viernes, 16 de agosto de 2013

Era fija

Por Alejandra López.

—Espérenme esta tarde para la merienda, voy a traer masitas.—Fue lo que le dije a mi esposa y a su prima que ese domingo nos cayó de visita a almorzar y solo teníamos fideos con aceite y un poco de vino tinto.
Los caballos y el tinto son mi pasión, así, en ese orden. Salí para el hipódromo después del mediodía. Para la tercera carrera tenía una fija: Candy Nevada era candidata a ganar. Así que me aposté todo lo que me quedaba del sueldo, a la zaina.
Candy Nevada largó bien, se ubicó rápidamente a la cabeza. Pero en la última vuelta se encontró con la atropellada de Visionaria que ganó por medio cuerpo de ventaja. Así fue como la yegua me hizo perder toda la plata.
Mi esposa me esperaba con la prima en la puerta de casa. Ya eran como las siete de la tarde cuando llegué. Me tuve que volver caminando sesenta cuadras porque no tenía ni para el colectivo.
Estaba seguro de que la Mary iba a empezar con los retos, pero me llamó la atención que no dijera ni pío.
La que empezó con su perorata fue la prima: “En lugar de irte a perder todo ese dinero, podrías haberte quedado a pintar un poco la casa, mira qué descascaradas están las paredes. Además vas a tener que arreglar la ventana que está rota y entra mucho frío, para que la tía no se enferme”.
Todas las críticas de la prima de la Mary que me estaban haciendo levantar temperatura, me dejaron helado. La increpé con un hilo de voz:
—¿Cómo que “la tía no se enferme”, qué querés decir con eso?
—¿Cómo, Mary no te dijo nada todavía? —preguntó sorprendida.
Ahí fue cuando intervino mi esposa.
—Sí, querido. Voy a traer a mamá a vivir con nosotros. Ella no está bien de salud, vos sabés que anda muy mal de la cabeza y es peligroso que viva sola.
—Pero…pero…¡no me comentaste nada!
—No serás tan desalmado como para querer mandarla a un geriátrico ¿no? —dijo la víbora de la prima.
Vi en los ojos de Mary una mirada expectante.

Dos días más tarde teníamos a la vieja instalada en la casa. Mary había arreglado la piecita donde guardábamos los trastos viejos, y ahí la metimos.
Al principio la vieja no dio mucho trabajo, la sentábamos en el comedor a mirar televisión y ahí se quedaba por horas.
Un día la dejamos viendo un programa de competencias de bailes mientras Mary preparaba la comida y yo la ayudaba a poner la mesa. A los diez minutos la vieja se nos apareció en la cocina y le pregunté:
—¿Qué le pasa doña Rosa, no quiere ver más la tele?
—No, no. Ése quiere que baile y yo no quiero.
—¡Pero mamá! —dijo Mary—. No te lo pidió a vos, es un programa…
—No, no —siguió sacudiendo la cabeza la vieja—, no quiero bailar.

Antes de que viniera mi suegra a vivir con nosotros, yo iba nada más que los domingos al hipódromo. Pero desde que ella llegó, también empecé a ir los sábados. Fantaseaba con la idea de que si ganaba mucho dinero, la podríamos meter en un geriátrico lujoso o pagarle a una persona para que la cuidara en su casa y así volver a vivir solos la Mary y yo. Pero no tuve suerte, perdí mucha plata y tuvimos que recurrir a la pensión de la vieja para llegar a fin de mes. La Mary se enojaba conmigo, me decía que me iba a echar a patadas de casa, que gracias al sueldo de su madre, podíamos tener un plato de comida en la mesa.
Ella nunca entendió que yo apostaba por el bien de todos, para poder progresar.

