lunes, 21 de agosto de 2023

Incubus

Aquella mansión a la cual fui invitado por mi buen amigo Carlos de Berry pertenecía a su tío abuelo, personaje de cierto abolengo emparentado con la monarquía belga y que acababa sus seniles años en la costa levantina, alejado del frío seco de la meseta... Era aquella una espléndida construcción neoclásica enclavada en un coto de caza de la comarca del Bierzo. En tiempos mejores la vivienda había estado habitada asiduamente, pero en el presente solo acogía partidas de caza mayor y eventos relacionados con la cinegética, que por una cuantiosa cantidad de dinero alquilaban sus aposentos y caballerizas... Aquel fin de semana la alquería estaba libre y el encargado nos recibió con gesto adusto limitándose a entregarnos las llaves y seguir con sus tareas. Mi amigo y yo nos miramos pensando lo mismo ciertamente. La cortesía no era el fuerte de los habitantes de Castilla.

  Cuando mi camarada me comentó el viaje comprendí que era una gran oportunidad para hacer fotografías de naturaleza y fauna a la cual éramos aficionados desde hacía años. Sobre todo a orillas de una laguna, a pocos kilómetros del caserío, donde iban a mitigar su sed infinidad de animales, que según mi amigo, apenas estaba a unos kilómetros de la vivienda, en un suave paseo a caballo.

  La mansión era enorme. La planta inferior albergaba la cocina, dos salones,  dos baños, tan ostentosos que hasta te sentías culpable al hacer las necesidades fisiológicas, una bella biblioteca que contenía una hermosa colección de los grandes clásicos literarios y una pequeña capilla, donde pude disfrutar de unos frescos que decoraban las paredes y el techo. La planta superior tenía ocho habitaciones, tres baños y el acceso a una buhardilla por una escalera de caracol. El desván poseía una fantástica vidriera circular de colores variopintos, que dejaban traspasar unos rayos de luz que mi cámara pudo captar al filo de aquel primer ocaso.

  Mi habitación era amplia, adornada con muebles tan antiguos o más que la propia vivienda. Era una estancia oscura y la poca luz que entraba por la pequeña ventana era engullida por las sombras. Una pesada cortina de viscosa recorría de punta a punta la pieza... Aquella primera noche apenas si pude conciliar el sueño, una extraña sensación me invadió a cada rato. Era como sí me sintiera vigilado, como sí unos terribles ojos me miraran desde el rincón más oscuro de la estancia. Incluso, entre aquella duermevela, creí ver dos puntos incandescentes taladrándome con unas fauces invisibles. Me desperté sudado y con unos deseos desmesurados de salir de allí y respirar el aire fresco del campo.

  No comenté nada a mi amigo mientras dábamos cuenta de un exquisito desayuno preparado por la mujer del encargado que había llegado con el alba. A fin de cuentas aquella sensación sería fruto de mi propia sugestión al hallarme en una casa tan senil, que por su antigüedad era presta a imaginarse todo tipo de historias.

  La jornada fue transcurriendo con normalidad. El hecho de tener entre mis manos la réflex, que era una prolongación de mi cuerpo, hizo que mi ánimo rebosara vitalidad y olvidara los perjurios de la última noche... Recorrimos a caballo la amplia campiña, el monte bajo teñía de verde la tierra. Una pequeña neblina nacía de la propia maleza. Desde mi montura conseguí unas fotos increíbles.

 Recuerdo que llegamos a la laguna. Infinidad de animales estaban por las orillas refrescándose. En el cielo, con hermosos vuelos, las cigüeñas y los flamencos se acercaban al agua flotando entre la bruma. Rememoro, a través de mi memoria confusa,  que vi a una serpiente de río en una puja por su vida con un águila culebrera cerca de la orilla, donde un cúmulo de piedras sobresalía sobre las aguas mansas. Me acerqué con sigilo para poder inmortalizar aquella escena, que era el vivo ejemplo de la lucha de poderes en el reino animal. Realicé dos o tres disparos, pero quería una toma desde otra perspectiva, mientras el ave arremetía contra el reptil con acrobacias imposibles... Hice mal pie sobre una roca resbaladiza y caí de bruces perdiendo la consciencia.

