martes, 5 de diciembre de 2023

El secreto

       


Por Alcides Bertran


       —¡Odio a estos animales! ¡Voy a matarlos a todos!

Sentenciaba la anciana mientras corría detrás de los gatos en el amplio jardín de la casona. El más desgarbado y pequeño no logró escapar, quedó atrapado en un rincón. La mujer lo enfrentó y éste, erizando su pelaje rojizo, se ovilló hacia atrás dispuesto al primer zarpazo, le abrió la boca y le enseñó sus filosos dientes. Pero fue atrapado y en­vuelto en una lona para evitar sus garras y llevado luego a un sector ale­jado del jardín, en donde la anciana, tras correr con muchos esfuerzos una pesada losa, lo lanzó al agu­jero. Un maullido aterrador se escuchó en la noche, pero fue sepultado rápi­damente. Tras el desbande, uno de ellos quedó mirando a la anciana fijamente, agazapado detrás de un cantero desde donde la apuntaba con las orejas y la centraba en sus en­cendidas pupilas, pero luego, cuando la septuagenaria agi­gantaba su silueta y hacía tintinear sus alhajas avanzando con dicha dirección, escapó trepándose al muro de un fondo ve­cino. Al instante todo cesó y los macilentos muros del fondo del caserón nuevamente comen­zaron a amalgamarse con la turbidez de los silenciosos pasillos.

La casona, una mansión antigua ubicada en el barrio de Belgrano, había pertenecido a una familia que se mudó a Europa antes de ser adquirida por la anciana con todas las pertenencias, entre las que se destacaban: muebles de prin­cipio de siglo, alfombras ára­bes en los salones principales, escaleras de mármoles, barandillas terminadas en bronce y una araña central revestida en oro cuyos brillantes caireles realzaban el resplandor de sus cuarenta lámparas; además de un imponente jardín con una fuente ovalada circun­dada de pinos y jazmineros. Desde su posesión casi siempre per­manecía en silencio y a oscuras; muy diferente a aquellos años en que una niña jugaba con un gato gordo y hermoso en el umbral de la puerta de calle. Ahora parecía envuelta en un extraño silen­cio, que sólo se quebrantaba con los es­tridentes gritos de la anciana cuando sentenciaba de muerte al primer gato que se le cruzaba. Todos los vecinos, testigos de los anteriores años, hoy escuchaban aterrados esos ex­traños maullidos, por lo tanto pasaban por allí girando la vista hacia el caserón con intención de descubrir algo; pero sus paredes, casi completamente cubiertas con hiedras, más que aclarar ahondaban en sospechas.

Un joven diariero, puntualmente cada mañana, gol­peaba el pesado portón de calle, lo que despertaba a la an­ciana, quien salía a recibir el matutino. Pero un día en el que se encontraba junto a ella, el joven dejó por un instante de observar el jardín arbolado para preguntarle lleno de re­miniscencia:

—Señora, ¿qué ha sido del pequeño gato de la niña?

—¿Qué gato? —la anciana frunció el ceño y se mostró sorprendida.

—El gato de la niña Eleonora —repitió el joven, mirándola.

La anciana enrojeció, su rostro denunció un profundo nerviosismo, entonces, con suma irascibilidad, entornó la vista hacia el jardín y exclamó:

—¡Estos animales me tienen harta!

El joven la miró por un instante, absolutamente extra­ñado, luego aseveró:

—Era un gato manso, de un color atigrado, recuerdo que era su mascota preferida —la anciana seguía en silen­cio, por lo que el joven agregó—: A propósito, ¿cómo an­dará ella? Hace ya tantos años que no la veo y de verdad, créame, extraño no verla co­rriendo y saltando por el jardín.

—Escúcheme —interrumpió entonces la anciana, con ceño fruncido—, no tuve el gusto de conocer a esa niña que usted menciona —luego, como queriendo desprenderse de dicha conversación, dijo—: Ah, si uno de estos días usted viene y no me encuentra, no se preocupe, acérquese al ga­rito y déjeme el diario a través de la ventana. Yo después se lo pagaré.

—No hay problemas, señora —le respondió el joven, enseñando una sonrisa; pero dueño de una sagaz curiosidad y re­flexión, que sabía esconder a la perfección bajo su agradable trato y simpatía, preguntó—: ¿Se va de viaje?

—No —respondió a secas la anciana tras recorrerle con la mirada de pies a cabeza, evidentemente molesta puesto que con un ligero titubeo agregó—: Aconsejada por mi analista voy a participar de una terapia de grupo; me au­sentaré por unos días.

Luego de que dijo esto, giró pesadamente y entonces re­tumbaron, una vez más y con suma nitidez, oro y diamantes de los collares y pulseras que usaba.

