Por Ismael Manzanares.
El murmullo de la vida diaria flotaba dentro de la pequeña sala. Andrómeda estaba apoyada en el marco de la ventana cubierta de gasas por la que la brisa traía la frescura del mar. Los rayos de sol se filtraban, coloreando de dorado el espacio alrededor de Perseo, sentado con la mirada perdida.
El murmullo de la vida diaria flotaba dentro de la pequeña sala. Andrómeda estaba apoyada en el marco de la ventana cubierta de gasas por la que la brisa traía la frescura del mar. Los rayos de sol se filtraban, coloreando de dorado el espacio alrededor de Perseo, sentado con la mirada perdida.
—¿Te atraigo?
—preguntó la mujer.
—Sabes que sí
—respondió él tras unos instantes.
La luz que entraba
por el vano iluminaba el pelo castaño de Andrómeda y delineaba el contorno de
un pecho a través de la túnica. Se dio la vuelta y bordeó la constelación de
brillantes motas de polvo hasta el maniquí, que sostenía el atuendo que cualquier habitante de
Argos sería capaz de reconocer.
—Eres un héroe. —La
mujer acarició las plumas púrpura del yelmo, deslizó la mano por el pulido
metal del escudo, dibujó con un dedo la silueta de los músculos en el cuero
endurecido del peto—. El pueblo te adora. Cualquiera de ellos daría su brazo
derecho por besar una sola de tus posesiones...
—Que lo hagan, si
quieren. No son más que objetos.
—¡Solo objetos! —se
burló Andrómeda—. ¡El escudo que te protegió de Atlas! ¡La espada que abatió a
Medusa! ¡El casco de Hades! ¿Qué te ha pasado, Perseo? ¿Cuándo has perdido el
orgullo?
Perseo levantó la
cabeza y un destello de furia brilló en sus ojos oscuros. Andrómeda se permitió
una leve sonrisa. Le agradaba esa mirada salvaje e indómita, el rostro de piel
morena, la barba desaliñada. Pero el desafío no fue aceptado. Él volvió a bajar
la mirada, taciturno. Sin dejar de sonreír, Andrómeda se acercó.
Se dice que todos
los campeones son guerreros brutales, inmunes al dolor y padecimiento. No así
Perseo, cuyo cuerpo atormentado es más líquido que rocoso, cuya mente es más
reflexiva que audaz. Andrómeda introdujo la mano entre los rizos rebeldes de la
cabeza y se contuvo para no dirigir esa mueca lobuna a la húmeda pulsión entre
sus piernas. Pero su mente le decía que era pronto. Aún había un enigma que
descifrar.
—Perseo, ¿qué te
ocurre? ¿Qué es lo que te atormenta?
La chispa en los ojos
de él volvió a apagarse. Con voz tenue respondió.
—Respóndeme tú,
Andrómeda. Cuando tu padre te entregó en sacrificio a Ceteo, ¿qué sentiste?
Andrómeda dudó. Recordaba
la playa de piedra rocosa, a donde había sido conducida por su padre y la
comitiva del templo. Ella no se opuso, dócil y aún medio drogada, cuando las
esclavas la desnudaron y le impusieron la gargantilla de zafiros y aguamarinas.
Lo último que vieron sus ojos antes de que le colocaran la venda fue la
frialdad en la mirada de su padre. Lloró y gritó. Después el silencio y, más
tarde, el sueño.
Despertó con el
rumor del oleaje. El peso de su cuerpo erguido recaía sobre las muñecas atadas a
lo alto del poste. Esperó en la soledad y el silencio, pero el monstruo marino
se lo tomaba con calma. Y entonces escuchó los pasos sobre las piedras sueltas.
Alguien se acercaba. Ella, por pudor o sorpresa, no pronunció palabra. Era
evidente su condición de víctima sacrificial. Andrómeda sintió cómo la
presencia se acercaba hasta que se detuvo junto a ella. El sentido del oído,
sobreexcitado, le presentó un extraño escenario. Oyó un rozar de ropas. Oyó un
sonido húmedo y rítmico. Oyó leves jadeos. El enigma se aclaró cuando una mano
callosa se apoyó en uno de sus pechos desnudos. El roce envió escalofríos por
el pezón, duro por el frío de la brisa.
Un viejo pescador,
quizás. Uno de los acólitos del templo, o quizás uno de los sacerdotes. Fuera
quien fuera el intruso, se estaba masturbando a costa de su cuerpo indefenso. La
mano se deslizó hacia su sexo desprotegido y Andrómeda tembló, con una mezcla
de rabia y excitación, al saber que aquel insolente la encontraría mojada. No
llegó a descubrirlo. La respiración ajena se aceleró hasta llegar el estertor.
El desconocido tuvo el descaro de limpiarse el cálido semen en su abdomen
desprotegido. Los pasos se alejaron y Andrómeda volvió a la soledad. Pero el
recuerdo lascivo le permitió aferrarse a la vida, durante las largas horas de
espera, fantaseando con ser sometida y humillada por el desconocido, sin que el
olor almizclado del esperma seco la abandonara, hasta que Perseo llegó para
rescatarla.
—¿Qué sentí? Soledad
y miedo, Perseo. ¿Es eso lo que intentas decirme? ¿Que tú, un héroe, has tenido
miedo? ¿Eso te tortura?
Andrómeda se
levantó la túnica y se sentó a horcajadas sobre Perseo. El asomo de burla en la
voz despertó la pasión en su amante, que introdujo las dos manos bajo la fina
tela con hambre, apretando los pechos tibios hacia los pezones con suavidad,
atento como un cazador a la expresión de placer en la cara de Andrómeda. Sin
poder remediarlo, ella jadeó, acercando su boca y su cuello a la oreja de él. El
roce de la barba se replicó en otro roce más intenso, allá abajo, entre sus
piernas abiertas, y el calor palpitante se propagó por todo su cuerpo, amenazando
con desbocarse más allá de su control.
