miércoles, 11 de abril de 2012

Última copia


Por Sebastián Elesgaray.


Tirando, tirando... Siempre tirando. Guido sentía que estaba metido en una especie de "loop", en una extraña canción sobre nada que se repetía todos los días y no terminaba nunca. Era todo muy igual, muy repetitivo, y la vorágine de la rutina se le estaba haciendo bastante insoportable.

Sacar fotocopias no era el trabajo más emocionante del mundo, eso lo sabía cualquiera. Y menos en un centro de estudiantes con un jefe que afirmaba fervientemente apoyar un modelo socialista de trabajo, pero se afanaba plata de la caja cada vez que podía. Un reverendo imbécil, pero que Guido trataba cada vez con mayor indiferencia. Si a trabajar seis horas por día, cursar tres materias y tratar de armarse una vida uno le sumaba un conflicto con su jefe, las posibilidades de pasarla bien quedaban reducidas considerablemente.
Pero no era solo eso. Se sentía apagado. No, eso no. La palabra que más se acercaba era estar hibernando. Ese estado de letargo, encerrado en algún lado y sin un entorno. Trabajo, como, estudio, me baño, chateo, miro tele, doy vueltas en la cama, miro, quiero, compro, trabajo, como, estudio...
Así transcurría. Guido no hacía nada, porque no sabía bien que hacer. En parte, la facultad lo desanimaba. Estudiar medicina era casi un sueño interminable, faltaban años para recibirse. Por más que pudiera llevar la carrera al día o que, de forma mágica, le cayera la solución económica que le permitiera dedicarse pura y exclusivamente a estudiar.
¿Y a quién le miento? Si ni siquiera sé si esto es lo que quiero hacer toda mi vida.
Claro, problema grave. Porque más allá que pudiera darse el lujo de adentrarse de lleno en la carrera, las cosas podrían no funcionar. Y después de dejar la facultad, podía trocarse todo. Por ahí necesitaba eso, por ahí no. ¿Cómo iba a saberlo?
Guido se cebó un mate. Le gustaba amargo, y con el agua a punto de hervir. Era criticado fuertemente en la fotocopiadora por su tendencia a cebar mates intomables, pero por suerte esa tarde estaba solo. Era miércoles y Mauro, su compañero, no iba a trabajar. Los pasillos del edificio estaba tranquilos, se movían pocos estudiantes por el lugar. La segunda mitad del mes de junio era como un intermedio en el habitual ajetreo y despelote que se daba para conseguir el material de estudio.
Sorbió de la bombilla con desgano. El agua se había enfriado y el mate estaba lavado, tendría que arreglarlo. Pero en lugar de eso, se acercó a la fotocopiadora. Tenía un par de juegos para hacer, así que puso el más grande de los dos. La puta bandeja automática no andaba en ninguna de las dos máquinas que tenían y para ser una fotocopiadora que requería cubrir las necesidades de casi cuatro mil estudiantes, estaban al horno.
Bueno, en fin, ¿no? Habrá que esperar que lleguen a arreglarla. Mientras tanto, a meterle pata.
Puso la primera hoja y apretó el botón despacio, con parsimonia. Al poco tiempo estaba más o menos enfrascado pasando hojas, casi sin pensar en nada, pero a la vez pensando en todo, como siempre que se ponía regular hacer copias. Era algo sistemático y no había que poner mucho empeño mental para lograr el objetivo propuesto.
Cuando llegaba a la hoja quince, a Guido se le dió por mirar la bandeja, para que las hojas no se le trabaran o se amontonaran. A veces pasaba: una salía mal y cagaba el avance de todas las otras. Pero estaban todas perfectamente apiladas, como salidas de un cajón.
