sábado, 16 de febrero de 2013

Especial de Sábado de Brutos Escritores


[Sin título]
Por Grisel Amador.

Al salir, todo parecia normal, todo se veia igual al momento que entre a esa habitación, pero algo habia cambiado dentro de mi. . . No sabia si era miedo lo que sentia o una alegria inmensa que, no sabia como explicar, lagrimas de comprension, de paz, de amor corrieron por mis mejillas. Al llegar a mi casa abrace a mis hijos que me esperaban ansiosos, hablamos, compartimos una cena especial. Pasan los dias y llega ese momento esperado y temido por todos, debo ir de nuevo. . .

[Sin título]
Por Grisel Amador.

Debo recorrer ese pasillo de hospital, es la hora en la cual debo entregarme, sin miedo, con mucha paz pero, que alegria! ahi estan ellos! las personas que ame y que hacia tiempo que no veia, me llaman, sonrien, abren sus brazos para recivirme. . . ESTOY FELIZ! ESTOY BIEN! al caminar por ese pasillo del hospital, ya no vi nada, Yo no estaba en ese cuerpo.

[Sin título]
Por Alfred Comerma.

Cada día me enfrento a un recorrido para mí angustioso, ver lo largo del trayecto, con todas esas puertas, sin saber lo que esconden, donde tal vez la raya que separa vida y muerte, ya la han traspaso sus ocupantes, o quizás peor, no la acaban de traspasar nunca, quedando como seres que miran sin luz propia.

[Sin título]
Por Angie Leal Rodríguez.

Tengo miedo, pero llegaré hasta él… sé que me espera, oigo el latido de su corazón agitado, ¿o es el mío? ¡Debo estar loco!
El piso está frío y resbaloso… Como sea.
Ya casi, no desesperes. ¡No te vayas! ¡Espérame!
***
Cuando llegó hasta ahí solo vio el rastro de sangre.

Despedida
Por Luis Seijas.

Al terminar de pulir el piso, el Sr. Juan se volvió y vio que su labor estaba completa. Soltó un largo suspiro, que viajó a través de ese pasillo que lo había visto primero crecer y luego darle de comer. Envolvió el cable alrededor de su fiel pulidora, para guardarla en el cuarto de mantenimiento. Y aunque ya no se acordaba de cuántas veces había realizado ese ritual, siempre lo terminaba bañado en una mezcla de sudor y lágrimas.

Una promesa incierta
Por Raúl Omar García.

Los sonidos de mis pasos retumban en la soledad del pasillo, el cual recorro como si lo hiciera en cámara lenta. Las paredes que me flanquean son de un gris opaco, con manchas de humedad que dibujan formas que parecieran tener vida propia. A lo lejos, distingo la reja en la parte superior del umbral que debo cruzar, y me resulta extraño verla enrollada: siempre que vengo está bajada.
De pronto, las luces del corredor se apagan, dejándome a ciegas. Los tubos tras los plafones del techo comienzan a titilar y se encienden, mortecinos, de forma alterna. Las puertas de las habitaciones de esa pieza larga y estrecha se abren al unísono de par en par y me invade el olor a azufre.
Me persigno y beso la estola que llevo alrededor del cuello mientras me prometo que este será el último exorcismo que le practique a esa pobre niña.

[Sin título]
Por Alejandra Lopez.

Llegó el día de dejarlo para siempre. Lo miro por última vez y me enternezco. Me llevaré grabadas en las retinas las luces potentes de los pasillos, el olor a desinfectante mezclado con el de la enfermedad. Miro el piso reluciente y siento una tibia lágrima rodar por mi mejilla. Ya es hora de partir aunque no quiera; entonces me alejo sin mirar atrás, preguntándome qué tal será el jovencito que reemplazará en la limpieza a este viejo jubilado.

[Sin título]
Por Alejandra Lopez.

Siempre me gustaron las historias de terror por esa ambivalencia de “creo pero no creo”. Cuando entré a trabajar como enfermera en el hospital y me contaron que por las noches se oye el taconeo de la enfermera fantasma, lo tomé con recelo.
La primera noche en mi puesto escuché los tacos en el pasillo y luego se abrió violentamente la puerta de la ciento dieciocho.
Entré en la habitación, y vi a la jovencita que habían operado por la mañana. Había restos de vómito a los costados de su boca. Le tomé el pulso y no lo encontré, intenté las maniobras de resucitación que no dieron resultado.
Discutimos por mucho tiempo con mis colegas si el fantasma la mató o si la quiso ayudar, y no llegamos a ningún acuerdo por eso que les decía al principio de que las ambivalencias son las que hacen al terror tan interesante.

