martes, 19 de junio de 2018

Ecos de gorgona

Por Ismael Manzanares.

El murmullo de la vida diaria flotaba dentro de la pequeña sala. Andrómeda estaba apoyada en el marco de la ventana cubierta de gasas por la que la brisa traía la frescura del mar. Los rayos de sol se filtraban, coloreando de dorado el espacio alrededor de Perseo, sentado con la mirada perdida.
—¿Te atraigo? —preguntó la mujer.
—Sabes que sí —respondió él tras unos instantes.
La luz que entraba por el vano iluminaba el pelo castaño de Andrómeda y delineaba el contorno de un pecho a través de la túnica. Se dio la vuelta y bordeó la constelación de brillantes motas de polvo hasta el maniquí, que  sostenía el atuendo que cualquier habitante de Argos sería capaz de reconocer.
—Eres un héroe. —La mujer acarició las plumas púrpura del yelmo, deslizó la mano por el pulido metal del escudo, dibujó con un dedo la silueta de los músculos en el cuero endurecido del peto—. El pueblo te adora. Cualquiera de ellos daría su brazo derecho por besar una sola de tus posesiones...
—Que lo hagan, si quieren. No son más que objetos.
—¡Solo objetos! —se burló Andrómeda—. ¡El escudo que te protegió de Atlas! ¡La espada que abatió a Medusa! ¡El casco de Hades! ¿Qué te ha pasado, Perseo? ¿Cuándo has perdido el orgullo?
Perseo levantó la cabeza y un destello de furia brilló en sus ojos oscuros. Andrómeda se permitió una leve sonrisa. Le agradaba esa mirada salvaje e indómita, el rostro de piel morena, la barba desaliñada. Pero el desafío no fue aceptado. Él volvió a bajar la mirada, taciturno. Sin dejar de sonreír, Andrómeda se acercó.
Se dice que todos los campeones son guerreros brutales, inmunes al dolor y padecimiento. No así Perseo, cuyo cuerpo atormentado es más líquido que rocoso, cuya mente es más reflexiva que audaz. Andrómeda introdujo la mano entre los rizos rebeldes de la cabeza y se contuvo para no dirigir esa mueca lobuna a la húmeda pulsión entre sus piernas. Pero su mente le decía que era pronto. Aún había un enigma que descifrar.
—Perseo, ¿qué te ocurre? ¿Qué es lo que te atormenta?
La chispa en los ojos de él volvió a apagarse. Con voz tenue respondió.
—Respóndeme tú, Andrómeda. Cuando tu padre te entregó en sacrificio a Ceteo, ¿qué sentiste?

Andrómeda dudó. Recordaba la playa de piedra rocosa, a donde había sido conducida por su padre y la comitiva del templo. Ella no se opuso, dócil y aún medio drogada, cuando las esclavas la desnudaron y le impusieron la gargantilla de zafiros y aguamarinas. Lo último que vieron sus ojos antes de que le colocaran la venda fue la frialdad en la mirada de su padre. Lloró y gritó. Después el silencio y, más tarde, el sueño.
Despertó con el rumor del oleaje. El peso de su cuerpo erguido recaía sobre las muñecas atadas a lo alto del poste. Esperó en la soledad y el silencio, pero el monstruo marino se lo tomaba con calma. Y entonces escuchó los pasos sobre las piedras sueltas. Alguien se acercaba. Ella, por pudor o sorpresa, no pronunció palabra. Era evidente su condición de víctima sacrificial. Andrómeda sintió cómo la presencia se acercaba hasta que se detuvo junto a ella. El sentido del oído, sobreexcitado, le presentó un extraño escenario. Oyó un rozar de ropas. Oyó un sonido húmedo y rítmico. Oyó leves jadeos. El enigma se aclaró cuando una mano callosa se apoyó en uno de sus pechos desnudos. El roce envió escalofríos por el pezón, duro por el frío de la brisa.
Un viejo pescador, quizás. Uno de los acólitos del templo, o quizás uno de los sacerdotes. Fuera quien fuera el intruso, se estaba masturbando a costa de su cuerpo indefenso. La mano se deslizó hacia su sexo desprotegido y Andrómeda tembló, con una mezcla de rabia y excitación, al saber que aquel insolente la encontraría mojada. No llegó a descubrirlo. La respiración ajena se aceleró hasta llegar el estertor. El desconocido tuvo el descaro de limpiarse el cálido semen en su abdomen desprotegido. Los pasos se alejaron y Andrómeda volvió a la soledad. Pero el recuerdo lascivo le permitió aferrarse a la vida, durante las largas horas de espera, fantaseando con ser sometida y humillada por el desconocido, sin que el olor almizclado del esperma seco la abandonara, hasta que Perseo llegó para rescatarla.