Ahí, Guido notó algo curioso. Las letras y las palabras parecían distintas a las del libro fotocopiado. Por un lado, el juego que estaba sacando estaba de forma apaisada, en horizontal. Las hojas salidas de la fotocopiadora estaban escritas en vertical. Las tipografías eran distintas. Agarró la primera hoja del libro y la comparó con una de la bandeja. Nada que ver.
Joya, ahora anda peor. Saca cualquier cosa.
Se fijó en el menú y chequeó que no estuviera usando la memoria de la máquina. Por ahí se había colado algún archivo viejo metido por ahí, y era eso lo que estaba imprimiendo. Pero no aparecía nada. De hecho, la memoria estaba vacía y no había un pen drive metido en el puerto. Por ser una fotocopiadora último modelo, se taraba bastante seguido.
Se agachó y miró las bandejas. Capaz que algo viejo había quedado, pero no. Lo único eran las hojas recién salidas, todavía conservaban un leve calorcito.
Bueno, esto es nuevo.
Agarró todas las copias sacadas y las miró. Parecía un cuento. ¿Y cómo carajo estaba ahí? Esa era una buena pregunta, pero ni ganas de responderla tenía. Así que Guido lo miró un rato y, justo cuando se disponía a tirarlo al gran tacho de plástico que estaba contra la pared, algo le llamó la atención. Se quedó mirando la primera hoja con el ceño fruncido.
Leyó un rato, de pie en el centro de la sala, sin inmutarse. Luego pasó a la segunda hoja. A la tercera. Llegó un cliente, una chica la cual tuvo que llamarle la atención para que dejara de leer y le prestara atención, que quería sacar un práctico. Guido la atendió como flotando, sintiéndose raro. La historia hablaba de una chica. Se llamaba Victoria. Empezaba su día con frío, sin ganas de salir de la cama porque estaba bien acobachada y no quería. Se bañaba, se vestía. Tomaba tres mates apurada y se iba a trabajar.
Pero eso era común, el inicio de un relato, contextualizando. Contando un poco que hacía el personaje, contando otro poco como arrancaba su día y que cosas tenía en la cabeza. Sin embargo, lo que llamaba la atención a Guido era lo escrito en el margen superior derecho. Era una fecha.
16/06/11.
Es hoy.
¿Y? Tampoco para hacer un escándalo. Tiene una fecha, ¿cuál es?
Estaba puesta con letra manuscrita. El hecho de que fuera una fotocopia la borroneaba un poco, pero era perfectamente legible. Era una escritura apretada, con los números grandes y prolijos.
La mente de Guido trataba de restarle importancia al asunto. Era un encabezado, alguien que lo había escrito pensando en el futuro, en que algún boludo iba a encontrar esas hojas y las iba a leer justo ese día. Algún hacker, medio freak, de seguro había podido programarla para generar un poquito de interés.
Bajo la única ventana de la habitación, había un banquito de madera. Tenía el barniz saltado y marcas en las patas, pero servía a su propósito. Guido se sentó y cruzó las piernas mientras seguía con la lectura. Por el pasillo circulaban chicos con mochilas y bolsos colgados que se dirigían a sus respectivas cursadas, otros se iban a sus casas. Y nadie miraba a ese muchacho con la barba algo desprolija y crecida que se asombraba a cada palabra que leía.
Resultaba que Victoria trabajaba en el observatorio, justo enfrente de la facultad. Tenía 24 años y un ex-novio medio obsesivo, lo cual había generado que cambie su número de celular dos veces y tuviera que ponerle una denuncia para que la dejara en paz. En una ocasión le había pegado, pero no se acordaba bien según lo contaba el narrador, porque ambos estaban medios borrachos. Victoria trataba de pensar en esa situación como algo lejano, fuera de su vida. Y si bien a veces soñaba con alguien que la perseguía por el departamento, alguien grande y oscuro, con manos que podían romper una espalda con solo tocarla, sentía que cada día que pasaba las cosas se ponían un poquito mejor. Con o sin novio.
