martes, 1 de marzo de 2016

Antagónico despertar

Por Gean Rossi.

           Algo ocurría aquel día. No le sorprendió entonces, sentada en su puesto de siempre en la mesa del comedor, mirando con detenimiento la comida ante sus ojos. Porque apenas despertarse aquella mañana, sabía que algo había cambiado en ella.
            Apoyó el tenedor sobre el bistec y lo levantó unos centímetros del plato de cerámica para mirar por debajo de él, como si escondiese algo, para luego dejarlo caer en un chapoteo provocado por la sangre aún chorreante de la carne a medio cocer.
            Glúteos, vaya delicia.
            Percibió la mirada de su madre, al otro lado de la mesa.
            —¿Ocurre algo? —preguntó curiosa y al mismo tiempo extrañada.
            —No, todo bien —Mentira—. No cargo mucho apetito hoy, no sé.
            —Igual debes comer si esperas sentirte mejor.
            —Pero…
            —¡Que comas, dije! —exclamó, mirándola como quien hace un acto indecente en público.
            Su hermanito se sobresaltó tanto como ella. Nadie dijo más hasta que terminaron de almorzar, perdidos en la comida que, al parecer, ahora no todos en la casa parecían disfrutar. Al final Ana logró comer, bajando cada bocado con un largo sorbo de agua que parecía no ser suficiente. Cuando vio el plato vacío y los ojos satisfechos de su madre, se sintió mejor. Pero solo un poco, pues en lo que todos se descuidaron, se encerró en el baño de su habitación a vomitar los restos apenas masticados de carne humana.
            Pasó la tarde tirada en cama, cavilando; correteando en sus incansables pensamientos que atacaban su cabeza como un niño lanzando puntapiés a cada uno de sus nervios, de sus preocupaciones, de sus miedos. Se puso en pie y se dirigió al baño para bajar el inodoro por décima vez cuando alguien tocó a la puerta.
            —Hija, ya es hora —anuncia la voz de su madre, amortiguada por la madera de la puerta.
            —¿Hora de qué?
            —De preparar la cena. Te espero abajo.
            Lanzó una mirada a la ventana: empezaba a anochecer. No logró responder. No porque su madre ya se había retirado del otro lado, sino porque las palabras no salieron de su boca. Quedó con ella en hacer la cena y lo había olvidado por completo.
            Respiró profundo y, a pasos lentos y dubitativos, logró bajar las escaleras y llegar a la cocina, donde su madre la esperaba con un amenazador cuchillo y una tabla de madera sobre la que reposaban toda clase de órganos vitales.
            —Toma —dijo la mujer tendiéndole el mango del cuchillo.
            Intentó que su mano temblara lo menos posible al momento de sostener el utensilio mientras se posicionaba frente al montón de órganos. Había un par de riñones, un hígado y un corazón que por momentos parecía moverse solo. Se quedó allí esperando instrucciones, o más bien, esperando a que un impulso de sus piernas la ayudara a salir corriendo de allí.
            —Muy bien —comenzó su madre de pie junto a ella, apoyando una mano sobre su hombro—. Vamos a preparar órganos guisados, una de tus recetas favoritas.
            No.
            —¿Por qué debo hacerlo?
            —Porque algún día te casarás con un hombre al que le deberás cocinar, y dominar la cocina humana es todo un arte que lleva tiempo.
            —Está bien —respondió, resignada.
            —Empieza picando el hígado en trozos no muy grandes. —Su madre acercó su mano hasta el hígado dispuesto sobre la tabla, haciendo trazos invisibles mientras hablaba—. Puedes hacer un corte a la mitad y luego en tiras. Pero no muy angostas, ¿eh?
            Afincó el cuchillo. El acero inoxidable al deslizarse sobre el pegajoso hígado le provocó un escalofrío que su madre no pareció notar. Vino un corte luego del otro hasta que el hígado perdió su forma original para convertirse en una montaña de tiras marrones (casi negras) apiladas ahora en una esquina.
            —Pon a calentar la cacerola con un poco de aceite mientras vas cortando el corazón.
            Siguió sus órdenes como un robot, sin mirar a otro lado y a la vez mirando a nada. Con la llama ahora a todo dar contra la superficie de la cacerola, volvió a su puesto frente a la tabla.
            —¿Y ahora?
            —Tomas el corazón y lo cortas en trozos considerables —explicó, esta vez sin hacer trazos con sus dedos—. Ni muy grandes ni muy pequeños. No importa que no sean iguales.
            Posó su mirada sobre aquel corazón, poco más grande que su mano. ¿A quién habrá pertenecido? ¿A quién habrá matado su madre solo para complacer un capricho, o una llamada “tradición”? Alguien murió solo para darles alimento, y pensar en ello, la hacía estremecerse como nunca. «Por si estás viendo esto —dijo en su mente, hablándole al corazón—, lo siento mucho. Lamento que hayas tenido que formar parte de esta locura».
            —Dale, pues —rompió su madre, dándole un empujoncito.
            Con la mano libre tomó el corazón, y apenas tocarlo, sintió una ola de frío que atravesó cada parte de su cuerpo. Casi podría asegurar haber sentido el corazón palpitar entre sus dedos. Órgano y cuchillo cayeron al suelo acompañados de un grito ahogado por el súbito sobresalto. Percibió los ojos de su madre, ahora abiertos como platos.
