miércoles, 14 de octubre de 2020

Sol de invierno (Ubiksolar)

 Jean Guillaume recordaba bien el sol de Duprés, el lugar donde había nacido y se había criado. Solo con cerrar los ojos, el dorado y cálido disco comenzaba a brillar en el centro de su mente. Si los mantenía sellados el tiempo suficiente, pronto sentía un ligero cosquilleo en la nuca, que se extendía poco a poco por los brazos, hasta llegar a su pecho. Jean Guillaume llevaba el sol de su hogar dentro de él. Sin embargo, últimamente le resultaba difícil evocarlo. Los diez meses de servicio ininterrumpido en el frente del Somme empezaban a hacerle mella; el barro y la mugre empapaban cada centímetro de su cuerpo, y la temperatura en aquel terrible invierno no alcanzaba nunca más allá de los diez grados.

Aquella mañana del quince de enero comenzaba una nueva ofensiva del ejército francés. A las diez menos diez, después de tres días de bombardeos de artillería continuos sobre el frente alemán, los jefes de batallón obligaron a sus ateridos hombres a levantarse, desentumecer los músculos, y calar las bayonetas en los fusiles. Un silencio lleno de tensión envolvió a los miles de soldados apretujados en las zanjas, convertidas en lodazales por las últimas lluvias. Alcanzada la hora prevista, los jefes de batallón soplaron sus silbatos a pleno pulmón. Los que saltaron con más ímpetu a campo abierto fueron, como de costumbre, los más novatos, jóvenes imberbes de no más de diecinueve años que salieron disparados nada más oír el pitido, en una carrera desaforada, gritando como auténticos locos.

Jean Guillaume, que no carecía de sagacidad, intuía que no lo hacían movidos por patriotismo. Las semanas previas a ese (y a todos los demás ataques), aquellos muchachos habían estado confinados en las laberínticas zanjas de apenas tres metros de ancho, dejando pasar las horas y los días, inmóviles, sentados en el suelo fangoso. O peor aún, cuando arreciaban los bombardeos de los boches, apiñados en los niveles subterráneos, sintiendo retumbar la tierra y pensando si el siguiente obús iba a ser el último que oyeran. En esas angustiosas circunstancias, la tensión acumulada se hacía insoportable para muchos de ellos, carentes del cuajo y el aguante que da la experiencia. Y la posibilidad de salir a campo abierto, de correr todo lo rápido que su cuerpo les permitiera, hinchando los pulmones, galopando y utilizando por fin los músculos debilitados, se convertía para muchos de aquellos jóvenes adolescentes en una auténtica liberación. En esta ofensiva las cosas no fueron distintas, y a los pocos instantes, los chavales, en un extraño privilegio, empezaron a caer los primeros, arrasados por las metralletas germanas, de un nivel técnico por otro lado muy superior a las francesas.

Jean Guillaume, por su parte, siguió su táctica habitual. Su prioridad era mantenerse con vida y, con suerte, entero. Tenía muy claro que no sería él quien abriera el camino. Se había posicionado en la trinchera en tercera fila, como siempre. Cuando saltó a campo abierto, avanzó con lentitud. Cuando comprobó que estaba fuera del control visual de su sargento, se lanzó al primer cráter de bomba que pudo encontrar, dejando que los compañeros que tenía detrás le adelantaran. Luego, prudentemente, avanzó en la retaguardia de aquella masa humana.

La ofensiva finalizó como casi todas. Treinta minutos después, un nuevo tronar de sucesivos silbatos indicó que el ataque finalizaba. En ese intervalo, miles de hombres jóvenes habían caído, lo mejor de la sociedad francesa, en una nueva ofrenda en el altar de la bestia. Todo ello a costa de mover seiscientos metros la línea del frente. Había sido un día más del último año de la Primera Guerra Mundial.

Dos días más tarde, el sargento Dumiel se aproximó a Jean Guillaume. “Necesitan un voluntario”, le susurró. Jean Guillaume sabía bien qué significaba eso. Ocasionalmente los mandos del sector necesitaban que se realizara una misión especial. Rescatar el cadáver de un soldado de una familia aristocrática. Localizar un transporte que no había llegado a su destino. Llevar o recoger en comandancia (atajando por campo abierto) los planos actualizados de la línea de trincheras. Cosas de ese tipo. Se seleccionaba habitualmente a dos hombres para ejecutarla. Los que regresaban con vida eran recompensados con diez días de permiso. La selección se delegaba en el sargento del sector, que escogía los hombres según quien pujase mejor. Con cigarros, jamón, chocolate…, el dinero en las trincheras valía de bien poco.

