jueves, 11 de marzo de 2021

El antídoto

 


 Dante y Sora se acercaron con sigilo hasta un venado que devoraron en un parpadeo. Pobres, tenían hambre. Llevamos cinco días caminando y nuestro destino sigue pareciendo inalcanzable. Mi estómago gruñe. Tengo la mente tan perdida que apenas me acuerdo de comer.

Será mejor que descanse un segundo.

Me siento en una piedra y estiro las piernas. Veo que los raspones sobre los tobillos y las marcas en las rodillas han empeorado en los últimos días. Tiene sentido. El sendero se ha vuelto bastante violento y la nieve no está ayudando nada. Saco de mi bolsillo un trozo de carne seca que está tan fría como un hielo y me la como mientras admiro a los chicos, que están rebuscando entre los restos aún frescos de su presa. No bastará, es muy poco como para satisfacerlos.

Me ven en la distancia y se acercan hasta mí, acostándose sobre mis pies. Dante lleva varios días tiritando. La idea de que pudiese estar enfermándose me tiene nerviosa. Sora acerca la cabeza hasta mi mano y empieza a lamerla transmitiéndome el calor de la sangre de aquel pobre venado que pasó a mejor vida.

 Hago un esfuerzo para levantarme. Los lobos al sentir mi movimiento se levantan también, dedicándome una mirada confundida, como diciendo: «¿Adónde vamos ahora?».

Empiezo a caminar y, como siempre, se alejan de mí cada tanto para estudiar el camino y protegerme de eventuales peligros inesperados, o para cazar alguna presa indefensa. Noto que ya no son tan ágiles como antes, incluso luego de haber descansado o comido. No es suficiente para ellos, ni para mí.

            Seguimos el sendero entre los árboles y la nieve. Más adelante nos encontramos con un pequeño campamento compuesto por tres chozas, que se alzaban entre grandes paredes rocosas que las protegían del viento. Me acerco a una y antes de poder entrar veo que alguien me corta el paso.

            —¿Adónde crees que vas? —dice una mujer con una voz rasposa. Viste con una capucha que cubría todo su cuerpo, dejando al descubierto sus ojos nada más. Incluso entre tantos trapos notaba que su cara estaba sucia. Quizás cuándo fue la última vez que se lavó.

            —Perdona, yo no pretendía…

            Saca un cuchillo de un bolsillo con una agilidad inesperada y lo apunta hacia mí. Mi cuerpo se estremece y los lobos lo notan. Empiezan a gruñir, enseñándole los colmilllos a la mujer del campamento.

            —Calma, calma —digo, apoyando una mano sobre Dante e una sobre Sora. Levanto la mirada y me concentro en los ojos de la mujer encapuchada. No es mala, tiene solo miedo—. Perdona, soy Leslie, la hija de la reina Margherita.

            La mujer se sobresalta, mantiene el cuchillo empuñado unos segundos antes de guardarlo de nuevo.

            —El poder de la reina no llega hasta estas tierras. ¿Qué haces aquí?

            —Necesito un lugar para descansar y algo de comida. Se las puedo pagar, lo prometo.

            —No queremos problemas, será mejor que te vayas...

            —Déjala pasar —interrumpe una voz. Otra mujer vestida con trapos parecidos apareció de dentro de la tienda.

            —Los lobos pueden estar afuera si es un problema, están acostumbrados a soportar el frío.

            Al entrar lo primero que siento es una corriente de aire caliente que me hace estremecer. No recuerdo la última vez que sentí un calor parecido. Proviene de un caldero enorme en el centro de la tienda del que hervía una especie de sopa lo suficientemente grande como para alimentar unas cincuenta personas. El olor no parecía demasiado atrayente, pero si alcanzaba a comer algo de eso seguro que mi cuerpo estaría agradecido. Hay cinco personas más, sentadas a lo largo de la tienda sobre grandes cojines de piel de oso. Todos me regalan una mirada de desconfianza mientras entro. La mujer que me hizo entrar señala uno de los cojines, invitándome a sentarme, mientras con la otra mano hace una seña a un encapuchado junto al caldero, que inmediatamente se dedica a servirme de comer.

            —Bebe, te hará bien.

            —¿Cómo puedo llamarla?

