martes, 1 de marzo de 2016

Receta de familia

Por Soledad Fernández.

Sandra observó su reflejo en la hoja de la enorme cuchilla de carnicero. Era un magnífico instrumento. Filoso y brillante. Con un mango de madera lustrada. Herencia de su abuela, por supuesto. A ella le gustaban las cosas brillantes y afiladas. Sobre todo lo filoso y lo extremo a diferencia de su esposo, Manuel. Le sonrió al reflejo, acomodó su flequillo y leyó las indicaciones del antiguo recetario familiar.
“Rehogar dos cebollas medianas en un sartén con aceite de oliva…”
Con gran maestría cortó las cebollas, derramó una lágrima mínima, y volcó todo en la sartén. Sintió el ruido crujiente de la preparación y aspiró una enorme bocanada. El aroma era exquisito. “Preparar la carne cortándola en fetas gruesas”
Fue hasta la heladera. Por unos segundos dejó la puerta abierta admirando el orden de las cosas: cada alimento en su recipiente plástico y rotulado, con mucho esmero. Zanahorias ralladas, papas peladas y cortadas en cubitos, ajíes y remolachas. Todo impecable, todo prolijo “como Dios manda”, pensó. Ubicó los ingredientes faltantes y los fue sacando de a uno. Los acomodó en la mesada y volvió a la heladera. Solo faltaba la carne.
Miró una vez más. Las porciones de carne estaban separadas del resto de los alimentos como le había enseñado su mamá. Y eso era importante para no contaminar nada. “Los gérmenes son peligrosos, son los verdaderos enemigos de las personas, hija”. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, no porque le impresionara ver la carne ahí acomodada o porque recordase a su madre que ya estaba en el más allá. No. La emoción la embargó de repente. Casi con la misma brusquedad con que decidió hacer la receta de familia. “La vida a veces se precipita de manera vertiginosa”, pensó.
Durante años había imaginado aquel día. La receta era una especie de ritual familiar, aunque más bien le pareció un rito de iniciación. Incluso de liberación espiritual. Primero su abuela y luego el resto de las mujeres habían continuado con la labor. Incluso su madre fue parte de la herencia. “Mágico”
Se trataba de una única receta, una vez en la vida. Sandra pensó que era casi como contraer matrimonio. Como enamorarse. Como dejar de ser virgen. Una sola vez. Y había crecido obsesionada con aquel instante, deseando que llegase el momento que ahora se presentaba. Vislumbrando detalles mínimos, sentimientos no explorados.
Suspiró para no llorar de la emoción. Pensó en sus mujeres ¿Cómo habían hecho para no repetir el ritual luego de la primera vez? “Imposible no repetirlo”, se dijo. Estaba segura que recaería. Que eso que se le escapaba de sus manos una vez finalizada la receta, debería repetirse.
Despejó sus pensamientos y tomó uno de los muslos. Era pesado, demasiado. Mientras lo llevaba a la mesada recordó el momento en que se hizo del ejemplar. Recordó cómo le dio caza a su presa y eso fue más excitante aún. Recordó el filo del metal, la sangre. Recordó por sobre todas las cosas, la sorpresa.
Llevó una mano a su pecho intentando serenar las palpitaciones de su corazón. Por un breve instante temió por su integridad mental y eso la alarmó. No quería perderse en banalidades, pero imaginar el instante en que pasó aquella cuchilla por la garganta de su futura cena, aún recordando la sangre que brotaba a chorros, se le ocurrió tremendamente excitante. A pesar de que luego tuvo que limpiar todo y ordenar.
“Suficiente”, se dijo y continuó con la receta. Una vez que el muslo estuvo en la tabla de cortar carnes, Sandra tomó la cuchilla y lo cortó en fetas gruesas. La carne era tierna como su presa. Débil. El metal se deslizó con suma facilidad, provocando un ligero temblor en las manos de la joven mujer. Desechó las sobras para el perro y acomodó las porciones ovaladas dentro de la sartén junto a la cebolla que estaba ya dorada. Agregó una pizca de sal, pimienta y unas hojas de albahaca. Todo al pie de la letra. Todo como debía ser.
