domingo, 24 de noviembre de 2019

El hombre que no estuvo ahí

Mi nombre es Alexandre Dumont, soy parisino, emigré a Estados Unidos de Norteamérica en 1968, pocos días antes de iniciarse la revuelta del célebre Mayo francés y en plena retirada de las  tropas estadounidenses de Vietnam. Como si de antemano mi destino hubiera sido signado por la desgracia, arribé a Memphis, Tennessee, el 4 de abril, sí, exactamente una hora antes que asesinaran a Martin Luther King. Quizás mi historia nada tenga que ver con el entorno político de la época, pero quiero que comprendan lo convulsionado que estaba el mundo en el momento en que mi vida se cayó a pedazos. Sí, se quebró de golpe, así sin avisar, sin que ni siquiera yo lo notara, lo esperara o lo supusiera; de repente una gran nova gigante engulló mi vida y me convirtió en esto... Ella, ella fue la culpable... Él, todos. Y esta es mi confesión, espero les sea de provecho.
Mi decisión de viajar no fue algo premeditado, mí tía Edna, hermana de mi fallecida madre, acababa de morir y me había dejado como único heredero. Es así que un día tomé mis pocas cosas y llegué a "la tierra de las oportunidades", así la llamábamos entonces; ¡que ingénuos e ilusos éramos los jóvenes en ese tiempo! Muy tarde aprendí lo que en realidad era, la tierra del oportunismo, la gran ramera, esa que cuando puede te retuerce para darte vuelta y después te sodomiza para más tarde llamarte marica.  
Todo fue muy rápido, las reuniones con el abogado, la certificación de identidad y validar el testamento, entre otras cosas, demoraron poco más de una semana. A los diez días ya estaba instalado en esa agradable casita de solterona que había heredado de mi tía. Aunque la herencia había sido buena, nadie puede vivir mucho tiempo sin trabajar. Empecé a dar clases de francés y adquirí un renombre en la zona. Mi principal alumnado eran mujeres de mediana edad, matronas amas de casa aburridas de tanta rutina que acudían a mi clase en busca de algo de distracción. Cambiaban por unos dólares la telenovela diaria y los bombones que engullían mientras la miraban por algo nuevo, conocimiento. Eso, sin duda, era algo bueno para ellas y bueno para mí. Inmediatamente en mi heladera comenzaron a abundar distintos tipos de comidas con las que me agasajaban, era querido y respetado.
Una mañana me despertaron los golpes en mi puerta, alguien la había emprendido contra ella sin darme tiempo siquiera a despabilarme. Me levanté como pude, mi pelo revuelto me delataba, pero ese visitante era insistente, debía atender cuanto antes o me estallaría la cabeza. La noche anterior me había quedado hasta tarde escuchando viejos discos de jazz de Charlie Parker y Louis Armstrong de la colección de mí tía y el whisky tampoco había escaseado.
—¡Ya voy! —grité.
Abrí la puerta y quedé pasmado ante lo que mis ojos veían. Rápidamente traté de acomodar mi pelo rebelde con los dedos de mi mano.
—Señora..., eh, mmm... no recuerdo su nombre... —claro que no lo recordaba, en realidad nunca la había visto.
—Señorita, ajajá. No se preocupe, no nos conocemos. Vivo a unas cinco calles de aquí y quiero aprender francés, una vecina nuestra lo recomendó a usted... No quería importunarlo, supuse que ya estaría levantado a estas horas.
En tan solo tres oraciones me liquidó. Era despampanante, su sola presencia había anulado todas mis funciones mentales, era un idiota que solo podía balbucear palabras incoherentes.
—Verá, usted. Yo soy cantante y este año he decidido incorporar algunas canciones de Édith Piaf a mi repertorio, como "Non, je regrette rien", estaría interesada más que nada en... ¿Cómo se dice?... —preguntó y su acento sonó más alemán que francés.
—¿La fonética?
—¡Eso mismo!, ya nos entendemos —dijo guiñándome un ojo—. Discúlpeme, no me presenté, soy Maddie Fletcher.
—Encantado, señorita. Mi nombre es Alexandre Dumont —respondí.
—Ya lo sabía, si pudiéramos concretar días y un horario... —dijo impaciente.
—Por supuesto. ¿Qué le parece de lunes a viernes de once a doce de la mañana? —contesté.
—Si esa hora de la madrugada es correcta para usted, nos vemos mañana —concluyó con una sonrisa irónica por demás de sexy.
Balbuceé algo, no recuerdo qué y se fue. Si esto fuera una película el director lo llamaría "el punto de giro", pero como no lo es, yo lo llamo "el principio del fin".
Los días se sucedieron y a medida que pasaba el tiempo la relación se fue tornando más íntima. Creo que se notaba en cada expresión de mi cuerpo que me estaba enamorando de ella, y ella lo sabía. Pero, ¿cómo no estarlo?, era el arquetipo de mujer con la que cualquier hombre soñaría... A ver, yo estaba solo en el mundo, tenía 25 años y ella era una hembra hecha y derecha. Me resultaba imposible calcularle la edad, pero suponía unos 35, aunque quizás fueran más... No es que pensaba en ella como la madre de mis hijos, pero... ¡Oh, criatura! ¡Quizás yo podría ser su graduado y ella mi Mrs. Robinson!
