martes, 15 de diciembre de 2020

Auroras (Byronde Poe)

 

   Aquella mañana en la azotea, bajo el influjo de las sabanas aromatizadas de perfumes antiguos; entre la luz y la cal de las casas, elevamos sueños y corregimos verdades. Su mano suave apretaba a la mía, y de vez en vez paseaba su dedo gordo por el contorno de mi mano, quizá para sentirse segura o en una leve insinuación de que prefería mi compañía a la de su familia en un momento tan crucial. No me hacía falta mirarla para saber que sus labios carnosos sonreían. Había más gente en el terrado, al igual que en las azoteas de los edificios circundantes, incluso sentados sobre los tejados y encaramados en las chimeneas y los motores de aire acondicionado. Pero eso a nosotros nos daba igual. Solo estaba ese instante en el tiempo y en la historia y nosotros dos, ajenos a las risas, los ruidos y el sonido entrecortado de una radio retransmitiendo la increíble noticia.

Al principio nadie lo creyó, nosotros tampoco la verdad. El escepticismo arrugó nuestros rostros tan acostumbrados al tedio y a la rutina, contaminados por los medios de comunicación. Tan hechos a ojear en los periódicos: asesinatos, desahucios, hambruna y desgracias miserables de la condición de ser humano, civilizado. Sin embargo las evidencias eran claras y no dejaba lugar a ninguna clase de ambigüedades. No faltaron los fatalistas que predicaron apocalipsis inminentes y castigos divinos, y aquellos que se aprovecharon del evento para intentar vender toda clase de baratijas creadas para tal fin.

La gente no quería saber de las consecuencias de tal acto, que cambiaría en sus patéticas vidas planas y grises. Como el niño que espera con ansiedad su regalo de cumpleaños, sin pensar demasiado que envuelve el llamativo papel. El efecto sorpresa era lo que movía el mundo en ese momento.

La euforia se sentía en el aire, extrañamente cálido, para la hora temprana del día. Había individuos que portaban grandes carteles con citas pacifistas, otros rezaban a sus diferentes dioses, convencidos de que aquello, más que nunca, era un signo de sus divinidades. El griterío aumentó considerablemente, y los pájaros revolotearon desorientados. Agarré con fuerza su mano, mientras en el horizonte rojizo, en el oeste, nacía, grandiosa, la otra Tierra...

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