lunes, 16 de diciembre de 2019

Geriatric Noir

Calamidad es una hembra celosa y tóxica, que tanto más te daña cuanto más pretende abrazarte. Ha estado enamorada de mí desde que tengo memoria, y me ha salido al paso a cada instante, especialmente cuando he estado cerca de mujeres hermosas, de esas que nublan los sentidos.
Hubiera debido imaginarlo nada más verla a ella, con su cabello cardado, exhalando vapores de laca; sus cejas pintadas y su colorete descarado, que evocaban un tiempo mucho menos interesante que el presente; su reluciente dentadura, que parecía extraída del anuncio de corega; y un tipazo, propio de la juventud de sus insultantes 67 años, que no requería de ningún refajo. Ella, sin embargo, lo llevaba bien ceñido por pura coquetería.
El sentido común se quedó afónico gritándome, como en la canción de Sinatra, que saliera de allí, que buscara otro geriátrico, pero mi voluntad había caído cautiva ya del aroma de Joya, de Myurgia, más que si me hubieran inyectado un doble de escopolamina on the rocks. Mi destino estival había quedado ligado definitivamente a la residencia Segundo amanecer.
Firmé los papeles en recepción, una estancia para el trimestre del verano, sin apartar los ojos de sus caderas, que oscilaban de un lado a otro, fruto de las mejores prótesis del mercado. Y justo cuando se había vuelto hacia mí para abanicar sus largas pestañas postizas, un par de tipos me empujaron por detrás, fingiendo un choque involuntario.
Se trataba de un individuo raquítico, calvo y con cara de sindicalista amargado, que caminaba apoyado en una muleta, y de un gigantón encorvado de mandíbula prominente, que recordaba a un villano de James Bond. Era fácil suponer que el abultamiento junto a su pantorrilla derecha correspondía a la bolsa de orina de una sonda. Sudaba copiosamente aunque aquel día no estaba siendo especialmente pesado. Se dirigían hacia un fulano que vestía como el capitán Stubing de Vacaciones en el mar, y montaba una silla motorizada de última generación.
Tantos años como detective privado me habían enseñado a evitar enfrentamientos innecesarios tan bien como a distinguir bolsas de orina, de manera que memoricé sus caras y me volví hacia la recepcionista.
— Oh, sí. Son huéspedes desde hace mucho tiempo. Estoy segura de que se van a llevar estupendamente. Mire, su habitación es la 309.
Arrastré, pues, el par de maletas que llevaba conmigo hasta el ascensor, mientras inspeccionaba, a través de la cristalera, el jardín y la piscina interiores, y comenzaba a maldecir mi suerte al comprobar que en la cafetería no servían alcohol.
La habitación 309 albergaba también a un pequeño y vivaracho pelirrojo que salió a recibirme como si hubiera estado toda su vida esperándome.
— Hola, amigo, bienvenido a tu nuevo hogar. Soy Barnaby. Compartiremos la habitación. Pero no te preocupes: soy un buen compañero. Al menos es lo que han dicho todos los anteriores. Ah, ¿te sorprendes? Claro que no eres el primero. Hace un par de semanas que tu cama quedó libre, pero el viejo Peter se lo pasaba muy bien conmigo. Se reía de mis chistes y eso. En fin, los que no nos podemos permitir una de esas habitaciones individuales con vistas a la piscina tenemos que llevarlo lo mejor que podemos. ¿No te parece? Por cierto ¿Tienes pastis?
— ¿Perdón?
— Sí, hombre. ¿Llevas pastillas en esas maletas? ¿Tienes Zaverex 500?
Puse la maleta pequeña sobre la cama y la abrí. Por supuesto que tenía Zaverex 500, y Sindón, y Promerán y, en general, cualquier otra porquería que puedan recetarle a uno a partir de los 70. Al ver mi pequeño gran alijo Barnaby dio un respingo. Se acercó deprisa y cerró la maleta mirando receloso hacia la puerta.
— Cierra la maleta, por amor de Dios. ¿Acaso quieres buscarte un problema? Hazme caso: esconde bien todo eso y no le digas a nadie lo que has traído. ¿De acuerdo? Yo te guardaré el secreto a cambio de un poco de Zaverex, ya sabes, para lo del dolor de rodillas, pero no debes contárselo a nadie más. Hazme caso. Ahora debo irme, pero tú esconde bien todo eso. Hazme caso. Hazme caso.
Abrió la puerta con cautela y miró a ambos lados del pasillo antes de dejar la habitación. En aquel momento no comprendí absolutamente nada, pero intuí que debía hacerle caso, aunque solo fuera para que no lo repitiera otra vez, de manera que trasladé mis medicamentos tras una rejilla de ventilación y me dispuse a explorar la residencia con mi mejor camisa hawaiana.
