domingo, 5 de febrero de 2017

¿ARDE PARÍS?

Por Yol Anda.

         «Dicen que todas las guerras empiezan por culpa de alguien. Menuda chorrada. Dicen que suele ser una mujer la que las acaba provocando. Brillante estupidez. Por amor. ¿Amor? ¿Y entonces quién es el culpable de comenzar una historia de amor que, a veces, puede ser más cruenta y sanguinaria que cualquier guerra?»

Martín dejó de escribir en el trozo de cartón y lo escondió bajo el camastro en el instante en que intuyó la presencia de León en la tienda. Era mediodía, el tercer mes del segundo año, y la suave brisa mecía con descaro la melena dorada de León. Todo en él era armonía. Su mandíbula fuerte, la nariz perfecta, el sensual fruncir de sus ojos…, un espectáculo para los amantes de la perfección. Bueno, para cualquiera, porque la belleza escaseaba en los tiempos que corrían. Ese hombre tan fuerte, tan bárbaro, estaba ahí de pie frente a él; sereno, con la duda de no saber si dirigir la mirada a sus ojos o a su entrepierna. Divino. Hizo un esfuerzo por apartar sus pensamientos y volvió a asegurarse de ocultar bien esa especie de diario, compuesto por varios trozos de piel de animal, de cartones y restos de telas que venía acumulando desde que comenzó el conflicto, tumbándose disimuladamente en el catre sonriendo a León. Este le correspondió y, haciendo alarde de cómo un hombre puede quitar el aliento a otro, caminó hacia él con esa dulzura en los ojos que obligaba a uno a amarlo. Se sentó a su lado y aproximó los labios a su oído.
—Martín, tengo que decirte que…
Su voz también era hermosa, profunda. No en vano provenía del mar. Sus padres habían viajado hasta el continente en cuanto los primeros indicios de la catástrofe mundial comenzaron a difundirse por televisión e internet. Se conocieron en un antro del barrio de Montparnasse, donde entonces vivía Martín, convertido ahora en un descampado de lava todavía humeante y plagado de escombros. Entre copas y risas, se habían dado cuenta de que lo suyo no era solamente amistad.
—Sorpréndeme —respondió Martín con sarcasmo.
—Cuando me desperté, Leonor todavía seguía allí. —El miedo a la reacción de su amante le recorrió la espina dorsal.
Martín mudó su mirada apasionada por otra feroz e inyectada en sangre. Leonor. Maldita hija de puta. Leonor. La esposa de León. ¿Por qué había muerto tanta gente en esa guerra menos ella? Gente adorable, gente necesaria, gente que no le convertía en un infeliz. Muchos, cada día, pero nunca ella. Leonor no tenía que estar ahí, entre ellos dos. Siempre molestando, siempre Leonor.
—¡Cálmate! Sabes que quiero estar contigo, pero…
La sombra de los celos no es alargada. Es enorme, gigantesca; tiene forma de caballo y trota imparable ante todo y pese a todo. No hay quien la detenga y arrasa a su paso. Llega a cualquier rincón; no hay hueco que se le resista. León era suyo. Y punto.

«Desde ayer, la munición escasea. El enemigo va ganando terreno y, atrincherados en este valle, no solucionamos nada. París se ha convertido en la ciudad de la ruina, la mugre y la destrucción. Pura mierda. Los hombres y mujeres que luchan a este lado de la grieta están cayendo como moscas. Tenemos suerte de no caer enfermos por la podredumbre acumulada por las calles. ¿Calles? Lo que queda de la ciudad es destrucción y abandono. A veces me pregunto si merece la pena seguir luchando por malvivir un día más aquí, donde un día se alzó, soberbia, la Torre Eiffel, donde en cada barrio podías encontrar un buen garito de jazz y conversación hasta que amaneciera. Y el Sena. ¿Dónde quedó el Sena? Esto ya no es París».

El motor ruge cuando es accionado y una columna deforme de humo negro sale disparada por el tubo de escape. Martín, León y tres compañeros más suben al compuesto de chapas y tuberías que utilizarán como vehículo para aproximarse a la grieta. Decenas de transportes como el suyo toman rumbo hacia el norte como un escuadrón de pequeñas hormigas que, sin volver a preguntarse el porqué de todo aquello, caminan en tropel. Leonor también conduce uno de esos artilugios. Cómo no. Ahí va Leonor. Parece que ha entendido que su marido prefiere a Martín, pero no deja de irles a la zaga. Su sombra también es enorme y bufa en sus cogotes.
El viaje se les hace corto. Quedan menos de un par de kilómetros para llegar. Una de las mujeres de su vehículo descuerda una bolsa de tela para dar un trago de agua cuando la escupe gritando.
—¡Ahí! ¡Un gato!
El grupo busca en todas direcciones, hasta que Martín lo divisa. No están para derrochar combustible, pero da volantazo y se dirige lo más rápido que el armatoste le permite hacia el animal, que huye despavorido con parte de un insignificante roedor entre los dientes. Otro de los hombres extrae una red del fondo de su zamarra y, con una destreza aprendida a base de hambre, da caza al animal sin problema. Ya tienen la cena.

«Todo esto lo hago por él. ¿Qué haría yo sin León? En este mundo de mierda devastado por los terremotos y la crueldad humana solo él es capaz de iluminar el día. Me fallan las fuerzas y ahí está él. Me siento solo, lloro como un niño, lamento la mala suerte del día en que aquel horrendo temblor de tierras dividió el mundo en dos, en dos ejércitos, y ahí está León para demostrarme que todavía algo vale la pena».