            —¡Maldita sea, Ana!, ¿qué te pasa? —gritó mientras se agachaba a recoger lo que había caído.
            —Lo siento, mamá. —Las palabras salían entrecortadas—. Yo…
            —¿Será que puedes comportarte? Pareces una niña. —Dejó el corazón y el cuchillo a golpes sobre la tabla de cortar para dirigir la mirada a su hija—. Ahora escúchame bien. Vas a tomar ese cuchillo y vas a aprender a cocinar.
            —No quiero —susurró en un hilillo de voz.
            —¿Cómo que no quieres?
            —¡No quiero saber nada de carne ni órganos! —exclamó eufórica—. ¡Los odio!
            —¡Pero si anoche te devoraste las empanadas de sesos! Ana, no… —Dejó las palabras al aire mientras intentaba comprender a lo que quería llegar su hija—. ¿Qué quieres entonces? ¡Dime!, ¿¡qué quieres!?
            —Quiero ser vegetariana.
            Los ojos de su madre parecían a punto de salir de sus órbitas.
            —¿Disculpa? —preguntó esbozando una sonrisa incrédula.
            —Pues eso. No quiero comer carne más nunca. Fin.
            La sonrisa desapareció del rostro de su progenitora.
            —Te vienes conmigo. Ya. —sentenció tomándola del brazo tan fuerte que casi le hizo brotar sangre.
            Ambas empezaron a forcejear, pero al final, Ana tuvo que resignarse a cualquier intento de arreglar las cosas (o empeorarlas incluso más), mientras la llevaba a través de la casa, seguidas bajo la mirada asustada de su hermanito menor. «¡Corre!», quiso poder gritarle, pero las palabras no lograron salir, así que se limitó a devolverle la mirada entre lágrimas.
            Llegaron a la puerta desvencijada que daba con el cuarto trasero. Su madre la abrió, y con una patada en el muslo, la dejó tirada en el suelo, de espaldas, mirando a aquella bestia que ahora no creía conocer.
            —De no haber sido porque me comí a tu padre, no estarías viva ahora, niña ingrata —dijo de pie desde la puerta, prominente y terrible—. Desde entonces, supe lo que era comer de verdad. Así que no vendrás tú con tus caprichos a cambiar las cosas.
—¿Por qué lo haces?
—En tiempos de guerra, cualquier alimento es preciado. Así que si quieres sobrevivir, tendrás que empezar a agarrarle el gusto de nuevo a la carne humana.
            Y allí quedo, viendo cómo se cerraba la puerta, seguida por el sonido de la cerradura al ser pasada con llave.
            ¿Cuánto tiempo había pasado ya desde aquella última imagen de su madre? ¿Diez minutos? ¿Una hora? ¿Un día? Había perdido cualquier noción del tiempo. De lo único que estaba segura era que, moría de hambre. Intentó dormir, pero sus horas de sueño se veían entorpecidas por los lamentos de su estómago que la hacían estremecerse sobre el ovillo en el que estaba entre sus piernas.
            Miraba a todos lados, en busca de algo distinto, pero nada cambiaba. Seguía en la misma habitación a oscuras, iluminada apenas por un bombillo que parecía a punto de quemarse en cualquier momento. No había siquiera una ventana por la que escapar, y las paredes y puerta se mostraban impenetrables ante cualquier golpe.
            La cabeza se le iba a los lados, la mirada se le desviaba y las pocas fuerzas que le quedaban eran apenas un atisbo de energía suficiente para ponerse de pie una última vez. Miró al otro lado. Allí estaba el congelador en el que su madre guardaba las reservas cuando en el refrigerador principal ya no cabía más.
            Así que si quieres sobrevivir, tendrás que empezar a agarrarle el gusto de nuevo a la carne humana.
            Apoyada sobre sus muñecas, consiguió ponerse en pie. Caminó hasta el congelador al otro lado de la habitación. La ola de frío que sintió apenas abrirlo le hizo entrecerrar los ojos, pero eso no evitó que su mirada se encontrara con el pálido rostro de aquel desconocido. Su estómago refunfuñó de nuevo. No faltaría mucho antes de que se desmayara.
            Sacó el cuerpo casi a rastras y lo tendió en el suelo. Empezó con un mordisco suave, en la pierna. Estaba helado, pero qué bien sabía al contacto con su boca caliente. La sangre al descongelarse empezaba a correr por su cuello hasta perderse en su ropa. Creyó que vomitaría, pero eso no ocurrió. Su estómago asimilaba aquello como un manjar, y ahora no podía parar.
            Por un momento le vino a la mente la chica inocente que casi estuvo a punto de cambiar. ¿Pensaba perderse todo aquello de su vida? No, jamás.
            —Has aprendido bien, hija —dijo de pronto la voz de su madre tras de ella. Su hermano también estaba allí, mirándola con orgullo engullendo los músculos ya no tan congelados de aquel tipo.
            Claro que sí. Había aprendido.
            Lanzó una mirada de reojo a su madre, quien se sentaba de rodillas junto a ella para acompañarla en el banquete.

            Espera a que cierres los ojos esta noche, y descubrirás lo que he aprendido.

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