Mirá que bueno, capaz que es tu día de suerte, pensó Guido. Experimentó con cierto patetismo ese pensamiento, dado que estaba leyendo una ficción, obvio. Pero no por eso dejaba de sentirse divertido, como espiar a alguien cuando estaba en su momento más íntimo. Ahora entendía a James Stewart en "La Ventana Indiscreta": Era lindo eso de mirar sin que el otro supiera. Y si esa chica Victoria fuera real, el sería como un intruso en su cabeza.
Ella pasaba su día tomando datos en una computadora. Su oficina registraba información meteorológica. Aburrido, en opinión de Guido. Además, no entendía mucho y por si fuera poco, se encontraba con palabras técnicas que por más que estrujara su cerebro nunca iba a comprender.
Siguió leyendo hasta que se terminaron las hojas. El relato quedaba cortado, porque al parecer no se habían impreso todas las hojas que lo componían. Lo último que tenía era que Victoria salía a buscar su almuerzo a las doce y cuarto. En su mente se forjaba la idea de comerse una tarta de pollo, de esas que cuando la calentabas le chorreaba el juguito al abrirlas. Tibiecita, como para pasar el frío. Así que agarraba su campera y salía.
Casi como un acto reflejo, Guido se fijó la hora en su celular. Eran las doce y tres minutos. Se inclinó hacia adelante, apoyándose en sus piernas con los antebrazos. Las hojas recién leídas colgaban laxas de sus manos, y una escapó para caer planeando a sus pies.
Guido levantó la vista y miró la fotocopiadora. Sus pupilas se contrajeron, su cabeza se dilató y el mundo parecía tener un color diferente.
No, no podés. Mirá que vas a salir y la vas a ver, si ni siquiera la conocés.
Su pensamiento se contestó solo, casi de forma automática.
Sé que lleva un abrigo azul, que tiene una cartera negra con flecos. Sé también que es morocha, que el pelo le llega hasta la cintura. Pero lo lleva atado, porque hay mucho viento y le molesta que se le revuelva. Y tiene botas, negras, porque combinan con el bolso.
Guido se puso de pie. Tenía que probar. Pero antes iba a poner en marcha la fotocopiadora una vez más, ya que tal vez decía algo más, algo relevante.
Se acercó a la máquina y le dió al botón. Sin poner ninguna hoja, sin bajar la tapa. La luz verde que reflejaba sobre el vidrio le dió de lleno en la cara, mostrándolo sorprendido, casi extasiado. En su fuero interno, sabía que saldrían las hojas con una continuación.
Pero en realidad la máquina sacó una sola. Un solo pedazo de papel en tamaño A4 escrito.
Guido lo tomó y leyó. Al principio, se quedó medio pasmado, porque no continuaba la historia de Victoria. Pero una vez leído el párrafo, terminó de entender.
“Roberto era un tipo común. Se cuidaba en las comidas, con la sal y las frituras. Manejaba con prudencia, no pasaba nunca los ochenta kilómetros por hora. Pero el destino, ese jodido bromista que hacía lo que quería cuando se le cantaba, le había puesto un tumor en su cabeza. Manejaba por la calle a casi ciento setenta, con su auto recién sacado del lavadero, limpio y brillante. No sabía que hacía, y nunca se acordaría; porque una parte de su tejido cerebral había sido destruido y le distorsionaba cualquier tipo de percepción racional que pudiera tener.
Victoria no creía en las casualidades, tampoco en la mala suerte. Pero que te atropelle un cuarentón que no sabía que hacía subiéndose a la vereda con medio auto y te estruje contra una pared, reventándote los órganos ante la tremenda fuerza del impacto y quitándote la vida casi al instante, eso si que era un pedo de la naturaleza.
Su muerte causó conmoción, se habló de ello durante mucho tiempo. Y la mancha de sangre tardó años en desaparecer de la vereda.”
