martes, 15 de diciembre de 2020

La peste (Potemkin)

 

A los dos minutos de tirar a la papelera aquel relato, mi casa comenzó a oler muy mal. Yo me acostumbré muy pronto porque ya me había ocurrido otras veces pero, para mi desconcierto, el olor fue en aumento. “Huele a perros muertos”, gruñían los vecinos con la garganta cerrada del asco. Cuando aparecieron los gusanos entre las ranuras de los peldaños, alguien llamó a las fuerzas del orden. Buscando el foco de la purulencia la policía no dejó ni un centímetro de mi casa sin registrar. Cuando violaron el escrupuloso orden de mis bragas y metieron las zarpas entre mis juguetes les pregunté si no sería mejor que mirasen dentro del congelador, que es dónde se suele esconder un cadáver. No encontrarán ningún fiambre entre mis bragas negras de encaje, avisé.

Díganos donde lo tiene, dijo el sargento, no nos haga perder más tiempo. Está justo ahí, dije señalando la papelera. El sargento me miró perplejo. Soy escritora, sargento, a veces deshecho relatos, expliqué. ¿Y qué tiene que ver su relato desechado con este hedor que asola la comunidad?, preguntó el sargento. Es que es un relato muerto, dije, y lo que huele es su descomposición. Vamos a ver, señora, preguntó el policía, ¿me está diciendo que su casa huele mal porque tiene usted un folio arrugado dentro de la papelera? Sí, señor policía, admití. Pero es que no es solo un folio arrugado, es casi una historia y dentro de ella hay un tiempo, una ciudad y un invierno. Y en ese invierno viven unos personajes que parí con dolor en una noche de insomnio. Personajes que tienen nombre y apellidos, edad y profesión. Ella tiene, además, una boca hermosa, él unos ojos llenos de estrellas. Es la carne podrida de ellos lo que huele, dije vehemente.

Claro, claro, ahora mismo se viene a la comisaría y le da usted las explicaciones pertinentes al señor comisario, dijo el tipo colocándome unas esposas de lo más brillantitas.  Le advierto, le dije dejándome hacer, que a mi estos cacharritos me excitan sobremanera. La comisaria me recordó a cierto edificio grande y gris que vi en una película basada en una novela de Kafka. Era un lugar frío, de techos altísimos y desolados pasillos, donde solo se escuchaba el tecleo monocorde y sincopado de una vieja máquina de escribir. En cada  cuarto sombrío había una secretaria sombría que miraba el reloj de la pared.  Llovía fuera y pensé que era ideal, siempre llueve en los momentos más solemnes. El comisario era un tipo gordo y sanguíneo. Siéntese, ordenó, dicen mis hombres que su casa huele a muerto. Es por culpa de un relato, expliqué otra vez. Un relato muerto, añadí presurosa.  Un relato solo es un pedazo de papel, dijo él, las palabras no huelen. ¡Ah!, qué poco sabe usted de literatura!, dije yo jugándome una noche entre rejas. ¿Me está usted llamando cateto?, dijo el comisario expulsando el humo de su puro en mi cara. Yo, que en mis noches solitarias había visionado innumerables películas policíacas, me repantingué en la silla dispuesta ya a la tortura y al apaleo. No, no, contesté, y añadí: si quiere le explico en qué consiste un relato sin vida, que no sin alma, porque no es lo mismo un relato muerto que un relato sin alma, dije  empeorando la cosa, a mi parecer.

Ese hombre de cara redonda me miró de manera tan escrutadora que supe que ya andaba  buscando cargos para encerrarme una noche a la sombra. Posesión de drogas, alteración del orden publico, tal vez pertenencia a una banda armada. ¿Entiende usted, señora mía, que me debe contar por qué huele mal su casa, verdad?, dijo contra todo pronóstico. Y dicho esto llamó a su secretaria y ella acudió bolígrafo en mano. Cuando se sentó eché en falta un cruce  de piernas sensual y chasqueé la lengua, decepcionada. Mari Pili, proceda usted a escribir todo lo que la presunta diga, dijo.

De pronto yo ya era la presunta, pensé sonriendo. Si confiesa usted su crimen, tal vez podamos encontrar algún eximente. Podríamos alegar enajenación transitoria, por ejemplo, informó bonachón. A veces se nos va la mano en una disputa y vuela un jarrón chino o un cuchillo jamonero, disertó el señor comisario. Luego, en un vano intento de ocultar las pruebas, intentamos deshacernos del cuerpo del delito y lo troceamos o lo disolvemos con ácido en la bañera, creyendo que con un poco de hipoclorito de sodio borraremos después todas las huellas del crimen, continuó. Pero el olor... ¡Ay el olor! El olor del crimen no se va con nada, señora mía, dijo. Dígame, ¿dónde lo tiene escondido?, preguntó aproximando peligrosamente su rostro colorado al mío.

Lo que huele mal es ese relato, volví a explicar. ¿Es usted escritora?, preguntó alegremente la secretaria sombría, aminorando la velocidad de su taquigrafía de academia. Creo, Mari Pili, que ”relato muerto” es una especie de apelativo que la presunta utiliza para referirse al interfecto, explicó el comisario. Prosiga usted, dijo dirigiéndose de nuevo a mi, aunque tal vez a estas alturas prefiera continuar en presencia de un abogado. Si no lo tiene puede solicitar uno de oficio, ya sabe. De pronto me acordé nuevamente del protagonista de “El proceso” y tragué saliva.

No tengo ningún cadáver en mi casa, comisario. Solo tengo un relato muerto y no creo que por eso me vaya usted a meter en la cárcel, gruñí.  ¿Cómo de muerto está ese relato?, preguntó el comisario alzando la ceja. Suspiré. Como los ojos de un tiburón, como un amor que se acaba, muerto como la verga de un muerto muy muerto, dije a modo de explicación somera. ¿Y de qué va esa historia desechada?, preguntó la secretaria, aminorando de nuevo la velocidad de su bolígrafo. Es un asunto particular, alegué defendiendo mi intimidad. Aquí no hay asuntos particulares, dijo el comisario masticando cada palabra. Bien, dije resoplando, pues allá voy: lo que hay en mi basura es un relato de amor. De amor muerto. Es un entierro de amor. Es una tumba con fecha.  Es el grito de un luto.  Son campanas llamando a agonía. De eso va. Por eso lo tiré a la basura y por eso huele mal mi casa.

¡Ajá!, chilló el comisario ufano como un pollo ufano, entonces admite que ha asesinado a su novio. Suspiré de nuevo. En cierto modo sí, confesé. Se podría decir que lo he matado, pero solo metafóricamente. ¿Entonces confiesa por fin que tiene un finado en su casa?, dijo machacón.  Me parece, señor comisario, que no sabe usted lo que es una metáfora. Y ahora, si no tiene usted cargos probados contra mi, mande a uno de sus hombres que me quite las esposas, que tengo en mi casa un relato por acabar y lo tengo que entregar  mañana a las doce, hora española.

No hay comentarios:

Publicar un comentario