lunes, 29 de septiembre de 2014

Un libro cualquiera

Por Sergio Bonavida Ponce.

Un libro nunca pertenece a nadie. Lo sé porque yo soy uno. Soy una novela, para ser exactos la opera prima de un autor desconocido, un escritor novel al que cariñosamente llamo mi Padre. Puedo sentir en cada una de las palabras impresas en mi interior el amoroso cariño profesado por mi padre durante el largo parto que supuse. Cada palabra, cada frase, revisada hasta la extenuación en un clímax de perfeccionismo delirante. Recuerdo aquella rotativa modesta, en un periférico barrio de Lima, conozco ese dato porque en la página posterior a mi portada poner “Impreso en Lima”. Sé que era modesta porque apenas se imprimieron copias de mi, apenas un centenar de hermanos. La rotativa, a la que llamo Madre, imprimía una página tras otra y nos depositaba en una larga cinta donde un especializado brazo mecánico se dedicaba a apilarnos, para inmediatamente pegar nuestras páginas a la portada y contraportada que se habían confeccionado en otro lugar. Reunidas todas las páginas con aquel pegamento a mi lomo, quedando portada y contraportada perfectamente ajustadas a mi contorno, nací.
A diferencia de los humanos, los libros poseemos una conciencia muy vívida desde nuestro más tierno nacimiento. En aquel instante, de mi venida a este mundo, miré en derredor y conté unos cien ejemplares. Todos mis hermanos, iguales en nacimiento, pero con destinos diferentes.
Recuerdo que la mitad fuimos separados y apilados en cajas de cartón. A mi me colocaron en el fondo de una de aquellas cajas, y pude sentir el peso de mis hermanos encima de mi. Acabamos en una librería de una ciudad desconocida. Aquella caja de cartón donde yacíamos se apiló en un rincón del modesto almacén. Y en aquella esquina permanecimos mucho tiempo mis hermanos y yo. Recuerdo el júbilo de uno de mis hermanos al ser escogido para ser expuesto en la estantería del mostrador de entrada.
Con el paso del tiempo algún lector compraba al hermano expuesto en el mostrador de entrada. Este acto tan simple suponía una gran alegría para todos nosotros, pues posibilitaba que otro hermano idéntico al que marchaba ocupara dicho lugar en el mostrador de entrada. Y así el tiempo fue pasando. Un hermano tras otro, con una lentitud terrible, marchaban de la caja de cartón, hasta que el final sólo quede yo.
Mi destino, no obstante, no era ser expuesto al público. Mi ego se sintió un tanto denostado aunque el futuro me deparaba una grata sorpresa. Era ya de noche cuando las luces mortecinas de la calle se comenzaron a encender, las ya acostumbradas manos arrugadas que a tantos hermanos habían agarrado, se apoderaron en esta ocasión de mi. Eran las manos que reponían hermanos uno tras otro en el escaparate de entrada. Deduje, con cariño, que era la librera. Me recogió tiernamente del fondo de la caja y me apretó contra sus viejos y caídos pechos. Cerró la puerta con llave y bajó la verja metálica del establecimiento. De esta forma deambulé por vez primera por las calles de esa ciudad hasta entonces desconocida para mi. En una pequeña pintada en una pared de ladrillos leí “Barrio de Huaranguillo resiste”. Pasadas unas cuantas calles, la librera se paró en un portalón grande, con metálicas verjas negras acabadas en punta, y una casa pequeña de dos plantas me recibía.
Aquella noche realicé el amor por primera vez. Fui leído, toda mi virginidad perdida en un acto de amor inconmensurable, y la librera leía con apasionamiento cada letra de mi interior, devorando cada capítulo con ansía. Pude observar por las arrugas de su cara y la comisura de sus labios el impacto de mis palabras en ella. Apartaba constantemente de la linea de visión su melena tímidamente recogida en una exigua cola de pelo blanco. Al llegar a la pagina setenta y siete lloró amargamente. No la culpo, ese es un capítulo realmente triste, cuando el pequeño Tomás pierde a su querido perro "Lobo" en el interior del bosque. Y así, con lagrimas en sus ojos, acabó mi primera noche de amor.
