sábado, 10 de marzo de 2012

Instinto materno


Por Mauricio Vargas.


Viajé por una vía destrozada, lidiando con el llanto incesante de Verónica. Cuando había querido escuchar la radio, se había enojado conmigo por mi desconsideración. ¡Cómo era posible que no respetara su dolor! Y yo lo hacía… lo mejor que podía claro; no me caracterizaba por ser una persona paciente. Traté, en los momentos que creí pertinente, de sintonizar alguna emisora del lugar, pero ella protestaba por mi atrevimiento, así que conduje casi todo el trayecto tratando de descifrar a través de la lluvia, con los sollozos de mi esposa y los relámpagos que iluminaban la zona a su antojo.
Aún me sorprendía de la hora en que habían decidido sepultar a la vieja. Si de mí hubiera dependido, Verónica hubiese podido ir al cementerio en compañía de su hermano. Pero esa inevitable responsabilidad que adquiere uno al casarse no me dejó quedarme en casa viendo la televisión, así que ahora estaba conduciendo, a altas horas de la noche, dirigiéndome a un lugar que el sepulturero nos había recomendado para pasar la noche. ¡Vaya recomendación!
 Y más inadecuado que la hora, había sido el lugar. La madre de Verónica parecía haberse casado con los cimientos de esa casa de porquería. Pablo, mi cuñado, había propuesto cremarla y depositarla en un osario en el cementerio de la ciudad, pero Verónica se había empeñado en respetar los deseos de su madre: sepultada bajo la tierra santa en su pueblo natal, con sus respectivas tres misas.
A veces pensaba lo ridículo que resultaba toda esa parafernalia. ¿Por qué tanto lío con un una persona que, al fin de cuentas, no tiene conciencia? Después de muerto, lo que hagan con uno es cosa de los vivos. Y las misas, ¿acaso se levantaría si no se celebraban? Era lo que más odiaba de todo. Aquella tradición no era más que un negocio redondo para la iglesia. Ni siquiera era una misa para el alma del difunto. Pagabas determinada cantidad de dinero solamente para que nombren al muerto en medio de la ceremonia, junto con otros diez desdichados.
Pero mi mujer no lo había comprendido, aún cuando le había hecho saber esas verdades de todas las formas. Aún dentro del auto, pensé en recriminarle todas esas costumbres sin sentido, pero de seguro me hubiera portado como un maldito animal. Yo también había perdido a mi madre, pero corrí con la suerte de haberme alejado a tiempo de mi hogar. La relación jamás fue tan estrecha como para que me afectara tanto la pérdida. Recuerdo que cuando murió, me llamaron. No derramé ninguna lágrima. Estuve en el velorio, vi como echaban la tierra en la fosa y me devolví para mi casa. Verónica, por otro lado, había permanecido el tiempo suficiente al lado de su madre como para que la dependencia de la niñez se reavivara aún más.
Cuando acabó la ceremonia, el sepulturero nos había recomendado una posada que quedaba a tres kilómetros del pueblo. Era humilde, pero suficientemente cómoda para pasar los siguientes días. Mi cuñado, junto con algunas amistades en común, habían decidido quedarse a tomar unos tragos en la cantina del pueblo. Me habían pedido que me llevara a Verónica para que descansara, así que me había perdido de una buena noche y había conducido saboreando con frenesí el regusto del aguardiente barato que me habían ofrecido.
Verónica se calmó poco a poco y me dijo que, si quería, podía prender la radio. Ya se sentía mejor. Deseoso de escuchar, al menos, la música de despecho tan popular por estos lados, encendí la radio y busqué desesperadamente una estación que no emitiera el desesperanzador sonido de la estática, pero fue en vano. Valiente la hora en que Verónica se había logrado calmar.

