lunes, 30 de septiembre de 2019

La dolorosa

La tormenta arreciaba de manera enloquecida y allí, en mitad de aquel mar oscuro, parecía que “La Dolorosa” iba a ser devorada de un momento a otro.  El capitán sujetaba el timón con rabia y apretaba los dientes encomendándose a Dios. No iba a ser él quien le dijera a sus hombres que el mar se los iba a tragar, porque un buen capitán no dice esas cosas para no preocupar a su tripulación, pero su viejo corazón de marino le decía que esa tormenta no era como las otras. Ya el agua entraba por todas partes y el barco navegaba casi de lado. ¡De esta no salimos, señor!, gritó Raúl, el segundo de a bordo y hombre de confianza de Ismael, el capitán. No sea flojo de miras, hombre, claro que salimos. Solo está un poco más enfadada de lo normal, dijo el capitán.
Una ola enorme los lanzó por los aires y, al caer, la proa se hundió levantando una montaña de espuma blanca. De pronto se hizo un silencio extraño. ¿Qué ocurre?, preguntó Raúl, alarmado. Está recuperando fuerzas, dijo Ismael, sonriendo. El mar no hace esas cosas, señor. Se equivoca, amigo, mire. Ya viene.
El resto de la tripulación la vio venir con el gesto desencajado. ¡Vamos a morir!, gritó la enfermera de a bordo, refugiándose entre los brazos del cocinero, que la recibió con sumo placer pese a lo trágico de la situación, pues andaba enamorado de ella desde que le paró una hemorragia atando un pañuelo en la parte superior del muslo y pudo contemplar el hombre, la profundidad de sus ojos azules. Este hombre era en realidad poeta, pero eso no lo sabía nadie, pues no era un barco el lugar idóneo para ventilar ciertas fragilidades del alma.  Cuando se enroló en “La dolorosa” dijo que descuartizaba pollos como nadie y que las cazuelas no tenían secretos para él. Se dejó crecer las patillas y se tatuó un ancla en ese brazo enclenque con el que escribía, a escondidas, esos sonetos torturados. Dijo que en tierra le llamaban “el tigre”, porque era una fiera con las mujeres.
La ola llegaba lenta, muy lenta y todos la miraban apretando los dientes. Alguien preguntó, desesperado, “¿qué coño le pasa a esa puta ola?”. Está recogiendo agua para hacerse más grande y aniquilarnos, dijo una voz con acento alemán. Todos se volvieron para ver quién había dicho semejante crueldad, que eso equivale a hablar de la horca en casa del ahorcado. La dueña de la frase desafortunada era la contable del barco, una tipa extraña, que en ocasiones paseaba por la cubierta seguida de un gato negro. Si no hubiera sido tan brillante en lo suyo hace tiempo que la hubieran hecho caminar por la pasarela. De hecho vamos a naufragar, añadió, imperturbable, pero no os preocupéis, Papua Guinea está muy cerca, el mar nos arrastrará hasta su costa y allí nos comerán los caníbales.
Un trueno puso punto final a la cruel profecía y luego el mundo se volvió del revés.
Cuando el capitán recuperó el conocimiento lo primero que escuchó fue el dulce arpegio de una guitarra y pensó que ya había llegado al cielo. El sol estaba alto y rabioso, así que  calculó que debía ser mediodía.  Arriba, las gaviotas surcaban el aire y bailaban blancas en el cielo azul. La cabeza le dolía mucho y tenía un buen corte en la frente. A su lado vio cajas de madera flotando. Toda la mercancía echada a perder, pensó entristecido. Mi barco…, suspiró. Aquella nave era toda su vida. Había nacido en ella y su madre le contó que había aprendido a andar con el balanceo del mar y que cuando desembarcaba caminaba exactamente de la misma manera. De ese vaivén le quedó un andar canalla que hacía que las mujeres se mordieran los labios al verlo venir con el petate a cuestas.