Se estableció entre nosotros una amistad casi inmediata. A pesar de su edad, un año mayor que yo, él conservaba el entusiasmo de un joven y yo, a pesar de encontrarme ya de vuelta de todo, aún era capaz de apreciarlo.
Unos días más tarde me encontraba sentado al sol, frente a la piscina, con mi segunda camisa hawaiana favorita, mi sombrero y un gran vaso con burbujas con algo más, observando la sesión de aqua-gym.
— Veo que es usted amante de los deportes de riesgo —dijo ella sentándose junto a mí.
— No lo crea. En realidad sólo soy un apasionado de los gorros de baño. Pero ya que ha tomado asiento… ¿Puedo invitarla a algo más? —Le mostré mi pequeña y fiel petaca—. Pero antes, permítame que me presente: Harvey Lobo, detective retirado.
— ¡Oh, Sr. Lobo, qué interesante! Yo soy Calamity Sprout.
— Ahora que conozco su nombre, el interés es mío —justo en ese momento, en el reflejo de uno de los ventanales observé los gestos que el carcamal sindicalista le hacía a mis espaldas, sólo para comprobar cómo, a continuación, ella se levantaba, sin disminuir un ápice su coquetería.
— No quiero hacerle perder más tiempo, —y sin embargo esa era, precisamente, la que me pareció su intención—. Nos iremos viendo por aquí.
Aquella fue la primera de muchas ocasiones en las que Calamity jugó conmigo. Generalmente tuve claro que únicamente quería tenerme controlado durante unos minutos, lo que sucedía hasta que el capitán Stubing o sus secuaces le hacía una señal. Aquel primer día, sin embargo, yo aún no podía sospechar nada, pero justo cuando regresaba a la habitación 309 tuve la sensación de que el esmirriado y el gigantón doblaban la esquina opuesta del pasillo. Me costó mucho tiempo atar los cabos de la historia. Demasiado. En aquel momento, por ejemplo, ni tan siquiera encontré extraño que el pobre Barnaby hubiera perdido su dentadura. Ni tampoco cuando, algunos días más tarde, perdió sus gafas.
— En ninguna de las otras residencias donde he trabajado se han extraviado nunca tantas dentaduras y gafas como en ésta —dijo la enfermera jefe cuando pedimos un menú líquido—. ¿Qué les pasa a ustedes?
Cuando, poco después, Barnaby enfermó me mantuve a su lado. Durante todo este tiempo, en medio de sus delirios, él insistía en que se había mantenido fiel a nuestra amistad, y me rogaba que le diera algo para el dolor, de manera que casi agoté mi provisión de calmantes. Una noche sufrió un colapso y se lo llevaron al hospital, donde falleció poco después. Al parecer no estaba tomando tanto Sintrón como debía. Curiosamente nadie de la residencia acudió a su entierro.
Ayudé a vaciar sus enseres de la habitación. Tres cajas enteras en las que no había ni un solo medicamento. Esa fue la primera señal de que algo no encajaba. Los días siguientes mis ojos ni tan siquiera buscaron el consuelo de la sensual presencia de Calamity. Me dediqué a indagar sobre el reparto de medicinas: algunas preguntas discretas aquí y allá, y pronto descubrí que existía una distribución farmacéutica clandestina: un grupo de residentes recogía las pastillas que repartía la enfermera jefe y luego las distribuía según su conveniencia o las subastaba al mejor postor.
Durante un tiempo no me fijé en nada más hasta que, casi accidentalmente, reconocí las gafas de Barnaby sobre la cara de otro. El viejo detective que llevaba dentro volvió a tomar el control. Seguí al fulano y cuando entró en los aseos de la planta baja para aliviar su próstata aproveché el momento. Lo arrinconé contra el urinario y le sugerí, con palabras cariñosas y un rodillazo en la entrepierna, que me indicara de dónde había sacado las gafas. Así fue como mis pasos se encaminaron hacia el capitán Stubing y sus esbirros.
Fueron ellos, sin embargo, los que me encontraron primero. El cebo, cómo no, fue Calamity, quien me citó en la sala de billar a medianoche. Alguien en sus cabales no hubiera acudido, pero ya he dicho que hay ciertas mujeres que nublan mis sentidos, especialmente mi sentido común.
De modo que acudí, bien perfumado, y con una viagra en el bolsillo. Entré sonriente en la sala, cuya penumbra interpreté como la iluminación perfecta para una escena de seducción, pero ella no estaba y la película iba a ser bien diferente. Apenas la puerta se hubo cerrado detrás de mí algo me golpeó en las piernas, haciéndome caer al suelo. En ese momento los tubos fluorescentes se encendieron, cegándome por unos segundos. Cuando recuperé la vista tuve un contrapicado perfecto del sindicalista y el gigantón, cada uno a un lado. La banda sonora era la del motor eléctrico de la silla del capitán Stubing.
