sábado, 22 de febrero de 2014

Zugzwang


Por Axel S. Salas.


1
El detective está parado fuera de la ventana, y está a punto de saltar. No se puede observar cuanto se mueve la ciudad hasta que se le mira a treinta pisos de altura, a dos centímetros de precipitarse hacia ella. Las figuras sobre su máscara no habían mostrado gestos tan específicos, tan desesperados en toda su vida. Espera, fatídicamente, que el asesino entre por la puerta con su sonrisa terriblemente segura, resuelta, reseca.
Medita cuáles son sus movimientos, si es que realmente lo llevan a algún lugar, si lo que está a punto de hacer es un avance en realidad; de repente, el detective que lo averigua todo, siente que  todas las puertas de escape lo llevan a una trampa. Quedarse inmóvil se siente igual, el suelo se cierra bajo sus pies.
El oponente perfecto; el juego de ajedrez exacto. Las piezas del tablero se ríen, lo cercan, lo han dejado correr antes, creer que tenía opción de tregua, han cantado a coro esa palabra escalofriante, él no se lo ha creído sin embargo. El detective que va siempre cinco movimientos adelante, se ve rebasado. Las piezas opuestas ahora por fin se deciden a culminar con el juego. Él repasa los movimientos, repasa los espacios, le sudan las manos pensando si el jugador al otro lado del tablero no blofea sobre su inminente victoria. Abajo, los autos avanzan, pitan, distorsionan sus gemidos al alejarse. Nadie lo ve tambalearse setenta metros por encima de sus cabezas.
Las cortinas de seda transparente continúan empujándolo, ligeras, incitándolo a dar el paso. La máscara se le moja de sudor en la frente; las gotas le escurren calientes hacia los ojos. El sudor está excesivamente salado, le pica demasiado, necesita rascar los parpados, necesita saltar ahora.
El asesino ha entrado por la puerta. No se vuelve para mirarlo pero sabe que sonríe, quizás lleve ese insoportable labial rojo. Siempre sonríe.

2
Un mes antes de la conclusión en el piso treinta del Grandlook Hotel, el detective se encuentra frente a la escena del crimen número cincuenta. La cantidad de víctimas es mayor, una cifra ni si quiera registrada, muchos números ocultos que nadie, ni él ni la policía encontraran jamás. El detective sabe que el artista pinta para sí mismo también, que algunas obras las conserva en casa, las tira a la basura porque no han valido la pena, las cubre con una tela o las empalma con otras en una habitación con seguro.  El detective observa la obra del asesino, repasa las partes, busca detalles faltantes, pistas, respuestas. Otra niña de cabello rojo clavada en la pared, hecha pedazos, todos los miembros masticados por perros de buen tamaño; la quinta niña así, mismos patrones, casi los mismos arquetipos representados en el lugar del crimen. El detective sabe que es una carta de amor para él, mensajes encriptados en lenguajes que solo ellos dos hablan, como mirarse y conversar sin abrir la boca en una habitación atestada de personas. El asesino lo conoce afondo, le demuestra más de lo que el detective se permite entender con los asesinatos. Le guiña el ojo y le pide que cierre los parpados, que lo espere en la habitación oscura. Le pide que lo espere en silencio, paciente, que no retroceda cuando sus labios toquen los suyos.
Pero es la quinta carta, no es una revelación, hay un par de signos distintos, la niña lleva anillos en las manos destruidas por los clavos, la lengua asoma entre los dientes. El rostro y torso sucios de carbón y coágulos de sangre. La cabeza, separada cuelga de nervios rojos, cartílago blanco, cae en un ángulo perfecto para que el detective vea su hinchada expresión. El ángulo, la altura del cuerpo importa, el olor a chimenea. Está algo más arriba en esta ocasión, aun podría besar el rostro si se lo propusiera pero el detective tiene que levantar ligeramente el suyo, como lo haría María con su Jesucristo agonizante. Como lo haría un súbdito para admirar a su rey o su dios.
Confundido, ligeramente esperanzado, el detective rocía algo de polvo cerca del cuerpo, en puntos posibles donde el asesino pudo apoyar las manos al trabajar. No ha habido huellas digitales en todas las anteriores locaciones, sabe que si en esta ocasión aparecen, será deliberado. El polvo cae, hay algo de humedad en la superficie, algo viscoso. Se produce una reacción inesperada, hay una chispa y una onda de calor, una serpiente encendida que recorre dos caminos. La figura de la niña se enmarca en fuego, forma una corona alrededor de su cabeza. La otra línea de fuego se ha extendido hasta formar dos palabras, una de cada lado del cuerpo “Zug zwang”.
Lo entiende entonces y siente que el mundo se precipita con peso sobre sus hombros. “El rey cae” dice la obra. Esa es una carta de despedida.

