miércoles, 4 de julio de 2012

Cena imprevista

Por Ester Carillo.


Dedicado a William Zelada.


Un año más, William se dispuso a pasar la cena de Nochebuena solo. A veces, echaba la mente atrás intentando recordar cuando había sido la última vez que había celebrado esa fecha con alguien. Ya no se acordaba.
Fuera, la nieve estaba empezando a cuajar y un grupo de niños ataviados con alegres abrigos y bufandas de colores correteaba entre risas y júbilo por las calles del pueblo, tocando de puerta en puerta para cantar villancicos a los vecinos a cambio de golosinas.
Dentro de casa, en cambio, el silencio era ensordecedor, el reloj de pared marcaba impasible el paso de los segundos, de los minutos, de las horas, y un único tronco chisporroteaba en la chimenea.
Alguien muy querido para él le dijo una vez, hacía ya mucho tiempo, que todos los deseos se hacían realidad durante esa noche. Sin embargo, esa persona hacía ya mucho que ya no estaba y el deseo de William parecía que nunca se llegaba a cumplir.
Se acercó al aparador y sirvió dos vasos de jerez, después se sentó cansinamente en la mesa del comedor y empezó a beber mientras colocaba el segundo de los vasos enfrente, para un interlocutor invisible.
Solo, no podía estar solo. No se merecía eso; él era un buen muchacho, algo tímido,  pero siempre dispuesto a ayudar si estaba en su mano. Entonces, ¿por qué estaba siempre solo? Pensó en los cuentos de Navidad, en todos los que conocía y le vino a la mente el de Ebenezer Scrooge escrito por Charles Dickens. El señor Scrooge había sido un hombre avaro, cruel incluso, toda su vida, y en el último momento recibe la visita de tres fantasmas que le ayudan a cambiar su mentalidad y volverse más amable y bondadoso. ¿Por qué a él no le visitaban esos fantasmas? Al menos así no estaría solo.
Apuró el jerez y se acercó a la ventana. Corriendo los visillos y con una punzada de tristeza, dirigió la vista a la casa de enfrente, que estaba alegremente adornada con luces amarillas en la fachada y un gran abeto lleno de bolas y estrellas; era la casa de Nora.
Nora y él trabajaban juntos en el restaurante del pueblo. Ella era cocinera y él su pinche. Llevaba dos años bajo su tutela, el mismo tiempo que llevaba enamorado de ella.
Era sumamente exigente, tanto consigo misma como con el trabajo de los demás, nunca se tomaba descansos, jamás había faltado a trabajar y siempre estaba intentado mejorar las recetas, aunque en la mayoría de los casos no se pudiese lograr puesto que Nora cocinaba maravillosamente.
William había aprendido mucho de cocina gracias a ella. Le encantaba observarla trabajar; cómo removía salsas, montaba cremas, cortaba verduras con movimientos elegantes, casi tiernos. Los clientes acudían al restaurante en pos de cualquiera de sus platos, pero eran sus postres los que habían hecho correr el nombre del local de boca en boca no sólo entre los vecinos del pueblo, sino también, entre los habitantes de pueblos cercanos.
En cierta ocasión ella le había confesado que tenía un gusto terrible para la música, y que apenas sabía nada sobre los grupos que sonaban en la actualidad. Para él, la música era una de sus grandes pasiones, por eso, estuvo encantando de grabarle varias cintas con sus cantantes y grupos favoritos.
Todos los lunes, entraba en la cocina del restaurante con una nueva cinta para Nora y ella sonriendo avergonzada al leer los nombres de los grupos en la carátula exclamaba: “¡Pero si no conozco a nadie!”
Poco a poco Nora y él se convirtieron en grandes amigos; charlaban continuamente mientras trabajaban entre fogones, se reían, compartían impresiones sobre cualquier tema: cocina, política, arte... Muchas noches, cuando William no podía dormir y daba vueltas en la cama, se ponía a pensar en Nora y en lo maravillosa que era, en lo mucho que la quería y que era la primera persona que había en su vida a la que podía considerar como amiga y anhelaba desesperadamente poder compartir algún día su vida con ella. 
Entonces, una noche, cuando el restaurante ya había cerrado y estaban los dos solos  terminando de cenar una de las nuevas recetas de Nora, él se le declaró. Ella al principio se revolvió incómoda en su silla bajando la vista al plato y le contestó que necesitaba tiempo, que lo había estado pasando mal por una relación anterior, que se sentía muy a gusto a su lado pero que necesitaba aclarar un poco sus ideas.
Pero él, enamorado de ella como estaba, no supo entender su postura y abrazándola torpemente le suplicó que le correspondiese. Por toda respuesta, Nora se zafó de él y salió de la cocina dando un portazo.
Al día siguiente pidió a su jefe un cambio de turno para no coincidir con él. De hecho, habían transcurrido ya dos semanas en las que no había vuelto a tener noticias suyas, y había pasado esos días con tristeza en el restaurante.
William suspiró y se alejó de la ventana. En la cocina, vertió en un cazo el preparado de lo que según el fabricante era una deliciosa sopa de verdura y se dispuso a poner la mesa. Bajó de un estante uno de los cuencos más descoloridos y ajados que tenía. Puesto que iba a cenar solo no había ninguna necesidad de sacar su mejor vajilla.
El timbre de la puerta le sobresaltó, ya que como venía siendo una triste tradición, no esperaba visitas en Nochebuena.
Al abrir la puerta se encontró con la cara sonriente y pecosa de Nora. Iba muy cargada. En sus brazos llevaba una fuente de horno tapada con papel de aluminio, y a través de él, salía un aroma delicioso a pavo asado que inundaba la entrada.
— ¡Puaj!- exclamó ella arrugando la nariz — ¡Esto huele fatal! ¡Trabajas conmigo desde hace dos años y en todo este tiempo has sido incapaz de hacer una vulgar sopa! ¡Vaya pinche de cocina me ha tocado en suerte!
William la contemplaba atónito, incapaz de decir palabra. Cierto era que había fantaseado muchas veces con la idea de que Nora cruzase un día los metros que separaban su casa de la suya y se detuviese en su puerta, tal cual estaba sucediendo en ese momento.
Nora entró apresuradamente en la minúscula cocina de William e introdujo el pavo en el horno para mantenerlo caliente.
—Te debo una explicación. En estas semanas que he estado sin ti he echado de menos tu compañía, nuestras charlas y nuestros guisos. Por eso no quiero volver a pasar un solo día sin ti. Te necesito William. Te necesito en mi vida aunque prepares las peores sopas de la historia.
William sonrió abrazándola y desde aquel año no volvió a pasar la cena de Nochebuena solo, pues tenía a Nora.

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