martes, 12 de abril de 2016

“DON PEYOTE DE LA RAYA” (Quijote del futuro)

Por Rafael Blasco López.

Usando cuatro tablets como casco y celada, cientos de carátulas de móvil por armadura, un portátil como escudo y una antena parabólica por lanza, con su barba hípster y escasas grasas corporales, “Don Peyote de la Raya”, un trastornado por el consumo de todo tipo de drogas y los videojuegos, cabalgaba su montain bike  “Imperiosa” con los mandos de una Play Station pegados al manillar con cinta aislante.
 Le acompañaba un albañil en paro, víctima de la crisis y mostrador clásico de hucha desde el inicio de su rabadilla, “Sincha Bola”. Doble apodado así por  dos motivos, su desahucio y la extrema redondez de su panza. También le seguía Beatriz, lozana moza de generosas carnes y siliconados pechos, rescatada de las mafias de la prostitución en el club “Azucar”, bautizada por su caballero como “Dulcebea del Goloso”. Ambos circulaban en similares medios transporte junto a su admirado señor, que les prometía cumplir sus sueños.
 Después de ser derribado Don Peyote por el aspa de un molino eólico, el trío prosiguió su ruta hacia Benidorm, lugar del que tenían referencia de varios de los mejores Afters del país, paraíso de la fiesta eterna.
 En la Manchuela, atravesaron el Cabriel, el segundo río más limpio de un lugar llamado Europa, no sin antes provocar las risas de los lugareños  al ser preguntados por un barquero para cruzarlo, ya que su caudal apenas tenía dos palmos de profundidad.
 El labrador de un campo de sandías, se puso tan rojo por la ira como el color de sus frutas, al ver como Don Peyote en una loca carrera que dejaba atrás a sus amigos, ensartaba una detrás de otra al creerse que era un ejército contra el que pelear incansable. Una pedrada en su cabeza le hizo caer a tierra a pesar de sus protecciones, pero la peor parte se la llevó cuando el agricultor lo golpeó incansable con una vara de avellano hasta que partió en dos la madera y varias costillas del agresor agrícola.
 Los inmigrantes del este, no comprendían a Don Peyote cuando les preguntaba si estaban prisioneros de los magrebíes, que les acompañaban al terminar su jornada laboral en la vendimia. Mucho menos los capataces y jefes de la finca, cuando les comunicó con firmeza que estaban liberados a cambio de adorar a su amada Dulcebea. El caballero armado no se equivocó con el origen de los moros al atacarlos, pero tuvo que emprender rápida retirada al ver como de nuevo lo apedreaban entre todos.
 Un grupo de moteros disminuyó su velocidad hasta quedar a la altura del trío en carretera nacional tres. Todos ridiculizaban a Don Peyote por su imagen, más aun cuando bromearon proponiendo una carrera entre los jefes de ambos grupos. Pactaron que Dulcebea y Sincha Bola se adelantaran un par de kilómetros como  referencia de distancia y vuelta al punto de partida como meta y así lo hicieron. Una vez apartados lo suficiente, un piloto dio la señal de salida con un pañuelo de su cuello. Don Peyote pedaleó todo lo rápido que pudo, mientras su oponente permanecía estático entre las carcajadas de sus compañeros. Cuando se hubo alejado cien metros, el motero giró su puño para dar alcance a su rival, Don Peyote lanceó los rayos de su rueda delantera cuando lo tuvo a su alcance y el motero salió despedido cayendo rodando por la pendiente de un barranco. Todos sus compañeros corrieron para ayudarlo mientras los tres amigos huían  y se escondían por el monte, ahora ellos riendo sin parar.
 Los tres socios interceptaron la limusina de un ministro del partido político en el poder, en plena campaña electoral municipal. El ingenioso hidalgo, golpeó con su arma captadora de ondas a los fornidos guardaespaldas, unido a su compañero que atacaba con una legona, mientras la bella dama estrangulaba con su propia corbata al alto cargo. Don Peyote encontró un maletín repleto de dinero negro procedente de sobornos en el maletero y lo guardó con celo en su alforja.