—Mi pobre
chiquillo… ¿fue Ceteo, a quien derrotaste para salvarme?
Como respuesta,
Perseo la besó con violencia. Ella casi se dejó llevar al sentir la lengua
introduciéndose en su boca, la intensidad del deseo. Pero se forzó a apartarse.
—¿Atlas? —Las manos
de él bajaron hasta rodear sus glúteos y atraerla hacia sí—. Apuesto a que
tenía la polla gruesa como la de un caballo.
Perseo gimió y se
inclinó hacia delante, levantándose. Ella se vio forzada a rodearle la cadera
con las piernas, echando los brazos alrededor de su cuello para sostenerse. Se sentía
vulnerable, indefensa al impulso desatado de Perseo: ¿sería capaz de gritar de
placer en aquella habitación donde penetran los ruidos de la calle, a pocos pies
de distancia? Sí, sería capaz, y supo que lo haría.
—¿Quién, entonces?
¿Medusa?
A la mención del
nombre, Perseo se detuvo. En la súbita quietud, ella recuperó el aliento, mucho
más acelerado de lo que había supuesto. El hombre la agarró del pelo para poder
mirarle a la cara.
—No. Miedo no.
La isla de Sarpedón
exponía la virulencia de sus costas de piedra volcánica como una afrenta a los
mismos dioses. Perseo se lanzó al agua y nadó hacia la orilla. Desde allí el
trirreme parecía frágil. Ninguno de sus compañeros se había atrevido a
acompañarle.
Caminó varias
leguas hasta que llegó al templo. Las columnas blancas se alzaban contra el
azul como los huesos de una ballena gigante. Se ajustó el escudo, desenvainó la
espada. Dedicó unos minutos a rogar la bendición de Atenea y de Hermes y se adentró
en la penumbra de la columnata.
El interior era
fresco y húmedo, mucho más real que el calor hipnótico del malpaís en el
exterior. Tardó unos momentos en adaptar la visión a la media luz. El aire
llevaba un olor dulzón y el silencio era tan denso que se hacía confundir con
un silbido continuo.
Por todas partes
encontraba estatuas del más exquisito detalle. Brazos alzados en súplica.
Piernas prestas para saltar en una tensión eterna. Torsos encogidos o
desafiantes. Rostros de piedra que desgranaban todas las emociones del alma
humana.
Cuando el silbido
se convirtió en un sonido real, Perseo se giró y observó a través del reflejo
en el escudo, tal y como había sido prevenido. El olor la precedió; era
inocente como el primer amor, pleno como un orgasmo, desesperado como el adiós.
Reclamaba a gritos que se volviera, que se entregara a la fuente del aroma. Perseo
sollozó, pero se mantuvo de espaldas. A través del espejo la vio llegar. El
cuerpo de mujer era sinuoso como una marejada. Las escamas de la piel aleteaban
sobre las rotundas caderas y sobre los senos grises, pero la cara permanecía
descubierta como burla a una belleza capaz de provocar la envidia de los
dioses. Perseo se mantuvo inmóvil, observando, asfixiado por la fragancia del
deseo, por la exuberancia del cuerpo exquisito de la gorgona. Su erección era
tal que las piernas le temblaron. Hasta que al fin ella se acercó tanto que los
pechos desnudos se apoyaron contra su espalda, plenos y firmes, y una voz acompañada
de un coro de siseos le susurró al oído, «Mátame». Perseo comprendió entonces la
crueldad de la maldición. La espada pesaba como el tronco de un árbol en el
brazo trémulo. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no darse la vuelta y
entregarse a esa lujuria mortal. En cambio, fue incapaz de reprimir las
lágrimas.
Perseo mantuvo la
mirada en silencio. Andrómeda leyó en sus ojos y descubrió a su rival. Una
carcajada salvaje despertó en ella.
—Folla conmigo —le
dijo, y le lamió la cara una, dos veces—. Folla como si te la follaras a ella.
El fuego volvió a
los ojos de Perseo. Andrómeda se dejó hacer. Él la volvió de espaldas y la
apoyó contra la mesa. Ella abrió las piernas, anhelando y temiendo la
embestida; pero jadeó sorprendida cuando sintió la lengua y los dedos entrando
en su interior. Cuando al fin la penetró, encajando la escueta cadera entre sus
nalgas, no pudo reprimir el grito de placer que había estado conteniendo,
audible con toda seguridad más allá de la cámara, y el pensamiento la excitó aún
más. Los pechos se aplastaron contra la superficie cuando él la sujetó del pelo
y entonces ambos se entregaron a Eros sin reservas, sin tregua, sin cuartel.
Horas más tarde, Perseo
permanecía despierto. El aire fresco del mar de Mirtos se derramaba en suaves
olas a través del cuarto, refrescando sus cuerpos desnudos. Con cuidado de no
despertarla, echó sobre Andrómeda una sábana. Se encontraba más relajado de lo
que se había sentido en meses, quizá en años. Tomó entre sus dedos uno de los
rizos del cabello de la mujer. El pelo trigueño, aunque inmóvil, estaba lleno
de vida. Sonrió al encontrar un mechón apelmazado por el semen. Sí, también de
su vida.
Me ha gustado esta buena ficción de tono mitológico. Siempre es bueno encontrar –o dar- una vuelta de tuerca a las historias que nos cuentan los libros, sobre todo los sagrados. En ese sentido, Perseo enamorado de Medusa es un excelente bocado. La pega: el lenguaje rebuscado, por momentos, cae en algunas incoherencias o excesos. Buen relato, escritor/a.
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