— Es usted un hombre terriblemente molesto, Sr. Lobo. En menos de tres meses ha conseguido usted sacarme de mis casillas. Normalmente no suelo fijarme en los residentes que vienen sólo por el veraneo, pero usted se ha empeñado en acabar con nuestro pequeño ecosistema, y me veo obligado a tomar medidas. Ha de saber que este lugar es lo que es gracias a mí. La residencia Segundo amanecer es un remanso de paz porque nosotros mantenemos el orden. Los viejos nos confían su seguridad, y usted ha puesto todo eso en peligro.
— Es usted un tipo cruel. Por un momento pensé que me iba a pegar un tiro, pero ahora veo que lo que quiere es matarme de aburrimiento con su cháchara. Por favor, dispare ya, pero cállese.
Hubiera jurado que hasta la silla de ruedas enrojecía de ira, pero en contra de lo que cabía esperar, el capitán Stubing mantuvo el control.
— Aquí no disparamos a nadie. Hace demasiado ruido, y daría lugar a investigaciones indeseadas. Nosotros tenemos un sistema mucho más equilibrado, como bien sabía su amigo Barnaby: las faltas leves se castigan con la retirada de la dentadura; si el sujeto reincide, pierde las gafas; a partir de ahí, las penas varían desde el racionamiento de la medicación hasta una rotura de cadera o, en el peor de los casos, las caídas accidentales en la ducha o por la escalera. En su caso, creo que podemos prescindir de los pasos iniciales. ¿No le parece?
No necesitaba más. Aquel imbécil motorizado acababa de apuntarse la muerte del bueno de Barnaby y sus planes para mí no acababan de convencerme. Me volví hacia las piernas del gigantón y metí la mano por el camal del pantalón hasta alcanzar la bolsa de orina. Tiré de ella con todas mis fuerzas antes de que tuviera tiempo de reaccionar. El dolor que le provocó la sonda tirando de su vejiga hizo que se desplomara, inconsciente, como un árbol recién talado. El sindicalista amargado anduvo lento de reflejos, pero cuando se dio cuenta, levantó su muleta con la intención de descargarla sobre mí. Yo tenía en mi mano la bolsa, repleta de orina, que había arrancado de la pierna de su compinche. La dirigí hacia él y la estrujé con todas mis fuerzas. El líquido amarillo y resbaladizo salió en todas direcciones y se coló bajo su zapato justo cuando avanzaba hacia mí. El ruido que hizo su cabeza al golpear el suelo hubiera resultado de lo más cómico de no ser porque le significó la muerte.
Hubiera querido incorporarme como un felino, pero a lo más que alcanzó mi cuerpo fue a hacer la croqueta hacia un lado, ponerme a cuatro patas, y apoyarme en la mesa de billar para acabar de levantarme. El capitán Stubing hacía derrapar su sillita sobre el pis mientras intentaba lanzarse contra mí. Tomé uno de los tacos que había sobre la mesa y me dispuse a partírselo sobre la cabeza. De pronto la silla el capitán abrió mucho los ojos, y comenzó a farfullar de manera ininteligible. Ladeó la cabeza, sus brazos se retorcieron y las manos se crisparon en un gesto imposible. La silla siguió avanzando, pero trazó una curva pronunciada y sólo se detuvo al chocar contra una columna. Me acerqué. El capitán estaba terriblemente pálido, y cubierto de sudor. Era evidente que estaba sufriendo un ictus. Todo el mundo sabe que los primeros instantes tras un ictus son cruciales para evitar secuelas, de manera que escupí sobre él y me fui a dormir tranquilamente.
Calamity me esperaba junto a la puerta, a la mañana siguiente.
— Espero que no me juzgues muy severamente —y como yo guardara silencio, añadió:— también yo soy una víctima. Tengo una artritis de grado tres y necesito una cantidad terrible de calmantes. Él era el único que podía proporcionármelos y, además, me había pagado las prótesis de cadera. ¿Lo comprendes? Ahora todos en esta residencia me odian, pero no me importa. Lo que no podría soportar sería tu desprecio. Dímelo, anda. Dime que me comprendes, que cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo.
Me hubiera gustado soltar una frase como la de Rhett Buttler en Lo que el viento se llevó pero francamente, queridos, a mi edad ya poco importa marcharse con estilo. Le di la espalda en silencio y arrastré mi par de maletas al exterior de la residencia Segundo amanecer mientras el rimmel de Calamity se diluía y le daba el aspecto horrible que siempre debió tener.

Consigna: Temática libre.

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