El joven permaneció en silencio observando a través de la verja, aunque sin desdi­bujar su sonrisa, aún después de que la anciana atravesara el extenso patio. No podía com­prender cómo la mansión estaba tan sombría ya que en otros tiempos había sido muy envidiada en la vecindad por su colorido; las flores del jardín más los sectores ar­bolados le traían recuerdos entrañables, y por sobre todo, la ausen­cia de la pequeña niña y su mascota.

Una mañana, en pleno otoño, cuando las veredas ya se afelpaban de hojas amari­llentas, el joven llamaba resuelta­mente en la puerta.

—¡Señora Rosalía, soy el diariero!

Nadie respondía a su llamado; sólo silencios emergían de los confines amplios del jardín y de los entornos oscure­cidos de las habitaciones.

—¡Señora! ¡Soy el diariero! —volvió a insistir el joven parado frente al portón; pero luego, cuando ya se disponía a retirarse recordó el pedido que le hiciera la anciana hacía apenas un par de semanas: dejar el diario en el garito si no la encontraba. Enton­ces observó la pequeña casilla que distaba a unos veinte metros de allí y repentinamente quedó paralizado: unos ojos amarillos, pe­netrantes, lo observaban desde el marco de la ventana.

—¡Un gato! —exclamó atisbándole la mirada, luego fue acercándosele lentamente.

Lo observó con desconcierto, repulsado por el estado del animal cuyo pelaje ati­grado mostraba erosiones sarno­sas y una suma descomunal de parásitos. Pero de pronto, cuando le apoyó la mano sobre el lomo y vio que el animal se paraba en sus patas y le refregaba su pequeña cabeza por los brazos, exclamó acongojado:

—¡El gato de la niña!

El animal, sumiso, como acostumbrado a las caricias, parecía estar esperándolo.

—¡Cuántos años hace que no te veía! —musitó, en un diálogo íntimo con el animal, desbordado por la alegría y sin dejar de acariciarle el pelaje ya opacado y ensarnecido.

Luego, tras arrimarse a la pequeña ventana, observó a través de ella y halló abierta la del interior; que era de esas cuyas hojas quedan suspendidas por una cuerda. Le pare­ció extraño tanto silencio y al no poder controlar su intriga de­cidió ingresar al garito; forzó la de calle y trepó la angosta pared. Una vez adentro, un impregnado olor a mate­ria fecal y orina invadieron sus fosas nasales, lo que hacía que le re­sultara casi imposi­ble permanecer allí, por lo que, esqui­vando los fétidos excrementos, se apresuró a ob­servar en rededor.

—Pero… estuvo encerrado... —exclamó, como si se olvidara que se encontraba solo. Al instante presintió algo fatídico. Se dirigió entonces sigiloso hacia la ventana abierta, pasando por encima del bastidor de tela metálica que estaba tirado en el piso, cuando de pronto sus ojos se desorbitaron.

—¡Está muerta! ¡La señora está muerta! —exclamó tomándose de la cabeza.

La anciana se encontraba del lado del patio con el cráneo partido en medio de un gran charco de sangre; junto a ella había una lona de arpillera completamente des­hila­chada y una madera extrañamente atravesada sobre su cuerpo.

—¡Chorros! —sólo atinó a decir el joven, sumido en un absoluto desconcierto; quedó observándola sin poder creer lo que veía. Luego, cauteloso, giró la vista hacia la mansión; pero nada halló, todo estaba en silencio y el jardín parecía mecerse aún más mortecino por la suave brisa que en ese instante lo atravesaba.

—¿Quién pudo haberla asesinado? —se preguntó en un análisis fugaz; sus setenta años la hacían indefensa.

Pero su sorpresa aún no concluía ya que comprobó que el cadáver poseía sus colla­res y pulseras. Atónito quedó observándola, hasta que el gato, con un leve maullido, lo bajó a la realidad: comenzaba a dirigirse hacia el fondo del jardín. Lo siguió, pues no sabía qué hacer. El animal, enfla­quecido, tambaleante, transitó por el parque hasta un lugar alejado. El joven, agazapado, observó todo el perímetro de verjas cuyas partes más alejadas se veían enturbiadas, producto de que los arbustos no permitían el mínimo paso de resolana; el sol apenas si titilaba entre las hojaras­cas amarillentas. Nada extraño ob­servó o al menos nada que le evidenciara signos de violencia que pudiera relacionarlos o atribuirlos al hecho. Luego se acercó al felino, que, girando sobre sí, se inquietaba olfa­teando con insistencia la base de una pesada losa; parecía buscar algo en su interior. El joven se compadeció una vez más del estado del animal y cuando ya iba a re­gresar junto al cadáver de la anciana, escuchó nuevamente los maullidos del gato, entonces volvió tras sus pasos. Una vez junto a él, levantó la pesada losa, hizo cono con sus manos para ver en el interior.