Al otro día continuamos el apasionamiento desmesurado de nuestra secreta pasión. La librera continuó ojeandome extasiada, estábamos hechos el  uno para el otro. Esa segunda noche leyó a un ritmo más rápido todavía, quizás fuera porque estaba menos cansada o porque quizás me encontraba interesante. Nuevamente lloró en dos ocasiones más aquella noche, cuando Tomás, ya convertido en adolescente marchó a la guerra abandonando todo lo que quería que no era mucho. Finalmente una lágrima suya se derramó en la entrada del capitulo veinticuatro, cuando Tomás pierde en batalla a Jeffrey Miranda, un hermano de armas y amigo, una amistad forjada en la necesidad del campo de batalla. Esa noche nuestro apasionamiento acabo en ese punto. Estuve esperando con ansia todo el día en la mesita de noche.
La ultima noche me leyó tan rápido que no me dio tiempo ni a despedirme. Cerró con fuerza la ultima página. Quizás le disgustó mi final o esa noche estaba cansada. Cenó y después de ducharse, mucho más tranquila, me recogió de la mesita de noche y me depositó en una gran estantería gigantesca repleta de libros, su arrugada mano me ubicó al lado de un serio "Diccionario de Gramática". Y allí permanecí durante mucho tiempo. Acabé intimando con el viejo "Diccionario de Gramática" y aprendí interesantes cosas de él. Algunas noches veía pasar a mi librera y rememoraba aquellas tres noches junto a ella. Pero ella siempre poseía nuevos amantes en ocasiones más jóvenes. Sin embargo, lejos de sentir celos de ellos, veía a todos esos libros como futuros hermanos de estantería con un amor común por aquella mujer.
Entonces sucedió algo triste. Un día la librera se desmayó y cayó al suelo. No se volvió a levantar. Pasaron muchos días hasta que unos hombres vestidos de blanco entraron en la casa y se la llevaron.
Hubo de pasar mucho tiempo hasta que otros hombres volvieron a hollar aquella vivienda. Uno de ellos poseía un cierto parecido en fisonomía a la librera. Mi amigo el “Diccionario de Gramática” me susurró que efectivamente era un nieto. Mientras paseaban por delante de nuestra morada, la estantería, discutían acerca de algo denominado precio de venta.
Aquel mismo día, todos mis recién adquiridos hermanos y yo acabamos en una furgoneta muy vieja y destartalada, con un cartel mohíno en el que se podía leer:
"~Vello libro~. Libros de segunda mano y ocasión."
Estábamos todos almacenados en una húmeda caja de madera en un caos de perfecto desorden. La estantería de nuestra amada librera me parecía ya un lugar cálido y lejano. Recorrimos lo que me pareció una infinidad de kilómetros.
Nuestro nuevo dueño, un tal Oscar, nos llevaba cada Domingo a un mercado de viejo situado en la Plaza de Armas de una gran ciudad de nombre desconocido para mi. Nos depositaba en el suelo de aquella plaza cuadrada, donde a decenas de metros una estatua de un hombre vestido de época y con un libro en su mano, acompañado de varios ángeles y un león, nos observaban impertérritos desde su altura. Ante mi gran ignorancia e incipiente curiosidad decidí preguntar a mi docto amigo el "Diccionario de Gramática". La estatua pertenecía a un tal Pedro Domingo Murillo y nos encontrábamos en una ciudad muy importante de una país llamado Bolivia. En aquel lugar quizás pudieramos encontrar un nuevo amante que quisiera realizar el amor con nosotros, me aseguró mi amigo. Es curioso pensar que con tan sólo apenas cinco años en mi lomo, ya pudiera ser considerado viejo y ser vendido en un mercado como tal.
La rutina se repitió cada Domingo. Oscar, con su pelo oscuro y su cansada cara, empujaba nuestra caja hacia la furgoneta muy temprano, a una hora en que el astro rey aun no había despuntado en la linea de cielo. Al llegar al destino montaba una roída manta en el suelo, que en ocasiones aderezaba con un tenderete de techo de plástico para protegernos de las finas lluvias. Una vez colocado el puesto, nos amontonaba sin ningún orden concreto en aquel improvisado mostrador, para ofrecernos a los futuros amantes-lectores.