—¿Una semana?  —dijo la señora mientras sacaba el libro de registros bajo el recibidor.
—Ajá.
—Firme aquí, por favor.
—¿De verdad es necesario? —le dije cuando recibí el bolígrafo.
—Protocolo —respondió sin levantar la vista. Se acomodaba las gafas constantemente sobre la nariz.
Firmé y se lo regresé.
—Bien. Síganme.
Verónica se levantó del asiento del rincón en el que había dejado un rastro de bolitas de papel que había hecho con el pañuelo y me siguió.
—¿Te ayudo? —me preguntó queriendo agarrar la maleta.
—No; yo las subo. No hay problema. —Sospeché que quería reivindicarse por aquello de la radio.
—¿Somos los únicos? —pregunté mientras subía por la escalera. La señora iba adelante haciendo sonar las llaves del cuarto.
—No. Hay tres huéspedes más, pero están en el pueblo.
—Es probable que mi cuñado y algunas personas más vengan más tarde… si es que no se amañan en la cantina.
—Me parece perfecto, don Andrés. Es muy probable que se queden por allá, ¿sabe? Este pueblo es muy amañador. De todas formas, si vienen, yo los atiendo.
—Okey.
Cuando llegamos al corredor, un trueno hizo vibrar los cimientos y la luz se apagó. Verónica me agarró el brazo y sentí el pañuelo húmedo por los mocos y las lágrimas.
—No se preocupen. Siempre se va la luz cuando llueve así. Ahorita vuelve.
En semejante oscuridad repentina, la señora introdujo la llave y se movió con agilidad felina buscando la maleta.
—Me conozco esto como la palma de mi mano —dijo arrebatándomela.
Entró en la habitación y corrió las cortinas. La escaza luz del exterior dejó ver las siluetas de los muebles.
—Ya traigo unas velas —dijo pasando al lado mío y descendiendo las escaleras a toda prisa.
Entré en la habitación que refulgía de plateado con los relámpagos que antecedían el estruendo. Verónica, sin soltarme, se sentó en la cama. La noté nerviosa. El clima estaba espantoso y no ayudaban para nada a su estado de ánimo.
—Es bien ágil la viejita, ¿no?
El comentario no causó ningún efecto. Verónica seguía aferrada a mi brazo y yo sentía la humedad del pañuelo escurriéndose en mi piel.
—Aquí están —dijo la señora entrando en la habitación. Ubicó una sobre la mesa de noche y otra sobre el viejo tocador frente a la cama. La luz temblorosa de las llamas empezó a inundar la habitación. La señora cerró de nuevo las cortinas—. Mejor así. Noto que su esposa está un poco nerviosa. —Se me acercó al oído y casi pude sentir su aliento tibio y ferroso— ¿Le tiene miedo a los rayos?
La risita que dejé escapar fue tan inevitable como un reflujo.
—No, señora. Acaba de enterrar a su mamá, es todo.
—Ah —dijo la señora. Pude ver el marco de sus anteojos pasados de moda deslizarse por el puente de su nariz—. ¿Quiere que le prepare alguna agüita aromática?
—Se lo agradezco, pero no es nece…
—No hay ningún problema. Es mejor que se tranquilice para que pueda dormir bien. Por lo que veo, va a estar lloviendo así toda la madrugada. Ya se la traigo.
Y salió sin que pudiera responder.
Me senté a su lado y la abracé. Temblaba levemente por el llanto y los nervios. Iba a ser una noche bien difícil. De alguna manera, estar en un lugar ajeno en el que no pudieran invadirla recuerdos dolorosos, mitigaría la pena, pero el maldito clima no ayudaba para nada.
—Nos hubiéramos quedado en casa de mi mamá —me dijo con voz afónica.
—Aquí estamos bien, Verónica. En estos casos es bueno estar alejado de los lugares que nos recuerden más a los que se han ido. —No pude haber sonado más estúpido, pensé.
—Hubiera estado más cómoda. Hubiéramos— se corrigió.
—No, Verónica. Acá estamos mejor; créeme —dije, sin poder contenerme. Sentí que se movió entre mis brazos, pero no se atrevió a soltarse.
—¿Y tú cómo sabes de eso? Jamás has pasado por algo así.
—Ya, cálmate —dije dándole unas palmaditas en la espalda.
—¿Cómo quieres que me calme? —dijo soltándose al fin.  Se puso de pie y me miró fijamente. Su respiración se había acelerado y me habló en voz baja, con furia reprimida—. Mi mamá está muerta, Andrés. Vi cómo le echaban tierra encima. ¿Crees que no es duro afrontarlo?
—Verónica…
—¡No me calmes! —exclamó, haciendo un esfuerzo por controlarse.
La señora tocó la puerta abierta y entró con un pocillo humeante.
—¿Sucede algo? —Dejó la bebida en la mesita de noche.
—No pasa nada —le respondí. Verónica guardó silencio.
—Bueno, no siendo más, que pasen buena noche. Tómese el agüita —le dijo volviéndose hacia Verónica—; le va a hacer bien.—Dejó las llaves en el tocador y cerró la puerta suavemente.
—Tómate el agua. —Le ofrecí la bebida, pero la rechazó.
—No necesito nada de eso.
Tomé un sorbo y sentí alivio delicioso.
—Bueno, acuéstate entonces.
—No sé ni para que viniste. Nunca la quisiste.
—¿Y yo tengo la culpa? —protesté, dejando el vaso en la mesita—. Ella nunca confió en mí. Esa señora no me quería.
—«Esa señora»…
— Y sí, no tenía ganas de venir. Tú debías saberlo. Hubieras podido decirle a Pablo que te trajera.
Me sentí mal, pero la rabia me estaba consumiendo. Creí que con la muerte de esa señora, las cosas habían quedado ya solucionadas. No más problemas. No más intromisiones. Pero parecía que aún estuviera interfiriendo desde la tumba. ¿No hubiera sido más fácil que me muriera yo? Seguramente las dos hubieran quedado complacidas. Pero el mundo es injusto. Ahora debía lidiar con un acontecimiento que a mí ni me interesaba.
El llanto se desató de nuevo. Ahora iba a atraer a la señora y lo que menos quería era dar explicaciones. Suficiente con haber tenido que venir. Me irritó sobremanera y le di una cachetada.
Verónica se cayó en el instante y se me quedó viendo asombrada, a la luz titubeante de la vela.
No discutió más. Simplemente me dijo que no quería dormir conmigo esa noche.


