viernes, 8 de agosto de 2014

Vestigios

Por Alejandra López.

Helena tiene un mal presentimiento que se hace realidad cuando entra al dormitorio. Sabe que nunca más podrá borrarse esa imagen de su cabeza. Su adorado Sergio está acostado en la cama, rodeado de un charco de sangre. Ana permanece sentada a su lado gimiendo y en una postura rígida, una de sus manos sostiene el revólver. Cuando nota que Helena está parada al lado de la puerta, le dice: “Llegaste tarde, queridita. Ya es tarde para todo”. Y empieza a levantar el arma como en cámara lenta.

Un cálido día de otoño Ana recibió la noticia. Sus dos únicos hijos estaban en las islas del sur, donde se había izado la bandera argentina.
Acostumbrada a estar sola desde que enviudó, sus dos hijos no estaban casi nunca en casa; habían elegido la carrera militar. Tony (como el abuelo Antonio) y Sergio parecían mellizos a pesar de la diferencia de dos años de edad. Desde chicos fueron muy unidos. Siempre la misma escuela, los mismos amigos, los deportes y hasta la misma carrera, por supuesto.
Ana recordaba que cuando eran chicos, Tony se había agarrado la varicela y lo mantuvo aislado para no contagiar al hermano. Pero Sergio lloraba tanto por no poder ver a Tony que Ana tuvo que acceder a que lo espiara desde la puerta de la habitación.
Sergio se zafó y corrió hasta la cama de su hermano y empezó a toquetearle las ampollas. Luego se limpió las lágrimas con las manos y miró a la madre que presenciaba atónita la escena diciéndole: “Si él falta a la escuela, yo también”. Y claro que se pescó la varicela y no fue al colegio, se quedó junto a su hermano.
Cuando llegaron a la adolescencia no hubo discrepancias a pesar de que los dos se enamoraron de Helena, la joven más bonita y dulce del barrio. Helena eligió a Sergio y así quedó la cosa. Se pusieron de novios.
Una vez, Sergio habló seriamente con su hermano sobre el asunto. Tony le dijo que no se preocupara, que lo de él era solo una infatuación estival, que siguiera tranquilo su relación con Helena porque él tendría que ver qué pasaba con Alicia, que ya le había tirado varias indirectas y le parecía bastante atractiva.

El viento ruge implacable en las islas. Los jóvenes-hombres-soldados no están acostumbrados a las adversidades climáticas, tampoco están preparados, su ropa no es la adecuada. Pero menos adecuadas son sus almas. Muchos de ellos no han visto ni tan siquiera una película sobre la guerra. Otros, sí. Y por eso le temen. Alguien simplemente dio la órden  y allí están ellos, con poco o nulo entrenamiento.
A veces el ruido de los misiles y las balas es atroz y taladra sus cabezas. Pero por lo menos lo escuchan, señal de que están vivos.
Los cabos Antonio y Sergio Andrade forman parte del batallón de infantería Nº 601 y están juntos en la misma misión por la recuperación de las islas del Atlántico Sur.
Son muy jóvenes y saben poco y nada de tácticas, el entrenamiento fue casi inexistente.
Sienten mucho frío, al igual que todos los soldados argentinos, llevan puesto un uniforme delgado. Los más afortunados llevan un sweater debajo del uniforme. Ya hace más de un mes que están combatiendo, asesinaron a  algunos enemigos (que vuelven a visitarlos cada vez que duermen) y vieron caer a muchos colegas.
Sus psiquis son muy frágiles, no están preparadas para matar y morir, no todavía.
Tienen muchos momentos de debilidad.
—Hermanito, si salimos de esta, me caso con Helena y nos vamos a vivir con mamá para que no esté sola.
—Yo quiero ser el padrino de la boda —dice Tony, y luego agrega con la mirada perdida:
—Si me muero, prometéme que vas a cuidar a mami.
—Te lo prometo. Vos también cuidá a la vieja si me muero yo.
—¡Por supuesto!
Sus obsoletos FAL no les sirven para protegerse. En un enfrentamiento, Tony cae herido de muerte. Sergio lo ve desde donde está atrincherado y corre hacia él por última vez en su vida. Pisa un sector minado y sus piernas vuelan por el aire desintegrándose.
Sergio despierta en un hospital y cuando toma conciencia de que su hermano ha muerto y él ya no tiene piernas, sale de sus entrañas un grito de animal herido que perfora el aire como un misil.

