, quizá sea mejor que permita a su protagonista contar la historia que él vivió.


El silencio de la noche fue apagado por un chirrido que provenía del cielo, el mismo ruido que me despertó de mi descanso. Alcé la vista y vi una enorme piedra, envuelta en el color de la flor roja, surcando el cielo por encima de la selva. Los destellos rojizos envolvían cada árbol, cada piedra, cada lobo por los que pasaba. Las sombras de los seres que conocía se alargaban de forma extraña. Meera, la joven loba de guardia, aulló y pronto el valle completo se llenó de ululares, bramidos, gruñidos y demás quejidos del resto de criaturas, amigas y enemigas, que lo poblaban. Corrí hasta el pequeño promontorio situado en la cresta de la montaña, y a lo lejos divisé como caía la enorme piedra en medio del valle de los elefantes. Nunca había presenciado tal suceso.

La manada no tardó en reunirse. Gris, mi medio hermano y nuevo jefe, se posó de un salto en la roca del líder. Algunos lobos gruñían, otros enseñaban los dientes asustados ante la enormidad de aquella piedra voladora. Solicitó silencio antes de entonar la ley y, aunque asustados, todos callaron:
«Esta es la ley de la selva, tan antigua y cierta como el cielo, el lobo que la cumple prospera, mas el lobo que la incumple muere».
Tras el asentimiento general, nuevos gruñidos y una pelea, más propiciada por los nervios que por la malicia de los enfrentados, desquiciaron a mi hermano; Gris gruñó, enseñó los dientes con los ojos airados totalmente enrojecidos y los lobos volvieron a callar. Yo observaba sentado encima de una piedra redonda, entonces, madre apareció. Los años se apreciaban en la delgadez de las patas y en el pelo lacio que le colgaba alrededor. Caminó despacio, los lobos se apartaron agachando la cabeza en señal de respeto, cuando estuvo en el centro de la congregación paró y Gris asintió.
—Habla, Raksha, madre y loba más antigua de la manada.
—Hace tiempo vi una roca similar caer del cielo, y lo que sucedió después no fue bueno.
Madre habló con voz temblorosa. ¿Qué había sucedido en aquella ocasión y por qué parecía tan asustada?
—Si hay peligro para la manada debemos investigar. ¿Algún voluntario?
Me levanté de un salto, anduve unos pasos hasta quedar entre la manada y Gris. La noche oscura no permitió al resto apreciar la sonrisa de orgullo en la comisura de los labios de mi hermano.
Pero la sonrisa duró poco, al otro día, madre murió.


Antes de iniciar cualquier viaje visitaba la cueva de Baloo. Mi viejo amigo, el maestro, el oso que me inculcó los valores de la selva. Lo encontré muerto cuatro primaveras atrás, su cuerpo peludo estirado en su cueva ya no respiraba, tampoco presentaba señales de lucha, se lo había llevado la silenciosa enfermedad de los ancianos, que atacaba de noche a traición. Recuerdo que lloré. Madre no hubiera estado orgullosa. En la selva no se llora, ello son cosas de humanos, pero ese día me fue imposible parar el débil lazo que habitaba en mi interior. Madre, Baloo, ¿cuántos seres queridos habría de perder? Me sequé la cara con el dorso de mi mano y salí al exterior.
—¿Partimos? —Bagheera descansaba sobre la rama de un árbol. Su resplandeciente pelo negro, aunque opacado por la edad, aún brillaba con la luminosidad del día y los ojos verdes me escrutaban atravesándome el cuerpo como una fina hoja al trasluz. Supongo que Bagheera conocía de mis lágrimas, pero nunca dijo nada al respecto.

Bagheera avanzaba por el maidan, un prado silvestre de altas espigas, que ocupaba toda la extensión de terreno hasta donde podía ver. Atrás dejábamos el sotobosque y trabajo me costaba sortear con las manos las molestas plantas. La luna, con los colmillos de Ganesha señalando a la derecha, ofrecía un poco de claridad en nuestro camino. La montaña de los elefantes se divisaba a lo lejos, paredes escarpadas de roca lisa se fundían con la cordillera cercana, tan solo un animal que conociera el camino al desfiladero podría encontrarlo.
—¿Bagheera? ¿Por qué nunca hablamos de Baloo? Era nuestro amigo.
—En la selva solo se habla de lo vivo. Es la ley —dijo sin inmutarse.
Continúo caminando, le seguí y atravesamos las últimas espigas. Un camino de hierba rala se abría ante nosotros. No pregunté nada más.

Mientras avanzábamos, en lo alto de una cordillera cercana divisé un poblado humano. La flor roja, con destellos amarillos, naranjas y rojizos, bailaba en la noche; los humanos adoraban aquella flor, tanto que la utilizaban para alumbrar los poblados de noche, quemar la piel de las presas para después devorarlas, y un sinfín más de prácticas aterradoras. Hace años, cuando la amenaza de Shere Khan llegó muy lejos, tuve que robar una flor roja de un poblado humano. Con ella conseguí acabar con la vida del tigre, pero la flor siempre reclamaba un pago. La mitad de la selva se consumió al contacto con ella, y gran parte de mi hogar desapareció envuelto en sus fluctuaciones mortales...

