domingo, 29 de septiembre de 2019

Ojos negros

Está tumbado sobre la niña, con los pantalones bajados y la mirada extraviada. Ella grita de dolor. No debe de tener más de ocho años, y sus ojos, grandes, de un profundo negro, ya están colmados de horror. Su mano derecha estruja una chocolatina que, sin duda, le ha dado el soldado. Su mano izquierda, un roñoso osito de peluche. Un poco más allá su hermano, un proxeneta de apenas doce años mira, todavía con asco, la escena, sin soltar los cincuenta dólares que vale un rato con la pequeña.
Al otro lado de la esquina los otros cinco cascos azules del BMR fuman, ajenos a los gritos de la niña, mientras esperan a que su capitán termine la faena. Me escabullo sin que me vean y me acerco al soldado. Saco mi cuchillo y lo degüello por detrás limpiamente. Le obligo a mirarme mientras su sangre cae en cascada hacia su vientre y se mezcla en su pene con la sangre del sexo de la niña, que ahora grita de espanto. Empujo el cuerpo del hombre a un lado y les hago un gesto a los niños para que guarden silencio mientras me marcho. A pesar de todo lo que han visto, aún no han aprendido a reaccionar ante una escena así. Espero que nunca se acostumbren a la muerte. Mientras así sea aún habrá esperanza.
De pronto despierto en la cama de la rusa, sobresaltado. No sé por qué he soñado con eso. Ya hace dos días que sucedió. No es la primera niña violada que veo, ni el primer hombre al que mato, aunque es posible que sea el primero de mis muertos del que no puedo aportar ninguna razón. Lo cierto es que no conocía al capitán de los cascos azules, ni tengo nada especial en contra del cuerpo. Tampoco nadie me ha pagado esta vez. Simplemente vi con claridad en aquel momento que aquello era lo que tenía que hacer. No sé, tal vez sea la maldita guerra, que nos hace a todos un poco más hijos de puta. O tal vez los ojos de la niña me recordaron a los de una hija que tuve una vez. O tal vez su hermano me recordó a mí mismo. ¿Quién sabe?
La puerta se abre y yo tomo con rapidez, como por instinto, la UZI que está en la silla junto a la cama. Sobre mi ropa arrugada y sucia.
— Hola Rubio —dice la rusa, al entrar por la puerta, con su voz gangosa de sordomuda—, levántate, tienes que irte.
— Hola, rusa. ¿A qué viene tanta prisa?
Soy el único por aquí que sabe hablar lengua de signos. Tal vez por eso la rusa me aprecia más que a los demás y, cuando vengo, deja que me quede toda la noche.
— Te andan buscando. Cinco cascos azules. No les hace gracia que maten a sus capitanes.
— Les falta sentido del humor —digo levantándome y cogiendo mi ropa.
La rusa es una mujer muy especial: a diferencia de sus chicas, ella está gorda y es fea, es sordomuda y cojea, pero en la cama se lo hace muy bien. Regenta el mejor prostíbulo de Bania Luka. Nadie sabe cómo se llaman ni la rusa ni este lugar. Es, simplemente, el lugar de la rusa. Una especie de paréntesis en el horror, un santuario al que todos, bosnios, croatas, serbios, rusos, y hasta soldados de fortuna, como yo, acudimos cuando necesitamos un respiro. Aquí no hay guerra. La guerra queda del otro lado de la puerta. Aquí juegan a las cartas y se cuentan chistes tipos que mañana se dispararán mutuamente entre las cejas sin dudar. Todo el mundo respeta el local de la rusa, si no quiere quedarse sin follar una buena temporada. Si hubiera más putas como la rusa, habría menos hijos de puta como ese capitán al que maté, o como yo mismo.
— Date prisa. Sal por la trampilla.
