martes, 19 de junio de 2018

Ivonne

Por Juan Carlos Santillán Villalobos.

—¿Mantuvo usted relaciones sexuales con la menor? ¡Conteste sí o no!
El Profesor puede sentir aún en las yemas de los dedos su piel suave. La textura de su blando vello púbico. Su tierna vulva húmeda.
—Sí.
Conoció a Ivonne en una cafetería.
—También me gusta Oé.
Bajó el libro y la observó a través de sus gruesas gafas de montura negra. Era bastante menuda, parecía aun menor de lo que en realidad era. Llevaba uniforme de colegio. Un colegio católico, de monjas. Pulóver verde y falda tableada a cuadros. El cabello muy negro y lacio, corte paje. Los ojos almendrados, algo separados. Los labios delgados abultados en el centro, de manera que lucían carnosos. No llevaba maquillaje ni aretes. Un brillante crucifijo dorado descansaba sobre su pecho casi infantil. Su voz... su voz era ronca y acariciadora. Toda su sensualidad se concentraba en su voz y en su mirada.
—Perdón, ¿cómo dices?
Levantó su mano pequeña, de dedos flacos y uñas carcomidas. Traía una diminuta tira de cuero atada al índice que apuntó hacia él.
—El libro.
Estúpidamente, dio la vuelta al libro y miró la portada, como si él mismo no supiera qué estaba leyendo. "El grito silencioso", de Kenzaburo Oé.
—Ah, sí. Lo estoy releyendo. Me gusta mucho también.
—Esos orientales son unos pervertidos.
Él sonrió.
—¿Te parece?
—Sí, claro. ¿Has leído "El amante de la China del Norte"?
—Marguerite Duras. Originalmente se llamó "El amante", a secas, pero a la gente le parecía raro un chino alto y blanco, así que la autora decidió hacer el añadido. Por cierto, la autora es una mujer francesa, no un hombre oriental.
—Pero las cosas que le hizo el tipo...
—Es un libro.
—Dice que  la historia es real.
—Lo sé.
Ella lo observó en silencio un momento.
—¿Ocurre algo? —le preguntó él.
Entonces ella lo dijo.
—Soy Ivonne. Y soy sapiosexual.
Estaban solos en ese ambiente. Él volvió a sonreír, nervioso.
—Pues yo no soy pedófilo.
—Porque no has tenido la oportunidad. No me has dicho tu nombre. Te diré "Profesor". ¿Quieres tener la oportunidad, Profesor?
—¿Cómo... cómo dices?
Ella no sé relamió los labios ni se recogió la falda. No desabotonó la blusa que quedaba oculta bajo el pulóver y el crucifijo. Se limitó a repetir:
—¿Quieres tener la oportunidad?
Y él, con treinta y nueve años y diez meses de vida, con un matrimonio feliz, con un hijo adolescente casi de la misma edad de ella, que lo hacía sentir orgulloso de sus logros, y con un trabajo bien remunerado que dependía en buena medida de su imagen intachable, él, con todo eso, respondió sin embargo con el único monosílabo que podía destruir su vida:
—Sí.
—Sal primero. Sube a tu auto y da la vuelta a la manzana. Recógeme en la calle de atrás.
—¿Has hecho esto antes?
—Voy al baño.
Sin más, se levantó y se fue. Él se quedó sentado, asiendo aún el libro abierto, con la garganta reseca y las manos empezando a temblarle. Cerró el libro, salió del local y se dirigió a su auto.
Se aferró fuertemente al volante.
—Voy a ir preso —dijo en voz alta.
Lo interrumpieron los golpes en la ventanilla del lado del copiloto. Miró alrededor. Como un autómata, había conducido hasta el lugar acordado casi sin darse cuenta. Ella golpeaba el vidrio con los nudillos. No había nadie más en la calle. Él abrió la puerta. Ella subió y se acomodó en el asiento con la pierna izquierda doblada, su rodilla tocando el muslo de él. Entonces él notó realmente lo menuda que ella era: el flequillo de colegiala quedaba a la altura de su barbilla mal afeitada.
