martes, 15 de diciembre de 2020

Madreselvas (Talismán)

 

Si hubo un momento apoteótico en su vida, fue cuando se recargaba sobre las madreselvas en flor a esperar su paso. Al menos así lo cree hoy, porque lo que sucedió después careció totalmente de sentido. Si hay algo que él se dice siempre, es que la culpa fue del aroma embriagador que emanaba, sin pausa, de aquellas madreselvas que trepaban por la vieja pared del cementerio.

Corría el año 1958 y Enrique, que tan solo contaba con dieciséis años, sentía que estaba en los albores de su primer amor. Todos los días llegaba del colegio Nacional a media tarde y lo primero que hacía, después de tomar una copiosa merienda preparada por su madre, era cruzar la calle y apoyarse en la maltrecha pared cubierta de madreselvas del vecino camposanto a esperarla. Ella era una jovencita muy bella, rubia y de ojos tan grandes como enigmáticos. De todas las veces que la había visto entrar al cementerio jamás se había animado a entablar conversación y mucho menos a preguntarle su nombre. Le recordaba clandestinamente a Marilyn Monroe, la mujer más bella que alguna vez hubiera visto y ese era su secreto mejor guardado; si su madre se enteraba que iba al cine a ver a esa putona de labios voluminosos, la bofetada se oiría en una legua. Desde que su padre había caído en desgracia, Enrique lo era todo para ella. Aún recordaba el revuelo que se había armado cuando su querido padrecito robó un banco y fue preso. Él tenía cinco años, y aunque no podía recordarlo todo, si rememoraba las lágrimas interminables de su madre cuando varios policías entraron en la casa y se lo llevaron para siempre. También recordaba que a partir de ese día el nombre de su padre fue mala palabra. Pero eso ya era historia antigua, juntos madre e hijo, habían logrado salir adelante y dar cara a cualquier adversidad.

Una de esas tardes, Enrique, mientras esperaba a la joven junto a la pared rodeado del fascinante aroma, decidió hablarle. Necesitaba expresarle, aunque fuera mínimamente, lo bella que le parecía. Necesitaba saber su nombre. Y como si la convocara con el pensamiento, ella dobló la esquina y caminó hacia él.

—Buenas tardes, señorita. ¿Cómo está usted? —preguntó tímido.

—Buenas tardes, ¿lo conozco? —respondió intrigada—. Su cara me resulta familiar.

—No…, es decir, sí —dudó—. Yo vivo enfrente, pero todos los días me quedo un rato aquí y la veo pasar…, es que me gusta mucho el perfume de esta flor.

—Madreselvas, su fragancia es encantadora —respondió pensativa—. Entonces es por eso que tu cara me resulta tan conocida. Mucho gusto, joven. Mi nombre es Libertad Cassini, ¿y el suyo?

—Mucho gusto, Libertad —replicó en un éxtasis supremo—. Yo soy Enrique Vinti, y me alegra que al fin nos hayamos presentado.

En ese instante, la cara de Libertad cambió. Una mezcla de odio, repugnancia, fascinación y una lástima palpable, cruzaron por su rostro.

—Eres el hijo de ese bastardo —dijo, y a continuación lo besó en los labios.

Enrique no entendió lo que pasaba. Solo atinó a quedarse estupefacto y balbucear:

—Creo que me confunde con alguien más, Libertad, usted es muy bonita y yo…, creo que me estoy enamorando de usted.

—Tú no sabes ni crees nada, niño—respondió airada—. Tus labios saben a resignación, fracaso y herencia. Las dos primeras tienen solución, de la última no podrás escapar nunca.

Libertad se alejó corriendo y Enrique trató de alcanzarla. No entendía en absoluto lo que había sucedido. Ella giró en una de las callejuelas del cementerio y fue ahí en donde la perdió. Más confundido que nunca regresó a su casa, el crepúsculo ya estaba en su apogeo.

Cenó callado y ensimismado. Su madre preguntó si le pasaba algo, pero, ante la negativa, continuó con sus quehaceres. Se fue a acostar y pasó toda la noche meditando lo sucedido. Más lo pensaba, menos lo comprendía. Pero tuvo una idea, que, en ese momento, le resultó maravillosa. Su madre poseía mucha bisutería fina y, desde que su padre había dejado de estar presente, ya no la usaba. Por la mañana, cuando ella fuera al trabajo, tomaría prestado algo y se lo regalaría a Libertad como una ofrenda de paz. Durmió tranquilo lo que restaba de la noche, sintió que era lo correcto. Apenas salió su madre al día siguiente, empezó a rebuscar entre sus cosas. No era un robo, Dios sabía que no era como su padre y pronto se lo compensaría. Abrió el último cajón del tocador y ahí estaban, brillos y dorados por doquier. Sacó todo tratando de elegir la que más fuera con ella. Bajo ese enredo dorado había un periódico antiguo y amarillento por los años. La foto de su padre saltó a sus ojos desde la primera plana y el titular rezaba así: “Detuvieron al violador y asesino de la joven Libertad Cassini. Anselmo Vinti fue trasladado a la penitenciaría estatal a la espera de un juicio”.

—¡Me mintieron! ¡Me enamoré de un fantasma! —le gritó a la habitación vacía—. En un impulso salió corriendo de su casa hasta el cementerio. Tomó la callejuela en la que la había perdido, y al final, en una tumba modesta, estaba su nombre y su foto.

—¡Libertad! —gritó y produjo ecos en todos los corredores. Esperó verla, pero no apareció. Sollozó sobre la lápida durante horas, como si hubiera muerto ayer.

Cuando el sol comenzó a ocultarse caminó hasta el portal y se recargó en la pared cubierta de madreselvas. Entonces, llorando, les dijo:

—Si todos los años tus flores renacen, ¿por qué ya no vuelve mi primer amor?

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