lunes, 13 de abril de 2015

Ella pensaba en su habilidad como merodear

Por Ana Guerra.

Ella pensaba en su habilidad como merodear. La primera vez que le pasó, hace incontables vidas, cerró los ojos arrugados, cansados, llenos de años, penas, dichas, y cuando la voz lejana de su madre la llamó, preocupada, cerró los ojos en su lecho de muerte, y los abrió para encontrarse con la mirada asustada de aquel rostro amado.
Hacía tanto que no la veía que no pudo evitar que las lágrimas le brotaran de los ojos. Cuando pregunto con voz trémula “¿mami?”, su madre respondió solamente con renovado llanto. Se sorprendió por el tono de voz con que la llamó y por las tersas manos que abrazaron el cuello de su madre, con los pequeños dedos metidos en su pelo. Mucho después su madre habría de contarle, a modo de anécdota, como se había quedado viendo en sus ojos y como el vacío los llenaba, perdiéndose durante horas y horas.
Todo comenzó por amor. Contempló enternecida los bellos ojos de su madre cuando se inclinó sobre su cuna a cubrirla. Se sintió tan en paz, tan segura, tibia y somnolienta, con la mano de su madre acariciando su cabello. Comenzó a sentir que la inundaba el amor de madre hacía ella, como el afecto acariciaba sus cabellos junto con su dulce mano, y cuando permitió que su amor la abrigara, pudo ver.
Se vio a sí misma en los ojos de su madre, acariciando el pequeño cuerpo de la niña y aunque no alcanzó a comprender lo que veía,  se permitió sumergirse en ella. Lo que pasó después no pudo analizarlo hasta mucho tiempo después, pero pudo sentir y experimentar la vida de su madre, su futuro, los acontecimientos, las personas, las fechas, el tiempo, sus emociones y pensamientos inundaron su mente.
Y entonces todo se acabó, dejándola confundida, y aunque seguía siendo una niña, al mismo tiempo todo había cambiado.
No entendió entonces su poder, y la anciana que vivía en su cuerpo de niña y que vivía desde los ojos de la hija la vida que ya había vivido por medio de su madre, pensaba que había ido al cielo. Pero luego ocurrió de nuevo. La próxima vez que se perdió, estaba viendo a su perro jugar.
Estaba relajada, feliz después de haber corrido por el parque, agotada, y cuando se sentó bajo un árbol para ver a su mascota correr hacia ella, y cuando el perro se acercó a ella, pudo ver sus ojitos abiertos de par en par. Notó el pasto bajo sus patitas y sintió el fresco viento refrescando su lengua. La alegría hacía que su cola se disparara como un abanico y pudo sentir su corazón palpitando tan rápido que sintió que se saldría de su pecho.
Y luego estaba perdida, en las sensaciones, en los olores, los sentimientos. Nunca había sentido nada igual. Luego el terrible final, la agonía, el miedo y la oscuridad. Volvió en sí y no podía respirar. Se sentía aterrorizada y tenía tanto frío. Y fue ahí cuando supo lo que tenía que hacer con su habilidad.
Comenzó a sumergirse muchas veces en los ojos de las personas. Sabía que se perdería algunas veces, y muchas veces experimentó terribles vidas, momentos que rasgaban en dos su maltrecha alma, momentos que la sanaban.
Experimentó heridas tan profundas que cuando volvía todo en lo que podía pensar era en recuperar el balance, el control, y en lo que tenía que hacer. Pero pronto, las heridas se acumularon una sobre la otra, y de la más absoluta desesperación, pronto nació la fuerza y la determinación. Y de su fuerza y sabiduría de tantas vidas, pronto surgió el sentido de su poder.
No era fácil cambiar el destino, pero si había una razón para su maldición sería la de hacer algo al respecto. Así que lo hizo.
Se levantaba todos los días a las cuatro de la mañana, sin excepción, corría por media hora y volvía para ver su cronograma.
Había cosas muy inofensivas en su lista. Servir la comida para su perrito y mantenerlo caliente, sabía muy bien cuánto odiaba el piso frío bajo sus paticas, charlar con la vecina anciana a la que nadie más acompañaba, esas cosas eran más sencillas. Pero mientras más merodeaba, más compleja y difícil se volvía su lista.
Luego había cosas mucho más complejas en la lista. Mucho más oscuras. Cuando podía evitarlo, lo hacía. Cuando podía halar a una persona hacia atrás para evitar que la pierna de un atleta quedara irremediablemente lesionada, o entretener a una distraída dependienta de tienda unos minutos más para evitar que estuviese en el lugar equivocado en el momento equivocado simplemente lo hacía.
Pero había ocasiones en las que tenía que ensuciarse las manos. Volver a experimentar el dolor que ya había sentido, pero visto por fuera, sentarse al lado de las personas a las que no había podido salvar, sujetar su mano y permitir que su compañía fuera un bálsamo que les permitiera salir de las tinieblas.
Pero fue de la más cenagosa oscuridad que vino su consuelo. Fue un hombre despreciable, que por fortuna o mala estrella se encontrara con ella en una de sus muchas vidas de merodeo, ese hombre malo que disfrutaba tanto de su maldad que ya no era parte de las almas de los hombres, ese sería el que habría de terminar con su interminable peregrinar.
Y yaciendo ahí, con las heridas mortales sangrantes y el rostro de su atacante observando con placer sus ojos, absorbiendo la perfecta mueca del dolor y la agonía. Con las manos pálidas y trémulas, tomó su rostro entre las manos, y con su último aliento, se adentró con desesperación en la pestilente maldad de su alma, atándolo con su último suspiro en un laberinto de vidas dentro de su propia mente.

Cuándo los encontraron, había dos cuerpos inertes, uno respiraba y sufría. El otro no.

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