            —Soy Myrta, la jefa de los Khali. Somos una pequeña comunidad de sabias que viven entre las montañas. Cada tanto movemos nuestro campamento, pero el tiempo ha empeorado tanto que llevamos acá paradas casi tres meses. Tenemos que alejarnos cada vez más para encontrar comida porque los alrededores están vacíos ya.

            —Me he dado cuenta —digo, dando el último sorbo a aquella sopa desconocida. Estaba mejor de lo que esperaba—. ¿Y si el tiempo no mejora?

            —Pues moriremos aquí. Nacimos de las montañas, nuestro destino es acabar nuestros días acá. —Myrta se quita la capucha, dejando al descubierto una cabeza con un atisbo de cabellos blancos desordenados regados por todo su cuero cabelludo. Su rostro estaba lleno de marcas y cicatrices—. ¿Qué trae a la hija de la reina a estos lares? Es muy peligroso para ti sola.

            —Dante y Sora me acompañan desde que nací. No estaré nunca sola. —Lanzo un profundo suspiro—. Mamá está muy enferma. Ha sido envenenada por uno de sus ministros. La ha envenenado de a poco durante los últimos dos años como venganza por haberse casado con mi padre. Dicen que también a él lo mató, pero fue hace tantos años que todo ha quedado en el olvido.

            —¡Nosotros no podemos ayudarte! —exclamó la mujer del cuchillo, que seguía plantada junto a la entrada de la tienda.

            —Como ves, nuestra comunidad no le debe nada al reino —dice Myrta con un rostro inexpresivo—. Pero tus ojos son sinceros y llenos de coraje. Me recuerdas a mí de joven. ¿Qué necesitas?

            —El hombre que envenenó a mi madre escapó apenas nos enteramos, dejando una carta en la que especificaba que si quería salvarla necesitaba un antídoto que solo se encontraba en el corazón más caliente de la tierra, al norte del norte. Llevo un mes recorriendo un sendero del que no estoy siquiera segura, a la búsqueda de algo que no conozco y no sé si existe.

            La mujer ríe, dejando entrever sus dientes sucios.

            —Sé lo que estás buscando. —Se pone de pie y me toma de la mano. Sus dedos se sienten arrugados y calientes, como si hubiesen vivido mil años. Me lleva al exterior donde veo a mis lobos durmiendo plácidamente—.             Más allá del bosque, donde el sendero se vuelve un desierto de nieve, te encontrarás con una gran montaña que esconde una caverna en su interior. Es el volcán Riho, donde se crea un mineral tan potente que es capaz de curar a cualquier persona o animal. Pero no todos son capaces de trabajarlo. Cuenta la leyenda que solo la bruja Riha puede utilizarlo.

            —¿Por qué dice «cuenta la leyenda»?

            —Porque nadie nunca la ha visto.

            Lanzo un bufido.

            —¿Qué sentido tiene que vaya a buscar a alguien que ni siquiera sé si existe?

            Myrta coge mi mano y apunta con ella hacia el sendero que seguía más allá del campamento. Un poder sobrenatural corría por mis venas mientras me tocaba, y me hacía casi sentir y ver lo que había más allá. Como si pudiese visualizar por un segundo todo el trayecto que me esperaba.

            —Has llegado hasta aquí tú sola, sin saber qué ibas a encontrar. No sabes si es real o no. ¿Por qué detenerte ahora?

            —No sé si pueda.

            —¡Calla! —interrumpe Myrta—. Pasarás la noche con nosotros. Recuperarás algo de energia y mañana por la mañana partimos. Te acompañaré hasta la base del Riho.

            Creo que no se había hecho de noche cuando me quedé dormida sobre uno de esos cojines, que eran más cómodos de lo que pensaba. En mi cabeza viajaban miles de preguntas que no lograba responder, pero el cansancio ganó sobre mí y, sin darme cuenta, era de día. Una de las mujeres (con un nombre que ahora no recuerdo) me despertó tocándome el hombro con delicadeza. Si me lo permitían podría seguir durmiendo, pero mamá está esperando por mí.

            Myrta había preparado una bolsa con agua y alimentos. Había dado de comer a Dante y a Sora y me esperaba con una sonrisa cubierta por la caperuza.

            —Será mejor que partamos lo antes posible. ¿Estás lista?

            Asiento con la cabeza. Nos despedimos de la comunidad de sabias que entre lagrimas saludaron a su jefa.