—No me digas que te arrepentiste, Profesor.
Su voz ronca, su rodilla contra el muslo de él, su muslo descubierto. Una fuerte erección inflamó el pantalón de mezclilla. Ambos lo notaron a la vez.
—Nada de eso —respondió el Profesor. Y puso el auto en marcha.
Es increíble lo fácil que resulta, en ciertas partes de esta ciudad, entrar a un hotel con una menor de edad sin que nadie haga pregunta alguna. Dejaron el auto en el estacionamiento y subieron a la habitación. 306A.
—El número de mi casillero —dijo ella, tomando la llave de la mano de él—. Tal vez nos trae suerte.
Se adelantó y buscó la habitación. Viéndola caminar delante de él, como guiándolo, al Profesor le entró una pena profunda, acompañada de náuseas, que le revolvió el estómago al pensar una vez más cuántas veces habría hecho la chica eso antes. Llegó junto a ella, que se había quedado de pie frente a la puerta.
—Es aquí —anunció Ivonne, como burlándose de la obviedad.
—Haz lo honores: tú tienes la llave.
Ella sonrió a medias. Llevó la llave a la cerradura e intentó introducirla, pero el temblor de sus manos se lo impidió. En ese instante el Profesor quiso cubrirla de besos. Ella volteó. Lo encaró, desafiante. Logró mantener la voz firme al preguntarle:
—¿No deberías abrir tú y llevarme en brazos?
Él abrió la puerta y dio la vuelta hacia ella, haciendo el ademán de cargarla.
—Era una broma —dijo ella, entrando sola.
Fue directamente a la cama. Se sentó con las piernas muy juntas, la cabeza baja. Durante un momento, el Profesor no supo qué hacer. Finalmente pasó, cerró la puerta con seguro y se sentó a su lado. La observó. Ivonne tenía el rostro encendido, casi parecía congestionado. Sus ojos lucían vidriosos. Los dedos temblorosos jugaban con  el anillo de cuero sobre la falda. Las rodillas entrechocaban.
—No tienes... no tenemos que hacer esto
Ella volteó hacia él y colocó la mano en su pantalón, sobre el miembro aún erecto.
—Eso te decepcionaría mucho.
—No lo niego.
—Hagámoslo. Házmelo.
Lo soltó, se dejó caer de espaldas en la cama y así se quedó, quieta. Por segunda vez, el Profesor permaneció un momento sin hacer nada. Después se quitó el saco y las gafas. Se dirigió al interruptor de la luz.
—No la apagues... por favor —susurró Ivonne.
Su voz ronca. El Profesor decidió no pensar más. Cuando metió las manos bajo su falda, sentió la ropa interior húmeda. No hubo más preámbulos. Le quitó la diminuta tanga, se abrió la bragueta y bajó su bóxer. La levantó y la hizo sentar sobre él. La penetró sin más. Ella lanzó un alarido. Era virgen. Él no se detuvo Ella se aferró a su espalda, clavándole las uñas. Él la cogió del cabello con fuerza. Ella gimió. Ambos descubrieron que les gustaba la violencia.
—¿Empleó la violencia con ella?
—No —miente el Profesor.
—¿Y cómo explica los moretones?
Salieron muy tarde de la habitación.
—¿A dónde te llevo?
—Tomaré el autobús.
—Pero tengo el auto, puedo llevarte.
—Sería peligroso.
Hablaba sin mirarlo a los ojos. Terminó de arreglarse y se dirigió a la puerta. Se detuvo.
—Estudio en el Carmelitas, el colegio —le informó—. Salgo a las seis.
Y se fue.