Intentó ponerse en pie para buscar supervivientes, que es lo primero que debe hacer un capitán que se precie, pero las piernas no le sostuvieron y cayó de bruces. Unos metros más allá Billie se lavaba  los arañazos de los muslos con las calzas arremangadas hasta la cintura. ¡Ah! ¡Hermosa y elástica pantera negra! Cuando se enroló en "La dolorosa" dijo que venía de un pueblecito de Mississippi; un lugar tan pequeño que los trenes no llegaban casi nunca porque pocas veces había a quien traer o a quien recoger. Y no estaba mal su vida, añadió, pero un día se despertó boqueando y, sintiendo que se ahogaba, comenzó a caminar y a caminar y por aquellas casualidades de la vida vio aparecer un tren envuelto en una gran humareda negra y la maquina entró en el pueblo sudando y resollando como las ballenas y ella pensó que si no tomaba ese tren igual no tomaba ninguno. Negra hermosa, que cantaba en la cubierta con su voz despellejada canciones que hablaban del esfuerzo y del sudor, del dolor del atropello y de la paciencia, de la miseria y de la alegría de ver amanecer, mientras comprobaba el buen estado de un nudo de cornamusa o remendaba el desgarro de una vela cangrejera.
¡Billie, no me puedo levantar!, gritó el capitán. ¿Puedes venir a mi lado? Claro, dijo la mujer y se sentó junto a él. ¿Estás bien?, le preguntó ella acariciando la áspera mejilla. Sí, respondió Ismael,  por los pelos, cuando pensé que iba a morir apareció Dolores y me agarré a sus pechos, luego el mar nos trajo a la orilla ¿De quién hablas?, preguntó ella. Del mascarón de proa, respondió el hombre. ¡Ah!, dijo la pantera y rasgó las mangas de su blusa blanca para lavarle las heridas.
¿Dónde están los demás?, preguntó Ismael, con los ojos cerrados. Qué agradable era ahora el viento, pensó. Nuestro querido cocinero ha trepado hasta lo alto de una palmera y allí toca la guitarra mientras recita versos de su cosecha, dijo ella. ¿Y eso por qué?, quiso saber él, abriendo un ojo. Dice que la muerte le rozó el codo y que ahora se va a dedicar a lo suyo, que es la poesía y que no decapitará más pollos, explicó ella. ¡Ah, qué compleja es el alma humana!, suspiró el capitán. ¿Y por qué está Raúl de rodillas sobre la arena, abrazado a esa misma palmera?, siguió indagando el hombre, que como buen capitán debía saberlo todo, que de todos es sabido que un hombre informado vale por dos. No lo sé, señor, cuando desperté balbuceaba que uno no puede fiarse de las mujeres, dijo Billie. Ismael rio, entendiendo, y dijo que su segundo de a bordo tenía mucha razón.
¡Señor!, un grupo de hombres se dirige hacia aquí, vociferó de pronto el cocinero. ¿A qué distancia?, preguntó el capitán. ¡Diez grados latitud norte!, gritó el vigía desde la copa del árbol. Bueno, ¿y qué aspecto tienen?, preguntó el capitán, ¿parecen amigables? No mucho, señor, dijo el vigía. Bueno, baje inmediatamente de ahí, que debemos estar preparados por si se disponen a atacar, ordenó el capitán. No tenemos armas para defendernos, señor, recordó Raúl, algo más repuesto. Eso es cierto, entonces mejor corramos en dirección contraria, dijo el capitán tomando a la negra de la mano.
Pero no habían avanzado mucho cuando una turba de sujetos extraños, con lanzas y barriga prominente, los circundó impidiéndoles el paso. Ni que decir tiene que los superaban en número y la mermada expedición nada tuvo que hacer.
A punta de lanza los llevaron hasta su poblado y allí el capitán pudo descubrir, con profunda alegría, que parte de su tripulación continuaba con vida. De pronto uno de aquellos negros comenzó a gesticular y a gritar. Señalaba a un tipo enjuto, emplumado y con pelos de león. Es el jefe de la tribu, susurró bajito Raúl en el oído de su capitán. ¿Y cómo lo sabe usted?, preguntó el capitán. Es el único que va con las vergüenzas al aire, dijo el segundo de a bordo. ¡Tiene razón!, concedió el capitán, escrutando al cabo  aquel negro probóscide pendulante.
