domingo, 24 de noviembre de 2019

Veinte centímetros

Hacía exactamente dos semanas que Bárbara se había marchado. Tras una fuerte discusión se fue al dormitorio, echó al azar dos vestidos dentro de la maleta, puso la muñeca preferida de la niña, las medicinas del niño y la comida del perro. Cuando estuvo llena se sentó encima para cerrarla mientras le decía a su esposo que ya estaba bien, que hasta ahí, que le aguantara otra las borracheras y que a ella ya no le cabía ni una cornamenta más, que ya pasaría su madre a buscar el resto de las cosas. A Barry los primeros días le resultaron desconcertantes, pero una semana después se negó a pasar otra noche más mirando la puta alfombra color rata muerta y su mancha imperecedera de grasa de mantequilla.
Podría haber tomado un taxi hasta el centro pero hacía una noche maravillosa y le apetecía caminar mientras buscaba algún tugurio coqueto y penumbroso donde tomar una copa, dos a lo sumo, se prometió, que ahora ya no había nadie en casa que lo despojase del sombrero y los zapatos cuando caía como un árbol roto sobre la cama. Se regañó a sí mismo, nada de pensamientos negativos, tomaría unas copas y luego volvería a casa como un buen chico. Algo más alegre recordó que no muy lejos de allí, en la calle 52, actuaba Charlie Parker junto —o contra— Dizzy Gillespie. Sus disputas y su competencia eran legendarias, pero juntos lograban enloquecer al público.
Por fuera el antro no parecía gran cosa; dentro, el olor a tabaco se mezclaba con el dulce aroma de las damas; las paredes estaban pintadas de un rojo violento y los cuadros en blanco y negro hablaban de muchas noches como aquella; en el escenario el humo del tabaco se enroscaba, helicoidal, alrededor de las luces mortecinas y abriéndose paso a través de él la trompeta de Gillespie se erigía, enardecida, con su lamento infrahumano; un poco más allá el bueno de Parker doblaba la cintura hacia delante para acompañar el estertor doliente de su saxo moribundo.
El local estaba a rebosar. Cuando por fin logró conseguir un asiento y una copa, en lo alto del escenario una negra flaca con una orquídea blanca en el pelo juró con su voz despellejada que una de esas mañanas se iba a levantar cantando y que iba a extender sus alas para tocar el cielo. Barry quiso brindar por ello y pidió otra copa a la linda camarera y cuando ella se la trajo él le dijo, sujetándola de la muñeca, que dejase la botella y que si no tenía mucha faena tal vez le apeteciese beber un poco con él. La chica le tiró el contenido del vaso a los ojos y le preguntó que si acaso pensaba que ella era una puta. Unos segundos después, de entre la niebla azulada de los cigarrillos, salió un sujeto alto como una montaña que le dio lo suyo, echándole después de una patada en el culo.
Arriba, sobre los tejados negros, la luna brillaba pálida; abajo, en el callejón oscuro, un gato callejero se bufó enfadado por el barullo metálico de los cubos de basura. Le dolían las costillas, ese ruso de dos metros le había dado una buena tunda. No más líos, pensó, ahora tomaría un taxi y se metería en la cama como un buen chico, pero no había recorrido ni dos metros cuando oyó unos suspiros acompasados y entonces la vio. Sí,  y la oyó gemir con los ojos cerrados y la cabeza echada para atrás y lo vio a él, con los pantalones medio bajados, empujando su cuerpo contra el de ella como queriéndose introducir todo entero. También escuchó los pasos precavidos después, y el chasquido del arma antes del disparo, luego el rugido de un motor alejándose a toda leche. Sí, lo vio todo, amparado en la oscuridad de aquel callejón inmundo.