Me despido con un beso y siento cómo el color afluye a sus mejillas. Es una reacción natural, no como esos supuestos orgasmos por los que cobra tanto. Tan pronto como cierro la trampilla a mi espalda oigo cómo la puerta de la habitación se abre bruscamente. La rusa ganará algo de tiempo para mí. Ella estará bien. Posiblemente acabará con un ojo amoratado, pero poco más. Habría que ser un imbécil para dañar el corazón del único oasis de paz en toda Bosnia y esos casos azules no lo son. De lo contrario no me habrían encontrado tan rápidamente.
Un poco más tarde alcanzo la calle que hay tras la casa. Apenas hay luz, pero ya se escuchan los primeros morteros que, como los pájaros, cantan al amanecer. Las aceras están llenas de escombros y de nieve ennegrecida. Apenas hay un trozo de las fachadas que permanezca intacto, pero ya no protegen a nadie. Sus antiguos habitantes han huido, o duermen en las habitaciones interiores, con la esperanza de ocultarse allí de la muerte.
Delante de mí una vieja con un pañuelo en la cabeza arrastra un carro de la compra con esfuerzo. La alcanzo poco antes de la esquina pero dejo que pase primero. Ella me mira con ojos de borrego y, como si conociera su destino, se encorva un poco más y dobla la esquina. Los edificios son altos y la calle estrecha. Espero unos segundos mientras oteo un refugio en la acera opuesta. El sonido del cuerpo, cayendo a tierra llega hasta mí al mismo tiempo que el del disparo, momento que aprovecho para correr hasta el refugio del otro lado. He tenido que saltar por encima de la vieja, a quien la bala del francotirador le reventado la cabeza, pero sin quitarle el pañuelo de la cabeza. Sin duda se trata de un profesional. Posiblemente uno de mis compañeros de Blackwater, tal vez Fred, pero si me pongo al alcance de su mirilla disparará contra mí y luego, esta noche, mientras toma una birra, dirá: “¿Te lo puedes creer? El capullo del rubio va y se pone a cruzar la calle como si quisiera que le pegaran un tiro. Siempre fue un imbécil. Se lo tiene merecido.”
Debo alcanzar la fortaleza de Kastel antes de mediodía. Desde allí cruzaré el río Vrbas y me reuniré con los míos de nuevo. No sé si “los míos” es una buena expresión pero son, al menos, los que me llevarán a casa. Apenas me quedan balas en la UZI, de manera que debo ser especialmente cauto. Me moveré entre los escombros, por el interior de los edificios, mientras pueda. Al menos así estaré a salvo de los francotiradores como Fred.
De lejos escucho un rumor, que se va haciendo cada vez más intenso. De pronto el motor del BMR de los cascos azules ruge con toda su intensidad al aparecer por la esquina. Corro a lo largo de mi lado de la calle, a través de las paredes derruidas, todo lo que me permiten las piernas. El blindado se detiene en mitad de la calzada. Alguien ha disparado contra él. Durante unos segundos parece examinar el entorno y, de pronto, la ametralladora 12,70 barre el último piso de uno de los edificios al cabo de la calle. El bueno de Fred ya no se tomará esa birra esta noche, y si no espabilo es posible que yo tampoco.
Aprovecho el momento y salgo de entre los escombros a toda velocidad para atravesar de nuevo la calle por delante del vehículo de los cascos azules. Un pequeño pasaje entre escombros me permitirá llegar a un descampado desde donde saldré a la paralela, mientras que ellos tendrán que rodear todo el bloque de viviendas. En el descampado hay un jardín interior con columpios y algo de césped, como un pedazo de la ciudad a la que el horror de esta guerra ha ignorado. Al otro lado se ve una gran avenida. Detrás de mí escucho la puerta del blindado y alguien que corre hacia donde yo estoy. Echo a correr también sin mirar atrás. Es posible que el jardín esté minado pero no me importa. Mientras no me acerque a los columpios y las zonas naturales de paso estaré a salvo. Escucho el jadeo del tipo que viene detrás y el sonido de las armas chocando contra el chaleco antibalas.