3
Despierta a mitad de la noche enfebrecido, palpitando de pánico. Lleva el olor del carbón en la nariz. Sentado en la oscuridad de la habitación, se frota el rostro intentando borrarse la pesadilla y los recuerdos también. Se acerca hasta el baño, enciende la luz y al mirar su rostro en el espejo empañado de sarro y mugre, hay trazos oscuros en las mejillas y la frente, carbón, como en el cuerpo de la pequeña Diana Beck a quien sacara de la caldera, picada finamente cinco años atrás. Las manos manchadas de negro y muerte podrida como en aquella vez, cuando se le escaparan los trozos de entre los brazos. Cuando todo comenzó como es ahora, el detective en quien se convirtió, la ira y la determinación para encontrar a las aberraciones como el asesino de Diana. Cinco años atrás cuando cubriera por primera vez su rostro con una máscara blanca, de gestos múltiples, cambiantes, figuras solo definidas por la imaginación de quien trata de mirarlo a los ojos y solo se topa con figuras en las nubes, una prueba de Rorschach.
El detective se frota la cara con pánico, histérico, hace salir el agua del grifo con violencia, machuca las mejillas y la frente hasta que cree que se ha sacado sangre. No hay sangre, ni carbón tampoco. Solo está él en el espejo, su rostro asustado. Por primera vez desde hace cinco años. Quizás por última vez también.
El carbón, la niña pelirroja, hecha pedazos, los perros. No sabe cómo el asesino pudo saberlo, supone que algún detalle ha omitido aquel día cero, el día de la pequeña Diana, porque esa es la única respuesta a la ecuación, y sin embargo sabe que él nunca pasa un detalle por alto.
 Teme que quizás el asesino lo está llevando a esa encrucijada mental, una paradoja que lo arrastra hacia su centro como un agujero negro.
 Esa noche ya no duerme y apenas tiene la fuerza para fumar. Escribe como un loco, medita, se aprieta las sienes intentando no esta vez tomar la delantera en ese juego de ajedrez; trata solo de saber qué tan perdido está. Zugzwang.
Lo único que consigue averiguar lo hunde más. De la niña número uno, la primera víctima pelirroja, encontrada seis meses atrás, los domicilios del hallazgo abarcan del apartamento A 101, hasta el D 104, terminando con la última víctima de nombre Nancy. El detective comienza a sudar de nuevo y no puede soportar la necesidad de volverse hacia la oscuridad del apartamento con los puños cerrados.
Sobre su puerta cuelga en metal E 105. El asesino va por él. Quizás ya ha estado ahí antes, sonriéndole en la oscuridad. Quizás está ahí ahora.
 A la entrada de su puerta, en un papel blanco hay una nota y una huella digital color café.
 “Te veo cada noche cuando te miras en el espejo, te veo cuando sales en tus caminatas nocturnas y andas con los ojos cerrados. Cuando pierdes la memoria como un adicto. Eres más ligero entonces, eres mejor.
A veces sé que me ves también y volteas la mirada. Pero ya no habrá otros lados a dónde mirar, sino es a mis ojos. No más mascaras ni trazos negros.
PD: Debiste usar chocolate, lo sabes…”
Al otro lado de la puerta está un martillo y un par de clavos. Son suyos.
4
Un mes después nadie salta del piso treinta en el Grandlook Hotel. No hay tripas que levantar, ni muchedumbres que observan con horror y fascinación. Ninguna nota de periódico sobre suicidios. No hay asesinatos durante dos semanas.
El detective ha muerto sin embargo, pero no hay cuerpo que se pueda encontrar. La máscara es quemada en un discreto bote de basura. Un hombre de cabello anaranjado camina con una sonrisa larga en el rostro. Una sonrisa seca. El hombre camina despacio a través de las asfaltadas calles donde los autos zumban y la gente no mira nada con demasiada atención. Es fácil para él vivir así, sin vigilantes de quién preocuparse.
Llega hasta el Instituto Arthur Cummings, se aproxima hacia la cerca del patio escolar donde un montón de niños juegan, gritan, corren y comen comida que les produce caries y una diabetes programada a futuro. El hombre se apoya contra la reja y sonríe con sus labios rojos, largos. Un niño de seis años está a punto de morder una galleta cuando lo ve sonriendo desde allá. La galleta cae sobre su regazo y luego al suelo. El niño apenas respira. La orina que se le escapa entre los muslos es caliente, es demasiada, le arde al salir. Quiere echar a correr, llorar, gritar, decirle a alguien que ahí está el hombre de las pesadillas, el hombre que se ha convertido en un mito espantoso, el monstruo que se está comiendo a toda la ciudad. La pesadilla que se llevó a su hermana, Nancy.
Una maestra se percata de que el pequeño de los Leniqui no está respirando, que se ha puesto azul. El caos dentro del patio escolar empieza a crecer.
El hombre de gabardina se marcha de ahí despacio, sonriendo, rompiendo en su partida la nota con la huella digital. Dejando cae los trozos al aire sin preocuparse, casi como un reto desdeñoso. Ya nadie va a atraparle. No hay dos mentes como la suya, nunca la hubo,  y él ganó.
Esa noche, el hombre de gabardina trepa por un árbol en la casa veintidós del bulevar San Patricio. Da tres toquecitos en una ventana. Lo hace por segunda vez y un pequeño de once años aparece tras el cristal.
— ¿Quién es…? ¡Hola! ¿Eres tu verdad?
—Baja la voz. Soy yo. —Responde el hombre de gabardina.
—Casi no te reconocí, excepto por la ropa, y la voz.
—Lo sé, pero confiaba en que al final sabrías quién soy.
— ¿Por qué ya no llevas la máscara? —El niño estira la mano para tentar el rostro del hombre, que cierra sus ojos ante el tacto.
—Ya no la necesito. —El hombre no puede evitar sonreír, está a punto de tirarse una carcajada, pero consigue apretar las tripas y contenerse.
—Qué mal, me gustaba. Pero también me gusta saber cómo eres —El rostro del pequeño se vuelve algo serio, pálido y lunar ante el resplandor nocturno—. ¿Qué pasa con el asesino? ¿Pudiste encontrarlo?
El hombre de la gabardina sonríe asintiendo —De hecho te traje un regalo— Desliza las manos a sus bolsillos donde siente la madera áspera del martillo y el rose terroso de los clavos.


Fin


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