 

−¡No debe de moverse bajo ningún concepto! ¡Normalmente este tipo de parálisis por caídas suelen remitir en varios días! −Escuché tendido en la cama de mi habitación−. Con cualquier empeoramiento no dude en llamarme, sea la hora que sea. No se olvide de administrarle el colirio para que sus ojos no se resequen.

Vi a mi amigo a pies del jergón al lado de un hombre con un maletín, su rostro mostraba gran desasosiego... Yo permanecía rígido, sin poder mover un músculo de mi cuerpo. Los ojos muy abiertos en aquella habitación oscura, húmeda. Era consciente de todo lo que ocurría a mí alrededor. Escuchaba todos los sonidos, las voces de mi amigo y de aquel hombre, que por sus palabras, deduje, que era un doctor. Me llegaban lejanas, arrastradas en el espacio temporal de aquella pieza. Era como si estuviera atrapado en un sueño, un sopor donde había caído y del cual me era imposible salir. Aquella horrible parálisis me mostraba un mundo desconocido...

  Me quedé solo… Perdí la noción del tiempo y sin darme cuenta la oscuridad del crepúsculo fue desplegando su manto por el bosque y sus sombras, que, sin oposición, penetraron por cada rendija de aquella antigua casa. Los objetos comenzaron  a teñirse de una capa oscura de tinieblas y mostraban una cara misteriosa. Los podía observar moviendo los ojos, lo único que respondía a los estímulos de mi cerebro... Mi amigo, con cara de contrición y culpabilidad, entró en la estancia y comprobó el gotero y la sonda que el galeno me había dejado puestos. Antes de irse cogió mi mano y la apretó con fuerza. Quise darle las gracias, pero sólo pude parpadear.

 

Recuerdo que me dormí, aunque no supe con exactitud cuánto tiempo. Un frío intenso me había erizado cada centímetro de mi piel. Aquello me causó bastante extrañeza porque nos encontrábamos a mediados de junio y el tiempo era agradable. Supe que aquella frialdad tenía su epicentro en uno de los rincones de la alcoba. Se concentraba allí y se expandía hasta mi lecho. La sensación de piel de gallina fue en aumento y un malestar se fue adueñando de mis entrañas… Fue entonces cuando lo vi. Era una sombra oscura, una umbría dentro de la penumbra. Su forma era humana, aunque las extremidades eran desproporcionadas. Se arrastraba por el suelo con movimientos rectilíneos, dirigiéndose hacia mi cama. Carecía de facciones. Solo dos puntos rusientes que brillaban en la oscuridad, dos fuegos que eran el mismísimo infierno. Sentí un pavor inexplicable, una impotencia que me ataba allí, a aquella cama mientras aquel ser iba ascendiendo lentamente desde el suelo a los pies de mi lecho. Le vi llegar desde mis miembros inferiores, avanzando como una maldición. El pavor que sentía era incalificable, aunque mi cuerpo estaba aterido sentía toda la angustia al presenciar como aquella lamia estaba sobre él. Su terrible oscuridad me impregnaba la piel, sentía un frío intenso y el pánico se trasmutó en terror cuando aquella cosa se puso a la altura de mi rostro… Quise gritar, hacer algo para llamar la atención de mi amigo que yacía en la cámara de al lado, pero solo pude abrir los ojos de par en par mientras sentía que aquel ente libaba de mi cuerpo. Sentía como se llevaba mi energía vital, como si bebiera la esencia de mi ser, el jugo de mi alma, absorbiendo mi aliento con su aliento diabólico. Aquellos dos puntos candentes me miraban con un odio que me acuchillaba. La vitalidad de mi cuerpo se estaba esfumando entre aquellos labios invisibles. Aquella cosa, ahora, pesaba como si tuviera sobre mí cientos de cuerpos. Mi corazón latía con esfuerzo, pensé que aquello sería el final… Cuando ya me había rendido y esperaba que aquel ente terminara con mi vida un ruido a la entrada de la habitación hizo que aquel ser se retirara con una velocidad pasmosa hacia el rincón de donde había surgido momentos antes. La silueta de mi amigo se recortó en el marco de la puerta, mientras la pesada cortina se balanceaba lentamente.