El aroma a carne frita la invadió rápidamente y la transportó a su vida de antes, a sus días felices. Pensó en Manuel. En cuando le cocinaba su comida favorita: salteado de carne con cebollas. “Irónico”, pensó. Imaginó en qué se le habría pasado por la cabeza en aquel segundo, el último. Imposible saberlo con exactitud. Inimaginable. Diez años atrás se habían casado. Ni un hijo le quiso dar. Ni uno. Quizás eso la decidió. Quizás… Tal vez la forma en que él ordenaba las cosas. O desordenaba. Recordó que él no era una persona amante del orden. De esa estructura que Sandra tanto necesitaba y que había aprendido de su madre.
Como hija única supo que sería igualita a ella. Y ahora lo confirmaba.
La carne estuvo a punto y Sandra, con cuidado, puso todo en una enorme bandeja de plata y la llevó al comedor. Ahí había preparado la mesa para tres. Una enorme mesa de roble se encontraba en el centro de la habitación con su mantel blanco y pulcro. Usó la vajilla de las ocasiones especiales y las servilletas rojas que habían comprado cuando eran novios. Sus invitados estaban por llegar.
Miró nerviosa el reloj de pared mientras ultimaba los detalles. Sus suegros no eran puntuales y se caracterizaban por ser personas raras. Obviamente desde la visión de Sandra. Ella nunca los había visto como familia. Nunca los sintió cercanos. Pero los toleraba. ¿Les diría la verdad? No, por supuesto.
En cuanto ellos llegaron, el ritual de la cena familiar comenzó como cada sábado por la noche. Como cada semana de los últimos diez años. Esperó la crítica “constructiva” de ella, el comentario irónico por la falta de hijos de él, la mirada de desaprobación por el decorado de la mesa. Y con una sonrisa evadió todo y pensó en su vida futura. En su liberación.
Sirvió la cena y todo transcurrió como siempre. Aunque esta vez algo era diferente: él no estaba compartiendo la mesa. Ellos observaron a Sandra con interrogación en la mirada y con pena ella les contó cómo su esposo la había abandonado. “Él decidió dejarme hace tres días, Marta”, contó con lágrimas en los ojos.
Su suegra le tomó la mano con condescendencia, aunque Sandra percibió cierta alegría y sobre todo alivio, en su mirar; a la vez su suegro, sin inmutarse, llevó una enorme porción de carne a su boca y masticó con la boca abierta. “Estas cosas pasan, Sandra”, dijo él. “No será por la comida porque cocinás muy bien, querida”, acotó tragando con dificultad. Ella le hizo una media sonrisa y finalizó: “Él seguirá en mi corazón y en mis pensamientos por siempre”.
La cena terminó en silencio entre miradas furtivas, preguntas no dichas y gestos ahogados. Mientras que sus suegros se retiraban, Sandra recordó los ojos de su esposo al rebanarle la garganta. Lastimeros, débiles como siempre. Como su carne.
“¿No quieren llevarse una porción? Esto es demasiado para mi sola…”, les dijo y el hombre se apuró en aceptar el ofrecimiento de su ahora ex nuera. Ella les hizo una enorme sonrisa y así se retiraron, con el tapper lleno de carne. “Espero que no se indigesten”, dijo Sandra con falsa preocupación a la vez que saludaba con la mano, con la convicción de que jamás volvería a ver a esas personas.
Una vez sola sintió la liberación y la certeza de que esta experiencia debería de repetirse. Limpió la casa, eliminó toda evidencia y suspiró una única vez por él. Luego fue hasta la heladera una vez más y embolsó los restos de carne para frezarlo por si acaso. Al fin y al cabo, Sandra era vegetariana y no resistía ver a su esposo eternamente apilado en la heladera.



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