Por Alejandra López.
I
El hecho de ver que menstruaba todos los
meses, constituía para la mujer una tragedia. Lloraba sentada sobre el inodoro
ante la impotencia de procrear.
Un hijo era lo que más deseaba de la vida.
Hacía diez años que se había casado y nunca utilizó métodos anticonceptivos. La
maternidad era para ella una necesidad.
Se guió por los días fértiles para mantener
relaciones sexuales. Se hizo estudios junto a su esposo, pero todos dieron
bien. Su médico le decía que el estado de ansiedad podía jugarle en contra para
lograr el embarazo. Que debía distenderse y el bebé llegaría. Pero, cómo
hacerlo si no podía controlar el temor de ver
frustrado así su sueño más grande y hermoso.
II
El gemido del bebé al despertarse llenaba el
cuarto. Su habitación era hermosa. Pintada en un suave color celeste pastel,
con una guarda en las paredes de Winnie Pooh. Colgaba sobre su cuna un móvil
con animalitos que emitía al girar, una melodía como de cajita musical.
Era un bebé muy amado. Al menor suspiro, cualquiera
de sus padres acudía con rapidez a ver qué le sucedía. El pequeño iluminaba sus
vidas. Él se sabía querido y se los hacía saber cuando se calmaba al auparlo.
Les sonreía y les regalaba el “ajó” más tierno que tenía.
III
La mujer decidió gastar todos los ahorros en
una fecundación asistida. De qué le servía el dinero si no le daba la
posibilidad de ser madre.
Sin remordimientos, y apoyada por su esposo
concurrieron a una clínica especializada.
Los médicos evaluaron el caso y decidieron
probar con un método mediante el cual aplicarían inyecciones a la mujer para la
estimulación ovárica. Esto haría que el óvulo a fecundar fuera perfecto. A su
vez, recolectarían semen de su marido. Los bioquímicos seleccionarían a través
del microscopio los mejores espermatozoides; y para finalizar, el médico los introduciría mediante una
jeringa especial en el útero de la mujer.
Esta práctica podría llevarse a cabo durante
seis meses. Si no daba resultado en ese lapso, tendrían que intentar con un
sistema más sofisticado.
IV
El tiempo pasaba y el bebé crecía. Tal vez
demasiado rápido. Pero los padres lo disfrutaban minuto a minuto.
Con seis meses de vida, el pequeño ya contaba
con seis álbumes de fotos. Uno por cada mes vivido. Si la cosa seguía así,
cuando cumpliera diez años tendría ciento veinte álbumes. Cada gesto, cada
mueca estaban retratados, hasta por las noches le tomaban una fotografía
mientras dormía. Para qué tantas, se preguntaría el niño algún día…
Por ahora se ocupaba de vivir. Eso consistía
en gran parte, en jugar con la montaña de juguetes que poseía, untarse la cara
con el puré o yogur, sentirse molesto por el primer diente o por el baño que le
daba hacia el atardecer su padre, acurrucarse en los brazos de la madre o
dormir. Las preocupaciones de los adultos todavía quedaban lejos para él.
V
El día más feliz para la pareja llegó después
del tercer intento. El embarazo se hizo realidad. Lágrimas de dicha brotaron
cuando vieron el embrión en la primera ecografía.
Los nueve meses que lo llevó en su vientre,
la mujer vivió la experiencia más alucinante y dulce con la cual siempre soñó.
Su esposo la acompañó mimándola y sintiendo los movimientos en el vientre de
ese hijo tan deseado.
Llegó el día del parto y con él su bebé. Todo
el dolor y miedo fue borrado por el primer vagido del pequeño.
Era un vigoroso varón de tres kilos y medio.
Perfecto de la cabeza a los pies y rebosante de salud.
VI
Hoy el niño se despertó algo irritado. El
diente que le estaba saliendo lo tenía a maltraer. Rechazó la mamadera que le
quiso dar la mujer. Ella pensó que quizás estuviera muy caliente. Dejó al bebé
sentado en el piso del comedor, algo nerviosa por el llanto que no podía
calmar, y fue hacia la cocina para enfriar la leche.
Ya eran las ocho y oyó el auto en marcha de
su esposo en el garage. Hora de irse al trabajo.
Un pensamiento negro cruzó por la mente de la
mujer.
Corrió hacia el comedor donde había dejado a
su hijo. No lo vio, pero sí vio que la puerta que comunicaba la habitación con
el garage estaba abierta.
De manera simultánea el hombre soltó el
embrague y aceleró para salir. Lo sintió, pisó algo. Frenó. Bajó del auto y se
topó con su mujer. Ambos se abalanzaron sobre ese pedacito de ellos aplastado
por el auto. El dolor más grande del Universo los atravesó, instalándose para
siempre en sus almas.
Ya pasó un mes desde esa penosa mañana. Ahora
es de noche; el dolor es mucho, insoportable. La pareja ya está acostada. Ambos
sonríen, se besan, se abrazan y cierran los ojos. Son felices, van al encuentro
de su hijo.
El olor a gas empieza a inundar la casa.
Fin
Dramático, y conmovedor hasta los huesos.
ResponderEliminarMérito absoluto de la autora el habernos transmitido esas sensaciones a nosotros, sus lectores.
El ir y venir en el tiempo de cada apartado capitular le da a la historia una agilidad que la favorece en su desarrollo (además, en lo particular, me gusta usar ese recurso...).
El final es aplastante, genial en su concepción, inesperado (para bien); esa conclusión me hizo acordar, asimismo, al final de la canción "Era en abril", de Juan Carlos Baglietto, cantada por él y Silvina Garré, si mal no recuerdo...
Genial, Alejandra, me encantó.
¡Saludos!