martes, 13 de agosto de 2013

Endemoniados

Por Héctor Priámida Troyano.

Cuando llego, se ha ocultado el sol, y el ruinoso hospital se halla iluminado con una tonalidad espectral. Las lámparas fluorescentes parpadean cansadas, emitiendo unos guiños que no logran disipar por completo las tinieblas. Las sombras se agolpan a ambos lados del pasillo por el que camino, agazapadas como bestias dispuestas a saltar sobre su presa al menor descuido. Parecen arañas prestas a extender sus redes y a inocular el veneno en sus víctimas.
«Pater noster, qui es in caelis», rezo angustiado para mis adentros. «No me desampares, Señor. Ya tomé mi decisión. No me dejes que vacile ahora.»
Las pesadas puertas que bordean el lóbrego corredor del pabellón de alienados van cerrándose, con violencia, una a una, produciendo un sonido ensordecedor. Hace tiempo que concluyó la hora de las visitas pocas, me temo, reciben la mayor parte de aquellos desgraciados: el mundo olvida rápido a los miserables en su encierro, y los celadores realizan con eficacia su trabajo, clausurando todas las entradas. Escucho el ruidoso rechinar de los cerrojos oxidados y los gritos de los locos enclaustrados: el estruendo de esa sinfonía macabra me aturde. Sacudo la cabeza con energía para despejarme: porque jamás ha habido en mi vida otro momento que requiera que conserve la mente más lúcida.
«Adiuva me, Domine!», imploro. Me da miedo orar en voz alta: el demonio es astuto, y no quiero alertarlo. La serpiente vigila siempre al acecho, y debo sorprenderla. Por fortuna, en este instante duerme desprevenida: pues no advierto aún el olor del azufre.
Solo permanece abierta la puerta de una habitación. Allí donde desde ayer continúa sufriendo su tormento mi desvalida paciente.
Se me parte el corazón al pensar en sus padecimientos: ¿qué crimen tan terrible ha cometido la pobre inocente? Un angelito de apenas cuatro años, al que no se le puede achacar ninguna culpa sino la del pecado original. Políticos corruptos —¡menuda redundancia!—, maridos maltratadores, esposas adúlteras, drogadictos degenerados, asesinos y psicópatas serían candidatos más dignos para aquel suplicio. A pesar de mis insignes estudios y de mis conocimientos de Teología, a menudo no alcanzo a entender los designios de Dios, y me rebelo ante las injusticias del mundo y los sufrimientos de la gente de bien, pero no soy quién para dudar de las razones del Creador. A este humilde siervo le corresponde únicamente acompañar a mis semejantes en su dolor y entregar hasta el último suspiro intentando confortarlos.
—Buenas noches, padre —me dice el empleado, distinguiendo desde lejos mi sotana en la penumbra fantasmal del crepúsculo.
De cierto que el hombre aguarda con impaciencia mi venida, deseoso de acabar su ingrato servicio. Imagino que en su hogar le saldrán al encuentro una mujer amante y unos hijos cariñosos, y envidio su suerte, puesto que una felicidad igual es una bendición que nos está vedada a los que profesamos nuestra vocación. A mí, en cambio, nadie me añora en la casa parroquial, y sospecho que, luego de los bárbaros sucesos que se desencadenarán enseguida, el universo entero se apartará de mí con repugnancia y mi persona quedará condenada.
Entro en el cuarto y observo que se trata de una estancia acolchada.
«Tarde te han trasladado», constato con amargura. «Mas descuida: muy pronto nadie podrá causarte daño.»
—Buenas noches —contesto al saludo en un susurro, a fin de no despertar al monstruo.
Un almohadillado blanco salpicado de manchas parduscas recubre en su integridad los muros decrépitos. Una precaución inevitable después de lo sucedido en la sesión anterior. Condenados médicos, que no saben distinguir ni dónde tienen la nariz. Ha sido preciso que la chiquilla se rompa el cráneo para que me hagan caso.
«Pero no le han atado a la cama los brazos ni las piernas…», aprecio con desaliento. Les insistí en que, tras lo acaecido, era una medida imprescindible, pero conjeturo que la han juzgado demasiado cruel. O bien, que desprecian la naturaleza del peligro que nos amenaza. Doctores de mierda, tan pagados de sí mismos y de su supuesta ciencia. ¿Acaso no comprenden la atrocidad que está ocurriendo aquí? No creen lo que ven con sus propios ojos, así les pateen el trasero. No tienen ni idea de la magnitud del enemigo al que nos estamos enfrentando.

(La niña —no, ella no: la sabandija que se ha apoderado de su ser— se había agitado frenética ante mis conjuros.)

—Le estaba esperando. ¿Necesita algo antes de que me marche?

(¡Cállate, jodido marica!, había exclamado el diablo con una rabia homicida. Los espumarajos burbujeaban en pompas verdes del tamaño de una pelota de golf.
«Por la autoridad que me ha conferido la Santa Madre Iglesia, ¡yo te expulso, gusano abyecto! ¡Libra de tu infección a este vástago del Señor!», le ordené acercando el crucifijo al rostro de la muchachita.
¡Cierra de una vez el pico o la perra morirá!
«Lucifer, Príncipe de la Inmundicia, ¡en el nombre de Dios Todopoderoso, te exijo que quites tus zarpas de esta alma y resplandezca su pureza!», seguí conminando al maligno ente, imperturbable ante sus intimidaciones.
¡Mataré a la zorra y desparramaré sus putos sesos a tus pies!)