Escuché con cautela a través de la puerta cerrada la oración que estaba haciendo. Aún estaba buscando consuelo en las palabras de su madre. Sólo que esta vez nadie le iba a responder.
Me sentí como un infeliz, pero no podía soportarlo. Nada me había obligado a aguantar aquel triángulo molesto cuando su madre estaba viva, y mucho menos lo haría ahora que ella estaba muerta.
En una situación así, después de una discusión, Verónica habría llamado a su madre, le habría contado todo, incluso que ella tenía razón al decir que yo era una porquería, y saldría disparada para su casa, a llorar en sus brazos como si aún fuera una niña vulnerable. ¿Y ahora qué haría? En el fondo me dolía verla así, pero a la vez me complacía al tener que ver de qué manera afrontaría los problemas.
La dejé en sus oraciones y bajé al primer piso. La recepción estaba vacía.
Salí al porche y me fumé un cigarrillo mientras la lluvia amainaba. Los relámpagos seguían ofreciendo ese tenebroso espectáculo de luces. Esperaría mientras Verónica se quedaba dormida y me iría a acostar. Mañana había que salir temprano para hablar con el padre sobre la misa. Mientras, aprovecharía para echarle un ojo a Pablo y los demás, si es que se dignaban llegar. Eran las once, más o menos.
Me dirigí al auto a toda prisa y recliné el asiento del conductor. Pensé en que tendría que lavar el auto y un sinfín de tonterías más. Intenté sintonizar una emisora, la que fuera, pero ninguna funcionaba. Saqué un Cd de la guantera y lo coloqué. Igual no había nada más qué hacer. Le bajé el volumen y estuve pensando sobre el detestable día de hoy, hasta que empecé a quedarme dormido con el reconfortante calor del auto.


Me desperté y la música había dejado de sonar. Los numeritos diminutos del tablero marcaban la una y veinte de la madrugada. Me incorporé, fumé el último cigarrillo de la cajetilla y regresé a la posada.
Lo primero que me intrigó fue la puerta entreabierta. Lo segundo, las pisadas de barro que estaban en el tapete de bienvenida. ¿Habían llegado ya los demás? No recordé haber escuchado llegar algún auto. Escudriñé en derredor pero sólo estaba mi Mazda. ¿O había sido Verónica? Me sorprendería si hubiera salido a este frío sólo para buscarme.
Entré, cerré bien la puerta y casi resbalé en más barro. El interior también estaba sucio, con tierra mojada esparcida desde la sala hasta las escaleras. La señora no estaba por ningún lado.
Alumbré con el encendedor y noté que las manchas de barro de extendían por la escalera hasta la pieza de Verónica. Había sido ella, sin dudas. Aunque no me explico por qué se había ensuciado de esa manera.
Cuidando de no pisar el lodo, subí hasta el cuarto y empujé la puerta. La luz de la vela casi se había consumido, pero me dejó ver con claridad a la mujer que acunaba en sus brazos a mi esposa.
Aunque su cara había reventado y lucía un color purpúreo, aún pude identificar esa mirada que tanto me despreciaba. Mi mujer lloraba y ella la consolaba. Quién sabe cuántas cosas le había dicho de mí esta vez. El olor a tierra inundaba la habitación. El pelo canoso estaba apelmazado y sucio, manchado con la sangre seca que se había mezclado con el lodo.
Era claro que su madre siempre estaría allí, para protegerla.


Fin.

1 comentario:

  1. Espeluznante relato.
    Indubitables características de la prosa de Mauricio volcadas en toda su expresión.
    ¡Felicitaciones!
    Muy bueno...

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