Se vieron casi a diario durante un par de semanas. Pero un día, ella desapareció. Al tercer día de ausencia, él empezó a preocuparse. Al cuarto, ella apareció en la cafetería. No llevaba puesto el uniforme. Traía unos jeans y un jersey muy sueltos.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó él Profesor
—Mi madre vio los moretones.
El profesor se revuelve en  la silla, nervioso.
—La madre.
—¿Fue la madre, me dice?
—Sí.
Se acomoda las gafas, por hacer algo.
—¿Y qué hizo?
—Se lo dijo a mi padre. Nos mudaremos.
—¿A dónde?
—Lejos.
Él guardó silencio.
—Fuguémonos —dijo ella de pronto.
—¿Qué?
—Vámonos juntos a cualquier parte, Profesor. Deja a tu familia. Yo dejaré a la mía.
Él miró alrededor. Había gente ese día. Los miraban.
—Baja la voz. No sabes lo que dices.
—Sí lo sé. Estoy harta de ellos.
—Ya. Eso es normal.
—¿No quieres?
—No.
Se hizo el silencio. Ella lo miró durante un largo minuto. Luego se levantó y se fue. Él no la siguió.
La hallaron muerta dos días después. La noticia apareció en todos los titulares.
—Ivonne se suicidó.
—Eso dijeron los medios.
—Estaba embarazada.
—Sí.
—¿Usted lo sabía?
—No.
—Y nos dice que los moretones que presentaba el cuerpo se los provocó la madre.
—Fue lo que ella me dijo.
—¿Qué hizo cuando supo que había sido hallada muerta?
Se masturbó pensando en ella, llevándose a la nariz un mechón que había arrancado de su cabello. Después fue a la comisaría.
—Me entregué a la justicia.
—Pero usted no tuvo nada que ver con su muerte.
—No.
—¿Entonces por qué se entregó?
—Sabía que llegarían a mí. Averiguarían que habíamos tenido algo.
La fiscal resopla.
—No tengo más preguntas, señor juez.
—Bien. El acusado póngase de pie.
El Profesor obedece.
—Se dictará sentencia el día de mañana a mediodía. Hasta entonces, seguirá en prisión preventiva. Se levanta la sesión.
Le colocan las esposas. Lo llevan al vehículo. En el camino pasan junto a un grupo de muchachas. Son las amigas de Ivonne, que han asistido a la audiencia. Una de ellas logra acercarse al Profesor. Es una rubia alta, bastante desarrollada.
—¡Hijo de puta! —le grita. Y le escupe en el rostro.
Él ha cerrado los ojos por inercia. Al volver a abrirlos, le sostiene la mirada. Pasa la lengua por sus labios, saboreando la saliva que escurre por ellos. Ella lo observa asqueada. Se da la vuelta. En el grupo hay una chica morena, menuda y esmirriada. Parece menor que las demás. Contempla al Profesor como hipnotizada.
—Saldré en dos años —anuncia el Profesor, dirigiéndose a la morena, que abre los ojos, sorprendida.
Sólo serán dos años. Con un recurso, su abogado conseguirá que la pena no sea efectiva. Por entregarse, por colaborar, porque no tiene antecedentes. Y porque no dejó huellas en el frasco.
La morena le sonríe, tímida. Él le devuelve la sonrisa. Sólo serán dos años. Tal vez mucho menos.


1 comentario:

  1. Debo confesar que cuando empecé a leer este relato me repugnó. El tema pedofilia me produce un rechazo sin vueltas. Tragué saliva y continué; hice bien. No es que me parezca buena la primera parte; está al borde de la pornografía, para colmo infantil. Pero la resolución del nudo narrativo es impecable y sorprendente (por usar un lugar común siempre eficiente). Bien mirado, se asiste a la caída de un hombre, no al “pecado”, sino a su lado oscuro, que él mismo ignoraba tener. Me ha parecido contundente como un mazazo. La alusión al crimen, reducida a una sola frase corta: para aplaudir. El final, macabro y redondito.

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