Una tarde la vieja empezó a decir que estaba mareada. Mary se puso como loca, pensó que le había subido la presión. La hizo acostar, le llevó el medicamento y un vaso con agua; pero la vieja no quería tomar nada.
—Tomá mamita, que con esto se te va a pasar el mareo.
—No, no puedo tomar nada hasta que no me vea el médico.
—Pero si tu médico te lo recetó.
—No, estoy embarazada y no puedo tomar nada.
—¡¿Embarazada?! ¿Cómo vas a estar embarazada, mamá?
—Sí, nena. Los embarazos me dan mareos.
Yo las escuchaba parado desde el umbral de la puerta. Al principio me causó gracia, pero después, como seguían discutiendo madre e hija, una porque estaba convencida de que el mareo era por el embarazo y la otra porque le quería encajar el medicamento, empecé a pensar que la vieja nos estaba arruinando la vida. Y lo peor era que no sabía por cuánto tiempo más la íbamos a tener que aguantar. Así que me fui hasta la heladera para tomarme un vasito de vino.
La botella que había guardado al mediodía con más de la mitad de tinto, estaba vacía, acomodad entre las sobras de comida y algunos aderezos. No me costó mucho atar todos los cabos: la vieja mareada, y la botella de vino vacía.

El acabose llegó el día que entré de la calle después de pasear al perro y vi a mi suegra sentada frente al televisor con un puñado de monedas en la mano. Intenté ser amable y le dije:
—¿Cómo le va doña Rosa?
La vieja extendió su mano llena de monedas y me contestó:
—Bien, ¿querés un caramelo?
—No, doña Rosa. Esas son monedas, no caramelos.
—Son caramelitos, mirá: hay de frutilla y de ananá. Están ricos.
—¿Ricos? ¿Usted comió?
—Sí, me comí tres de ananá. Eso sí, los de ananá están un poco duros, probá con los de frutilla.
Fui hasta la cocina donde Mary estaba hablando por teléfono con una amiga. Le hice señas para que cortara la comunicación, y luego le conté que su madre se había tragado tres monedas creyendo que eran caramelos. Pedimos un taxi y llevamos a la vieja hasta la clínica. Después de pasar dos horas en la guardia, esperando al médico y las radiografías, nos dijeron que no veían nada. Pero que por las dudas, la lleváramos al otro día para un nuevo control y que revisáramos sus deposiciones por si aparecía alguna moneda.
Ya me estaba volviendo loco, era viernes y la vieja nos había hecho gastar una fortuna en  taxis. Me había dejado sin un peso para ir a las carreras.
Así que al otro día, sin que la Mary se diera cuenta, agarré el acolchado sin estrenar que mi suegra nos regaló para el aniversario de bodas y me alejé un poco del barrio por si alguna chusma me veía y le iba con el cuento a mi esposa. En la calle increpé a una mujer que andaba con una bolsa de hacer las compras y le dije:
—Señora, disculpe la molestia, ando ofreciendo este acolchado de dos plazas a solo cincuenta pesos.
Abrí un poco la caja para que la mujer lo viera. Era muy fino, de raso blanco, con volados y dos almohadones haciendo juego. Yo me di cuenta de que la mujer lo miró impactada pero también vi un asomo de desconfianza en su cara. Supuse que por lo barato, entonces, enseguida le aclaré.
—Le voy a decir la verdad. Este acolchado fue un regalo de mi suegra. Lo que sucede es que para hoy me pasaron una fija y no tengo un peso para jugarle.
La mujer me dio el dinero y rápidamente se fue con la caja.

A la orden de largada iba todo bien, Emperatriz picó en punta y se mantuvo así por varios metros. Antes de doblar el último codo, las diferencias entre la puntera y el resto comenzaron a achicarse. Cuando pisaron la recta final, Emperatriz dio señales de cansancio y Optimista la pasó sin lucha.
Nunca tuve suerte con las mujeres.
Cuando llegué a casa, la Mary ya me tenía el bolso preparado. Me lo dio y me dijo que su abogado se iba a comunicar conmigo.
De más está decir que después de esto tuve que pedir varios adelantos de sueldo en el trabajo y falté muchas veces por las curdas que me agarré. Así que no tardó en llegar el telegrama de despido.

Por ahora duermo bastante bien en la terminal de ómnibus y con los pocos pesos que gano vendiendo los cartones y botellas que junto, para comprar algo de tinto me alcanza.


Mi desafío fue escribir una comedia.

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