¿Así terminaba? No podía ser. Guido no entendía nada. Se le aflojaron las rodillas y se apoyó mareado en el mostrador. Era una historia, nada más. Era ficción, puesta en un contexto conocido por él. Carajo, si ni siquiera el escritor se había tomado la molestia de describir el observatorio, el predio, o las calles que lo rodeaban.
Pero ahora no me queda otra que salir y fijarme.
Pero, ¿y sí un auto aparecía? Uno con la carrocería brillante y recién lavada, que reflejara la luz del sol como si de una guadaña se tratara. ¿Qué iba a hacer él, un simple fotocopiador qué recibía una especie de mensaje?
Nada, no vas a hacer nada porque no va a pasar nada, pedazo de imbécil supersticioso. Esto es cómo el horóscopo o el Hombre de la Bolsa. No existe.
Sin embargo, como en un sueño, o como en una fantasía incongruente, Guido caminó a la puerta y salió. Bajó las escaleras casi al trote. Y salió del edificio corriendo. Recibió algunas miradas curiosas pero no le importó. El aire estaba viciado, impregnado con alguna clase de percepción, una especie de electricidad indefinida, nueva para cualquiera que se preciara de sentirla. Pero solo la experimentaba Guido, el cual se encontraba maravillado y al mismo tiempo horrorizado por tal revelación.
Sacó el celular del bolsillo con torpeza, sin dejar de correr. Miró la hora otra vez y vió que eran las doce y once minutos. Trató de guardarlo, pero se le cayó. No le importó, siguió acelerando, sintiendo el aire frío que le cortaba la garganta, y empezando a notar la conocida puntada de mala respiración en la parte izquierda de su tórax.
La salida de la facultad era un camino de unos ochenta metros, con árboles a los costados. Era un paseo agradable de hacer al calor del sol en ese particular día. Había algunos grupos de estudiantes charlando a los costados, sentados en el pasto. Lo miraron y, a lo lejos, uno le gritó el famoso "¡Corre, Forest, corre!". Lo escuchó con la parte de su cerebro que le decía que frenara, que lo único que hacía corriendo así era quedar como un ridículo, que había dejado abierta y sola la fotocopiadora y lo iban a cagar a pedos. Pero esa parte de su cerebro ya no influía en él.
Llegó a la salida, la cual terminaba en un gran portón de hierro. Siempre estaba abierto, y esa vez no fue la excepción. Esquivando a una pareja que iba de la mano, llegó a la vereda. Según el relato, Victoria debería aparecer del lado de enfrente. La calle era ancha, de doble mano y con un boulevard en el centro, cruzarla supondría un problema, porque pasaban mucha cantidad de autos. Además, por más que buscaba frenético con la mirada, no lograba ver a Victoria. En su interior, una parte de su ser volvía a gritarle que pugnara por la racionalidad, que no fuera tarado y volviera a su puesto de trabajo. Pero no iba a hacer eso. Porque, en el momento que iba a rendirse, a quedarse parado esperando lo inevitable, la vió.
Estaba de pie sobre el cordón de la vereda, aguardando con una mano en el bolsillo del saco y otra sobre la cartera. Esperaba que dejaran de pasar autos, para poder cruzar. Guido tuvo un instante para admirar su belleza. Tenía los pómulos alzados, con una actitud de gentil arrogancia que la hacia resaltar. Sus ojos eran atentos, de una tonalidad marrón claro que cuando querían, de seguro atraían miradas.
Pero mucho más no pudo contemplar, porque observó a la derecha y vió el auto que se acercaba a toda velocidad. Dejó de lado la racionalidad que tanto tiempo había ocupado su vida y se largó a la calle sin pensar.
Una camioneta frenó con un chirrido ante el chico imbécil que se le ponía enfrente como queriendo matarse. El olor a goma quemada lleno el aire y se escuchó que detrás de la camioneta otro vehículo accionaba los frenos de repente. El choque sonó con fuerza ante la aparente tranquilidad que rondaba la facultad como cualquier día común, y un grito de sorpresa se oyó a lo lejos. El conductor del auto sintió la fuerza del cinturón de seguridad cortándole el flujo del aire de un golpe seco. No se dió por aludido ante las bocinas que resonaban detrás suyo, pero no sintió desde atrás ningún impacto.
