lunes, 4 de noviembre de 2019

Milagro en «Electrodomésticos Martínez»

Lo nuestro fue un flechazo. Yo iba por la calle con prisas, como todos los días, cuando algo llamó mi atención. No pude resistirlo y me detuve en medio de la marabunta de gente en plena calle. Después de recibir varios insultos y codazos, me atreví a mirarla de frente. Ahí estaba: tan bonita, radiante como una piedra preciosa. Y sola. ¿No os ha pasado nunca? ¿Sentir ese impulso irrefrenable? En aquella época yo era un joven alocado y no quise asustarla con mis tics nerviosos. Continué caminando de forma distraída de un lado a otro, crucé de acera varias veces y fumé cuatro cigarrillos antes de atreverme. Cualquiera que estuviera observándome habría pensado que era imbécil o, quizá, muy imbécil. ¿Acaso vosotros habríais tenido agallas? Ella permanecía inmóvil, como mirando hacia el infinito. Sin duda, estaba esperando a alguien. Por fin me armé de valor y, tras los gritos de un taxista que dijo algo sobre mi madre y todo el resto de la familia, crucé y llegué hasta donde estaba. De cerca era todavía más hermosa, delgada y con un brillo que embelesaba. La conexión iba a ser segura. Y no me equivoqué. Pagué en efectivo al dueño de la tienda y la llevé a casa.
Y, bueno, ya sabéis, como todos los principios, el nuestro fue perfecto. Nos lo pasábamos de película juntos, preparaba cenas románticas y nos necesitábamos tanto el uno al otro… Era feliz. Desde que me levantaba, lo era todo para mí. Cuando tenía que ir al trabajo se quedaba apagada, por eso durante mi jornada no pensaba en otra cosa más que en su gran pantalla. Era inmensa. Última generación. Nuestros inicios fueron muy fogosos. Admito que puso el punto canalla que mi vida necesitaba. Nos quedábamos despiertos hasta las tantas de la noche y me mostraba su arsenal de armas de seducción de las que no podía escapar. Sus encantos eran tantos que me volvía loco. Me tumbaba en el sofá y me enseñaba cosas que jamás había visto. Siempre con energía, inagotable. Incluso cuando yo no podía más, conseguía que lo alargáramos… ¡Era mi sueño hecho realidad!
Las consecuencias de esta apasionada relación fueron en aumento. Tanto, que empecé a sufrir unos dolores de espalda terribles. Me encantaba el sofá, lo había convertido en nuestro nidito de amor, pero resultaba bastante incómodo. Cuando llegaba a la oficina por las mañanas literalmente doblado, mis compañeros no paraban con la guasa.
—¡Qué, campeón! Anoche hubo movida, ¿eh? —Y las risas, fruto de la malsana envidia, resonaban por todas partes.
—A ver si un día nos la presentas —soltó otro con retintín.
Tras ese comentario, habría lanzado el bote entero de bolígrafos a la cabeza del desgraciado, pero Gutiérrez «El chorizo», había vuelto a operar en mi mesa del despacho dejando un mísero lápiz sin punta como única arma de trabajo. Di un puñetazo sobre la mesa y todos callaron de pronto. A veces hace falta ponerse duro con quienes se burlan de ti. El problema fue que el jefe estaba presenciando la escena, lo cual provocó el silencio de esas aves de rapiña y me tocó aguantar un sermón del quince sobre el sentido del ahorro y la propiedad ajena.
Mis amigos y familia estaban encantados con ella. Siempre sabía estar en su lugar y era considerablemente servicial. Yo nunca le pedí tanto, pero estaba programada para ello. Disfrutaba complaciéndome y pronto descubrí que a los demás también. Mi madre pasaba a menudo por casa pero, curiosamente, siempre que yo no estaba. Decía que iba a visitarla, que se hacían compañía mutuamente y que las dos estaban muy solas por las mañanas. Incluso un día a la semana había formado un grupo con las vecinas del barrio para reunirse en mi piso con ella y entretenerse.
—Hijo mío —llegó a comentarme un día—, no sabes el tesoro que tienes en casa.
—Sí, lo sé, mamá —contesté mientras limpiaba los restos de galletitas saladas desperdigados por el sofá.
—Me está modernizando. Me pone al día de todo —añadió con un aspaviento circular.
No lo podía creer. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué se había pensado? ¿Que mi casa era su casa? ¿Que podía entrar cuando quisiera? La quería para mí. ¡Era mía! No podía más. A partir de ese día comencé a cambiar de actitud. Disolví la secta de los jueves creada por mi madre, le dije que me devolviera la llave y registré su cartera para quedarme con cincuenta euros por daños y perjuicios. No, no fue un robo. Todo el tiempo que ella y sus amiguitas pasaban en casa consumían. Sobre todo, electricidad.