Dos cosas movían el ánimo de Jean Guillaume por encima de cualquier otra. La primera, su granja, como a toda la gente del campo. No veía el momento de volver a la suya, heredada dos años antes tras la muerte de su padre.  Y la segunda, con más fuerza aún, era Emma, su prometida; una joven casi adolescente de un pueblo vecino a Duprés. Rubia, robusta de cuerpo pero delicada de movimientos, Emma era parca en palabras, pero una atenta ternura inundaba su alma. El flechazo para Jean Guillaume había sido instantáneo. Dos años después de su incorporación y diez meses después de su último permiso, le costaba cada vez más controlar el ansia por regresar y sentir de nuevo sus brazos alrededor de su cuello.

Por eso Jean Guillaume no lo dudó, y le garantizó, si era uno de los seleccionados, el pedazo de dos kilos de carne ahumada que tenía escondido en un pequeño hueco en la pared, envuelto en harapos. Dumiel asintió, satisfecho. Jean Guillaume tenía pocas dudas de que alguien pudiera mejorar su oferta, sabía en qué terreno se movía. Así que quedó tranquilo y contento. Poco después decidió acercarse a Louis Trenet. El cabo Trenet era lo más parecido que tenía a un amigo. Vecino de una granja cercana a la suya, compañeros de infancia, tenían aficiones comunes. De hecho, más de una vez se habían cubierto mutuamente, en las raras ocasiones en que Jean Guillaume había traicionado su credo de autoconservación. Sentía un verdadero afecto por aquel muchacho con ojos de roedor, simple como una cuchara y con un corazón de oro. Por eso, consciente de la timidez enfermiza de su amigo y de que Dumiel solía comunicar las plazas vacantes a sólo unos pocos, decidió avisarle, por si quería pujar por la segunda. Trenet se lo agradeció con una silenciosa sonrisa, y fue a buscar al sargento pensando en su posible oferta. El día fue tranquilo en el sector.

Al mediodía de la jornada siguiente, el sargento se acercó a la zona donde estaban los dos compañeros.  Le hizo a Trenet el gesto de que le acompañara y se dio la vuelta. Jean Guillaume se percató y se acercó apresuradamente. Le tocó el hombro al sargento y le espetó: “¿Y yo?”. Dumiel le contestó hoscamente “Solo Trenet. El otro seré yo mismo”. Mientras, Louis Trenet pasaba a su lado con la cabeza gacha, y los dos hombres, sargento y recluta, le dieron la espalda y se alejaron. No era la primera vez que sucedía. Dumiel había decidido ser uno de los hombres que ejecutaran la misión y así conseguir él mismo (si volvía) el ansiado permiso. En condiciones normales, los mandos nunca habrían aceptado poner en riesgo la vida de un sargento. Pero la guerra de trincheras en el frente del Somme no era una circunstancia normal. Y la disciplina del propio escalafón militar se relajaba a marchas forzadas. Tampoco había que descartar un oportuno soborno del sargento a su superior. La ley de la oferta y la demanda imperaba. Lo que no podía entender era cómo Trenet había sido seleccionado. No le cabía en la cabeza. Pero… Sí. No había otra explicación. Su amigo había realizado, a sabiendas, una oferta mejor que la suya, para asegurarse el puesto. Le había dejado fuera. Recordó entonces la mirada torcida de Trenet cuando pasó a su lado para acompañar al sargento.

El día transcurrió anodinamente. Trenet volvió pronto de la oficina de mando, y se mantuvo callado. La misión seguramente tendría lugar en la madrugada de la jornada siguiente. Pero en la mente de Jean Guillaume las cosas no transcurrían de la misma forma. Se mantuvo reconcentrado en sí mismo todo el día, y al llegar la noche no podía conciliar el sueño. Su mente le daba vueltas, una y mil veces, a la traición de su amigo. La imaginaba de mil maneras distintas, con Trenet prometiendo a Dumiel todo tipo de manjares, o de regalos, arrodillándose delante del sargento y suplicándole que le dejara a él, a Jean Guillaume, fuera del equipo.  Su pensamiento se hizo totalmente obsesivo.