Entonces apareció él. Juan Carlos era bajito y poseía esa cara de inocencia de los humanos de corta edad. Fue un amor a primera vista, aunque creo que se enamoro más de mi tapa que de la sinopsis de mi historia. Debo reconocer que la imagen de mi portada es muy llamativa. Es una foto antigua de un soldado, en la imagen se representaba al personaje principal, Tomás, mirando valientemente desde una loma. Juan Carlos, o Gauchito, como lo llamó con cariño su papa, se enamoró de mi y ya dicen que en el amor la edad no importa. Gauchito, o sea el pequeño Juan Carlos, convenció a su papa de mi adquisición. El padre me agarró de la tapa, comprobó con un análisis casi forense mi contenido en busca de taras o páginas arrancadas, yo no era tan viejo, pero los días expuesto al sol abrasador, la lluvia, y al cajón de madera donde nos deformabamos cada día los unos apretados contra los otros, habían realizado pequeñas mellas en mi. Una de mis esquinas estaba ligeramente doblada y mis tapas andaban un tanto descoloridas. Aunque lejos de parecer menos atractivo, esas imperfecciones mejoraban y realzaban lo interesante que había en mi. Supongo que el papa de Gauchito llegó a la misma conclusión puesto que contento de infinita alegría mi nuevo amor me recibió entre sus manos con una alegría desproporcionada. Me despedí secretamente de mis hermanos de estantería. Mi amigo, el "Diccionario de Gramática", se despidió con su conocida solemnidad y vasto apego.
Gauchito no era lo que se podría definir un lector ávido. Su ritmo de lectura era de apenas una página al día. Sin embargo me enamoró su tesón. Yo se que echaba en falta alguna ilustración en mi interior, pero esa carencia no le hizo abandonarme, ni desistir en nuestro apasionamiento. Impelido quizás por su afán de querer finalizar mi historia, me leía con autentico esfuerzo, preguntando en mil ocasiones a su papa por cada nueva palabra desconocida que hallaba en mi interior.
Fueron días muy tiernos aquellos. Mi relación con Gauchito era perfecta. Hasta que llego Martín. Este personajillo, triste matón de patio de colegio, entroncó  mi felicidad al lado de mi segundo amor. Con el poder de la fuerza me arrancó del lado de Gauchito en una mañana de colegio en el patio de la escuela. Gauchito intentó recuperarme por todos los medios a su alcance, pero Martín era un año y dos palmos mayor. El combate desigual duró apenas unos minutos. El matón Martín se alejó conmigo en sus manos mientras reía estúpidamente su malvada acción.
Durante un rato, este personajillo fruto del fracaso escolar, me llevo camino arriba ojeando curiosamente su recién adquisición. Quizás debería haberme hecho a la idea de este nuevo dueño, pero esa idea pasó por mis páginas muy rápidamente. Martín era una mente grave, me abrió por la mitad y cuando vi su palurda cara de sorpresa al no encontrar ninguna ilustración en mi interior supe que jamas podríamos encontrarnos en un lugar común. Era una relación rota desde el inicio. Al doblar la esquina me lanzó sin ninguna clase de preocupación al suelo.
Allí tirado el tiempo pasó y pensé, no sin cierto desánimo, en mi triste final tirado en el sucio suelo. También imaginé la tristeza de Gauchito en este 'coitus interruptus' . Ya nunca conocería mi final.
Al alba aparecieron unos humanos con trajes verdes reflectantes. Ambos llevaban sendos utensilios de limpieza, que si no equivoco con mi mal formado vocabulario humano, ambos utensilios son llamados escobas. Uno de ellos me  barrió al interior  de un cubículo cuadrado y oscuro. Un mar de basura me envolvía estrechamente y de suerte que no poseo olfato, pues ni siquiera quise imaginar la pestilencia de mi alrededor.
Fui zarandeado de un lado a otro en la oscuridad de aquel receptáculo lleno de porquería inmunda. Entonces el reducido habitáculo permaneció en quietud durante un tiempo indefinido mientras un ruido de motor se encendía y nos poníamos en marcha. Este proceso se repitió un rato. Hasta que llegamos a un lugar donde pude escuchar ruidos de maquinaria. Un ruido conocido llegó a mi, pues era muy similar a la cinta transportadora donde nací e inevitablemente me acordé de Madre, ¿estaba en una imprenta?
El tiempo pasó agotadoramente entre aquella inmundicia, y de nuevo mi sucia comodidad fue sacudida. El receptáculo donde estábamos se inclinó cuarenta y cinco grados con un movimiento brusco. A todo este movimiento fue acompañando un fuerte ruido metálico. Entonces la gravedad realizó su natural aparición, el techo de nuestro receptáculo fue abierto, y caí junto con toda la basura de mi alrededor a una cinta transportadora. Definitivamente no era una imprenta, aunque el ruido característico de la cinta era igual. Supongo que estas cintas transportadoras se fabrican en el mismo lugar, en cadena, al igual que yo y mis hermanos. Este mundo sólo sabe construir piezas en serie, no hay lugar para la individualidad. Entonces, gracias en parte a mucho del conocimiento transmitido por mi amigo el “Diccionario de Gramática”, pude suponer que me encontraba en una planta de tratamiento de residuos. La cinta nos acercaba a unas pinzas que sesgaban la basura. Ya intuí cual sería mi final. Sesgado y troceado hasta formar parte de un todo de despojos unido ‘ad eternum’ con la basura que me rodeaba.