En las clases, la energía sexual se percibía en el ambiente; sin poder o querer contenerme la besé y Maddie me correspondió apasionada. Hicimos el amor toda la tarde, no podía cansarme. Que ella manejara la situación le daba un encanto aún mayor y el placer que me generaba nunca antes lo había sentido. Éramos amantes, o al menos eso creí yo en ese momento. Cuando uno deja de pensar con la cabeza y comienza a pensar con otra parte de su cuerpo es natural que idealice situaciones.
Un día me invitó al club nocturno en el que cantaba y fui sin dudarlo. Ahí conocí a su representante, un ítaloamericano llamado Vitto. Nos quedamos conversando; era un tipo agradable y congeniamos de inmediato, hasta que ella salió a escena y empezó a cantar. Su voz gastada denotaba todas las noches de whisky y cigarrillos que habían pasado por su vida, algo que a mis oídos le resultó tan terriblemente sexy que sentí deseos de poseerla ahí mismo.
En una de esas noches, Vitto, al que ya consideraba un amigo, deslizó la propuesta:
—Alexandre, ¿por qué no inviertes el dinero que te ha dejado tu tía en vez de tenerlo agarrando moho quién sabe en dónde?
La noche anterior entre copa y copa le había contado el porqué de mi llegada al nuevo continente.
—¡Nada de moho! ese dinero está a buen resguardo —respondí riéndome—, aparte ¿en qué podría invertirlo?
—Esta mujercita que tienes vale oro, podrías lanzarla al estrellato en un abrir y cerrar de ojos con toda esa pasta y se multiplicaría por millones —contestó con una sonrisa de tiburón—. Siempre será mejor que tenerla en el banco, con la miseria de intereses que dan.
—No es tanta y no está en el banco, no confío en ellos —dije riéndome.
—Piénsalo —respondió.
Y el tema quedó ahí.
El domingo siguiente estaba preparando la cena para Maddie y para mí, una carne al horno con vegetales, cuando golpearon a la puerta.
—¡Bonne nuit, mon amour! Espero no te moleste que haya venido Vitto, estaba muy solo y me dio pena —dijo Maddie.
—¡Por supuesto que no! Pasa Vitto, siéntete como en tu casa —contesté, pero en realidad sí me molestaba, era una cena íntima que había hecho con esmero y no tenía ganas de compartirla con él.
—Grazie, Alexandre. Traje el vino —dijo Vitto.
—Voy a atender la cena, pongan a girar unos discos, mientras —respondí.
Fui para la cocina y a los minutos entró Maddie con una copa de vino en la mano.
—Para ti, mon amour, el mejor cheff que conozco.
—¿No conoces muchos, eh? —dije sonriendo y ella me imitó mientras se iba a la sala.
Bebí rápidamente, el horno había caldeado el ambiente y tenía sed, aunque no fuera un buen vino y tuviera un dejo amargo al final, terminé mi copa. Me dirigí a la sala a escuchar buen jazz, eso siempre lograba animarme. Tuvimos diferentes temas de conversación que ya no recuerdo y cuando quise levantarme del sillón no pude, todo daba vueltas. Ellos me miraban fijamente.
—¿Qué te pasa, mon cheri? ¿Estás mareado?, debe ser una baja de presión, toma más vino —dijo sirviéndome otra copa, Vitto solo observaba.
Cometí el error de beberlo, mis ojos se cerraron y ya no pude abrirlos. Solo podía oír pero nada más. Alguien se acercó y me dio una cachetada, por la dureza debió de ser Vitto.
—Tu registras arriba y yo abajo, pero antes ve a la cocina y apaga esa cena inmunda que hizo el alfeñique tuyo —dijo Vitto riendo.
Me habían engañado, todo fue una mentira para robarme. Sentía que flotaba en una nube y mis ojos pesaban toneladas, pero mis oídos seguían alertas. Conocía mi casa, sabía de donde provenía cada sonido. Pasaron minutos, horas, días, quién sabe cuánto, cuando escuché un grito de alegría y pasos que corrían por la escalera.
—¿Lo hallaste, Maddie? —preguntó Vitto ansioso.
—¡Aquí está, por fin! Gracias por tu colaboración, mon cheri, bien escondido lo tenías —dijo y me plantó un beso en la frente.
  Intenté abrir los ojos y solo se abrieron una cuarta parte, en ese momento un golpe durísimo en la cabeza me dejó fuera de combate. Vitto me había dado con la culata de su arma.
Desperté a los dos días ensangrentado, famélico y con una resaca de mil demonios. No hice la denuncia, quería revancha. Cerré puertas y ventanas a cal y canto y suspendí mis clases diciendo que tenía un viaje urgente, una cuestión familiar y se lo tragaron. Una idea había comenzado a gestarse en mi cabeza, pero era un plan arriesgado, no obstante, si daba resultado podría eludir a la policía. A la madrugada tomé unas pocas cosas y partí. Empeñé algunas joyas de mi tía que no lograron encontrar y me hospedé en un hotelucho de mala muerte en las afueras. Me afeité el ralo bigote que tanto me gustaba y lo que vi en el espejo fue la cara de un niño, puede funcionar, me dije.
