martes, 5 de agosto de 2014

Ascenso

Por Juan Carlos Santillán.

“Soy un buen tipo”, piensa el sargento el día que va a morir.
Se acaba de levantar de la cama por el lado derecho, el frío contacto del parqué lo ha hecho sentir vivo. Camina despacio, sintiendo cada resquicio del piso en toda la extensión de sus pies planos descalzos. Esa limitación no le ha impedido disfrutar de la gloriosa carrera militar y hasta hacer méritos. Y se viene el ascenso. El capitán le contó, entre mates, que el general lo quiere ver hoy porque está muy impresionado con su ejemplar accionar durante la revuelta del mes pasado. Y lo ha recordado de la primera revuelta, hace ya varios años, cuando aún era un conscripto y ayudó a capturar a todos esos apestosos que ahora se están pudriendo en vida en la “madriguera”. A veces le dan pena, pero luego se acuerda de ese Gabriel, al que encontró a punto de violar una muchacha, una nena casi, enfermo de mierda. Todos ellos son unas mierdas, se merecen lo que les pasa. Justamente hoy les hacen el juicio sumario. Les han dicho que los van a liberar, pobres ilusos. Son un montón metidos en la “madriguera”, comiendo mierda, mierda comiendo mierda. Y el ayudó a meterlos ahí.
Se viene el ascenso.
El sargento descorre las cortinas de un tirón, permitiendo que la luz blanca, contundente, casi palpable, inunde la habitación. Cierra los ojos y sonríe. El fuerte sol estival acaricia su piel curtida. Entre sus agradables pensamientos de éxito y reconocimientos se cuela, intrusa, la imagen de los apestosos, soportando la inclemente canícula en ese sucio galpón de zinc que se recalienta ya a media mañana. A mediodía ha de ser un horno.
Un gruñido se escucha a sus espaldas. A los pies de la cama, la perrita mestiza se despereza con un fuerte estirón, moviéndole la cola. Bajo las colchas, alguien se da la vuelta hacia la pared y vuelve a gruñir:
-¿Podés cerrar las cortinas, boludo?
El sargento amplía su sonrisa y se enamora un poquito más de ese bulto somnoliento que lo “boludea” entre sueños. Una pierna bien torneada se ha escapado de entre las colchas atigradas y las sábanas de color palo de rosa; el vello empieza a sombrearla un poco de nuevo, parece que ya toca rasurarla. Al sargento le gusta mucho cuando le pide que le rasure las piernas; pone carita de nena y hace puchero: “¡A mí me da meyito, papi!”
-¡Dale, boludo, cerrá las putas cortinas del orrrrto!
El sargento cierra las cortinas. Siempre sonriendo, pasa junto a la cama palmeando donde calcula que están las nalgas. Otro gruñido se escucha, pero ahora suena más bien como de gusto. El sargento ríe.
-Che, levantate ya, que estoy poniendo el mate- grita, entrando en la cocina y encendiendo la hornilla.
Otro gruñido se escucha.
-¡Dale, que vos también tenés que laburar!
-¡Ya voy, che, ya voy! ¡Qué ganas de hinchar!
-A quien madruga Dios lo ayuda, ¿no sabés?
-Lo ayuda a quedar más arrugado que el cuello de la Cristina, boludo, ¿no sabés que el sueño es belleza, vos? ¿Cómo querés que conserve mi lozanía si no ronco mis doce horas reglamentarias? Decime, militarote.
Dos brazos suaves, tersos, reptan por los costados del sargento hasta acariciar sus pectorales no muy desarrollados, pero firmes. El sargento da la vuelta y observa el rostro pequeño de facciones delicadas, enmarcado por una cascada de cabello castaño, todo enmarañado. Desde abajo lo miran unos enormes ojos verdes almendrados.
-Sos un ángel.
Y diciéndolo, posa las palmas de sus manos en la cintura estrecha, bajándolas por la camiseta muy suelta, con estampados de Hello Kitty, hasta levantarla y llegar a las nalgas duras y redondas. Una mano va directo a su entrepierna.
-¡Eh, qué tenemos aquí! ¡Muy buenos días, señor! ¡Firmes!
Ambos ríen y se besan. El sargento entreabre un ojo y revisa el reloj de la pared. Siempre hay tiempo para hacer el amor cuando se está enamorado. Levanta en brazos la figura menuda, estrechándola contra su pecho, y la lleva a la cama.
-Te amo, mi ángel.
-Te amo, boludo.
El sargento se baña con algo de pena por quitarse de encima ese embriagador aroma a sexo matinal. Huele delicioso. Pero no cree que al capitán le guste mucho que llegue oliendo así. Y mucho menos al general.
   Se viene el ascenso.
   Desayunan apurados, se dan un beso rápido y el sargento sale disparado. Disfrutó mucho el asueto, pero hoy debe reincorporarse al servicio. Será un gran día.