−¡Ey, querido amigo! ¿Estás bien? −Vi en su rostro la preocupación al presenciar el estado en el que me hallaba−. Creo que tienes fiebre, estás bañado en sudor.

Intenté que mi camarada se percatara de lo sucedido. Moví los ojos, aún presos de un terror indecible, de un lado a otro, pero deteniéndome en el infernal rincón de donde había surgido aquella diabólica lamia. La cortina no se movía, pero sabía que estaba ahí, acechando… Mi amigo me secó la frente perlada de sudor e intentó tranquilizarme, pero mis pupilas procuraban decirle el fatal peligro que acechaba en las sombras, en aquel rincón, detrás de la cortina.

−¡Toma esta pastilla, compañero! El sueño te ayudará a recuperarte. −Dijo tras echar varias gotas de colirio en mis maltrechos ojos.

  No me dormí. Sabía que tarde o temprano aquella cosa iba a surgir de nuevo desde la oscuridad para terminar el trabajo que mi compadre había interrumpido. Sentí las horas pasar muy despacio. En el silencio de la noche se escuchaba el sonido del péndulo de un carrillón, que constante, marcaba el paso de los segundos desde la planta inferior. Esa cadencia infinita atrapaba todo lo demás en un sopor hipnótico… Creo que cerré los ojos unos minutos, o eso me pareció. En aquellos instantes la percepción del tiempo había perdido sentido para mí… Fue entonces cuando vi por el rabillo de mi ojo izquierdo el vaivén de la cortina. La temperatura había bajado considerablemente… Desde la penumbra percibí el destello de aquellos macabros ojos. Escuché perfectamente como rectaba por la alfombra, se acercaba, despacio, pero sin detenerse, tenía hambre. Quise gritar con todas mis fuerzas, pero ni un sonido se articuló en mi garganta. Ya lo tenía sobre mis piernas, ascendiendo con pausa hacia mi tronco superior. Sé que su cara no tenía facciones pero puedo jurar que aquella criatura me sonreía.  Estaba disfrutando de su momento. El peso de aquel cuerpo inmaterial me asfixiaba y no podía respirar, como sí sobre mis pulmones una plancha de acero hubiera sido depositada. Mis ojos abiertos en su totalidad vieron como aquellas brasas me miraban, taladrándome, saboreando su victoria. Creo que pude atisbar una malévola mueca tras aquel rostro informe, oscuro… Sentí como algo tiraba de mi cuerpo, como si me arrancaran las entrañas, la esencia de mi ser, pude ver nítidamente sus fauces abiertas como un abismo sin fondo, me chupaba el hálito vaporoso.

 Cerré los ojos y dentro de mí, en lo más recóndito de mi espíritu busqué un atisbo de fuerza, el golpe que me salvara la vida y de los tormentos de mi alma succionada por aquel ser… Entonces un grito escalofriante surgió de mi garganta, su eco retumbó por toda la casa. Una corriente eléctrica me recorrió el cuerpo, que se sacudió un par de veces sobre la cama y caí sobre el tapiz mientras aquella cosa se deslizaba detrás de la cortina. Mi amigo acudió asustado.

−¡Por el amor de Dios! ¿Qué ha pasado?

Mi camarada pudo ver el horror en mis pupilas, mi rostro aterido de un pavor insoportable. Balbuceaba palabras sin sentido, intentaba advertirle de lo que sucedía. Se acercó hasta la mullida alfombra y me cogió en brazos, como si no pesara nada, como si fuera solo aire.

−¡No voy a esperar más, me da igual las recomendaciones del médico, te llevo ahora mismo al hospital más cercano!

Justo antes de abandonar aquella alcoba la cortina se movió. Allí, en aquel rincón tenebroso, de pie, incorporada y alta, aquella figura negra me miraba con ojos ardientes. Yo había escapado de sus fauces malvadas, en el último instante un milagro me había hecho reaccionar. Pero no la vi preocupada, creo que hasta sonreía con aquella maldita mueca en su rostro sin forma… Después de todo, tenía todo el tiempo del mundo, toda la eternidad, para esperar al próximo inquilino que descansara confiado sobre aquella confortable cama… 

Escribir un cuento libre con límite de cuatro hojas.

Por Gato negro.

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