—¡No! ¡No puede ser! ¡No! —gritó tapándose la nariz, ya que un fuerte olor nau­seabundo inundó sus pulmones.

A varios metros de profundidad, decenas de cráneos en descomposición parecían estar observando con sus ojos agusanados la abertura pestilente del pozo ciego. Enterra­dos vivos, sepultados en vida en esos desechos cloacales, parecían continuar con sus garras amenazantes observando el pesado bloque que había sellado sus maullidos para siempre.

—¡Por Dios! ¡Sólo una mente enferma pudo haber hecho esto! ¡Pobres animales! —gritó desesperadamente el joven al no comprender tamaña atrocidad.

Luego dejó caer la losa, rechazando ver más; pero en la calma del jardín retumbó nuevamente el maullido del gato, que ahora se alejaba del lugar. Regresó entonces al garito, instante en que el felino se acercaba al cadáver de la an­ciana y tras rodearla y olfatearla comenzaba a orinarla, como si diera señal de que ya formaba parte de su te­rritorio. El joven lo miró, desconcertado, pero el animal, ajeno a tanto espanto, conti­nuaba con tan ignoto e innato ritual: aferró entre sus garras la cuerda que pendía del marco de la ventana y afiló sus uñas, para luego tomarla con sus mandí­bulas y comenzar a masticarla como si quisiera tragársela de una.

El joven se le acercó, una vez más compasivo de su deplorable estado y deslizán­dole la palma sobre el lomo, musitó:

—¡Pobre animal! ¿Tenés hambre?

Luego, cuando se desprendió de él, tomó la cuerda y la observó detenidamente; le pareció extraño que se encon­trara totalmente desflecada, esperaba que estuviera cortada con algo filoso. Con el afán de descubrir el motivo que pro­vocó la muerte de la anciana, se hizo de varias hipótesis; pero no logró certeza con ninguna.

Los minutos fueron transcurriendo y el gato ya se había trepado al muro que daba hacia la calle, se acercó entonces hasta allí, pero luego de observar por ambos lados y sin más que hacer, optó por alejarse del lugar ya que con un rápido análisis dedujo que su permanencia allí podría complicarle sobremanera. “Quizá la Policía pueda hallar algunas pis­tas”, pensó cuando ya transitaba por una vereda solitaria de la adyacencia.

Ya había recorrido algunas manzanas, sin embargo, aún no podía evitar a intriga de saber quién fue el asesino, y esto lo inquietaba; estaba seguro de que al otro día el cri­men encabezaría los diarios y la paradoja del destino hacía que uno de sus clientes fuera esta vez la víctima. Tuvo lástima de la anciana a pesar del espeluznante hallazgo del jardín. Pensó que tamaña crueldad no podía ser otra cosa que consecuencia de una mente enfermiza; pero ningún animal, por más odio que se le tuviese, merecía seme­jante suplicio.

De pronto, algo atroz se inmiscuyó en su pensamiento y lo paralizó de inmediato. Un razonamiento fugaz iluminó su mente y con la vista fija en un punto inexistente creyó surgir de la perturbación y armar ese rompecabezas.

—¡La cuerda! ¡Sí, la cuerda! ¡No puede ser! ¡No puede ser! —exclamó.

Caminó unos pasos y se detuvo, para luego, y ya sin poder detenerse, regresar co­rriendo al lugar.

—¡Pobre, te convertiste en un asesino! —sentenció una vez junto al gato.

Su cabeza se inundó de imágenes macabras puesto que, y a pesar de la atrocidad, el hecho hacía justo al felino en la venganza. Dedujo esto al imaginar cómo éste pudo ha­ber cortado la cuerda: la anciana lo aprisionó en el garito y luego apuntaló la ventana con un madero, le dejó con la tela metálica para aireación y tras unos días se acercó con in­tención de matarlo, pero el animal, debilitado y muerto de hambre, masticó la cuerda hasta cortarla, entonces cuando retiró el madero el pesado marco le cayó encima par­tiéndole la cabeza. El animal se salvó y paradójicamente provocó la muerte de quien quería matarlo. Vaya, un animal el asesino.


Luego de un tiempo y cuando la casona nuevamente había sido adquirida por un matrimonio joven, que coinci­dentemente poseía una niña, pero de nombre Yamila, el dia­riero, cada mañana al entregar el matutino, observaba al gato gordo y hermoso mi­mado en brazos de la pequeña. Pero lo acaecido en el pozo ciego y la muerte de la an­ciana se constituyeron en secretos que ambos guardaban, a tal punto que cuando él se acercaba a la ventana tenía toda la sensación de que hacía ya algún instante que estaba espe­rándolo ansioso por recibir sus caricias. Para entonces ya su pelaje había recuperado un hermoso brillo, producto del nuevo hogar tan apacible y de que una niña, como ante­riormente lo fuera la pequeña Eleonora, volviera a pasearlo por el jardín.

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