viernes, 5 de agosto de 2022

La Juani

Abrió los ojos y lo primero que vio fue una figura borrosa, vestida con un traje rojo. Enseguida se le vino un bofetón.

—¿Quién los ha enviado? —le dijo una voz de mujer. Levantó la cabeza e intentó enfocar la mirada hacia ella. Otra cachetada, esta vez por el otro lado de la cara, le hizo girar la cabeza (a eso se le llamaba poner la otra mejilla, aunque él no la había puesto voluntariamente).

La mujer se colocó a su espalda, paciente, esperando una respuesta. No alcanzaba a ver dónde estaba o lo que hacía debido a que se encontraba atado de pies y manos a una silla. Le dolían los tobillos y las muñecas de los amarres. También le dolía la cabeza y la mandíbula, lo que le hizo suponer que le habían golpeado con algo en la testa y, posteriormente, había sido amordazado.

 

—Vayan y róbense esa cajita —les pidió el hombre—. Será tarea fácil, ella es una anciana y vive con un subnormal. No tendrán problema.

—Está bien, patrón —respondió su compañero—. ¿Hay alguna cosa más que debamos saber?

—Nada, será como quitarle la frutilla a un niño.

 

Sin embargo, nada había salido como estaba planeado. Él no sabía de la identidad de la anciana a la que tenían que asaltar, pero eso no era problema. Recibían una nota en la cantina y, al caer la noche, se reunían con quien les había hecho el mandado para recibir las instrucciones finales y acordar el pago.

Al oscurecer del segundo día, cuando la luna estaba nueva, se adentraron por el sendero que conducía a la pequeña choza donde vivían la anciana y el deficiente. Las cañas estaban altas, por lo que se podían ocultar entre ellas con facilidad. Desde su posición se podía ver la titilante luz de un candil en el interior y, de vez en cuando, una sombra que se movía.

—Será sencillo —le dijo El Chato—. Tú te acercas a la puerta, y picas pidiendo limosna o un mendrugo de pan. Cuando la vieja abra, yo, que estaré escondido a un lado, me lanzo sobre ella y la metemos en la casa. Los atamos a ambos y les sacamos dónde tiene escondida la caja. Cuando el tarado vea que golpeamos a la anciana, nos lo dirá sin problemas.

—¿Y si el tarado no lo sabe?

—Pues le golpearemos a él para que hable la vieja. Sencillo.

Pusieron su plan en marcha. El Chato se colocó en un lateral de la entrada y esperó. Él golpeó ligeramente la puerta a la vez que pedía un mendrugo de pan y un jarro de agua. Cuando la anciana abrió para atenderle, su compañero se abalanzó sobre ella y la introdujo en la casa. Él entró detrás y cerró la puerta. Desde ese momento, no recordaba nada.

 

Armado con una pala, el compañero de la anciana golpeó a uno de los intrusos en la cabeza, al mismo tiempo que ella, tras un breve forcejeo, le aplicaba una llave de estrangulamiento al otro hasta dejarlo sin sentido.

 

—¿Quién los ha enviado? —repitió la mujer. Continuaba a sus espaldas esperando una respuesta—. Los estaba aguardando, sabía que vendrían a por mí y a por mi caja.

—No diré nada, revieja, hija de mil putas. —Y le escupió en la cara. Un nuevo bofetón sobrevino sobre su rostro tras limpiarse con la manga del vestido rojo.

—Tengo formas más efectivas de hacerte hablar —amenazó. Cogió un hatillo con instrumental de tortura que tenía en la mesa cercana. La luz del candil proyectaba una sombra siniestra en la pared que tenía frente a él. Podía ver (y oír) que la anciana estaba manejando instrumentos: los miraba, los acariciaba y volvía a depositarlos en su lugar, buscando el más conveniente.

De la estancia contigua llegó la voz del tarado llamando a la mujer.

—Míreme, mamá Juana, soy uno de los tipos malvados.

—Ahora no puedo ir, Indalecio, mamá Juana está ocupada con el otro de nuestros invitados.

Él intentó mirar hacia la habitación de al lado, pero las ataduras le impedían girarse más. Entonces el tarado apareció en la sala repitiendo la misma frase.

—Míreme, mamá Juana, soy uno de los tipos malvados.

El prisionero levantó la cabeza y lo que vio le heló la sangre. Un gritó intentó salir de su garganta, pero se quedó atrapado antes de pasar por sus cuerdas vocales.

El deficiente había entrado en la habitación portando la cara de El Chato, le habían arrancado la piel del rostro y aquel tarado la usaba como careta.

—Indalecio, no juegues con eso. Sabes que nos las pagan muy bien, pero tienen que estar en perfectas condiciones.

—Sí, mamá Juana.

La mujer se acercó con un afilado cuchillo a su rehén y se lo aproximó a la altura de la oreja derecha. El hombre temblaba y las lágrimas de terror comenzaron a aflorar en sus ojos.

—Le diré lo que quiera, pero no me haga daño.

—¿Quién los ha enviado acá?

—No sé su nombre, pero he oído que le llaman El Bolivariano. Contactó con nosotros en la cantina, nos dijo que viniéramos y nos robáramos no sé qué caja. Que estaba en la casa, que sería sencillo, como robarle la frutilla a un niño.

—El hijo bastardo de Bolívar. Siempre quiso lo que no le pertenecía, igual que su madre. ¿Acaso no saben quién soy yo? Yo soy la legítima esposa de Simón Bolívar a los ojos de Dios. La gran Juana Azurduy, mariscal del Ejército de Bolivia y general del Ejército de la Argentina. Yo ayudé a la independencia de ambos países de España. Mi cara será puesta en sus monedas, mi nombre lo llevará una provincia boliviana y será usado en el Siglo XXI por un participante de Versus 8.

—¡Mi abuelo luchó a su lado en el Cerro de las Carretas! Fue uno de los pocos supervivientes y siempre nos habló de usted y de su valor.

—¡Tu abuelo fue un cobarde! Todos los que sobrevivieron en aquella escaramuza fue porque huyeron como ratas, yo tuve que hacerme pasar por muerta y teñirme con la sangre de mis compatriotas caídos para que los realistas no me creyeran muerta. Pero se llevaron una gran sorpresa cuando me vieron aparecer sobre mi caballo días después para derrotarles y conseguir la liberación de mi pueblo. Y me lo pagaron dejándome sin mis posesiones y sin la pensión que me correspondía. ¡A mí, que soy historia viva! ¡A MÍ, QUE SOY LA JUANI!

Tras lanzar aquel grito le clavó el cuchillo en el ojo a su prisionero. La hoja le llegó tan rápido al cerebro que murió al instante.

—Indalecio, ayúdame con este también.

—Mamá Juana, ¿qué es lo que querían robarse estos hombres? —preguntó el deficiente.

—Mi caja de los tesoros. Donde guardo el corazón del único hombre que me amó y me respetó: Simón Bolívar.

—Pero yo te amo y te respeto, mamá Juana —sollozó.

—Lo sé, Indalecio, y yo a ti, por eso, cuando yo falte, podrás tener mi corazón guardado en tu propia caja de los tesoros.

—Gracias, mamá Juana.

Por Dirdam

Consigna: Escribe una historia, anécdota, lo que se te ocurra, en un día de la vida de la patriota del Alto Perú Juana Azurduy.

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