            Tan solo una hora después de camino veo cómo los árboles a nuestro alrededor desaparecen, tal como lo habia indicado Myrta la noche anterior. El sendero se convierte en un manto inmaculado de nieve, donde cada tanto aparece un hierbajo congelado, pero nada más.

            —¿Qué tan largo es este lugar? —pregunto.

            —Como te dije, si todo sale bien, podemos llegar en menos de una hora. Pero estas tierras baldías están llenas de magia oscura que las protege, lo que hace todo más difícil. Podríamos pasar meses, ¡años! aquí dentro.

            El tiempo empeoró de un momento a otro. Una fuerte ventisca hacia imposible ver más allá de unos pocos centímetros, y la nieve había crecido tanto que con cada paso las piernas se me hundían hasta las rodillas. Sora hasta ahora se mueve bastante bien, pero cada tanto debemos esperar a Dante que parece tener un poco de dificultad. Este viaje no le ha sentado nada bien, y no puedo negar que temo por él.

            Caminamos y caminamos. En algún momento quise detenerme a recuperar el aliento y quizás comer algo, pero Myrta insistió en seguir adelante. No sé cuánto tiempo pasó antes de que la anciana se parara. La ventisca se había ido para ser sustituida por una densa niebla.

            —Es el vapor del volcán. Hemos llegado —dijo señalando con una mano una dirección que podía ser norte, sur, este u oese al mismo tiempo—. Te acompaño un poco más y luego me regreso, ¿vale?

            Sus palabras se vieron cortadas por un fuerte sonido. No, era más como una vibración. Estaba temblando. Los ojos de Myrta se abrieron como platos. El miedo que transmitía su mirada no lo había visto antes, lo que me preocupó aún más.

            —¡Corre!

            Hice lo que me dijo, pero era casi imposible moverse. La tierra no solo seguía temblando, sino que se estaba... abriendo. Había grietas por todos lados que se unian poco a poco para separarse y convertirse en una intrincada red de lava que surgía de debajo de la nieve. Escucho Myrta gritar. Cuando me giro veo que una de sus piernas ha caído en la lava. Escucho el sonido de su piel quemándose poco a poco y arrastrándola hacia aquel anaranjado fluorescente, casi atrayente.

            Me regreso y logro cogerla de una mano. Empiezo a tirar, pero su cuerpo parece ser succionado por el mismísimo centro de la tierra.

            —¡Déjame ir!

            —¡No!

            —Si intentas salvarme vas a morir tú también. ¡Por favor, corre antes de que sea demasiado t-tarde! ¡Ah! —Apenas le salía la voz por el final. Puedo sentir el dolor que está sintiendo con solo ver sus ojos—. Cuando entres a las cavernas, no te olvides, siempre a la derecha y en la cuarta al centro.

            —¿Qué?

            —¡Recuérdalo! ¡Y salva a tu madre, pequeña valiente...!

            Con el corazon apretujado me vuelvo y sigo mi camino. Los gritos de dolor desaparecieron rápido, por suerte. No volteé de nuevo a verla. «Perdóname, y gracias». Me aseguré de que los lobos seguian conmigo cuando el temblor se detuvo. Me doy la vuelta esperando encontrarme con un mar de lava, pero así no fue. El manto de nieve volvía a extenderse claro y frío como antes. Ni el más mínimo rastro.

            Algo más bien parecido a un hueco se alzaba de entre la roca en la base de la montaña. Si aquella no era la entrada a las cavernas, nada más podría serlo. Apenas entrar noto que las paredes están teñidas de una tonalidad violeta que nunca había visto en mi vida, y casi parece que emanan luz propia. Un olor intenso, como el azufre de las catacumbas del castillo donde crecí, invade aquel túnel.

            De pronto el camino se hace mas grande, pero solo para dividirse en tres.

            «Siempre a la derecha —había dicho Myrta—, y en la cuarta al centro». ¿O a la izquierda?

            Cojo el camino de la derecha y más adelante vuelvo a desembocar en una encrucijada. Esta vez hay cuatro caminos, pero vuelvo a escoger el de la derecha. En la tercerca intersección hay cinco caminos, y en la cuarta, aquella donde tendría que coger la del medio, hay seis. ¿Y cuál es la del medio?