 Empezaban a brillar ya los neones y se divisaban los colosos de piedra, peleando en el horizonte por el espacio con el azul cielo ya oscureciendo y el verde mar, en lo que parecía una lucha entre la naturaleza y la barbarie destructiva de la raza humana, con el astro rey en decadencia, como si fuera el juez en tan cruel combate. Los tres llegaron hasta la ciudad donde existía el local sin sueños, porque nunca se dormía.
 Ya en la puerta del deseado lugar, un enorme gigante del norte defensor de la entrada del supuesto castillo,  apodado “Ciclón”, no por sus semejanzas con ningún huracán ni por su velocidad, sino por sus continuos “ciclos” en el excesivo abuso de anabólicos, negó la entrada a los tres compañeros de viaje, aludiendo con desprecio incluido a sus vestimentas, no aptas para el nivel del antro, además de afirmar con rotundidad que su “choni” era más guapa que Dulcebea.  Encolerizado, Don Peyote encabritó su cabalgadura cargando contra el coloso con su “Pequeña Manchega”, una navaja de siete muelles de Albacete, que puso en retirada al forzudo antes de que la desplegara del todo.
 Dentro del local, danzaron, bebieron y rieron hasta sus últimas fuerzas, siendo aplaudidos por la multitud que abarrotaba la pista, puesto que los confundían con un espectáculo de la discoteca. Viendo la atracción que provocaban, el gerente les hizo pasar a su despacho, con la intención de contratarlos para futuras actuaciones. Don Peyote confundió las bolsitas de polvo blanco que le ofrecieron, con maliciosos enanos, pinchando estas con su arma y esparciendo su contenido por el aire, entre los gritos de su propietario, que fue apaleado sin piedad por los tres compañeros hasta perder toda su mercancía, que terminó  en parte accidentalmente y en parte a propósito en sus fosas nasales. Nunca supo don Peyote la causa de que la inmensa mayoría de los festeros le entregara varios billetes a cambio de mínimas porciones de la sustancia arrebatada, si a él, como noble caballero que era, no le movía el dinero sino las causas justas y pensaba repartir la sangre de los diminutos agresores como ofrenda y recuerdo de su hazaña.
 Transcurrieron meses  intensos viviendo como virreyes de la localidad, terminaron por confundir la noche con el día y la realidad con la triste realidad. Don Peyote terminó enfermo por el uso y abuso, de todo tipo sustancias legales e ilegales. En el hospital donde fue internado por una sobredosis, Sincha Bola lloraba desconsolado cuando el doctor le confirmó que apenas le quedaban horas de vida, terminó de perder la razón cuando no alcanzó a comprender lo que don Peyote susurraba.
-Estar sereno todo ciego, que estando sobrio ebrio me acondiciono…
 La trabajadora de rotonda alcanzó para don Peyote entre llantos, las alforjas que solicitaba de un armario cercano, ya que su falta de fuerzas le impedía alzarse. De su interior, extrajo los documentos que adjudicaban la propiedad de sendas viviendas para sus camaradas, así como dinero en efectivo, valores del estado y diversas  inversiones en bolsa de incalculable cuantía.
 Con la mirada casi perdida y ya con la sombra de la negra oscuridad planeando sobre su alma, don Peyote realizó un último esfuerzo incorporándose para hablar a su escudero. Se dirigió a él con cierto orgullo y plenitud de cordura en las palabras de  su último discurso.

-¡Vive Dios amigo Sincha, de la locura nace felicidad y de una quimera, justicia!

1 comentario:

  1. Que buena parodia totalmente actualizada a los tiempos actuales. jajaja
    Me he reido mucho con la forma de pago del dueño de local, y de como Don Peyote reparte su justicia.
    ¿Quizás hubiera faltado un poquito de Ayahuasca a toda esta historia? ^^
    Me ha hecho reir un buen rato.
    Abrazos. ^^

    ResponderEliminar