Habitación de hospital
Por Juan Esteban Bassagaisteguy.

Salgo al silencio nocturno del pasillo a fumar un pucho. Lo necesito urgente. La tensión que estoy viviendo —sumado al intenso olor a fármacos— es insufrible. Y la nicotina es lo único que me proporciona algo de paz y tranquilidad.
Pero, claro, está prohibido fumar dentro del hospital y no tengo otra que salir del lugar. Se ve luz al fondo del pasillo, donde está la salida, y hacia allí me dirijo.
Aunque antes doy una última mirada al interior de la habitación que recién abandoné.
Ella duerme recostada en un sillón junto a la cama, cansada por el duro trajinar de las últimas semanas.
Se me escapa una lágrima cuando noto el amor que explota desde sus poros: ni dormida deja de sostenerme la mano.
Aún no se ha dado cuenta de que, desde hace quince minutos, yo ya no respiro ni sufro más por este cáncer de mierda.

El piso trece
Por Axel S. Salas.

Jimmy Louis se escurrió de las sabanas como cada noche, dando saltitos por el suelo frío del hospital.
El camisón volaba tras de él a lo largo de los pasillos de luces muertas.
Jimmy Louis pasaba de largo entre la gente que se amontonaba cada vez más conforme los pisos del hospital eran más altos. Gente murmurante que se andaba por ahí igual que él, con el camisón por doquier como en un día de campo.
Alcanzó el piso trece, el piso oscuro; y como cada noche la pelota roja salió de entre las sombras, rodando lento hasta sus pies. El otro niño estaba ahí, donde no podía verlo igual que siempre; llorando.
Jugaron hasta que el niño, quién le recordaba a una papa quemada dejó de lanzar la pelota. Le hablaba, siempre decía lo mismo, siempre sin dejar de llorar.
Pero Jimmy nunca cruzaba la línea de luz.

El buen discípulo
Por Héctor Priámida Troyano.

Jack odiaba a aquellos santones. A los doctores del hospital, que marchaban por sus pasillos pavoneándose de su ciencia, enfermos de engreimiento. El recelo que despertaban sus preguntas —¿hasta qué distancia puede saltar la sangre de una aorta cortada de un tajo?, ¿cuántos tirones son necesarios para arrancar unos intestinos a fuerza de brazos?— había forzado al futuro médico a disimular su curiosidad.
¿Cómo esperaban que aprendieran la anatomía? No en la Facultad, con aquellos inútiles remedos artificiales que no alcanzaban a representar más que torpemente huesos y órganos; ni ahora allí, donde solo se les permitía diseccionar cadáveres. Él precisaba experimentar con carne viva, pero no se les dejaba acercarse ni siquiera a los pacientes desahuciados.
Nada importaba ya. Hacía tiempo que practicaba por su cuenta. Saldría de nuevo aquella noche. Y otra golfa de Whitechapel, convenientemente destripada, se hallaría llamando a las puertas del Infierno.

Habitación 217
Por Evelia Garibay.

Cada noche es lo mismo, cien pasos de ida y cien de regreso me bastan para recorrer el pasillo entero. Detrás de cada puerta cerrada hay una historia pero la que más me intriga es la de la chica de la habitación 217.
Ahí esta ella como cada noche, con un lienzo en blanco y las pinturas a la mano. Siempre pinta imágenes de pesadilla que harían temblar al más valiente pero yo ya me acostumbre, lo más extraño fue darme cuenta que después de ver su pintura de la noche al día siguiente me encontraba con la descripción exacta de la imagen en las noticias.
¿Será realmente locura? Eso es lo que dicen los psiquiatras pero no ven lo mismo que yo. Ella comienza a pintar y yo continuo mis rondas, de regreso me asomare y veré que desastre es el que devela esta noche.




1 comentario:

  1. ¡Excelente la participación en este Juego!
    Felicitaciones a todos los escritores, muy buen trabajo.
    Saludos...

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