Dante empieza a gruñir hacia uno de los caminos y hacia todos al mismo tiempo. Y de un momento a otro, corre. Sora le siguiò.

—¡Esperen!

El pasillo por el que se fueron los lobos parecía no llevar a ninguna parte. No solo los perdí de vista, sino que no encuentro la salida. ¿Por qué he venido sola hasta acá? Corro por horas, días quizás. No sé, pero el camino no tiene fin. He perdido peso, he perdido mis cabellos, he perdido la fuerza. Me estoy arrastrando hasta alcanzar la luz que finalmente se deja ver. Una columna de piedra violeta, con un frasquito de vidrio sobre ella, aparece para interrumpir el camino.

¡El antídoto, he llegado!

Algo se apoyaba a los pies de la columna. Una pila de huesos. Con solo verlos se me estremece el alma. Son Dante y Sora... los conozco demasiado bien. Nunca los había visto tan indefensos como desde la primera vez que los cargué, cuando papá los trajo a casa en una cesta.

Empiezo a llorar y me desplomo contra el suelo. Cojo con una mano temblorosa uno de los huesos, que suelto por el escalofrío que me provoca. No puedo tocar algo asi. ¿Qué les pasó? ¿Quién les hizo daño?

            —Los abandonaste —dice una voz—. Como a todos los que te rodean. Mírate, te has abandonado hasta a ti misma.

            —¿Quién habla? —grito con voz rasposa.

            Unos pasos se acercan hasta mí, deteniéndose a pocos metros de la columna con el frasco. Era Myrta, la jefa de las sabias, que desde mi perspectiva parecía demasiado grande respecto a como la recordaba.

            —¡Myrta! ¡Pero si tu...! ¡Qué bueno que estás bien! Ayúdame, por fav...

            La mujer suelta una risotada tan estridente que mis oídos duelen. Me duele todo el cuerpo, el alma, la vida.

            —Has caido de lleno en mi trampa. —Mientras sigue riendo apoya ambas manos sobre su rostro encapuchado antes de desvelar un nuevo rostro. Uno demasiado conocido. Es el ministro—. Pequeña Leslie, nunca aprendiste a ser desconfiada como tu madre. Cuánto me costó acabar con ella. Era demasiado inteligente como para morir de un día para otro. Siempre supo que quería matarla.

            —¿Y por qué te dejó participar en el reino?

            —Porque teníamos un trato, que quebrantó casándose con tu padre. Ella siempre supo que la amaba, desde niños estábamos juntos. Y un día se fue del pueblo y volvió casada y embarazada de ti. —Sus ojos se estaban llenando de lágrimas que enjugó rápidamente—. No se juega así con un hechicero. Me prometió un puesto en el reino, para intentar remediar, pero siempre supo que no me bastaba. La quería a ella. Pero me cansé de esperar.

            Me pongo de pie, pero caigo a los pocos segundos. Estoy demasiado débil.

            —Dame el antídoto... tengo que llevárselo a mamá...

            —¿Te refieres a esto? —pregunta, cogiendo el frasquito con una mano antes de abrirlo y versarlo en el suelo—. Es solo perfume. Nunca existió ninguna cura. De haberla habido habrías llegado tarde igualmente.

—¡Deja de decir sandeces! Tengo que recuperar el mineral... tengo que salvar a mamá.

            Se agacha y acerca su rostro hasta el mio. Siento el aliento agrio que surge de su boca. Sus ojos parecen más grandes de lo que recordaba. Acaricia mis ultimos cabellos, que caen entre sus dedos por lo débiles que están.

            —Tesoro, tu madre murió hace setenta años. La has abandonado, así como hiciste con tus lobitos.

            No... tengo que salir de este lugar.

            La salida está al otro lado. Veo la luz que me pide a gritos que vaya a por ella. Ya voy a llegar, ya voy a llegar. Mientras me arrastro me topo con un pequeño charco que se ha formado entre las rocas y veo mi reflejo. No me reconozco. He envejecido tanto que parezco otra persona.

            ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

            Silencio.

            El ministro se ha ido. Y en la soledad de esta cueva, a sabiendas de haberlo perdido todo, aprovecho mis últimas fuerzas para admirarme con tristeza en un charco sucio.

            Lo siento, mamá. Lo siento, Sora. Lo siento, Dante.

            Prometo salvarlos en otra vida.

 

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