El desfiladero apenas poseía la anchura de un elefante adulto, resultaba curioso pensar que animales de tallaje tan majestuoso escogieran un lugar tan angosto para dar fin a sus días. Atravesado el paraje, el pequeño valle apareció ante nosotros, los esqueletos de los antiguos reyes de la selva reposaban al lado de sus gigantescos colmillos de blanco perlado; olimos a ceniza, e intentando no pisar ninguno de aquellos restos, nos dirigimos al origen del olor. Un cráter, con la misma marca negra e indeleble que dejaba la flor roja, desprendía un desagradable olor; en medio, reposaba una extraña estructura que brillaba como la luna. Acerqué la mano, y al tacto, era fría.
—Mowgli. ¡Aquí! —Bagheera señaló con el hocico hacia el suelo. Unas extrañas marcas recorrían el camino, se alejaban en dirección a una cueva.


Perdonad mi entrometida interrupción, pero debo aclarar que es en este punto de la historia cuando nuestros dos héroes encuentran unos huevos que pertenecen a criaturas de más allá de nuestro mundo. Reciben muchos nombres: Critters, demonios de la selva, sanguijuelas siderales, el coco, la muerte que sonríe... Los animales simplemente las llamamos Tarasca. Criaturas feroces, hambrientas y temibles, disfrutan con la maldad, por eso ríen cuando matan a sus víctimas...

El olor a humedad de aquella cueva no se parecía en nada al del hogar de Baloo. Mi visión no me permitía avanzar tan rápido; Bagheera, en cambio, se adaptaba con facilidad a la oscuridad, y su pelaje negro lo fundía con el entorno hasta hacerlo desaparecer. Llevábamos adentrándonos un buen trecho cuando vimos dos enormes pilares de madera atravesando la estancia desde el suelo hasta el techo. Extraños grabados surcaban sus superficies.
—¿Qué es esto? —Acerqué mi mano, extendí mi dedo índice hacia la madera pelada y reseguí con la yema una espiral grabada. La madera crujió.
—No toques, son antiguas construcciones humanas, de los primeros hombres, sostienen el techo de la caverna. Mi padre falleció en un lugar así.
Asentí. Aquellos pilares debían haber despertado algo terrible para que evocara algo tan antiguo como la muerte de su progenitor. Pasé de largo. La cueva llegaba a una cavidad más ancha. En el suelo tres huevos descansaban sobre un montón de ramas y hojas secas. Poseían el tamaño de mi mano abierta y la superficie rugosa, de verde oscuro, presentaba incrustaciones ovaladas.
—Huevos de Tarasca. Debemos irnos.
En ese instante escuchamos unas risas agudas que llegaban amortiguadas, ecos provenientes de una galería a nuestra derecha; un instante después unos ojos felinos, similares a los de Bagheera, pero de brillante rojo, aparecieron en la oscuridad de la estancia.
—Comida, ji, ji, ji, comida. —Las risas, mezcla de jilguero y graznido de cuervo, sonaban cada vez más estridentes.
Algo surcó el aire clavándose en el cuerpo de mi acompañante, «Grrrarrgg», himpló desgarradoramente. Una púa se le clavó en la pata, un hilillo rojo comenzó a caer por el pelaje negro. Las criaturas comenzaron a rodearnos.
—Rápido, corre.
Quería decirle que no, que me mantendría a su lado, ya no era un cachorro al que tenía que defender.
—Espérame en el prado. Obedece.
Pero en mi vida no supe desobedecer aquella voz. Corrí al túnel, una criatura me cortó el paso, me mostró su amplia boca repleta de decenas de colmillos alargados y puntiagudos. Agarré una roca, tan grande como la propia criatura y sin darle tiempo a zafarse, la chafé contra el suelo. Un líquido verdoso surgió del amasijo sin vida que había aplastado. Una criatura se abalanzó sobre Bagheera, el consiguiente zarpazo estampó, contra la pared opuesta de la cámara, el cuerpo sin vida de aquel ser. Corrí y continué corriendo, pasé entre medio de las maderas, y no paré hasta la entrada del desfiladero, de hecho, no paré hasta mucho más allá, hasta el límite del prado.

Esperé un rato. Él no acudía a mi encuentro. La preocupación anidó en mi interior y creció. Si le había pasado algo... ¿Por qué tenía que ser siempre tan obediente? Recapacité, observé el poblado en la cima, los brillos amarillentos me llamaban; no podía desatender el peligro que representaban las criaturas de dientes alargados, así que, por segunda vez en mi vida, me tendría que arrepentir de mis acciones venideras. Encaminé mis pasos allí sin vacilación. La noche amparó mi entrada al recinto de los hombres, olí los efluvios de alholva y cardamomo, los aromas picaban en la nariz. Fijé la vista en una pared, sostenidas en argollas reposaban palos que sostenían en sus puntas flores rojas que bailaban fluctuantes, poderosas y mortíferas. De nuevo, como hice hace años, me apoderé de la monstruosidad... pero hurté dos.