El jefe en cuestión levantó la mano y señaló a Billie. Quiere que ella se acerque, susurró  Raúl, alega que quiere tentar la firmeza de su carne por debajo de las anchas calzas. También aclara que no está, ni mucho menos, enfadado con nosotros, pero que hace tiempo que no atraca ni naufraga ningún barco, en fin, que no se lo tengamos a mal, informó Raúl, circunspecto. ¡Dios bendito! ¿Pero por qué cojones los entiende usted tan bien? Cuando se enroló aseguró que era de Bilbao y que era vendedor de seguros, exclamó el capitán. Y de Bilbao soy, señor.
¡Por mi como si eres de La Manga, coño!, yo lo que quiero saber es qué van a hacer estos salvajes con nosotros, gritó el cocinero. Bueno, dice el jefe que el plan es comernos mañana. Primero los hombres, puesto que salta a la vista que nuestra carne está más curtida y que la mayoría adolece de grasa abdominal, lo que convierte el manjar en un primer plato completo y potente. Ellas, según el jefe, son etéreas y están mucho más ricas, así que las dejarán como postre, informó Raúl ¿Ellas?, preguntó el capitán. Si, jefe, la alemana cabrona y nuestra querida enfermera. Las van a dejar macerar durante toda la noche en una sustancia compuesta de chocolate puro derretido, canela, una pizca de nuez moscada y una punta de jengibre, señor. El jefe dice que esos condimentos les da un toque peculiar, entre dulce y picante, que realza y potencia su sabor a hembra. El capitán suspiró, pues la mezcla le pareció interesante. ¡Ah! señor, también está viva la tucumana, dice el jefe que no se la han comido porque ve la ruta de los barcos en los huesos mondados de los perros. Ahora va con taparrabos y lleva los pechos al aire. De hecho, señor, como parte de la tribu, participará también en el festín. Puede ser, hilando fino, que se coma los testículos de usted ¡Vaya por dios!, dijo el capitán, apesadumbrado.
¿Y a nosotros cómo van a guisarnos?, aulló el cocinero, que como la mayoría de los poetas carecía de entereza. Me parece que lo vuestro será menos romántico, carcajeose la alemana, señalando un sencillo artilugio de madera que acababa en una manivela.
Mas no hay lugar en el mundo, por ignoto que sea, donde los comensales no honren la vianda de algún modo y no iban a ser menos estos lugareños. Por este motivo, llegada la noche y bajo el amplio resplandor de una ciclópea luna anaranjada, la tribu al completo rodeó a la maniatada tripulación con la intención de bendecir su carne o de ahuyentar los malos espíritus, o los demonios ocupas, si es que los hubiera, pues nada hay más indigesto que un ocupante hostil. Circundada la comida y tras la señal del jefe, iniciaron, al ritmo de los tambores, una danza que consistía en colocar ambas manos en el culo, a renglón seguido un grácil saltito hacia delante y luego colocar la mano derecha sobre la rodilla derecha y la mano izquierda sobre la rodilla izquierda y de forma vertiginosa intercambiar las manos una y otra vez en medio de un exageradísimo temblor de piernas, mientras entonaban una suerte de oración o jaculatoria corta y repetitiva compuesta de dos salmos parecidos, pero no iguales: 
"Aserejé, ja deje  tejebe tude jerebe sebiunoiba majabi an de bugui an de buididipi. A serejé, ja deje tejebe tude jerebe siunoiba majabi Mari Lupi an de bugui ande buidipipi."
