lunes, 10 de diciembre de 2018

Los días muertos

Por Yol Anda.

         En verdad os digo, que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere,
 queda solo, pero si muere produce mucho fruto.

Evangelio de San Juan, 12:24


San Petersburgo, 9 de febrero de 1881

  Fiódor Mijáilovich Dostoyevski ha muerto. En la revista Epoja se le habría dedicado la página número tres. Habrían titulado el artículo A medias, pero estuvo, y se le rendiría homenaje en los treinta y seis renglones que lo compondrían. Se le despediría con un Hasta siempre, finalizando con la firma de alguno de los íntimos de su hermano Mijaíl.

Pero no sabrían de lo que estarían hablando: cánticos de grandeza para un hombre de otro tiempo, elogiaría al comenzar; desorden contra el que luchó toda su vida, se leería hacia la mitad del artículo; una Rusia más suya, más nuestra, habría terminado proclamando. Oh, no, no lo sabrían. Palabras carentes de significado propio. Le engrandecerían. Crearían un hombre por encima del hombre. Un monstruo, un Dostoyevski como un Golem devorando al hombre pequeño que en realidad es Dostoyevski, que se vería silenciado por la grandiosidad de su recuerdo. Un Saturno devorándose a sí mismo.
 
  Los renglones paralelos, cómo si no, bien ordenados y la letra demasiado pequeña, constatarían el desconocimiento de mi amigo por parte del autor del artículo. Todo el festín se reduciría a un gran esfuerzo de imaginación, visto en la obligación de rendirle tributo a través de unas líneas. Oh, amigo Fiódor, no te conoce. No te conocen.

  Quiero ver el texto en colores; lo imagino en mayúsculas, manuscrito, con letras irregulares y renglones desequilibrados. Así anunciaría la pérdida de mi gran compañero y confesor. Con brincos, sobresaltos, desmayos; toques de trompeta, pirozhkí para todos. Por eso doy la noticia a gritos en un intento de reparación, de curación. Quiero que toda Rusia sepa que él estuvo ahí. Pero no el Dostoyevski que ellos creen conocer, sino la persona que fue. Con sus idas y venidas, sus ataques, la conciencia, sus complejidades y conmigo. Sí, conmigo; porque uno, por mucho que no quiera, es en parte los demás.


San Petersburgo, abril de 1860
 
  He amanecido nuevamente preocupado. ¿Nuevamente? No, no es nada nuevo. Aparto la manta raída que me cubre y la lanzo lejos del camastro que, con tanta amabilidad, el señor Sergey Kozlov ha dispuesto para mí. Es un hombre bueno al que pago poco y me ofrece poco. Lo suficiente. Un buen trato. Me dispongo a caminar hacia el retrete. Salgo al pasillo y me doy cuenta de que voy descalzo. Mis pasos hacen crujir la madera de todo el viejo edificio. Vivir en el barrio Admiralteisky es todo un lujo a este precio. El edificio podría caerse a trozos mañana mismo, pero ¿qué es la vida sin un edificio a punto de desmoronarse y aplastarte contra el suelo?

  Algo ha cambiado. Al encender la luz hay algo nuevo que no consigo entrever en ese sucio cuarto de aseo. La sección izquierda continúa enmarcando la bañera de cuerpo y medio con restos de pelos y jabón; el ventanuco que mira al Neva mantiene el romántico cristal agrietado. Nada nuevo desde la semana pasada. A la derecha, el retrete continúa con su ojo abierto a falta de una tapadera que aletargue su martirio. En el centro, el espejo. ¿Qué hay de raro en todo esto? ¿Qué ha cambiado? Acerco la parte superior del cuerpo hasta que mi aliento caliente se posa sobre él. Observo mi imagen como si fuera un desconocido. El perfil de la barba oscura sobre mi rubashka me impresiona.

  He quedado con mi amigo Iván Kuznetsov en nuestra taberna de la plaza Sennaya. Tras secarme el sudor con la ropa interior y ponerme lo mismo que ayer, salgo a la calle con ímpetu, con un ansia que pocas veces reconozco en mi persona. Camino deprisa, un pie inmediatamente delante del otro, esquivando a la multitud que mecánicamente viene del centro de hacer sus compras a estas horas. Es tarde, y las mujeres tratan de acompasar su paso al mío, que es muy rápido. Oigo cómo el traqueteo de sus pequeños zapatos compite por alcanzar el espacio que recorro con mis grandes zancadas. Ahora no puedo dejar de mirar al suelo y veo los valenkis que algunos hombres lucen. En esta época del año no es nada apropiado calzar esas botas forradas de lana. Quizá así van más deprisa. ¿Será por eso que las usan fuera de temporada? Estoy frente al café. Es tarde y el sol me abruma. La plaza está llena de gente y, por un momento, solo un momento, desaparezco.