Al día siguiente todos los periódicos dirían que, mientras “Bird” y “Dizz” competían sobre el escenario a ver quién la tenía más larga, en el callejón de atrás a Monty “El potro” le habían reventado la cabeza mientras forcejeaba con la hermosa Sally Winter, la chica de Lucky Luciano, una belleza morena de veintidós años. Lo que no dirían es que antes del disparo ella se arqueaba de placer mientras la mano derecha del jefe la sujetaba del pelo, embistiéndola. Sí, Barry la vio encaramada sobre el deslumbrante morro del Cadillac Town sedán verde ciprés. Tampoco dirían que el pobre Monty no escuchó los pasos, ni el chasquido del arma amartillándose, porque no podía pensar en otra cosa que no fuera en aquellas uñas haciendo surcos en su espalda o en aquellas piernas tentaculares que se enredaban cada vez más a su cintura, apresándolo,  mientras él le daba las gracias a Dios por su buena suerte.
Por supuesto Monty no oyó el silbido que le reventó la cabeza, esparciendo sus sesos sobre la pulida carrocería del sedán y suerte tuvo de no verlos deslizándose por los cristales empañados, grises y viscosos, como caracoles lentos. Tampoco vio cómo ella, antes de que llegara la pasma, se agachó rauda para coger el abultado fajo de dólares que sobresalía del bolsillo del pantalón. Cuando llegó la poli y le preguntó qué había sucedido, ella balbuceó entre hipos que el muy bestia había intentado forzarla y cuando quisieron indagar sobre la identidad del francotirador ella juró no haber visto nada.
Un poco más allá, Barry buscó su sombrero, le extrajo una monda de patata y se lo ajustó decidido, por fin, a buscar ese taxi salvador, pensando que su viejo estaría disgustado a esas alturas si lo viera allí expuesto a tantos peligros gratuitos y recordó uno de sus consejos más valiosos: “huye de los callejones oscuros, hijo mío, porque es allí donde los demás dejan su basura y la basura de los demás no es la tuya”. Su viejo era un tipo listo, lástima que acabara así, pensó.
Se disponía a buscar ese taxi cuando unos ojos negros se cruzaron en su camino.
—Se cree muy listo —dijo ella colocándose un cigarrillo entre los labios. Barry la observó, divertido, mientras le daba lumbre.
—No era mi intención mirar, se lo juro. Solo es que me curaba de unos golpes propinados por un ruso de dos metros con unas zarpas de oso.
—Convirtiéndose en un testigo molesto —advirtió ella echándole el humo a la cara.
—Ahora tendrá que matarme —bromeó Barry alzando la mano. Un taxi paró por fin y antes de darle su dirección la chica ya se había acomodado dentro—. Yo, por mi parte —dijo Barry cerrando la puerta—  también la he visto meterse un buen fajo de pasta bajo las faldas. Por cierto, su liguero es muy bonito. No hay color más sensual que el rojo. ¿No lo cree así?
—Parece que ya no hay secretos entre nosotros —dijo ella retocándose el cabello en el espejo retrovisor.
—No crea. No le he hablado de lo fea que es mi alfombra.
Sally traspasó el umbral con un balanceo de caderas mientras Barry, admirándola por detrás, pensaba qué por qué diablos no andarían así todas las mujeres. Luego sin quitarle el ojo de encima lanzó descuidadamente la chaqueta sobre el sofá y se dirigió hasta el mueble bar para preparar dos copas. Ella por su parte dio unas vueltas curioseando aquí y allá, después, aburrida, inspeccionó los discos apilados. La voz cascada de Louis Armstrong se abrió paso llenando cada rincón; ella, cerrando los ojos, se puso a bailar descalza.
—Mi viejo decía que se nota cómo  fornica la gente por su modo de bailar —susurró mirándola, embelesado—. ¿Por qué demonios hiciste eso?
—Por qué hice qué? —preguntó ella moviéndose como una cobra.
 —La pasta. ¿Por qué le birlaste la pasta a ese tipo?