—¿Trescientos euros? —grité a la voz del otro lado del teléfono.
—Los kilovatios consumidos en su domicilio son correctos. Puede tomar la lectura de su contador si lo desea para chequear la eficacia de nuestra compañía —contestó una agradable voz.
Colgué antes de que siguiera encantándome con su dulce e inánime voz de sirena. Esa criatura había sido entrenada para aguantar quejas sin inmutarse durante sus catorce horas de jornada laboral. Mi derrota era segura.
Pese a haber echado a todo el mundo de mi casa, mi situación económica siguió empeorando. La factura de la luz continuaba siendo angustiosamente elevada y el fisio me había recomendado ir tres veces por semana por las contracturas de mi espalda. No podía con todo. Me volví huraño, mezquino, apático. Me pasaba el fin de semana encerrado con ella. Mis amigos me llamaban y me aconsejaban, pero yo pasaba de ellos. No los necesitaba. Tampoco a mi madre. Cada día tenía peor aspecto, los ojos totalmente enrojecidos y dormía apenas un par de horas. Hasta que llegó ese día.
Una mañana, aburrido en el trabajo, me dediqué a repasar la correspondencia. Quizá fueron imaginaciones mías, pero me pareció que el cartero me guiñaba un ojo cuando me entregó las cartas. Encontré facturas de proveedores, extractos del banco, lo de siempre… Cuando, de entre la propaganda electoral que iba directa a la trituradora, salvé un folleto de una tienda de «Electrodomésticos Martínez». «Perfecto», me dije, «lo que necesitaba para pasar el rato hasta la hora de salida». Me dirigí al cuarto de baño con el folleto escondido dentro del pantalón y allí me senté a hojearlo. Pasé rápidamente las páginas dedicadas a televisores, ya tenía una impecable, cuando de pronto lo vi. ¡Un disco duro externo de diez terabytes por noventa y nueve euros! Se me cayeron los calzoncillos al suelo. Me enamoré de él en ese mismo instante: negro, de formas aerodinámicas, fuerte, de gran potencia, compacto. Me estaba excitando. Pero, un momento, ¿y ella? ¿Estaría de acuerdo con la decisión? Esta novedad le afectaba directamente. Además, la traición iba a producirse en el mismo lugar donde nos conocimos, donde la compré. Nuestro lugar especial.
Pese a las dudas, a las seis en punto salí como un rayo y llegué a la tienda. Allí estaba. Orgulloso, me incitaba con su base prominente. Saqué mi tarjeta de crédito y concluí que sí, que la convencería para de que era nuestro complemento ideal. ¡Había que ser un poco más lanzado! ¡Pondría el punto picante en nuestra vida! Una fuerza superior a mí estaba llamándome hacia aquel disco duro. Pagué de inmediato para llegar a casa y conectarlo.
Al principio ella se lo tomó a bien. Era un compañero más cuyas funciones potenciaban las suyas. Formábamos un trío perfecto: él tenía una capacidad y potencia inusitadas; ella seguía exhibiéndose como nunca y yo flipaba en colores. Éramos felices juntos, hasta que llegaron los celos. Ella empezó a apagarse de vez en cuando y, a menudo, no detectaba la señal. Parecía que la culpa era de la antena de la comunidad, pero a nosotros no nos la colaba. También dejó de sintonizar canales nuevos y, poco a poco, nos fuimos distanciando. Solo la utilizaba para ver las películas que grababa él. Empecé a aficionarme a todo tipo de cine y me olvidé de programas de cotilleos, series malas y concursos amañados. Grabé las películas de los más grandes: Hitchcock, Johm Ford, Santiago Segura… En definitiva, ¡me estaba culturizando!
La televisión no pudo más y, un día, se apagó y no volvió. Así que le trasladé al dormitorio y acoplé el monitor del ordenador. De esta manera, seguimos pasando los días enteros, lejos de ella.
Todavía no se lo he contado a mi madre. Algún día tendré que dejar de cerrar mi habitación para ocultarlo cuando viene de visita, pero no encuentro el momento. No sé si lo comprenderá. Todavía sigue preguntándome por ella, pero yo le doy largas. Solo rezo para que no me suba la correspondencia un día y me encuentre con un folleto de «Electrodomésticos Martínez».

Consigna: Un monólogo (tipo El Club de la Comedia) con tema libre.

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