Hacia las tres de la madrugada su mundo se limitaba a las paredes de su cabeza y su mente se había convertido en un torbellino. Los recuerdos se entremezclaban a velocidad inusitada con extrañas imaginaciones. Evocaba, una y otra vez, el tacto de la piel de Emma. Sus manos acariciando su nuca. Su mirada dulce y azul. Luego veía a Trenet volviendo a su granja, con sus padres sonrientes, comiendo una oca recién cocinada sacrificada en su honor. Contemplaba luego al sargento Dumiel yaciendo con una mujer en un dormitorio inhóspito, gritando y retorciéndose. Luego Emma volvía a su cabeza, con su vestido de los domingos, y cada latido alocado de su corazón eran martillazos en sus sienes. Su mirada se agostaba por momentos y solo veía negrura a pesar de que la luna brillaba en lo alto. Le asaltó entonces una extraña visión en la que el soldado raso Trenet paseaba por la plaza mayor de Duprés agarrando del talle a Emma y besándole con ansia el cuello, mientras un extraño sol de color violeta flotaba en el cielo, muy cerca de ellos. Se agarró entonces la cabeza con sus grandes manos y soltó un grito ahogado. Levantó la mirada y vislumbró a los soldados que le rodeaban, aletargados en pequeños grupos. Entonces supo lo que tenía que hacer.

Se levantó sigilosamente y anduvo muy despacio por la trinchera, acercándose a la zona en la que sabía que solía dormir su amigo. En un pequeño recodo aislado distinguió un bulto negro, cuyo leve ronquido identificó inmediatamente. Se acercó muy lentamente y se colocó en un costado, como si quisiera dormir a su lado para compartir el calor. Esperó así unos minutos. Entonces, despacio, sacó del bolsillo el grueso trozo de cuerda que forma parte del equipo de todos los reclutas, y con un movimiento hábil hizo con él una presa alrededor del cuello de Trenet. Con la frialdad y eficiencia que caracteriza a la gente de la campiña para sacrificar animales, mantuvo con una mano los dos cabos de la cuerda entrelazados entre sus dedos y tensos en la nuca de su amigo, girando su muñeca al extremo, mientras con la otra le tapaba la boca firmemente. Trenet tuvo algunas pequeñas convulsiones antes de pasar del sueño a la muerte.

Al elevarse las primeras luces del día siguiente, un soldado entrevió la expresión mortuoria en el rostro del recluta y dio el aviso. Apenas hubo averiguaciones. Las muertes por congelamiento eran habituales, más aún en los soldados remilgados que se empeñaban en dormir aislados. Nadie dudó de lo ocurrido. Cuando el sargento Dumiel se acercó al sector, le comunicaron la noticia, y notó la mirada torva que le dirigía Jean Guillaume. Con una expresión fría, el sargento dijo en voz alta mientras le miraba a él: “La misión ha sido suspendida. Hay nuevas órdenes, mañana se realizará una nueva ofensiva”. Jean Guillaume sintió en ese momento una gran confusión. Luego empezó a faltarle el aire. Cuando Dumiel se marchó, se quedó mirando sus manos. Luego pensó en la familia de su amigo Louis Trenet, a quien conocía bien.

De hecho, estuvo pensando en ella todo el día. En su reacción cuando les llegara la noticia. También pensó de nuevo en su prometida. Y en lo que le había contado Trenet pocos semanas antes; el deseo que tenía de encontrar una esposa con la que asentarse y llevar una vida tranquila. Nada de eso ocurriría ya. Evocó una y otra vez los últimos momentos de su amigo, mientras expiraba con espasmos silenciosos entre sus manos. Recordó los pocos, pero firmes principios que su padre le había inculcado. No obrar contra la ley de Dios. No obrar contra tu propia gente. Había traicionado todo por diez días fuera de aquel infierno, al que irremediablemente iba a tener que volver siempre.

La mañana del diecinueve de enero se inició con un sol gris en el horizonte. Pocos minutos antes de las nueve de la mañana los agotados soldados franceses se preparaban para una nueva matanza en nombre de su patria. Jean Guillaume, que ya acumulaba treinta y seis horas de insomnio sin encontrar consuelo ni paz en su alma,  dirigió su agotada mirada al cielo. El sol seguía escondido entre la niebla que envolvía el frente. Cerró los ojos, en un último intento, y solo percibió negrura. Supo en aquel momento que, definitivamente, había perdido el sol de su hogar.

Dos minutos después sonaron los silbatos. El soldado Jean Guillaume Chalant saltó entonces a campo abierto con una agilidad nunca mostrada antes, y con el fusil en ristre, avanzó en primer lugar, abriendo el ataque.

Cuando empezaron sibilantes las ráfagas enemigas, seguía corriendo con todas sus energías, con el rostro desencajado, gritando con todas sus fuerzas.

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