Y funcionó, es por eso que ustedes están leyendo esto. En esos años había tomado bastante notoriedad la Coccinelle, una célebre vedette y cantante transexual francesa, me dispuse a imitar todo de ella. El hacer una voz femenina no remitía un problema, nunca fui poseedor de una voz grave y mi acento francés hacía magia; mi temor era el cuerpo. Aunque era delgado y no muy alto, me faltaban curvas. Eso lo solucioné con unos postizos extraordinarios que vendían en una tienda relacionada al teatro. Aprendí a maquillarme como una actriz, con muchas capas de revoque y me depilé íntegro, el resultado fue sorprendente y empecé la cacería. Ubicar a Vitto no fue muy difícil, obviamente ninguno de los dos estaba en el club que yo conocía, pero mi disfraz era tan bueno que cuando me presentaba en los clubes como la Margot que buscaba un representante, todos querían ayudarme. Esa misma noche di con él. Me hicieron pasar a un sucucho que llamaban su despacho. Entré y él muy amablemente me hizo pasar, antes de sentarme me acerqué como para decirle algo y cubrí su nariz y su boca con un trapo embebido en cloroformo que antes estaba en mi cartera. Le asesté unas veinte puñaladas, le corté el miembro y se lo metí en la boca, ni se enteró. Al salir, di vueltas el cartel de no molestar de su puerta y me fui saludando para que todos me vieran bien. Al día siguiente estaba en todos los titulares: “Representante local asesinado: buscan intensamente a ciudadana francesa”, hasta habían hecho un retrato hablado de Margot, que afortunadamente, nada tenía que ver conmigo.
Pero todavía faltaba la zorra, para esa tenía algo mejor, pero debía dejar pasar el tiempo. Volví a mí casa y reanudé las clases, también empecé a trabajar por la mañana en un instituto privado de señoritas, debía recuperar el dinero perdido. En seis meses ya había ahorrado bastante, entonces vendí mi casa y compré una pequeña granja en las afueras en donde la soledad era absoluta. Contraté obreros que pusieron la granja y el granero en condiciones. En menos de un año ya estaba todo listo.
Comencé a frecuentar los clubes nocturnos hasta que dí con ella. Estaba cambiada, ya no era la femme fatale de la que yo me había enamorado perdidamente, ahora nuevas arrugas adornaban su rostro antes terso y su mirada tan sexy había dado paso a una expresión de alerta que jamás le había visto. Genial, tenía miedo…, y lo bien que hacía.
Yo tampoco era el mismo, aunque tenía menos de treinta ya peinaba algunas canas y mi frente se ensanchaba a pasos agigantados. Me dejé la barba, tan usada en esa época y me dio un aspecto totalmente diferente.
La seguí. Vivía sola en una casucha humilde en los barrios bajos, me enteré por terceros que se vendía al mejor postor todas las noches y hasta pena me dio.
Al otro día ya estaba preparado, esperé a que saliera del club y cuando entró a su casa dejé pasar unos minutos y golpeé la puerta. Abrió hecha una furia.
—No se quién seas, pero no es hora —pronunció casi escupiendo las palabras.
—Soy yo —dije y esperé a que el cloroformo cumpliera su función.
Y así pasaron cuarenta años, ella sigue encerrada en el granero, en su jaula especial y yo soy un profesor jubilado. Creo que ya está acostumbrada, aunque con las mujeres nunca se sabe, ¿no creen?
Mi propio jurado la condenó a cadena perpetua y así está desde entonces. Encerrada y gozando de los derechos carcelarios como cualquier rea, que hasta goza de visitas conyugales. Estos años no fueron fáciles, al principio gritaba mucho, tanto que temí que no llegara a cumplir su condena. Ahora está muy vieja, tiene setenta y cinco años y yo, su carcelero, sesenta y cuatro. Veníamos bien, hasta que mi médico me detectó un cáncer incurable. Ahora temo por ella, no quiero morir un día y dejarla sola.
Por esto me entrego. Se equivocaron, buscaron a una mujer todo este tiempo, buscaron a Margot, pero en realidad a quien buscaban era a mí. Y yo quería justicia. Yo fui el hombre que no estuvo ahí.

                                                               A su entera disposición, saludo amablemente.
                                     
                                    Alexandre Dumont, Camino Rural N° 7, Memphis, TN 37835.

Consigna: Relato pulp inspirado en la imagen adjunta.

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