Cuando por fin se hizo el silencio, el capitán le preguntó a su segundo de a bordo si tenía a bien traducirle la ininteligible letra, por aquello de entender mejor la cultura del enemigo, a lo que Raúl contestó que no tenía problema en complacerle. Viene a ser algo así jefe: "aquí la tentación está acodada en una barra, su pelo es amarillo como el whisky de garrafa. Sería mucho más fácil recitar la biblia en chino que irse con Mari Lupi sin un duro en el bolsillo".
Tras satisfacer la curiosidad de su superior, Raúl guardó silencio, solemne. El capitán asintió con la cabeza, ceñudo, estudiando la profundidad del mensaje, ahondando en el alcance y en su importancia, mas sintiéndose pequeño y no encontrando qué decir, musitó con la voz rota: ese nombre..., debe ser un diminutivo cariñoso de la Virgen de Guadalupe, la patrona rubia de las limosnas. No se le escapa ni una, mi capitán. Debo decirle, señor, que ha captado muy bien la carga de simbolismo.
Ni que decir tiene que cuando llegó el momento los aguerridos marinos, esos lobos de mar que tantas veces habianse enfrentado a los más feroces corsarios, hombres rudos estos que habían vencido a la ciguatera y al escorbuto, a la tuberculosis, al frío de los hielos en Groenlandia, a los vientos demoledores de Usuhaia, al hambre feroz y a la sed impía, estos hombres chillaron como conejos desollados cuando les llegó el momento, mas en su alegato diremos que no debe ser agradable la penetración en seco, sin el preámbulo de un beso tierno, un mordisco ardiente en el lóbulo, una caricia en la nuca o una palabra bonita. En medio de los más desgarradores alaridos un olor como a plumas quemadas se extendió por el aire. Pues no huele mal, dijo la alemana, que de todo sacaba algo bueno.
Pero contra todo pronóstico también los miembros de la tribu fueron muriendo uno tras otro, tras sorber con fruición un rico tuétano, o masticar una crujiente cornea, o repelar una tibia generosa o un glúteo abundante. ¿Qué ha podido ocurrir?, preguntó la enfermera ante la hórrida visión de aquellas bocas torcidas llenas de espumarajos. Creo que se lo debemos a la bruja tucumana, dijo Billie. Mientras los hombres, antes de ser empalados, eran frotados y llenadas sus cavidades con grasas aromáticas para potenciar el sabor, vi a la bruja acercarse al jefe y ofrecerle un ramillete de hierbas de colores extraños mientras señalaba sus desanimados atributos y algo seductor debió decirle, pues el jefe la despidió entre loas, con una sonrisa agradecida y cierto brillo en los ojos.
La alemana no dijo nada, que lo que se dice se sabe,  tan solo se sentó a contemplar las estrellas durante largo rato, pensando en lo caprichoso de su rutilante disponer. Luego  suspiró, acarició las orejas del gato,  y acercándose a la gran olla ennegrecida introdujo un dedo dentro de aquel mejunje y lo lamió muy despacio, saboreándolo con los ojos cerrados. Es chocolate negro, exclamó lamiéndose los labios. Prueba, dijo extendiendo su pequeño dedo índice hacia la enfermera, tiene un punto amargo muy interesante. Y la enfermera probó aquel líquido dulce y amargo del dedo de la mujer, sin prisa, que acababa de esquivar a la muerte. ¿Puedo probar yo?, preguntó la negra hermosa, aproximando sus labios jugosos al dedo de la alemana. Claro, acércate.

Unos metros más allá, la tucumana repelaba con sus dientes voraces la pierna de un perro salvaje. Luego, ya limpio el hueso de la carne y los tendones, roto y partido en mil pedazos, sería utilizado para vislumbrar bajo la luz de la luna, la ruta de algún barco, aquí y allá, tal vez en mitad de un sueño de agua calma, tal vez adentrándose, sin saberlo, en las fauces de una ola resentida.

Consigna: relato de AVENTURAS en el que encajes la frase «Aquí la tentación está apoyada en una barra, su pelo es amarillo como el wisky de garrafa. Sería mucho más fácil recitar la biblia en chino, que irse con Mari Lupi sin un duro en el bolsillo».

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