***

-Pero es un excelente soldado, mi general.
El general le dedica una mirada feroz, que parece querer fulminarlo. El capitán se pone pálido y empieza a sudar.
-¿Entiendo que quiere contravenir mis órdenes, capitán?
-¡Eso jamás, mi general!
-Tal vez prefiera ocupar el lugar de ese sargento, capitán.
-¡No, mi general, Dios me libre!
-Dios no tiene nada que ver con esto, capitán.
-¡No, mi general!
-Si yo lo decido, usted ocupará ese puesto, capitán.
-Lo sé, mi general.
-¿Tendría algún problema con obedecer mis órdenes, capitán?
-¡No, mi general, nunca!
-¿Y si le ordenase que abriera esa puerta?
El capitán tragó saliva.
-¡Lo haría sin dudarlo, mi general!
-¿Seguro, capitán?
-¡Muy seguro, mi general!
El viejo general escruta el rostro rígido del capitán.
-Así me gusta, capitán.
El capitán deja escapar un resoplido de alivio.
-Siempre a sus órdenes, mi general.
-¿Y por qué ese afán de salvar al sargento de su misión?
-Y… es un buen tipo, mi general.
-¿Un “buen tipo”?
-Y sí, es colaborador, empeñoso, obedece sin reclamar…
-¿Un “buen tipo”, capitán?
-Eh… Sí, mi general. Pero, bueno, no es tampoco que sea una maravilla…
-Un tipo como ese no puede ser “un buen tipo”, capitán.
-Sí, mi general. Digo, no, mi general.
-Un invertido jamás puede ser “un buen tipo”, capitán.
-Claro que no, mi general.
-¿O es usted como él, capitán?
-¡Claro que no, mi general!
El general se ha acercado al capitán hasta hacerle sentir el fuerte olor a puro cubano de su aliento.
-¿También le gustan a usted los putitos, capitán?
-¡Por supuesto que no, mi general!
-¿No vivirá usted también con un pibe afeminadito?
-¡Yo vivo con mi familia, mi general, y usted lo sabe! ¡Vivo con mi mujer y mis hijos!
El general se aparta del capitán y vuelve a pasearse por la oficina.
-Lo sé, capitán: es usted un hombre de familia.
-Lo soy, mi general.
-Por eso él abrirá esa puerta y no usted, ¿lo entiende?
-Perfectamente, mi general.
-Me alegro.

***

Mientras el sargento se dirige a la “madriguera”, en casa su novio se estira en la cama, feliz de la vida, con una gran sonrisa de oreja a oreja. Acaba de despertar de un sueño maravilloso después de hacer el amor. Llamó al trabajo y avisó que había amanecido enfermo; le creyeron.
El sargento  camina feliz, pensando que la entrevista con el general ha salido muy bien, le ha hablado de lo mucho que espera verlo crecer en la carrera militar, que después de este pequeño encargo lo espera de vuelta para hacerle un anuncio. Lo ha llamado “hijo”.
El muchacho mete los pies en las pantuflas de felpa con orejas. Se mira las piernas. Ya es hora de que me rasures las piernas, boludo. Sonríe. Se pone de pie y se encamina a la cocina.
¡Se viene el ascenso!
¡Se siente un hambre!
Sube la escalinata y coge la manija. En el fondo, siente pena.
Abre la puerta de un tirón.
¿Qué habrá de comer?


Fin

Basado en: «Hambre» de Luis Seijas.

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