Esto me recordó a aquel capítulo, cuando Tomás volvió a su pueblo natal inválido de guerra. Ya nadie de sus conocidos quedaban en aquel lugar, pero la fuerza de la nostalgia le pudo y supuso (equivocadamente) que su villa natal le acogería con los brazos abiertos. Tomás fue repudiado por indigente e inválido, por suerte la guerra abre las miras de la supervivencia y dejando de lado su pena, rebuscó entre la basura. De aquella manera logró sobrevivir durante mucho tiempo. Es un capitulo realmente lamentable, sobretodo después de haber leído sobre sus actos heroicos, leer como un héroe de guerra vuelve a su hogar para tan sólo encontrar un patético final.
En aquel momento imploré ayuda a Gutenberg. Reconozco que fue por pura desesperación porque todos los libros de mi generación ya sabemos que Gutenberg no existió nunca. Aun así, movido por ese sentimiento de angustia, seguí implorando la ayuda milagrosa de Gutenberg. Justo a escasos metros de las cuchillas segadoras unas enguantadas manos me extrajeron de aquella cinta transportadora del infierno. "¿Que haces aquí pequeñín?" pude escuchar la voz de una mujer relativamente joven que me miraba con curiosidad.
Me llevó aparte y me depositó en una cajonera abierta por arriba y llena de agujeros a los lados, en uno de sus laterales obserbé una etiqueta adhesiva con el titulo "material de oficina y similares".
Tiempo después, otros operarios con distinta vestimenta, comenzaron a separarnos según una clasificación que al principio no supe discernir. Al final de un extraño proceso de separación fui agrupado junto con otros doce libros. Me sorprendió ver una antigua edición de “Don Quijote de la mancha”, bastante valiosa. Realmente los humanos desconocen el valor de las cosas de las que se desprenden. De la cajonera con agujeros nos embarcaron al interior de una furgoneta repleta de más libros. Así estuvimos bastantes semanas. Cada día aparecían más cajoneras llenas de libros. Un buen día, cuando la furgoneta estuvo atestada hasta arriba de cajoneras con libros, otro humano vestido con un extraño vestido azul se introdujo en la parte delantera del vehículo y partimos de la planta de reciclaje.
Todos los libros nos encontrábamos en una inquietante espera. Ninguno conocía cual seria nuestro paradero final. "¿Quizás nos incineren?" comentaba pésimamente una obra de Edgar Allan Poe. Los rumores y suposiciones iban en aumento.
Nuevamente esto me recordó a los capítulos finales de Tomás en su ciudad natal. Su estado de salud menguaba. Su estado físico no era ya el del antaño soldado dispuesto a morir por sus amigos en el campo de batalla. Para suerte de Tomás, Nataly se cruzó en su paso, era ella una bondadosa enfermera de la región que regentaba un antiguo hospital de acogida. Entablaron conversación y después de una serie de felices acontecimientos Tomás emprendía viaje con Nataly en su furgoneta. Días después moría feliz en el hospital de Nataly, recordando brevemente todos los momentos intensos de su vida. Y dando las gracias por ir a morir a un lugar bueno y con dignidad.
La furgoneta paró. Supuse que habíamos llegado a nuestro destino. Un secreto chillido, tan solo perceptible por nosotros los libros, explotó en el interior de la furgoneta. Temí lo peor al principio, pero después el chillido se convirtió en una explosión de alegría que sobrevino a los libros apilados encima de mi. Es un ‘déjà vu’ pues mi destino parece intimamente ligado a estar debajo del todo de la pila. Y en esa situación no comprendía el inesperado júbilo. Entonces el humano vestido de azul fue extrayendo cajonera a cajonera. Las cajas y hermanos que estaban apilados encima de mi desaparecían a un ritmo constante uno detrás de otro. Hasta que la luz del interior se coló por entre las rendijas de agujeros y huecos de los libros apilados. Entonces pude comprender aquel estallido de felicidad entre mis hermanos de infortunio. Estábamos en una calle estrecha delante de un edificio de cuatro plantas de apariencia bastante antigua. En el letrero de madera antigua se leía "La biblioteca de libros perdidos".


FIN


Consigna: Escribir un relato ―género y tiempo verbal a elección― donde cuentes una historia que creas que va a ganar, inédita, escrita especialmente para el torneo.

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