—Nada, hijo. Gracias. Puedes retirarte. Traigo conmigo todo lo que me hace falta.

(Un enjambre de moscas surgidas de la nada había invadido de repente la sala y me atronaron con su demencial zumbido. Me mordían los ojos y las orejas y trataban de metérseme en tromba por la boca, para hacerme enmudecer. Me sentí exultante de alegría, pues interpreté aquella agresión como una señal inequívoca de que el triunfo se acercaba, de que Satanás se hallaba acosado, en riesgo de ser vencido. ¡Qué iluso! ¡Cuán equivocado me hallaba!
«Vade retro! Por el poder de la corte entera de arcángeles y querubines, ¡regresa a la sima en que radica tu morada y canta en el abismo las alabanzas del Altísimo!», proseguí recitando las imprecaciones del ritual, mientras escupía, asqueado, puñados de insectos y contenía las náuseas.
¡Que te follen, cucaracha con faldas!, chilló el infernal engendro con palabras casi ininteligibles, deformadas por la cólera.
La cría sustituyó sus espeluznantes muecas por una sonrisa siniestra. Se arqueó sobre el lecho de una forma horrenda —oí crujir sus huesos, ¡lo juro!, a punto de descoyuntarse—, y gruesos cuajarones de su saliva, un líquido grumoso y abrasador, regaron mi cara.
¡Te lo advertí, cabrón!, aulló el espíritu.
La poseída experimentó una furiosa convulsión y se desplomó sobre las sábanas, empapadas en un amasijo de sudor, heces y mocos. De súbito, se elevó sobre las mismas y, con una velocidad vertiginosa, levitó hasta el techo y, dando un brusco viraje, se estrelló contra una de las paredes. ¡Por los clavos de Cristo!, todavía me estremezco al recordarlo: una vez —¡clonc!—, y otra, y otra —¡clonc!, ¡clonc!, resonaron los espantosos golpes—, en medio de una lluvia de sangre horripilante. Hasta que, reconociendo la derrota, interrumpí la ceremonia del exorcismo y los facultativos acudieron para curar a la herida y remeterle el cerebro por la fractura.)

Sin embargo, si consigo el éxito, nada de esto se repetirá a partir de hoy.
«Confía en mí, pequeña», musito al oído del torturado cuerpecito que yace lastimosamente envuelto en vendas, ofreciendo el aspecto de una momia diminuta. «No volveré a fallarte», añado.
La escasa porción de carne que las tiras dejan al descubierto está amoratada y magullada. Acaricio sus mejillas con ternura y le prometo que no habrá más lucha. Poso un beso sobre su frente y la fiebre que consume a la desdichada quema mis labios. Le aseguro que este no será un descanso más entre combate y combate; que no voy a fracasar de nuevo. Que en esta ocasión el reposo será eterno.
Soy consciente de que he de apresurarme, no vaya a presentarse algún enfermero entrometido a frustrar mis planes. Tengo que actuar con urgencia: antes de que la bestia se aperciba de mis propósitos.
Aun así, le dirijo una postrema mirada a la infeliz criatura y me concentro en reunir mis maltrechas fuerzas. La niña es toda piel y pellejo. El Mal la está devorando. Si no la salvo de inmediato, acabará ahogándose en sus espesos vómitos. O las costillas terminarán por rajar su piel. Esa superficie tierna que aparece surcada por llagas que dibujan obscenidades capaces de sonrojar incluso a la más envilecida de las prostitutas.
La compasión desgarra mis entrañas.
Además, existe una cuestión diferente que también me inquieta… Se rumorea que en el palacio episcopal están descontentos con la manera en que estoy llevando este asunto. No me importa caer en el pecado y quizás sea cierto que me ha poseído el demonio de la vanidad. No obstante, no permitiré que me arrebaten el caso y que se lo encomienden a otro: la nena es responsabilidad mía. Exclusivamente. ¿Así se me retribuyen mis desvelos? ¿Mis inmensos sacrificios? ¡Estúpidos ingratos! Ni a viajar me atreví para acompañar en la agonía a mis padres, con tal de no desatender mis obligaciones hacia las ovejas de mi rebaño.
Y menos voy a consentir que se lo traspasen a ese gilipollas de Callahan. Ese cura de pacotilla: siempre detrás del obispo, con la lengua fuera, ascendiendo en la jerarquía a fuerza de chupar todos los culos con casulla que se le ponen por delante. No. No me privarán de mis derechos. ¡No lo toleraré!
Procuro infundirme ánimo: un supremo esfuerzo y el horror se habrá esfumado.
Aspiro una bocanada profunda de aire. Retrocedo hasta el umbral y busco en mi maletín el instrumento liberador. Aparto con ira el hisopo y las inútiles ampollas de agua consagrada.
«Tranquila, hijita. Yo te sanaré de la abominación. No te abandonaré en manos ajenas.»
Aferro ansioso el cuchillo. El arma se me resbala a causa del sudor que baña mis dedos y la agarro con desesperación. Aprieto la empuñadura hasta hacer palidecer mis nudillos y blando su filo en el aire. No debo flaquear en este trance decisivo: en un instante la pequeña quedará libre de su martirio.


FIN


      


      NOTA:


     «El Edén De Los Novelistas Brutos» te informa de que debes escribir un relato del género de terror para competir en el Mundial que estamos realizando.
El texto debe estar escrito en Times New Roman 12, interlineado sencillo, predeterminado del word, con una extensión mínima de dos hojas y un máximo de cuatro, ni más ni menos.

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