— Estás muerto, hijo de…
La onda expansiva me empuja hacia adelante, pero consigo mantener el equilibrio. Un segundo más tarde el casco de color azul, con restos de mi perseguidor, cae delante de mí, aún humeante. Éste tampoco se tomará la cerveza esta noche. Sigo corriendo hasta la avenida del otro lado y, de pronto, cuando la alcanzo, me veo obligado a pararme en seco. Me he encontrado cara a cara con una pickup Toyota, montada con una browning del calibre 30 y cuatro tipos de las milicias musulmanas, que me miran con asombro. Una décima de segundo más tarde reaccionan, se encaraman a la pickup y amartillan el arma. Yo miro alrededor, intentando encontrar un refugio. Y de pronto, saliendo de la nada, por encima de un montón de escombros a mi izquierda, irrumpe el BMR a toda velocidad. Inmediatamente capta la atención de los milicianos que, entre gritos, cambian de objetivo.
Escapo de allí como puedo. Los vehículos han quedado atrás, jugando al ratón y al gato con ametralladoras pesadas. Yo corro, agazapado, intentando llegar a la siguiente bocacalle. Mis piernas no dan más de sí. Derecha. Izquierda. Derecha. Izquierda. Las balas zumban y revientan todo a mi alrededor. Me he alejado unos veinte metros cuando, de improviso, el apoyo de mi pierna izquierda falla y caigo de bruces. Intento levantarme y, de nuevo, la pierna izquierda es incapaz de sostenerme. Le echo un vistazo rápido y me doy cuenta de que el hueso de la espinilla sobresale entre un amasijo de carne y sangre. Una oleada de dolor me golpea desde la herida, nublándome la vista y presionando en mis sienes hasta casi hacerme perder el sentido. Por la pinta que tiene debe de haber sido cosa de uno de los proyectiles del 12,70. Me quito el cinturón como puedo y lo anudo debajo del muslo. No puedo detener la hemorragia, pero tal vez pueda contenerla hasta encontrar ayuda. El sonido de la lucha ha cesado detrás de mí y ahora unos pasos se acercan. Son, al menos, tres personas. Ruedo en el suelo para darme la vuelta. Son los cascos azules.
— Ahora vas a pagar lo que le hiciste al capitán, maldito cabrón, y a Denis.
— ¿Ves esto?  —dice otro señalándose el casco—. Somos la maldita fuerza de paz de la maldita ONU, y el que se atreve a jodernos lo paga caro.
Busco mi UZI, pero ha salido despedida durante la caída y está como a un metro y medio de mí. Alargo la mano derecha pero antes de que pueda alcanzarla uno de ellos dispara su automática y me la atraviesa. De nuevo el dolor. Llegan junto a mí y, sin más preámbulos, comienzan a patearme con furia. En realidad, después de la cuarta o quinta patada los sentidos se abotargan y los golpes ya no se sienten igual. Al cabo de un rato se cansan, y eso me permite abrir los ojos, aunque me cuesta bastante tiempo que mis ojos distingan algo. Mientras tanto escupo varios dientes y saboreo mi propia sangre.
Uno de los cascos azules se acerca hacia mí, con su pistola en la mano, la amartilla y me apunta a la cabeza.
Por un instante alcanzo a mirar detrás de él. Aquellos dos niños están junto al BMR. Uno de los soldados está poniendo en la mano del chico un billete tras otro. Su hermanita está cogida de su mano. Abraza al mugriento osito de peluche, manchado con la sangre seca del capitán. Vuelve hacia mí sus grandes ojos negros y, un instante antes de que me disparen, me saca la lengua burlonamente.

Consigna: relato BÉLICO en el que encajes la frase «Ella está gorda y es fea, es sordomuda y cojea, pero en la cama se lo hace muy bien».

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