—Oh, el dinero  —repitió bajito sin dejar de bailar—. Es una buena pregunta. Bueno, tal vez porque estoy cansada de toda esta mierda,  tal vez porque con ese dinero puedo tomar un autobús que me lleve muy lejos. No siempre he sido una chica mala. ¿Sabes? Tal vez porque con esa pasta podría buscar un trabajo honrado. De camarera, quizá, y a las diez quitarme el delantal y decir “hasta mañana Franky, da un beso a tus hijos de mi parte” y pasear sin prisa bajo las estrellas hasta casa, bordeando los maizales amarillos. ¿Nunca has vivido en un pueblo pequeño? De esos en los que solo hay un surtidor de gasolina, una cafetería con los visillos de color rosa, una iglesia pequeñita, y unas cuantas casitas desperdigadas alrededor, con un tractor en la puerta y un montón de balas de heno.
—No me cuadra que quieras volver a eso. Mira, no soy tonto. Mi viejo siempre decía que cuando uno ha probado el caviar no se conforma luego con un miserable sándwich.
Barry la observó mientras ella extraía un cigarrillo largo y oscuro con la boquilla dorada. Era muy hermosa, pálida, sofisticada. Sí, él también se hubiera dejado volar los sesos por montarla un rato.
—Si nos encuentra juntos nos matará.
—Ni siquiera sé cómo te llamas —se defendió él ofreciéndole otra copa. Sus dedos se rozaron, el hielo tintineó y Barry, sin poder contenderse más, la enlazó con suavidad por detrás—. ¿Por qué iba a matarme? No he hecho nada.
—¿Por qué? Por el simple hecho de rozar mis dedos, por respirar el mismo aire que yo, por susurrarme al oído, por abrazarme ahora o por algo tan poco importante como haberme visto con las piernas abiertas sobre el Sedan verde ciprés.
—¿Y si yo...? —susurró Barry acercando sus labios al cuello desnudo de ella. Armstrong decía en ese momento que la vida puede ser muy dulce en el lado soleado de la calle.
—¿Y si tú...? —rio ella dándose la vuelta y parando ese beso con la mano.
—Si ocurriera eso, nena, si me mataran por haber estado un segundo entre tus brazos no me importaría —dijo él aspirando el aroma de su pelo. Al fondo un cuadro en blanco y negro con una mujer y dos niños observaban la escena con expresión de fastidio.
Sally echó hacia atrás la cabeza y rompió a reír.
—Si te hubieras encontrado alguna vez a veinte centímetros del cañón de una pistola no hablarías así —susurró ella, delineando los labios de él con sus dedos, muy cerca ahora una boca de la otra—. Veinte centímetros. A esa distancia todo se torna difuso alrededor del punto de mira y, mientras esperas escuchar el ruido del arma amartillándose, toda la vida pasa en un suspiro.
—Mi viejo, antes de estirar la pata, dijo que si tienen que matarte al menos que lo hagan por un buen motivo.
Dos días después, la aparición de Sally sería celebrada en la primera página del New York Post: “Sally Winter, la chica de Lucky Luciano, ha aparecido después de dos días de intensa búsqueda policial, tras haberse visto involucrada en el asesinato de Monty Bunner, alias “El potro”. La joven ha declarado que no recuerda nada de lo ocurrido tras el tiroteo, aunque su estado no reviste gravedad”.
Lo que no dirían los periódicos es que uno de los hombres de confianza de Luciano derribó la puerta del apartamento de una patada y encañonando a Barry le dijo que no se le ocurriera hacer ninguna tontería y que se estuviera calladito mientras él le explicaba a Sally que las chicas buenas no roban, ni desaparecen, ni le ponen los cuernos al jefe. Lo último que vio Barry antes de perder el conocimiento fue al esbirro zarandeando a la joven. Luego la nada, la oscuridad absoluta. Claro que podría haber sido peor, podría haber visto, antes de recibir ese culatazo que lo dejó sin conocimiento, cómo Sally introducía, con un movimiento magistral, el fajo de dólares en el bolsillo superior de su americana a rayas de los domingos o cómo se lanzaba después a los brazos de aquél matón, acusándole a él del robo y de su posterior secuestro. Suerte que tampoco se enteró de que poco después Luciano, besando a la chica en la frente, le decía que no se preocupara, que el dinero era lo de menos, ya lo daba por perdido, que lo más importante era que la había recuperado a ella, a su joya más preciada.

Consigna: Relato pulp inspirado en la imagen adjunta.

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