Guido cruzó el boulevard a toda carrera dando largas zancadas y con una expresión resuelta en su cara. Bajó a la otra calle, y vió que Victoria lo miraba con sorpresa, sin moverse de su lugar y aferrando el bolso más fuerte que nunca. Sus pulsaciones pasaron a ciento cuarenta casi en un instante, y no pudo hacer más que quedarse mirando al chico que corría hacia ella.
El auto de Ricardo, el hombre que no tenía ningún tipo de conocimiento de que un tumor cerebral se gestaba en su cabeza desde hacia casi tres meses, siguió acelerando como si nada. Su coche se desvió apuntando directamente hacia Victoria. El reflejo del sol sobre el parabrisas del auto la cegó levemente, y entrecerró los ojos un poco a pesar de la sorpresa que la cernía.
Guido saltó con todas sus fuerzas y se tiró sobre su cuerpo. La agarró por la cintura, golpeándola con fuerza en el estómago con su hombro derecho, como si se tratara de un rugbier. Escuchó como Victoria expulsaba el aire en un bufido y alargaba los brazos, tratando de contrarrestar la tremenda fuerza de los setenta kilos de él sumados a la fuerza del impacto.
El auto se subió al cordón y pegó un salto que lo desvió levemente a la izquierda, lo cual fue una suerte para Guido. Esa desviación fue la que salvó a sus pies y sus tobillos de una fractura segura.
Victoria cayó al suelo y se golpeó la cabeza con un sonoro ruido seco contra la vereda. La sangre manó en cantidades, aunque solo le dejaría una pequeña cicatriz y un chichón grande y doloroso durante varias semanas. Guido cayó sobre ella, raspándose las palmas de las manos y dándose la pera contra las baldosas al esquivar el rostro de la joven. El tajo que se hizo le dejaría una cicatriz notable de por vida.
El coche pasó a toda velocidad por detrás de ellos y se la dió de lleno contra un paredón que flanqueaba el observatorio. Su conductor no llevaba cinturón y salió despedido por el parabrisas. Se pegó la cabeza contra el muro y quedó sin vida al instante. No fue una gran perdida, acataría el medico que le realizaría la autopsia; ya que con el avanzado estado de su tumor, lo más probable fuera que no llegara a vivir más de seis meses. Desde ya que no era razón para terminar estrellado contra una pared, pero tampoco podía hacerse mucho.
Al instante, la gente comenzó a congregarse alrededor de la chica y el chico unidos en una especie de abrazo torpe y desventurado, tirados sobre la vereda y ambos sangrando. Guido se alzó con lentitud, poniendo una mano sobre la herida en su mentón y con la otra haciendo inútil fuerza para tratar de incorporarse. Victoria lo miró pestañeando, sin saber bien donde estaba. El humo del auto pulverizado llenaba el aire y las voces de las personas y curiosos de turno remarcaban su desorientación. Tuvo tiempo de preguntarse que había pasado solo una vez. Cuando quiso forzar sus procesos de pensamiento un poco más, se desmayó.
Guido logró ponerse en pie con la ayuda de dos chicos que lo miraban fascinados. Todos los presentes lo miraban con asombro. Se irguió y esperó a caer desvanecido, muerto, o despedazarse en miles de fragmentos. Cualquier cosa podía pasar dadas las circunstancias. Pero nada de eso sucedió. Lo guiaron hacia un costado y lo ayudaron a sentarse en el cordón. Cuando la ambulancia llegó, en lo único que podía pensar Guido era en que tendría que buscarse otro trabajo.
Eso como mínimo.



Fin.

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