Existe un viejo dicho hindú: creer que un enemigo débil no puede dañarnos es creer que una chispa no puede causar un incendio. Lástima que los animales no hagamos caso de los proverbios humanos.

Mientras me acercaba cada vez más al desfiladero, empecé a repasar los años vividos con Baloo en la selva, las enseñanzas, los cantos, la miel robada a las abejas, la ley; también evoqué muchas palabras de mi padre, Bagheera, los sabios consejos, las pruebas y de nuevo, la ley. La sempiterna ley. La que regía el todo, el devenir y la vida de mi hogar. «Un animal no mata a otro animal», sí, el precepto era sabio, pero hasta la regla más sabia poseía exclusiones, «mas que para comer o defenderse a si mismo».
La cueva me esperaba silenciosa cual guarida de serpiente, en ambas manos agarraba los palos, y el rielar desprendido por las flores rojas se asemejaba al baile de muerte que ya había representado tiempo atrás. La luminosidad emitida reveló nuevos detalles en el túnel, antiguas pinturas de manos humanas en las paredes, también en el techo, representaban la eterna lucha entre las especies. Avancé con cuidado al llegar a los largos maderos que sostenían el techo, sorteé con riguroso temor las espirales grabadas en los largos troncos. El silencio me envolvía. Vi el cuerpo de Bagheera en el suelo, el único padre que había conocido, y escuché las risas malvadas que comenzaron a rodearme...


Me veo en la obligación de detener la narración de nuestro héroe, pues en ese momento Mowgli enloqueció. No lo puedo culpar. Imaginaos por un instante a vuestro padre agonizando en el suelo de una cueva, malherido y con unas aterradoras alimañas acercándose. No, no pensaba con claridad, como más tarde me contó. Quizá las criaturas creyeron que lo matarían rápido, pero se equivocaban. Él poseía la muerte en ambas manos y una tras otra, a pesar de las múltiples heridas, las mató. Lanzó uno de los palos a la pila de hierbas secas que se acumulaban en medio de la estancia, esta ardió. No contó los huevos, ¿cómo iba a pensar en ellos en aquel momento? Agarró de las patas a su padre y comenzó a arrastrarlo. Cuando el cuerpo estuvo fuera, volvió y, a medio camino en el túnel, lanzó una enorme piedra a uno de los troncos que sostenía el techo, salió corriendo en el tiempo justo para escapar del derrumbe detrás de él. Recogió la cabeza de su padre del suelo, babeaba un líquido rojo y la lengua le colgaba a un lado. Las pupilas verdes de la pantera miraron al único hijo que había tenido, intento decirle algo, pero las fuerzas le fallaron y cerró los ojos. Mowgli lo sacudió y estrechó el pelaje con las manos en una ansiosa desesperación. En ese instante, la pantera negra abrió por última vez los párpados, las pupilas verdes cruzaron cansadas la mirada con su hijo adoptivo, abrió las fauces pero de ellas solo surgió un estertor, y un instante después, cerró los ojos para siempre. Mowgli lo abrazó con más fuerza de la que nunca había realizado en su vida, pero su abrazo no pudo retener al único padre que había conocido a su lado. Quería llorar y lloró.
¿Cómo sé yo toda esta historia os preguntaréis? Yo soy Meera, la no tan joven loba de guardia, y quiso la casualidad, o quizá la selva, que también estuviera de guardia cuando Mowgli regresó de aquella expedición. Herido, completamente ido, con una mirada ausente, y me contó toda la historia hasta que cayó desplomado en la tierra.


Sé que querrías un final para nuestro héroe, saber si Mowgli sanó, si se incorporó de nuevo o si, por el contrario, la experiencia azotó su vida de tal manera que todo lo bueno que le impulsaba a vivir se apagó en él. No os lo diré. Lo que es de la selva se queda en la selva. Deberéis azotar vuestra imaginación hasta horas intempestivas pensando si el cachorro de hombre consiguió aceptar el hecho de que solo lo vivo merece ser pensado, y que lo muerto no merece ser nombrado, tal como dicta la ley.

En todo caso, después de escuchar su narración, a mí me preocuparon más otros quehaceres, deseé que Mowgli hubiera contado los huevos, saber si estaban todos en su lugar, ¿ardieron los tres? También deseé que hubiera podido indagar en aquella galería de la que surgía la Tarasca, explorar más la cueva, ¿habría una red de túneles subterránea o era un ojo ciego donde murieron a oscuras y de inanición? Sí había túneles, ¿consiguió alguna Tarasca escapar por ellos? Si pasó así, ¿puso más huevos? En los relatos para cachorros en los que intentamos asustarlos y, en ocasiones lo conseguimos, nombrar a esa criatura siempre consigue el efecto deseado. Tarasca. Un vestigio del miedo anidado dentro de todo animal en la selva, pues ¿qué hay más aterrador que no saber si el fin de todo lo que amas está cerca?

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