  Como suele ocurrirme en estos casos, lo veo todo como en un sueño. Mi mirada consigue enfocar a una joven llorando en los brazos de su padre, pero la escena está bañada de un halo borroso. No consigo averiguar dónde estoy ni dónde está la joven, pero el ambiente de ese cuarto me es muy familiar. Al retroceder, tropiezo con un camastro hecho trizas donde una mujer de edad avanzada tose con sequedad. Su sarafan está salpicado de sangre.


¡Oiga! ¿Se encuentra usted bien? ¡Oiga! Una joven acude en su ayuda.
Uh…
¿Conoce a alguien aquí? ¿Alguien que pueda ayudarle, señor? pregunta nerviosa ante los espasmos del individuo.
Oh… Anna Niezvanova, mi querida Nietochka… Usted… contesta confuso Dostoyevski.
¿Cómo dice usted? ¿Hay aquí alguna Anna Niezvanova? grita la joven suplicando que alguna mujer de entre las que forman el corrillo conteste.
Su padre es un buen hombre, no se preocupe… murmura el hombre caído.
—¡Fiódor! ¡Fiódor! Acude raudo un hombre de edad similar a la de él, con barba y un traje hecho trizas.
¿Conoce a este hombre, señor? pregunta preocupada la joven.
Sí, sí, señorita. Gracias por su atención. Yo le llevaré a casa contesta finalmente Iván disipando con estas palabras a los curiosos de la plaza.
Fiódor, amigo. ¿Otra vez?
Vanya, amigo…

Caminamos agarrados del brazo por las calles lo que parecen días, semanas. Los días de trabajos forzados en Omsk transcurrieron con la misma lentitud. Días inacabables, noches eternas. Viviendo siempre la misma jornada; muriendo cada noche. Allí conocí a Iván Kuznetsov, mi querido Vanya. Desde entonces no nos hemos separado. Nadie excepto quien ha visto las noches blancas desde un campo de trabajo puede ser más infeliz. Contemplar el cielo al alcance de uno, pero tener las manos atadas. Vanya no es ningún santo. Asesinó a aquel hombre que intentó timarle en una taberna de Tver y lo tiró al Volga. Bebía mucho en aquellos tiempos. Pero nos hicimos amigos inseparables.

Mi buen Vanya, por mi dulce madre María Fiodorovna, yo te juro que he visto a una criatura angelical en mi sueño y, al despertar, ahí estaba, arropándome con sus brazos. No creí jamás ver una imagen como esa. Palmotea en el aire mientras su mirada, todavía algo perdida, recuerda.
Fiódor, amigo, ya sabes que sufres ataques. Todo son alucinaciones, sueños, cuando alcanzas ese estado. Niestochka es uno de tus personajes, no deberías…
Te digo que la vi, y por nuestro pacto de silencio en tierras siberianas, te juro que era igual que la joven que me rescató en la plaza finaliza Dostoyevski.


Me quedaré todo el día postrado recuperándome del ataque y el bueno de Vanya puede que me traiga un poco de pan. Oigo a un vendedor de sbiten anunciar su mercancía por la avenida y los gritos de entusiasmo de unos cuantos críos. Una sonrisa acude a mis labios, lo cual me sorprende gratamente, pues no es un gesto habitual en mí. Voy a echar una cabezada; descansar es el remedio de todo mal. De toda fiebre.

¿Llaman a la puerta? ¿Quién es? vocea algo agitado.
¿Fiódor Mijáilovich? Parece más una burla que una pregunta.
¡Digo que quién es! contesta con un gorgoteo de ansiedad disfrazado de autoridad.
Haga el favor de abrir, se lo suplico. La voz aserrada y aguda le hace pensar que es una anciana.
Aguarde. Voy. Las palabras cortan el aire como lo haría el hacha que guarda debajo del jergón. Y se incorpora.

  Maldita mujer. ¿Qué querrá a estas horas? No puede uno echarse un rato a descansar a mitad de tarde sin que le moleste una vieja. ¿Ha dicho lo que quería? ¿Y esa urgencia por entrar aquí? Deben de quedarle cuatro dientes mal dispuestos y su aliento lo adivino fétido, como el resto de su existencia. ¡Maldita sea! ¿Dónde...? ¡Ah! Aquí está. Uno nunca sabe lo que le espera con gente como esta.

  ¿Oiga? ¿Está usted ahí Fiódor? repite la voz desde el otro lado de la puerta.
 