—¿Qué sentí? Soledad y miedo, Perseo. ¿Es eso lo que intentas decirme? ¿Que tú, un héroe, has tenido miedo? ¿Eso te tortura?
Andrómeda se levantó la túnica y se sentó a horcajadas sobre Perseo. El asomo de burla en la voz despertó la pasión en su amante, que introdujo las dos manos bajo la fina tela con hambre, apretando los pechos tibios hacia los pezones con suavidad, atento como un cazador a la expresión de placer en la cara de Andrómeda. Sin poder remediarlo, ella jadeó, acercando su boca y su cuello a la oreja de él. El roce de la barba se replicó en otro roce más intenso, allá abajo, entre sus piernas abiertas, y el calor palpitante se propagó por todo su cuerpo, amenazando con desbocarse más allá de su control.
—Mi pobre chiquillo… ¿fue Ceteo, a quien derrotaste para salvarme?
Como respuesta, Perseo la besó con violencia. Ella casi se dejó llevar al sentir la lengua introduciéndose en su boca, la intensidad del deseo. Pero se forzó a apartarse.
—¿Atlas? —Las manos de él bajaron hasta rodear sus glúteos y atraerla hacia sí—. Apuesto a que tenía la polla gruesa como la de un caballo.
Perseo gimió y se inclinó hacia delante, levantándose. Ella se vio forzada a rodearle la cadera con las piernas, echando los brazos alrededor de su cuello para sostenerse. Se sentía vulnerable, indefensa al impulso desatado de Perseo: ¿sería capaz de gritar de placer en aquella habitación donde penetran los ruidos de la calle, a pocos pies de distancia? Sí, sería capaz, y supo que lo haría.
—¿Quién, entonces? ¿Medusa?
A la mención del nombre, Perseo se detuvo. En la súbita quietud, ella recuperó el aliento, mucho más acelerado de lo que había supuesto. El hombre la agarró del pelo para poder mirarle a la cara.
—No. Miedo no.

La isla de Sarpedón exponía la virulencia de sus costas de piedra volcánica como una afrenta a los mismos dioses. Perseo se lanzó al agua y nadó hacia la orilla. Desde allí el trirreme parecía frágil. Ninguno de sus compañeros se había atrevido a acompañarle.
Caminó varias leguas hasta que llegó al templo. Las columnas blancas se alzaban contra el azul como los huesos de una ballena gigante. Se ajustó el escudo, desenvainó la espada. Dedicó unos minutos a rogar la bendición de Atenea y de Hermes y se adentró en la penumbra de la columnata.
El interior era fresco y húmedo, mucho más real que el calor hipnótico del malpaís en el exterior. Tardó unos momentos en adaptar la visión a la media luz. El aire llevaba un olor dulzón y el silencio era tan denso que se hacía confundir con un silbido continuo.
Por todas partes encontraba estatuas del más exquisito detalle. Brazos alzados en súplica. Piernas prestas para saltar en una tensión eterna. Torsos encogidos o desafiantes. Rostros de piedra que desgranaban todas las emociones del alma humana.
Cuando el silbido se convirtió en un sonido real, Perseo se giró y observó a través del reflejo en el escudo, tal y como había sido prevenido. El olor la precedió; era inocente como el primer amor, pleno como un orgasmo, desesperado como el adiós. Reclamaba a gritos que se volviera, que se entregara a la fuente del aroma. Perseo sollozó, pero se mantuvo de espaldas. A través del espejo la vio llegar. El cuerpo de mujer era sinuoso como una marejada. Las escamas de la piel aleteaban sobre las rotundas caderas y sobre los senos grises, pero la cara permanecía descubierta como burla a una belleza capaz de provocar la envidia de los dioses. Perseo se mantuvo inmóvil, observando, asfixiado por la fragancia del deseo, por la exuberancia del cuerpo exquisito de la gorgona. Su erección era tal que las piernas le temblaron. Hasta que al fin ella se acercó tanto que los pechos desnudos se apoyaron contra su espalda, plenos y firmes, y una voz acompañada de un coro de siseos le susurró al oído, «Mátame». Perseo comprendió entonces la crueldad de la maldición. La espada pesaba como el tronco de un árbol en el brazo trémulo. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no darse la vuelta y entregarse a esa lujuria mortal. En cambio, fue incapaz de reprimir las lágrimas.

Perseo mantuvo la mirada en silencio. Andrómeda leyó en sus ojos y descubrió a su rival. Una carcajada salvaje despertó en ella.
—Folla conmigo —le dijo, y le lamió la cara una, dos veces—. Folla como si te la follaras a ella.
El fuego volvió a los ojos de Perseo. Andrómeda se dejó hacer. Él la volvió de espaldas y la apoyó contra la mesa. Ella abrió las piernas, anhelando y temiendo la embestida; pero jadeó sorprendida cuando sintió la lengua y los dedos entrando en su interior. Cuando al fin la penetró, encajando la escueta cadera entre sus nalgas, no pudo reprimir el grito de placer que había estado conteniendo, audible con toda seguridad más allá de la cámara, y el pensamiento la excitó aún más. Los pechos se aplastaron contra la superficie cuando él la sujetó del pelo y entonces ambos se entregaron a Eros sin reservas, sin tregua, sin cuartel.

Horas más tarde, Perseo permanecía despierto. El aire fresco del mar de Mirtos se derramaba en suaves olas a través del cuarto, refrescando sus cuerpos desnudos. Con cuidado de no despertarla, echó sobre Andrómeda una sábana. Se encontraba más relajado de lo que se había sentido en meses, quizá en años. Tomó entre sus dedos uno de los rizos del cabello de la mujer. El pelo trigueño, aunque inmóvil, estaba lleno de vida. Sonrió al encontrar un mechón apelmazado por el semen. Sí, también de su vida.

Andrómeda fingía dormir. Estaba agotada, pero aun así, ¿cómo podría abandonarse al sueño? Había sido una dura batalla. No todos los días se derrota a un oponente como Medusa.


1 comentario:

  1. Me ha gustado esta buena ficción de tono mitológico. Siempre es bueno encontrar –o dar- una vuelta de tuerca a las historias que nos cuentan los libros, sobre todo los sagrados. En ese sentido, Perseo enamorado de Medusa es un excelente bocado. La pega: el lenguaje rebuscado, por momentos, cae en algunas incoherencias o excesos. Buen relato, escritor/a.

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