El abismo es infernal. Los abismos no tienen fondo ni fin. La enorme grieta que los separa, plagada de cuerdas que cruzan de un lado a otro a modo de puentes colgantes, es como una gigantesca boca que sonríe. La tierra se cansó de ellos. Simplemente. Ahora se ríe porque luchan por vivir cuando, en realidad, ¿es eso lo que quieren? ¿O es el instinto? El sector norte de la ciudad ha avanzado durante la noche. Han ido reconstruyendo puentes para adentrarse en su territorio y saquear lo poco que queda. Alguna despensa medio vacía, un par de gallinas, varias garrafas de combustible… Poca cosa, pero tienen que defender lo suyo. El Sena dejó de dar sus frutos hace tiempo y sus aguas se vertieron hasta el mismo centro de la Tierra.
—Mondrian, saca el arsenal —ordena Martín—. Hoy nos la jugamos.
Mondrian abre presuroso varios sacos raídos y reparte granadas y bombas de humo. Le conoció con ese apodo que se puso en honor al pintor, al que adoraba. Contó una noche de borrachera, después de conseguir unas cuantas botellas de vino olvidado en un almacén de las afueras, que llegó a tener en sus manos un original. «Manzano en flor, nada menos», repetía mientras reía y lloraba al mismo tiempo.
Las nubes en el horizonte cubren el sol como una capa opaca que apenas deja pasar la luz. Ojalá llueva, piensan todos. León se queda mirando hacia la grieta y sus pupilas, normalmente serenas, brillan con el destello de cada hoguera encendida en el otro lado. Se gira sin saber por qué y descubre a Martín observándolo. Su gesto se destensa y sonríe con la mirada. Martín es un gran hombre. Haría lo que fuera por él. Eso le hace feliz. Cuando vuelve la mirada, las figuras de dos jóvenes besándose apasionadamente se interponen entre la grieta y él. Frente al caos, ella lo agarra fuertemente de la cintura y él abalanza ligeramente el cuerpo hacia adelante. No quieren que sea una despedida, pero tiene toda la pinta.

«Me dijeron que los que se hacen llamar magos habían desarrollado supuestos poderes de adivinación a raíz de la catástrofe. Si alguna virtud les quedaba a ciertas personas era la de estimular sus sentidos y fuerzas más oscuras que permanecían latentes. Así nacieron los magos: hombres, mujeres y niños que sabían cómo buscar en tu interior y descifrar lo que iba a suceder a cambio de ropa, alimentos o cualquier baratija que les solucionara la vida. Su fiabilidad es casi nula, pero cuando la esperanza está casi perdida, todo vale. Cuando volví de aquella pequeña tienda instalada en el oeste del campamento quise negar lo que acababa de ocurrir. No pude escribirlo en aquel momento, por eso lo hago ahora. La mujer, visiblemente enferma y con apenas cuatro dientes, rio. Rio y su carcajada se elevó hasta lo más alto de la tienda y la hizo temblar. Me miró con su ojo de vidrio mientras cerraba el sano y me lo advirtió: vivirás demasiado. Primero me reí. Ahora lo recuerdo y me estremezco».

Ataviados con una especie de armadura forjada a base de hojalata, chapa y pieles curtidas, entran en acción. El armamento cumple su función y consiguen echar a un grupo de intrusos de uno de los pocos locales que almacenan frutas. En terrenos baldíos, la única esperanza es sembrar en pequeñas zonas donde el desastre todavía no ha arrasado con todo. Campos en las afueras de París, cerca de lo que fue Créteil. Lo más parecido a un pequeño paraíso en medio del caos. Desde allí traen frutas y hortalizas para repartir entre la gente, que da a cambio lo que les piden y más. Los oponentes luchan con fuerza, la metralla ruge y los lugares para esconderse escasean. Leonor combate con furia. Es astuta y ataca con su arma en los momentos más oportunos refugiada tras lo que queda un muro de hormigón. Sale corriendo para cambiar de emplazamiento sin darse cuenta de que está en el punto de mira de su enemigo. León, que lucha cuerpo a cuerpo contra un chico que no tendrá más de quince años, es consciente de la situación y corre en su ayuda. La alcanza y la tira al suelo protegiéndola con su propio cuerpo, que queda inerte tras recibir varios balazos dirigidos a ella.

«El dolor es intenso. Me arde el costado y no puedo mover la pierna. El ejército del norte se ha hecho fuerte y nos ha dado una buena paliza, León. Después de hablar con Mondrian y algunos otros, llegamos a la conclusión de que será mejor abandonar. No podemos con ellos. ¿Sabes, León? He pensado en quedarme aquí y ni siquiera huir. Ellos parten al alba, pero yo me quedo. Tampoco voy a luchar. Sé que me espera lo peor, pero no lo puedo hacer sin ti».


Solo queda un puñado de tiendas en pie en el campamento. En una de ellas descansa Martín, tumbado en el camastro como solía hacer, escribiendo sobre las propias pieles que le sirven de sábanas. León se lo hubiera encontrado de esa manera al caer el mediodía. Tranquilo, en posición reposada, ocultando torpemente los retazos de su diario debajo de la cama. León habría mirado hacia otro lado para disimular, qué iba a hacer si no, quizá hacia su torso semidesnudo, y se habría aproximado para tumbarse a su lado y sentir una vez más su respiración. Martín también escucharía la suya. Profunda como el mar, porque de allí provenía.



No hay comentarios:

Publicar un comentario