Un mes más tarde lo llevaron de vuelta a la casa de su madre. Se negó rotundamente a recibir a su novia cuando lo fue a visitar. Le dijo a Ana que le diera a Helena una nota que había escrito en un trozo de papel. La misma era muy escueta: “Nosotros terminamos. Olvidate de mí y rehacé tu vida”.
Helena se marchó acongojada de la casa, pero antes de irse, le dijo a Ana:
—Lo voy a esperar igual. Vos avisáme que yo vuelvo cuando él esté mejor.
La mejoría no llegó nunca, Sergio quedó sumido en una profunda depresión. No quería sentarse en la silla de ruedas. Pasaba todo el tiempo acostado, vegetando.
Pero aún así podía ver el sufrimiento de su madre que había perdido un hijo y medio. Quería terminar con su dolor, con las pesadillas que lo atormentaban todas las noches sobre la guerra y cómo no pudo auxiliar a su hermano, cómo  había terminado convirtiéndose  en un inválido. Sobre todo, quería dejar de ser una carga para su madre.
Habló con ella una tarde en que le llevó el café con leche a la cama. Le dijo que se quedara, que le tenía que decir algo muy importante. Ana se sentó en la silla verde, muy cerca de la cama y miró cómo su hijo revolvía el café con la cuchara.
— Ma, ¿te acordás de Tiki?
—Tiki… —dijo Ana con una sonrisa— ¿cómo olvidarlo? Era mi regalón.
—Sí, fue un perro increíble. Era puro amor con todos nosotros.
—Prácticamente ustedes crecieron con él, jugaban y hasta dormía un rato con tu hermano, un rato con vos. Todavía lo extraño.
—Sí, mamá. Yo también lo extraño. Pero, ¿a cuál extrañás? ¿Al Tiki que jugaba, que nos demostraba su cariño, al que nos dio trece años de alegría y compartió nuestros momentos difíciles; o al Tiki de los dos últimos años que estaba sordo, ciego y que con las articulaciones atrofiadas lloraba de dolor? ¿A cuál extrañás?
—Es el mismo perro, pero claro que lo recuerdo cuando estaba bien, era muy duro verlo tan mal. —Cuando dijo estas últimas palabras se dio cuenta de que se metía en un terreno peligroso.
—Ma, es una gran cosa la eutanasia.
Los ojos de Ana brillaron. La noche anterior había llamado a Helena que vivía ahora a unos cien kilómetros de distancia. Su hijo estaba cada vez más deprimido y pensaba que tal vez ella pudiera sacarlo de esa apatía. La joven prometió ir enseguida, pero hasta el momento, no había llegado.
—Sergio, ¿a dónde querés llegar con esta conversación?
—¿A dónde quiero llegar? A no sufrir más, mamá. A no hacerte sufrir más a vos. Mamá: estoy acabado, tengo veinticuatro años y estoy acabado. A la larga o a la corta me voy a morir, ¿para qué prolongar más esta agonía? Agonizo yo, agonizás vos, mamá. Tiki agonizaba e hicimos una obra de bien llevándolo a sacrificar. No era justo que un perro tan noble y bueno padeciera de esa manera. Mamá… esto sería lo mismo, una obra de bien, un acto de amor, me estarías evitando más sufrimientos. Solo te pido que me des el revólver, yo lo voy a hacer. Sé que va a ser traumático para vos por un tiempo, pero creéme que es la decisión correcta y lo que yo deseo.
Sin decir nada, Ana salió violentamente de la habitación de su hijo y se encerró en su cuarto. Empezó a arañarse las manos. Ya no había lágrimas, las había gastado todas.
Pasó un par de horas así, sentada, pensando. Tomó el arma que estaba en el cajón de su mesa de luz. En ese momento, el micro que traía a Helena estaba arribando a la terminal. No había conseguido pasaje para los dos que salieron antes.
Pero Ana ya no se acordaba de ella. Entró en la habitación de su hijo, cada paso le costaba como si tuviera los pies de plomo.
Cuando Sergio la vio con el arma en la mano, se le iluminó la mirada y le dijo:
—Gracias, gracias mamá. Sé que esto te cuesta una enormidad, pero estás haciendo lo correcto. Es lo mejor que podrías hacer por mí. Sos una excelente madre, mamá. Siempre lo fuiste. Te amo.
Ana se tiró sobre la cama y abrazó a su hijo, él tomó el revólver de entre sus manos y besó su rostro con suavidad.

“Llegaste tarde queridita, ya es tarde para todo” —dijo Ana a la conmocionada Helena. que miraba con horror el cadáver de su novio; luego levantó el arma y apretó el gatillo.

Fin

Basado en: «Días de guerra» de Gean Rossi.


2 comentarios:

  1. Increíblemente bueno!!!

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  2. Expone los frutos de la guerra. Traficantes de armas y drogas comercian con la sangre de inocentes. La guerra debería ser tan ilegal como los duelos.

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