  Será mejor guardar silencio hasta saber qué desea esta necia mujer. No me convence el tono sosegado de su voz. Maldita farsante…

¿Disculpe? Haga el favor de atenderme ahora, señor. Tengo otros a los que visitar antes de que anochezca insiste la mujer.


No, no caeré en sus redes. No diré nada más. Sirenas demoníacas que hicieron sucumbir la embarcación de Ulises. Me aproximo a la puerta a pasos cortos y de puntillas con el hacha asomando por debajo de mi abrigo. Si alguien pudiera verme… Ja, ja, ja… Pegado a la madera astillada de la puerta, como otra sucia alcahueta, oigo la respiración acelerada de la vieja. La mía también comienza a aumentar de velocidad hasta acompasarse con la suya. Maldita sea, ¿qué es esto? ¿Un juego?

Voy a abrir la puerta. Mantengo tras de mí el arma para usarla si hace falta. Abriré despacio, con cautela y, si fuera necesario, me defenderé. No. Mejor abriré de un golpe rápido y seco para pillarla desprevenida. De esta manera jugaré con ventaja.

¡Oh, gracias a Dios, señor! Creía que no iba a abrirme farfulla la anciana al observar al hombre al otro lado de la puerta.

Tal cual la había visualizado. El físico de esta mujer es idéntico al que había imaginado. Piel cetrina, arrugas a borbotones, un chal de lana gris medio descosido y el sarafan deshilachado. No hay más que hablar. Es completamente inofensiva. Ja, ja, ja…


Al cabo de lo que parecen varias horas, Vanya irrumpe precipitadamente en mi cuarto. El sudor invade su frente y parte de los pómulos. Le insto a que me cuente qué ocurre, pero él no vocaliza y farfulla ideas extrañas. Le hago pasar y acomodarse para que se calme y me cuente qué sucede.

¿Has vuelto a beber demasiado, Vanya? pregunta Fiódor mientras palmea delicadamente su hombro.
No, no es eso. Vengo, vengo… porque la anciana Svetlana, la madre de Sergey Kozlov, tu casero, me ha alertado de tu episodio argumenta Iván con nerviosismo.
¿Qué episodio? ¿De qué hablas?
De tu ataque. Tu segundo ataque hoy. Últimamente son más frecuentes y creo que deberías visitar a algún doctor que…
Vanya, Vanya, quieto… Silencio… ¿Qué dices? ¿Qué ataque? Comienza a caminar por el habitáculo de pared a pared.
¿No lo recuerdas? Dios mío, es peor de lo que imaginaba. Cuando te quedas como muerto, desfallecido, convulsionándote y luchando contra tus demonios siempre te acuerdas. ¿Qué ha sucedido esta vez?
Ciertamente no recuerdo nada de lo que me estás comentando, amigo. Yo estaba tumbado en mi cuarto cuando la vieja llamó a la puerta. Yo abrí y le di dos kopeks como parte de la renta. ¿Qué tiene de particular? Ja, ja, ja…
¿Qué tiene de particular? Ella me contó que, al abrir la puerta, tu rostro parecía el del mismo Satanás y que portabas un hacha escondida debajo del abrigo. Que comenzaste a reír y, de pronto, lanzaste el arma a un extremo de la habitación y corriste a escribir en tu cuaderno como alma que lleva el diablo.
¿Escribir? ¿Hoy? Si bien es cierto que cogí el arma para defenderme de un posible ataque…
¿Ataque? Esa mujer cuenta ochenta y dos años, Fiódor. ¿Cómo iba a atacarte?
No sé, no lo sé, amigo, pero algo me hizo dudar y la cuestión es que mantuve el hacha en mis manos. Pero no hice uso de ella, ja, ja, ja…


Vanya suspira y deja sobre el suelo un paño de tela con algo de pan duro y se recuesta en mi camastro mientras me dirijo hacia el pequeño escritorio. Aparto la desvencijada silla y alcanzo mi cuaderno. En él hay garabatos, alguna gota de sangre seca y diez páginas completas que no recuerdo haber escrito. Las leo detenidamente y palidezco al descubrir un encuentro del protagonista de mi próxima novela con una anciana. Leo el texto al completo ante la ya calmada respiración de mi compañero y vuelvo a sonreír ocultando el rostro para que no me vea.

Cuento dos veces hoy. Ahora sé que durante mis ratos muertos, mis días muertos, cuando los ataques me invaden y me alejan de mi propio ser, otro viene a hacerse cargo de mi mente y, en ocasiones, como hoy, de mi cuerpo para darme liberación. Ahora sé que mi novela se titulará Crimen y castigo, y que Rodia Raskólnikov me visitará próximamente para mostrarme el siguiente capítulo.


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